domingo, 30 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XVIII

Julián se detuvo frente a un árbol corpulento. Las ramas se extendían a los lados incitando a la escalada. Palmeó el grueso tronco y le dijo a Mariana:

-Apuesto que aquí te encaramaste.

-¡Todavía no! La única altura que probé fue la de tu tranquera. En esta casa empecé intimando con el subsuelo -se rió.

-¿Cómo sucedió?

La muchacha no respondió de inmediato. Se preguntaba hasta qué punto era atinado confiarle al vecino su experiencia. ¿Por qué no? Si larga la carcajada o me mira como si fuera una loca, lo desestimaré sin escrúpulos, decidió. Retomó la marcha al tiempo que iniciaba el relato.

-Ayer estuve revisando los muebles de la cabaña adonde vamos. Encontré periódicos viejos, revistas y cajas con carpetas escritas con símbolos ininteligibles. Dentro de una de las cajas había una cadena con un camafeo que me colgué del cuello. Pensaba, tal vez, en no perderlo -lo miró de reojo y vio que estaba pendiente de su relato. Entonces continuó:- iba a seguir con el registro cuando me llamó la atención la alfombra del piso. Me agaché para mirar los dibujos y mientras la despejaba del polvo abajo sonó a hueco. La levanté, vi que había una puerta trampa. La abrí, divisé unos escalones... y no pude con la curiosidad.

-Bajaste -la afirmación sonó contundente.

-Sí. Y no hubiera pasado nada si la puerta no se hubiera desplomado. Porque cuando se acabaron los peldaños yo estaba izándome hacia arriba. El golpe me hizo perder el equilibrio y caí -se quedó callada, como reflexionando.

-Te diste un buen porrazo...

-No tanto, pero... Me asustó la oscuridad y mi mente empezó a divagar. Hasta creer que no estaba sola en el sótano; que seres horribles esperaban para atacarme.

-Es normal tener esas sensaciones, sola y en la oscuridad -dijo el hombre consoladoramente.

-Digamos que sí, pero... Aluciné más que eso. Cuando sentí que el peligro era inminente, me dispuse a defenderme. Aferré el camafeo sin pensarlo... -se interrumpió, ofuscada por el desenlace.

Julián se paró y la tomó del brazo. El roce le provocó un cosquilleo que inhibió suprimiendo el contacto prestamente. La miró de frente y la animó a continuar.

-Creeré lo que me digas, no pensaré que estás desvariando, te ayudaré a descifrar cualquier misterio -la sonrisa era tan alentadora como las palabras.

Mariana sintió que Julián era una fortaleza que podía albergar por un tiempo a sus fantasmas reprimidos. Podrías haber dejado tu mano en mi brazo, pensó decepcionada. Respiró hondo y arrancó de un tirón:

-El medallón se calentó en mi mano y desprendió un resplandor verde que me envolvió por completo. Enseguida cesaron los murmullos, como si esa luz hubiese ahuyentado a... quien quiera que fuese. Se apagó cuando mamá y Luis llegaron.- Calló.

Julián prolongó el silencio. No quería arriesgar un comentario que alejara a la joven de las confidencias. ¿Qué podría decirle para tranquilizarla y que no recelara de sus palabras? ¿Cómo encajar este testimonio dentro de la racionalidad de la vida moderna? Después de todo, arguyó, nos defendemos de las amenazas como podemos.

-¿Sos creyente, Mariana? -la pregunta apuntaba a encaminar su apreciación.

-Ya no -respondió casi molesta.- No puedo creer en un dios que administra castigos impiadosamente, que destruyó la vida de mi padre en plenitud, que nos sumergió en la desesperanza. Si esa es la justicia divina, reniego de ella.

-Está bien -dijo el hombre.- Tu experiencia, si no la atribuimos a un hecho religioso, podría explicarse como una proyección psicosomática desatada por la sensación de peligro o, no es inusual, un fugaz espejismo para preservar tu equilibrio mental.

Mariana meditó la interpretación y la conformó. Coincidía un poco con lo que había pensado y no la sintió como una respuesta de compromiso. No la dejaba como una desequilibrada ni recurría a disquisiciones esotéricas.

-Yo pensé en una explicación parecida -dijo. Abandonó el tema y sugirió:- Vayamos a buscar la carpeta.

Caminaron un poco más aprisa seguidos por Goliat. La cabaña estaba sin cerrojo y dejaron la puerta abierta para que la iluminara la luz solar. Los papeles estaban sobre la mesa al igual que los paquetes que Mariana no tuvo tiempo de revisar. Tomó las fojas e hizo un ademán de salir. Julián, detrás de ella, la detuvo:

-¿Por dónde se ingresa al sótano? -preguntó.

-La entrada está debajo de la alfombra. ¿Por qué preguntás?

-Me gustaría echarle una mirada.

-Se va a hacer tarde... -contestó inquieta.

-Un segundo, nada más -insistió el joven, movido a confrontar el sitio adonde quedó cautiva la muchacha.

Mariana se encogió de hombros y se agachó para levantar la alfombra. Julián alzó la puerta y alumbró el interior con la linterna.

-Yo te doy luz -dijo la chica.

El hombre bajó con agilidad y se dejó caer desde el último escalón. Le pidió a Mariana:

-Alcanzame la linterna. Aquí no se ve nada.

Ella se la alargó y vio que el foco recorría lentamente todos los rincones. Después de un rato, Julián trepó la escalera, bajó la puerta y colocó el tapete en su lugar.

-Ni una araña -comentó.- Es un lugar aséptico a pesar del suelo de tierra.

Mariana asintió, relajada por la tranquila inspección del joven. Se quedaron parados junto a la mesa, mientras Julián examinaba las hojas con curiosidad. Después de un momento, movió la cabeza.

-No entiendo nada. Parecen jeroglíficos. ¿Será alguna escritura religiosa?

-Más bien, por las revistas escritas con los mismos símbolos, la de alguna secta -supuso ella.- Lo que me llamó la atención fue la firma de papá. Tengo la sensación que él entendía estos trazos.

-Es plausible, Mariana, si coleccionaba revistas con la misma grafía -Le preguntó cortésmente:- ¿Lista para volver?

-Sí, vayamos -en compañía de Julián la cabaña se había transformado en un lugar anodino.

Goliat apareció junto a ellos ni bien cerraron la puerta de la casa. Había estado merodeando por los alrededores pero no había olvidado el oficio de guardián. Se acomodó junto al dueño y recibió la caricia de su acompañante con un movimiento de cola. Retornaron en silencio, sumido cada cual en la evaluación del momento compartido. Julián repasó la confesión de Mariana convencido de que había sufrido una alucinación. Cada pensamiento, despojado de la ponderación del conocimiento previo, lo impulsaba hacia la joven. Deseaba envolverla como el resplandor verde y ampararla de la oscuridad entre sus brazos. Estoy prendado de una muchachita trepadora de cercas y de exuberante imaginación -admitió con alegría no exenta de inquietud. ¿Cómo pudo creer que la efímera convivencia con Sonia lo inmunizaría ante una criatura como Mariana? Se casaría de inmediato con ella si fuera condición para llevarla a su casa.

-...no parecía el mismo lugar.

El comentario de la joven lo devolvió a la realidad.

-Perdoname, Mariana, me perdí el principio. ¿Qué cosa no parece el mismo lugar?

-La cabaña. Ayer estaba deslucida a pesar del sol, parecía un animal al acecho. Hoy siento que no mataría ni un mosquito.

Julián no pudo evitar una risotada. La medrosa apreciación de Mariana perdía dramatismo con la acotación final. Ella lo miró y se unió a la risa masculina que penetraba hasta el fondo de sus sensaciones. Caminó tranquila. Percibía el ajuste de las zancadas de Julián para acomodarlas a su paso y eso le agradó; como si él fuera un cuidadoso arquitecto construyendo la morada que la guardaría de cualquier amenaza. Nadie le había transmitido hasta ahora esa impresión de plenitud que le exaltaba los sentidos. La femineidad se abría paso a través de los principios regentes de su vida: ser independiente, conservar el libre albedrío, bastarse a sí misma en todo momento. Intuyó el poderío del hombre y no deseó cuestionarlo. Se dejó llevar por la inédita sensación de vulnerabilidad que le inspiraba la presencia física de Julián. Si él se detuviera en ese momento para abrazarla, no sería capaz de rechazarlo. Un escalofrío la recorrió cuando imaginó el beso. “¡Basta, Mariana!”, se reconvino tratando de escapar del súbito ensueño diurno, “¿Recién lo conocés y ya deponés tus convicciones por una descarga de hormonas? Papá no te reconocería. ¿Adónde está su hijita autónoma y valerosa? Mejor sé prudente... ¿Un beso es una imprudencia?”, cerró la arenga una atrevida vocecilla infiltrada en el súper yo. Una sonrisa secreta le curvaba todavía los labios cuando divisaron la mesa adonde los esperaban Emilia y Luis.

viernes, 28 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XVII

La joven ocultó su ansiedad echándose sobre la reposera que Luis había rescatado del galpón. Los mayores se sonrieron con gesto cómplice y se adelantaron para recibir a Julián. Mientras se presentaban hombre y perro, Mariana esperaba. Tengo taquicardia. Por el perro ha de ser. Los perros me asustan. Notó la mirada de Julián que, sin tapujo, se disparaba continuamente hacia ella. Un instante después los tres caminaban rumbo a la mesa con Goliat pegado a la pierna izquierda de su amo. A Julián no le sorprendió la actitud distante de la muchacha. Mejor, pensó. Las chicas bien dispuestas no lo estimulaban para una relación estable. Este pensamiento superficial lo divirtió. No le disgustaría explorar ese aspecto inmaduro de su personalidad mancomunado con esta jovencita.

-Buenas tardes, equilibrista. Como ves, nos hemos acercado para visitarte -se plantó delante de ella sonriendo, sin hacer otro ademán de acercamiento.

Mariana lo miró y le devolvió la sonrisa desviando el gesto de bienvenida hacia el perro. Alargó la mano para acariciarlo, provocando un imperceptible estremecimiento en su amo.

-¡No veía la hora de que llegaran! Para probar la torta de mamá... -remató con una mueca burlona.

Julián aceptó el juego tácito propuesto por la muchacha.

-¿Será mi destino convertirme en tu paladín? Te adelanto que aparte de socorrer damas en apuros y asegurarme que se deleiten con una torta casera, puedo cubrir cualquier necesidad que las desvele -ofreció con una seriedad que desmentía el brillo intencionado de los ojos.

La risa de Mariana se conjugó con el canto de las aves que alborotaban sobre el césped esperando conseguir su ración de merienda.

-Lo tendré en cuenta, caballero -deslizó con una compostura que a Julián le aflojó las rodillas de sólo imaginar qué servicios le podría prestar.

-Sentémonos -indicó Emilia.

Los cuatro se acomodaron alrededor de la mesa. Goliat, indiferente a los bullangueros pájaros, se echó al lado de su dueño. La madre cortó la torta y sirvió el café, mientras la hija arremetía con el interrogatorio.

-Julián, muero de impaciencia porque me cuentes algo de mi tía.

-¡Mariana...! -reprobó Emilia.

-Es que Julián la conoció, mami. ¿No es cierto? -lo miró esperando consenso.

-Un poco -declaró el interpelado.- Lo que sé de ella no es más que un puñado de chismes que comentan las mujeres a la hora del té.

-¡Justo! -exclamó la chica- Además no hay que olvidar que toda habladuría tiene un trasfondo de verdad -apoyó los codos sobre la mesa, enmarcó la cara entre las manos, y arengó a Julián:- ¡Te escuchamos!

El joven apenas pudo atrapar la sonrisa que se le descolgaba. En la pausa, tomó conciencia de que sus palabras no eran sólo esperadas por Mariana. Una especie de tensión se traslucía en los rostros de los dueños de casa.

-Empezando porque yo no me crié en esta casa y sólo la habito desde hace tres años, época en que se la compré a mi madre cuando decidió mudarse al centro, tuve escaso contacto con mi vecina. Por cierto -se dirigió a Mariana- ella y Goliat no simpatizaron. Apenas si pude contenerlo cuando la vio por primera vez. La relación terminó al solucionarse el problema de las conexiones de agua. Era una mujer de mediana edad y me impresionó hermosa y altanera.

-¿Por qué le compraste la casa a tu mamá? -interrumpió la muchacha- ¿No hubiera sido tuya por herencia?

-Sí. Pero mi madre quería desprenderse de la propiedad porque no dudaba de las historias que se contaban. Tuve que desplegar toda mi persuasión para que accediera al trato y traer a Goliat, arreglo del cual no me arrepiento -miró al animal con afecto.- En resumen, se dice que la bella Victoria era una hechicera, que tenía tratos con el diablo, que recibía extrañas visitas nocturnas, que la custodiaban dos demonios y que sacrificaba animales para sus ritos. Dio la casualidad que varios perros de la vecindad desaparecieron sin dejar rastro, de tal forma que a los nuevos guardianes los mantienen dentro de lo límites de las fincas.

-Por suerte... -murmuró Mariana- Pero ¿una hechicera en esta época...?

-Es lo que se cuenta, jovencita. Yo sólo soy el cronista.

Emilia había escuchado a Julián y su relato no le sonaba tan disparatado. No consideraba el cargo de brujería, sino las inquietantes sensaciones que le despertara su cuñada. Se le antojó extraña y reservada, hasta un poquito inmoral. Se preguntó el por qué de ese calificativo ya que tan pocas veces la había visto. Porque fue capaz de ignorar a la única familia que le quedaba. Si a Julián le impresionó como altanera, a mí, como fría.

-Victoria tuvo poco trato con nosotras –confesó.- Es posible que su hermetismo alimentara los rumores. Hasta ahora, si bien es cierto que hace poco estamos instaladas, no hemos experimentado más fenómeno sobrenatural que un accidente que tuvo mi atolondrada hija.

-¿Un accidente? -repitió Julián, alarmado.

-¡Bah! Me caí de una escalera -minimizó Mariana. Por un momento quedó absorta; luego, volviéndose hacia su madre, se preguntó en voz alta:- ¿Qué hice con la carpeta que tenía que mostrarte?

Emilia la miró interrogante. La hija aclaró:

-Una carpeta escrita con símbolos incomprensibles. Pero en una hoja tiene la firma de papá. Quería que la vieras para estar segura.

-¿Cuándo la tuviste por última vez? -preguntó Luis.

-En la cabaña, antes de bajar al sótano. A lo mejor quedó sobre la mesa. ¡La voy a buscar! -se levantó impulsiva.

-¡Sola, no! -exclamó Emilia.

-Yo la acompaño -ofreció Julián.

-Será mejor que lleven una lámpara por si la carpeta se cayó en el agujero -Luis se dirigió hacia el auto, sacó una linterna y se la tendió al otro hombre.

Así provistos y en compañía de Goliat, fueron en busca de los pliegos. Emilia se quedó tan tranquila como si Mariana fuera escoltada por Luis. Julián le había caído muy bien y creía que a su hija no le disgustaba. Él era un libro abierto para la madre; un libro que prometía ser una historia de amor. Creía que tampoco a Luis se le había escapado la forma con que miraba a Mariana y la implícita aceptación de los juegos verbales a los que su niña era tan afecta. Los perdió de vista cuando doblaban la curva. Sólo entonces salió del enajenamiento y recuperó la conciencia de que estaba acompañada. Luis, relajado en el sillón, la observaba con una concentración que la perturbó.

-Lo siento -se disculpó ella- estaba divagando sobre Mariana y Julián.

Él asintió con un gesto comprensivo. Después de un rato, deslizó una reflexión que la hizo sentir completamente viva:

-Querida mía, ¿no es Mariana lo suficientemente adulta para divagar por sí misma? Y de Emilia, ¿qué hay? Podría delirar, digamos... Conmigo. Tal vez se sorprenda de lo mucho que le queda por brindar y recibir.

-Lo sé -respondió ella sin fingimiento.- Pero todavía necesita tiempo para dar tanto como reciba. Eso -terminó con suavidad- si mi asistente está dispuesto a esperar.

-Te espero desde que te conocí -reconoció Luis con llaneza. Sintió que su reclamo había sido escuchado y la esperanza restituida. Ahora debo cuidar esta delicada ventaja, pensó. Se levantó del asiento y anunció:- Voy a traer algo fresco. Los chicos volverán acalorados de la caminata.

La sonrisa ingrávida de Emilia se adhirió a la figura que se internaba en la casa.

domingo, 23 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XVI

Los esperó con los brazos cruzados sobre el manubrio. Le divertía pensar en la ansiedad materna por enterarse de la identidad del vecino. Luis bajó del auto y le guiñó un ojo al pasar. Abrió la verja y ella los precedió por la senda que conducía hasta la casa. Dejó la bicicleta apoyada contra la pared porque pensaba que la usaría con frecuencia y -sin hacerlo consciente- porque el galpón no le gustaba. Emilia bajó del auto y abrevió:

-¿Y...?

-Ese hombre al que miraste con descaro vive en la casa de al lado. Se llama Julián. Su perro, Goliat, es un mastín español. La cancha de fútbol le pertenece. Los arbustos rojos y plateados son agracejo y... organza, creo.

-¿Cómo se apellida? ¿Es soltero? ¿Con quién vive?

-Me invitó a recorrer la casa -siguió enumerando.

-¿Fuiste? -interrumpió la madre, alarmada.

-No, mami. Le ofrecí mate o café por la tarde. Así podrás hacerle el identikit.

Luis, atento al diálogo de las mujeres, no disimuló la sonrisa. Le hizo notar a Mariana un hecho que lo sorprendió.

-Te vi apoyar la mano sobre la cabeza del perro. ¿Cómo lograste superar tu fobia?

Ella les relató sin dramatismos el encuentro. Terminó diciendo: -además, se parece más a un pony que a un perro. Y se mostró tan amigable...

Emilia le pidió a Luis que abriera el baúl del auto. Entre los dos acarrearon varios paquetes hasta la cocina. La joven trasladó, en un canasto, la vajilla para tender la mesa al aire libre. La acomodó sobre el mantel y miró pensativa los asientos despojados de los cojines. Se resistía a volver al cobertizo. Respiró aliviada cuando vio venir a su madre y a Luis cargando la comida y la bebida.

-Luis, ¿traerías los almohadones del galpón? Después los guardaré en la casa para que no se ensucien -dijo, tratando de disimular su cobardía.

Siguió con vista inquieta la marcha del hombre y no dejó de observarlo hasta que salió del depósito. El almuerzo fue práctico: sandwiches y tarteletas. A las dos de la tarde Mariana se retiró a descansar porque el ejercicio mañanero y la comida reclamaban su tributo. Antes de subir, Emilia le comunicó que al día siguiente tendrían ayuda para la limpieza de la casa.

-¿Le hablaste a Norita?

-Sí. ¡No podía creer que nos hubiésemos mudado! Se puso muy contenta porque está sin trabajo. Poco después que dejó de venir a casa enfermó y estuvo dos meses en cama reponiéndose de una hepatitis. Sus otras patronas no la esperaron y la reemplazaron. Así que está completamente disponible.

-¡Qué bueno, mamá! Porque con los objetos valiosos que hay en la casa necesitamos una persona de confianza.

¿Te acordaste vos de buscar un jardinero? –preguntó Emilia.

-Ya mismo lo busco, señora –dijo, y giró hacia la sala en busca del teléfono.

Después de consultar a varias empresas, se decidió por una de la zona. Le prometieron enviar un empleado por la mañana. En su dormitorio, decidió tomar un baño de inmersión. Al salir, buscó el camisón que había dejado sobre la almohada. Revisó el ropero, suponiendo que lo hubiera guardado su madre y al fin sacó otro, se lo puso, y se acostó bajo la sábana desparramando el pelo húmedo sobre la almohada. Tomó el camafeo y escrutó los rasgos proporcionados preguntándose en qué circunstancia la habrían fotografiado, quién era, qué pensaba. Por el sesgo del ojo percibió el movimiento de la puerta que se abría como empujada por una corriente. Miró hacia la ventana y la encontró cerrada.

-Mariana...

El llamado provenía del pasillo. Se levantó y se colgó el medallón antes de salir. El corredor estaba vacío.

-Mariana...

La voz fluía desde la puerta entornada del dormitorio de su tía. Caminó lentamente y entró con igual morosidad. El retrato de la mujer del medallón, de medio perfil y párpados semicerrados, dominaba la pared opuesta a la cama. Sobre la mesita de luz, distinguió las fotografías de los hermanos. Levantó la de su padre y pensó que no se parecía a la del último aniversario. Claro, está mucho más joven -se dijo.

-Mariana...

Se dio vuelta. El cuadro adquiría profundidad. En el interior, la dama del retrato estaba cambiando de posición. La muchacha dejó la foto y caminó en trance hasta que su mano extendida chocó contra la superficie de vidrio. El cuerpo giraba lentamente. Los ojos se abrieron sobre el pálido rostro y la boca modeló palabras que resonaron en la cabeza de Mariana.

-Deberás buscar lo que tu tía no pudo encontrar y destruir lo que quería preservar.

La mente de la joven, ajena a la incongruencia racional, quería dialogar con la figura oscilante. Percibió que la transformación apuntaba a transmitirle un mensaje no traducible en palabras. Disparó las preguntas que la inquietaban.

-¿Quién sos? ¿Adónde debo buscar?

-Lo sabrás cuando descubras el ático. Y cuando se revelen los signos a tu entendimiento. Tendrás que acabar con una existencia muy preciada. No deberás vacilar, Mariana. Hay que aniquilar de raíz el mal que corrompe a la familia y liberar mi espíritu condenado a permanecer en esta pintura -los párpados cubrieron los ojos inertes antes de pronunciar la orden postrera.- Es hora que vuelvas a tu habitación.

La muchacha obedeció y dio la espalda a la visión. Llegó al dormitorio y repitió la ceremonia de tenderse. Durmió profundamente hasta las cuatro y media, hora en que la despertó su madre. Algunas imágenes nebulosas pugnaban por hacerse concientes, pero desaparecieron con los últimos vestigios de sueño. Bajó y salió al exterior donde Luis y Emilia se habían instalado para merendar. Una torta de respetable tamaño lucía sobre la mesa. Mariana se inclinó para aspirar el aroma que se desprendía del pastel aún tibio.

-¿Quién es responsable de esta delicia?

-Tu mamá, tarambana. Para no recibir a tu invitado con unas galletitas de agua -aclaró Emilia.

-¡Mamacita! ¡Soy una hija despreciable! –la abrazó por detrás y le besó la cabeza.

La madre rió y acarició las manos de la muchacha. Estaba complacida por la aprobación de su hija que recompensaba la falta de descanso. También por la colaboración de Luis, que volvió a tiempo para picar las nueces. Era una experiencia nueva para ella, porque los viajes de Edmundo la privaban de compartir esos momentos de cooperación doméstica. Apoyó la mirada en el cuello robusto del hombre y se sorprendió de su atractivo. Estaba reparando en el varón que despuntaba detrás del amigo. El ruidoso timbre la sobresaltó. Luis ingresó a la casa para atender la llamada. Salió con una sonrisa manifiesta:

-Es tu vecino, Mariana -y agregó:- Un virtuoso de la puntualidad.

jueves, 20 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XV

El hombre llegó a la carrera y se agachó junto a la desfallecida muchacha.

-¿Te hizo daño?

Mariana hizo un débil gesto de negación. Él, preocupado, intentó levantarla.

-No... -se resistió ella, tratando de recuperar el dominio.

Cuando recobró el foco de la mirada ambos pasaron respectivamente, del susto y la preocupación, a la sorpresa. Olvidados del encuentro en el supermercado, revivieron la primera impresión. El joven reaccionó y le ofreció el brazo:

-¿Te ayudo?

Mariana, descentrada del miedo por la coincidencia, sintió crecer la ira en su interior. Hizo un gesto de rechazo y se levantó vacilante. Él permaneció atento.

-No me mordió... - balbuceó ella conmovida. Miró al hombre y lo increpó:- ¿Es tu perro?

-Sí.

-¡Me parece un desatino dejarlo libre y sin bozal! Podría matar a cualquiera.

Él la miró inexpresivo. No le respondió esperando ver hasta donde llegaba. ¡La muchacha bonita del súper! Casi se infartó cuando vio asomar las piernas debajo de Goliat. Pero el animal no reaccionó de acuerdo al entrenamiento. No ladró para darle la alarma ni parecía inquieto...

-¿Escuchaste lo que dije? -la pregunta de la joven detuvo su digresión- ¡Está prohibido dejar animales sueltos!

-En lugares públicos.

-Y esta cancha, ¿qué es?

-Parte de mi propiedad.

-¿Tu...? -miró confundida a su alrededor.

-Si la vista no me engaña, el portón está cerrado. Por lo tanto, para Goliat sos una intrusa.

La muchacha bajó la vista y se mordió el labio inferior. El hombre trató de romper el hielo:

-Vamos a omitir este inconveniente. ¿Cuál es tu nombre? -le preguntó cortésmente.

-Mariana –murmuró.

-¡Aquí, Goliat! –el perro se acercó y se sentó- te presento a Mariana. Dale la mano.

El mastodonte estiró la pata delantera y la mantuvo levantada. La joven no se animaba a tocarla.

-No rechaces su mano. Goliat es muy susceptible.

Ella se apresuró a tomarla, ganándose un lengüetazo de aceptación. El joven le tendió la mano mientras se presentaba:

-Yo soy Julián. Encantado de conocerte.

Mariana miraba absorta al animal, incapaz de creer que fuera tan manso. Su dueño, después de un momento, bajó la diestra.

-Bueno. Yo soy de ofrecer una segunda oportunidad –declaró sin que la joven le prestara atención.

-¿Por qué no me atacó? –preguntó en cambio.

-Porque tiene buen gusto, como su amo –chanceó él con una sonrisa.

La joven se recuperó rápidamente. El animal la fascinaba. El color arena del pelo contrastaba con la máscara negra de la cara.

-¿De qué raza es?

-Un mastín español.

-¿Cuánto mide?

-Casi un metro. Y pesa más de cien kilos. ¿Te interesaría saber algo de mí?

La extemporánea salida arrancó una risa en Mariana. Dirigió la mirada hacia los ojos de Julián que brillaban divertidos.

-En realidad, no. Tu perro es más interesante.

Él rió mostrando una dentadura impecable. Ella lo encontró más atrayente que la primera vez que lo vio.

-¿Y estas plantas de colores? ¿Cómo se llaman?

-La roja, agracejo púrpura, y la plateada, orgaza. Te invito a recorrer la casa y prometo responder a todas tus preguntas.

El intercambio fluía con naturalidad. La esgrima verbal encubría el arcano juego de la seducción, aún oculto a la razón. Mariana le retrucó:

-Te invito a la mía. Y podés traer a Goliat.

La complacencia se reflejó en la cara del hombre. La joven captó la expresión y esbozó una sonrisa traviesa. ¿Pensará que lo estoy llevando a mi dormitorio? ¡Buena sorpresa tendrá cuando conozca a mamá Emilia!

-Acepto. ¿Adónde vivís?

-Al lado.

Julián dirigió la mirada hacia la única casa que lindaba con la suya. Bajó la barbilla contra el pecho y cuando levantó la cabeza, la gravedad reemplazaba a la sonrisa.

-Allí vivía una mujer un poco... excéntrica. ¿Compraste la propiedad?

-La heredé. Esa mujer era mi tía. Dejé de verla durante mi infancia. ¿Qué me podés contar de ella?

-Las habladurías del barrio a las cuales es muy afecta mi madre.

-¿Vivís con tu mamá?

-Mantenemos una tierna relación a la distancia -contestó ambiguamente.

A Mariana, la expresión de picardía que acompañaba a la respuesta, le provocó otra carcajada. Abandonó la mano sobre la cabeza del perro, y reiteró:

-¿Café y mate a las cinco? Así me hablás de tía Victoria.

-¡Ah...! Sí, sí. Todo lo que recuerde -se volvió hacia Goliat:- Soy un cero a la izquierda, amigo. De no ser por vos y la tía, mi vecina me hubiese ignorado olímpicamente.

-¡No lo tomés así! Que con los animales y los muertos no se puede dialogar... -consideró ella a modo de consuelo. Sin esperar respuesta, agitó la mano y regresó a la cerca.

-¿Adónde vas?

-A la calle.

-¿Vas a volver a saltar el alambrado? Te puedo ofrecer una salida más cómoda -hizo un ademán hacia una puerta de hierro enclavada entre los ligustros.

La risa la atacó inexorablemente. Pasó al terreno de la casa secundada por el mastín y su dueño. Un sendero de ripio descendía suavemente desde la puerta hasta el camino central que llevaba al exterior. Caminaron en silencio en compañía del can. Se despidieron en la calle y titubearon al momento de formalizar la separación. Goliat los sacó del trance tendiéndole la pata a Mariana y arrancándole la postrera carcajada. Todavía risueña, se agachó para levantar la bicicleta. Fue el momento en que vio, detenido frente a la casa, el auto de Luis. Su mamá estudiaba a Julián y al perro sin disimulos. Ella se lanzó a pedalear raudamente y llegó a la verja antes que Luis, quien retrocedía marcha atrás.

domingo, 16 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XIV

Madrugaron después de una noche de pacífico descanso. Ni bien terminaron de desayunar, Mariana le pidió a Luis:

-Acompañame hasta el galpón. El otro día vi una bicicleta en buen estado.

Salieron dejando a una madre inquieta que se preguntaba a qué otro sobresalto la sometería la hija. Las decisiones de Mariana eran tan intempestivas como las de su padre. A una la sentenciaban al asombro pasivo e irremediable. Si ella creía que la dejaría vagabundear entre ramas y senderos escabrosos montada en dos ruedas, chocaría contra la autoridad materna. Estaba dispuesta a ser inflexible para preservar la integridad de su retoño. La voz de Mariana truncó el soliloquio.

-¡Mamá! ¡Vení a ver!

La muchacha pedaleaba diestramente en una bicicleta plateada de aspecto flamante. A Emilia no la sorprendió. Antes de que Edmundo le ayudara a comprar el auto, Mariana viajó varios años en bici. La hizo vivir sobre ascuas temiendo que sufriera algún accidente, así que fue la principal promotora de la compra del automóvil cuando su hija quiso escalar a la motocicleta. Allí, al menos, no había vehículos que pudieran atropellarla. No pudo evitar reconvenirla cuando, alardeando de su pericia, soltó el manubrio y saludó con ambos brazos levantados.

-¡Mariana! ¡Te vas a caer!

Le respondió la risa al viento de la joven que giró graciosamente y se apeó ante ella.

-¿No sabés mamacita que andar en bicicleta nunca se olvida? ¡Me ha dado tanto gusto encontrar esta belleza! ¿No está en perfectas condiciones?

La mujer asintió. El vehículo no sugería una larga estadía en el cobertizo. Tal vez -pensó- estuvo guardada en la casa. Aunque no imaginaba a Victoria montada en ese artilugio. Le transmitió a su hija los planes de la mañana:

-Tenemos que ir hasta el súper. Anoche escuché ruidos en la cocina y temo que haya ratas. Vamos a comprar cebos para distribuirlos por la casa.

-¡Yo los sigo en la bici!

-¡Ni lo menciones! No vas a ir pedaleando por la ruta.

-Entonces, me quedo pedaleando aquí. Me hace falta un poco de ejercicio.

-Ya hablamos acerca de quedarte sola en cualquier lugar de la casa –dijo Emilia con firmeza.

-Mamá. Una cosa es que te haya prometido no correr riesgos, y otra, que me trates como a una criatura –replicó molesta.

-Mirá, Mariana. Tal vez dentro de unos días se me haya pasado el susto. Pero por ahora, no te quiero sola en este lugar.

La hija reflexionó. No estaba dispuesta a renunciar al paseo tonificante.

-Se me ocurre una idea. Mientras ustedes hacen las compras, doy una vuelta por los alrededores. El barrio es tranquilo, no hay tránsito de vehículos, y de paso tomo nota de los negocios.

Emilia, respondiendo al reflejo adquirido recientemente, interrogó a Luis con la mirada.

-Pienso que son calles seguras si te preocupa el tráfico -respondió él a la pregunta tácita.

-Muy bien. Te llevamos en auto hasta la calle.

-Me van a llevar a la retaguardia y vos podés vigilarme por el espejito retrovisor si te tranquiliza -resolvió la hija.

Emilia se dio por vencida y subió al coche con una sonrisa. Nunca había podido con el genio de padre e hija. No perdía de vista a Mariana quien sorteaba hábilmente los escollos de la senda. En la entrada, le repitió:

-No vayas a entrar sin esperarnos.

-Andá tranquila. Si tengo que usar el baño, me meto detrás de un arbolito -contestó burlona.

La risa de Luis quedó resonando cuando el auto se alejaba. Mariana montó en la bicicleta y se abandonó al placer de pedalear. Agrandó el radio de la incursión registrando mentalmente una panadería, una farmacia, un minimercado, una carnicería y un puesto de diarios y revistas. Al cabo de una hora de ejercicio, regresó a su cuadra y enfiló hasta el final de la calle. Abandonó la bicicleta en el suelo y avanzó hacia una reja cubierta de apretado ligustro. Sobre ella, asomaba una casa moderna de dos plantas. Los pinos y los cipreses la custodiaban pero no la ocultaban. No apreció movimiento de personas y concluyó que debía estar deshabitada. Al costado, cercada por un alambrado, distinguió una cuidada cancha de fútbol. El fondo estaba orlado por arbustos de llamativas hojas color rojo y plata. Obedeciendo a un arranque que su madre reprobaría, trepó la empalizada y cayó del otro lado. Caminó con placer, relajada por el sol y la gimnasia. Examinó el vistoso follaje y arrancó una hoja de cada color. Se dejó tentar por el mullido césped y se tendió boca abajo para inspeccionar las muestras sin que la molestase el resplandor. Cuando el sopor la embargó, se dio vuelta y almohadilló la cabeza entre los brazos. Cerró los ojos y respiró hondo para disfrutar del aire oxigenado. Se sentía en estado de gracia. Su mente, azarosa, deambulaba por atemporales paisajes que fusionaban pasado y futuro. La sustrajo del ensueño un tenue resoplido. Un sol que le hería las pupilas no alcanzó a encubrir al formidable animal que la contemplaba. La crisis de pánico sólo le permitió mover los brazos para taparse el rostro. Sintió el cuerpo paralizado, agarrotadas las cuerdas vocales. Estaba segura de que iba a ser destrozada y devorada. La bestia le olfateó las extremidades tratando de llegar, a juicio de la joven, al punto vulnerable del cuello. Como en el sótano, se sobrepuso al terror y bajó lentamente los brazos. El perrazo no detuvo su reconocimiento. Mientras le olía el torso, ella giró la cabeza buscando algún objeto que le sirviera de defensa. Un agudo silbido, continuado por un grito masculino, alertó al animal.

-¡Goliat! ¡Quieto!

miércoles, 12 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XIII

Un calor creciente la descentró de los murmullos. Entre los dedos agarrotados se filtraba un tenue resplandor verdoso. Soltó el medallón. La fosforescencia se expandió y la rodeó como un aura. Intuyó que estaba a salvo antes de que los ruidos se acallaran. La cápsula protectora persistió hasta el llamado apremiante de Luis y Emilia. Cuando el hombre levantó la puerta de madera, encontró a Mariana sumida en la oscuridad.
Los torsos de Luis y Emilia se recortaron contra el enceguecedor cuadrado de la tapa levantada. Se inclinaron hacia abajo intentando penetrar las tinieblas. Las preguntas se superponían:
-¿Estás bien, querida?
-¿Podés subir?
La joven se incorporó deseando estirar la claridad hasta donde se encontraba. La luz sólo iluminaba los primeros escalones.
-¡Estoy bien! Pero necesito luz para ver hasta donde llega la escalera. Me caí porque se rompieron los peldaños.
-¿Los primeros están firmes? –preguntó el hombre.
-¡Sí! Por eso me confié.
-Voy a tratar de arrimarme a vos –dijo Luis disponiéndose a bajar –acercate a la escalera y vamos a ver si te alcanzo.
En tanto descendía no dejaba de hablar para que Mariana lo ubicara. Cuando acabaron los peldaños, le indicó:
-Me voy a tomar del último escalón. Fijate si podés tocar mis pies.
Ella estiró los brazos, avanzó y sus dedos chocaron contra la rodilla de Luis. Largó la carcajada cuando se dio cuenta que sólo había caído dos metros.
-¿Son tan graciosas mis piernas? –preguntó Luis al tiempo que se soltaba del escalón y aterrizaba junto a Mariana.
La muchacha lo abrazó fervorosamente. Él la apretó por un momento y después le comunicó: -te voy a izar hasta la escalera.
-¿Y vos, cómo vas a salir?
-Dando un salto, querida. Vamos, que tu mamá está muda por la impaciencia.
La levantó sin esfuerzo hasta que las manos de Mariana se aferraron al travesaño. La euforia de salir de aquel hueco minimizó las huellas del golpe. Los brazos ansiosos de su madre la estrecharon consoladoramente hasta que las separó la voz de Luis:
-¿Me harán lugar para abandonar este agujero?
Una vez que la puerta estuvo cerrada y acomodada la alfombra, se descargó la tensión de Emilia.
-¡Sos una imprudente! ¿Cómo se te ocurrió bajar a ese lugar sola? ¿Y si te hubieras roto algún hueso? ¿O si no hubiéramos sabido donde encontrarte? ¡Te prohíbo que vuelvas a merodear por cualquier rincón de la casa!
Mariana y Luis escucharon en silencio el estallido de la mujer. La hija se acercó con un gesto de disculpa.
-¡Tenés razón, mami! Te prometo que nunca más me dejaré llevar por un impulso. ¿Me perdonás? –dijo compungida.
La madre no parecía muy permeable al indulto. Mariana no insistió y caminó hacia la puerta. Los mayores la siguieron y se dirigieron hacia la casa de consuno. El regreso fue silencioso, respetando el mutismo de Emilia. Los planes mañaneros habían quedado en el olvido. La muchacha subió a su habitación y se tiró en la cama. Los recuerdos de la experiencia en el sótano afloraron. Se sentó y desprendió la cadena del cuello. Examinó el medallón a conciencia hasta descubrir en el costado un cierre disimulado. Se abrió al oprimirlo revelando una vieja fotografía. Era el retrato de una mujer de cara armoniosa y serena. Si no fuera por el pelo recogido en lo alto y la expresión, se diría que era su tía Victoria. Volvió a reclinarse sosteniendo la fotografía sobre el rostro, intentando encontrar una explicación racional a la anomalía experimentada durante el encierro. No dudaba de la realidad de las voces ni de la manifestación luminosa. Rebuscó en la memoria hasta encontrar un artículo acerca de la materialización de fenómenos ante la inminencia del peligro. “Mi mente calenturienta se proyectó sobre el medallón” -sintetizó. Somnolienta, se abrazó a la almohada y se embarcó hacia el territorio del sueño. La despertó un roce suave sobre la frente. Abrió los ojos y encontró la mirada materna. Emilia estaba reclinada en actitud protectora. Ella le sonrió blandamente a medida que recuperaba la conciencia.
-¡Hola, dormilona! Buen susto me has dado y buen susto te has pegado a juzgar por la siesta -le dijo cariñosamente.
-¿Qué hora es? -bostezó.
-Hora de cenar, señorita. El chef, con mi asistencia, ha preparado una deliciosa fuente de carne al horno con guarniciones. ¿Por qué no te despejás con un baño antes de comer?
-Bueno, mami -y agregó con gesto contrito:- nos perdimos el estreno de la pileta...
-Mañana será, ansiosa -y la instó:- Date una ducha mientras Luis y yo terminamos de acomodar la mesa -se levantó del borde de la cama y salió airosamente.
Mariana observó cuán juvenil lucía. ¿Sería que empezaba a olvidar a su papá? Una punzada de celos la acongojó. No podría compartir con ella el nuevo afecto como compartían la tristeza de la pérdida. Pero a mamá no se le ha terminado la vida. ¡Es tan joven todavía...! No voy a ser yo quien se interponga en su camino. En realidad, YO, YO, debiera buscarme un novio. O una aventurita, para empezar. ¡Pero no me gusta nadie! ¿Serán todos los hombres tan vacíos? Como el idiota de Sandro, incapaz de compartir mi duelo. ¡Chiica! ¿Dos semanas llorando? Mejor me busco una compañía más alegre. No me lo dijo así, pero ERA lo que quería decir. Estaba tan dolida que ni siquiera me importó... Necesito alguien que me abrace, me bese, me diga que soy linda, que me necesita. Y bastante más... Algo mejor que lo que tuve con Sandro y Miguel. Claro que tendré que aflojar mis represiones, pero TIENE que haber un hombre que me excite. La curiosidad por el sexo no es suficiente. Ya me la saqué de encima y no quiero más relaciones así. Asintió enérgicamente con la cabeza y saltó de la cama. Media hora después, relajada por el baño, bajó a la salita. Luis y Emilia departían amigablemente delante de una copa de vino rojo.
-¿Algún resabio del golpe? -le preguntó el hombre.
-¡Nada! Sólo la humillación de estar tan cerca de la superficie sin haberme dado cuenta -dijo riendo.
-¿Qué pasó por tu cabeza allí abajo?
La intuitiva pregunta de su madre la sorprendió. Decidió no contarle nada por el momento.
-¡Los personajes que me asustaban cuando era chica! Ya sabés: fantasmas, hombres lobos, vampiros y... ¡alimañas! Ratas sobre todo -terminó con una mueca de repugnancia.
El semblante circunspecto de Emilia le dijo que la respuesta no la persuadía. Entonces decidió cambia el eje de la conversación:
-¡Me muero de hambre! ¿Qué exquisitez comeremos?
-¡Ay, querida, cierto que no comiste nada en todo el día! Pero no quise despertarte...
-Tenés la oportunidad de reivindicarte -sugirió, estirándole el plato.
Luis se había levantado y volvió con una tentadora bandeja de fiambres y quesos. Retiró el plato de la mano de Mariana y le sirvió una generosa ración. La joven le dijo divertida:
-¿Estás insinuando que soy una glotona?
-¡Dios me libre! Sólo trato de evitar que tu madre se quede sin brazo.
La declaración, hecha en tono solemne, despertó la carcajada de las mujeres. Mientras Luis volvía a la cocina en busca del plato principal, Emilia le propuso a su hija:
-¿Qué te parece si mañana madrugamos y me ayudás a desyuyar el jardín y a limpiar los vidrios?
-No me parece, mamá. No voy a perder el tiempo en tareas domésticas teniendo tanto que descubrir en la casa. Y vos no te vas a deslomar preparando la tierra para plantar. ¿Te olvidaste que podemos contratar un jardinero y una empleada que nos ayude?
-Lo que parece es que te han subido los humos de nueva rica a la cabeza –dijo Emilia con sonrisa divertida.
-¡Mamá…! ¿Acaso en vida de papá no la tenías a Norita tres veces por semana para un departamento de tres dormitorios? Además, no va a ser un gasto excesivo. Sólo serán dos meses y quedará la casa en perfectas condiciones para venderla. ¿No es lo que tenés planeado?
La mujer la miró dubitativa. No le sonó demasiado sincero el argumento de Mariana, pero decidió aceptarlo.
-Entonces, mañana llamaré a Norita. Espero que le quede algún día libre. ¿Podrás buscar en la guía algún jardinero? ¡Esos yuyos me enferman!
La charla quedó interrumpida por la aparición del improvisado cocinero portando una fuente de carne y papas y otra de hortalizas crudas. Un clima relajado distinguió la velada. Después de cenar se acomodaron en los sillones para continuar la sobremesa. Evitaron referirse al suceso de la mañana como si temieran romper la armonía del momento. Mariana, al rato, se levantó y enchufó el viejo equipo de música. Seleccionó varios discos de larga duración y los apiló sobre la bandeja. Sincronizó el cuerpo a los compases del twist y se sacudió sola por un rato. Después tomó la mano de su madre y la llevó hasta la pista improvisada. Luis entornó los ojos arrobado por la gracia con que danzaban. En ese momento tomó conciencia de que nada lo separaba de Emilia. Esta vez no cedería sus derechos a nadie. Se preguntó por qué pensaba que tenía derechos sobre la mujer. Por amarla tanto -descubrió. El tornado Mariana lo arrastró al centro de la escena. Se sentía torpe en medio de las diestras bailarinas. El denuedo de la joven, devenida en profesora, le permitió adecuarse al movimiento de las mujeres. Descubrió el placer de abandonarse a la música en compañía y extenuó a las damas con su resistencia física. Mariana, con la cara arrebatada, se tiró en un sillón.
-¡Piedad! Ya no puedo más... -concluyó en un soplo. Después se levantó y avisó:- Voy afuera a tomar un poco de aire.
-¡Sola, no! -la reacción de Emilia fue instantánea.
-Entonces, acompañame -replicó la hija caminando hacia la salida.
La mujer cambió una mirada con Luis y ambos la siguieron hasta el iluminado pórtico. Mariana se ahorcajó en el borde de la escalera y extendió los brazos hacia la cúpula acribillada de estrellas.
-¿No parece que estuviéramos en el planetario? ¿Y que brillan más que en la ciudad?
-Sí -respondió Emilia con melancolía- las luces las apagan y los edificios las ocultan. Cambiamos la belleza por el confort.
La hija la miró sorprendida. Estaba convencida de que su madre era tan adicta a la ciudad como ella a los espacios abiertos.
-¡No es mi mamá la que habla! ¿Desde cuándo cuestionás las ventajas de la civilización?
-¿Y desde cuándo cuestionás vos a tu mamá, sabihonda? -Emilia fingió enojo.
Mariana se incorporó de un salto y la abrazó. Así enlazadas se acercaron a Luis. Los tres, en silencio, compartieron el ancestral espectáculo nocturno.

viernes, 7 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XII

En la casona, Mariana hojeaba los periódicos después de sacudirles el polvo. Fue desechando los tradicionales de fechas caducas y separó los que desconocía. Estaban escritos en inglés, francés, alemán, ruso y -supuso- chino. ¿Quién tendría conocimiento de tantas lenguas?, se preguntó maravillada. ¿Su tía? Después bajó las revistas. Aquí no había ninguna escrita en castellano y no eran, precisamente, publicaciones de chismes. El idioma le era extraño, no se parecía a ninguno que pudiera identificar. Las portadas eran oscuras y las ilustraciones, símbolos. Revisó algunas y abandonó por no entender nada. Las devolvió al estante con los periódicos extranjeros. Apoyó las cajas y los bultos sobre la mesa. ¿Por dónde empezar? -se dijo. Decidió abrir las cajas. La primera estaba ocupada por hojas perforadas y unidas por un cordel, atestadas de símbolos semejantes a los de las revistas. El papel era grueso, símil pergamino. Para salir de la duda, bajó una revista y comprobó que coincidían. Recorrió la carpeta cuidadosamente sin encontrar nada que ayudara a desentrañar los signos. Las otras cajas contenían más carpetas escritas en esa oscura grafía. Al separar una página de la que encabezaba la última caja, descubrió unos rasgos escritos en el borde interno de la hoja. Los destapó en su totalidad y quedó aturdida estudiando una letra que le era familiar. Cuanto más la observaba, más se aseguraba de que era la firma de su papá. ¿Cómo no reconocerla si tantas veces la vio al pie de los contratos que ella le tipeaba en la computadora? O papá escribió estos símbolos, o de puro aburrido estampó una rúbrica en el papiro. Pensar en un papiro le causó gracia. Se quedó con la carpeta para enseñársela a Emilia y corroborar la autenticidad de la firma. Al devolver el resto a la caja, sus dedos tropezaron con un objeto encajado en una arista del fondo. Dejó los folios sobre la mesa y levantó el doblez que fortalecía la base. Tirando cuidadosamente, fue recuperando una gruesa cadena plateada de la que colgaba un camafeo labrado. Mariana, sin inspeccionarlo, se lo colgó al cuello. Ya tendría tiempo de estudiarlo cuando volviera a la casa. Antes de abrir el primer paquete descansó la vista sobre la alfombra. Los dibujos estaban opacados por el polvo. Se agachó para sacudir la tierra con las palmas de las manos. La nube de polvo la hizo toser. Desprendió el reloj de su muñeca para preservar el mecanismo y lo dejó sobre la mesa. Gateó sobre el tapizado descubriendo el colorido estampado. Después de los extraños tapices del gran salón, el grabado de flores le pareció ingenuo. A diez centímetros del borde, un eco respondió al golpe. Sorprendida, volvió a palmear el lugar que indudablemente sonó a hueco. Levantó la alfombra y la dobló sobre si misma. Los contornos de una tapa aparecieron debajo. Terminó de enrollarla y dejó al descubierto lo que supuso el acceso a un sótano. Buscó la manija o alguna hendidura para levantarla. En uno de los bordes había dos perforaciones equidistantes de las puntas. Separó los brazos y metió los dedos tironeando hacia arriba. La tapa no se movió a pesar de sus múltiples intentos. Sin desalentarse, revisó todos los rincones del cuarto buscando cualquier elemento que le permitiera abrirla. Recurrió al armario y encontró sobre el piso de madera una barra con dos pivotes que concordaban con los agujeros del cuadrado. Los encajó y elevó la tapa sin dificultad. Complacida por la simplicidad de la operación, examinó la oscura boca considerando la posibilidad de bajar. El resplandor exterior le permitió ver los primeros tramos de una escalera de madera. Seguro que abajo debe haber una llave de luz –pensó con optimismo. Colocó la pila de diarios desechados bajo una de las aristas de la tapa y se arrodilló para tantear con su pie el primer peldaño. Lo encontró resistente y bajó el otro pie aferrándose del borde. Nada le sugería la imprudencia de una aventura sobre terreno desconocido y en total soledad. Descendió cautelosamente probando la resistencia de cada escalón. Los sintió tan firmes que abandonó las precauciones a la mitad de camino. La excitación del descubrimiento la impregnó. Cuando su mano izquierda soltó el soporte del travesaño para buscar el que seguía, el pie derecho se apoyó en el vacío. Ahogó una exclamación mientras se mantenía suspendida por un brazo. Pateó buscando sustento para su pie, sin animarse a soltar el peldaño, ignorante de la profundidad de la bodega. Se afirmó con el otro brazo y se deslizó hacia abajo suponiendo que encontraría la grada posterior. No había más que maderos a los lados. Entonces intentó elevarse para alcanzar el soporte que había abandonado. A pesar de su agilidad, la inquietud entorpecía el ascenso. Tanteaba la base del escalón cuando la tapa se desplomó sobre los diarios. El sobresalto le soltó los dedos y cayó con un grito que amalgamaba susto y contrariedad. El golpe se produjo antes de lo que calculaba su mente desbordada. Cuando recuperó el aliento, movió cuidadosamente el cuerpo previniendo alguna lesión. Estaba dolorida por el porrazo pero la molestia era soportable. Se incorporó hasta quedar sentada en el piso. Había ingresado al reino de la oscuridad. Levantó los ojos hacia el techo buscando la entrada al sótano. Sólo un filo de resplandor, insuficiente para iluminar más que pocos centímetros, se colaba por la abertura forzada por el hatajo de periódicos. ¡Dios mío! ¡Me quedaré aquí abajo hasta morir! ¡No seas idiota! Cuando mamá y Luis se extrañen de mi demora, vendrán a buscarme. Pero ¿me buscarán aquí? ¿Y si empiezan a recorrer todo el bosque? ¿Y si me buscan primero por todos los alrededores? ¿Y si avisan a la policía? ¿Y la policía les dice que deben esperar cuarenta y ocho horas para considerarme desaparecida? No voy a aguantar tanto tiempo... ¿Qué hice? Y me saqué el reloj... Por lo menos podría saber la hora, cuánto tiempo falta para el mediodía... ¡Bueno! ¡Basta de lamentos! Lo hecho, hecho está. Tranquilizate y esperá que te socorran. No se ve nada... Si me muevo de aquí no sé que podría encontrar... ¿Y qué vas a encontrar, tonta? Nada. ¿Nada? Por algo habrán construido este sótano... ¿Qué guardarán? ¿Por qué no pensé un poco antes de bajar? Papi se hubiera enojado. ¡Ay, papá...! Este fue tu territorio... Hacé que no me pase nada... ¿Faltará mucho para el mediodía? ¿Eh? Ese ruido... ¡Ratas! ¡En todos los sótanos hay ratas! ¡Algo se movió! ¡Por favor, por favor, por favor...! QUE NO SEAN RATAS ¡Mariana! Te desconozco. Sabés que para soportar la espera tenés que conservar el dominio. Si pudiste afrontar la muerte de papi y salir de ese edificio, bien podés aguardar hasta que te encuentren... El diálogo consigo misma quedó interrumpido por el inequívoco sonido de una respiración procedente de la izquierda. Sintió la turbulencia de su torrente sanguíneo en disonancia con la parálisis de los miembros. Quien sea tendría que acercarse a ella para atacarla. Y juró que no iba a llevárselas de arriba. Giró lentamente hacia el origen del ruido y tensó el cuerpo dispuesta a repeler cualquier agresión. La adrenalina la inundó. El resuello se multiplicó y fue mutando a un escalofriante cuchicheo intercalado de risitas. ¿De qué aviesas risitas tendría que defenderse? Elevó la mano derecha hasta el cuello para contener el estridente latido de su corazón y la deslizó instintivamente por la cadena. Cerró el puño sobre el colgante y lo apretó contra el pecho tumultuoso.

domingo, 2 de mayo de 2010

LA HERENCIA - XI

Mariana despertó con un delicioso aroma de café y tostadas recién hechas. Abrió la valija y acomodó las prendas en el ropero. Se puso la malla bajo la ropa deportiva y bajó, deleitándose con los colores que el sol pintaba sobre el piso con la paleta de los cristales. Luis y su madre, muy descansados, desayunaban en la sala de estar.

-¡Buen día! -los saludó con una sonrisa y les repartió un beso.

-¡Hola, mi amor! ¿Dormiste bien? -pregunto Emilia mientras le servía café.

-Más o menos... -respondió, enmantecando una tostada.- Si no fuera por la pícara o el pícaro que dejó la tele encendida y me despertó a medianoche.

-No es mi caso. Vos sabés que con los aparatos yo no me meto. Es más, me quedé dormida inmediatamente. -Lo miró a Luis interrogante.

-Yo tampoco lo toqué, Mariana. ¿No habrá sido un cortocircuito?

-Pero yo lo desconecté... -alegó. Luego, ensayando una interpretación:- Es posible que no lo haya desenchufado y que de tanto toquetearlo entrara en contacto tardío... Sí, eso debe ser.- Asintió con la cabeza, satisfecha con su explicación.

Los mayores no la contradijeron porque pensaban que el relato pertenecía al territorio onírico de una muchacha enardecida por el cambio. Mariana salió al exterior y comprobó que la mañana estaba muy fresca para un chapuzón. Volvió a la casa con el informe.

-Dejemos el baño para el mediodía. Ahora podríamos revisar la cabaña de las enredaderas.

-Vayan ustedes dos -les dijo Emilia- porque me avisaron al celular que vienen a conectar la línea telefónica durante la mañana.

A Mariana no se le escapó el gesto, inmediatamente reprimido, de Luis. Estaba claro que prefería permanecer con su madre y le pareció absolutamente lógico. Soltó con despreocupación:

-Háganse compañía que yo conozco bien el camino. Eso sí -agregó mirando a Luis- antes del almuerzo los vengo a buscar para estrenar la pileta.

-Esperá, Mariana -la voz del hombre la detuvo.- Te acompaño –Se inclinó hacia Emilia y dijo en voz baja:- Quiero dejarla en lugar seguro. Después vuelvo.

La mujer asintió, agradecida. No le gustaba que su hija incursionara sola entre los árboles y la tranquilizaba que fuera con Luis. Pensó cuán diferente era este hombre de Edmundo. En él no había misterios ni reservas. Se recostó sobre el respaldo del sillón mientras la charla del dúo se amortiguaba a la distancia.

-Te hubieras quedado. A lo mejor los técnicos necesitan alguna sugerencia masculina.

Luis se rió de la consideración de Mariana. Le hizo un gesto para que se detuviera y abrió el baúl del auto. Sacó la caja de herramientas:

-Seamos previsores. La intemperie puede haber arruinado el mecanismo de la cerradura.

Reanudaron la marcha a paso vivo por un camino que se había vuelto familiar. Un firmamento de azul impecable y un sol esplendoroso auguraban un día sumamente cálido. Ante la puerta de la cabaña, Mariana introdujo la llave en el hueco de la cerradura invadido por telarañas. Respondió como todos los mecanismos probados hasta el momento: se destrabó suavemente como recién lubricado. Le echó una mirada satisfecha a Luis y empujó la hoja de madera. La claridad del exterior penetró con ellos descubriendo el austero mobiliario que equipaba la habitación. El hombre lidió con la ventana y la abrió hacia fuera desprendiendo las guías vegetales que la retenían contra la piedra. La luz matinal descubrió los detalles del ambiente. Una mesa de madera, una silla, y una alfombra entre el camastro apoyado contra la pared y el antiguo ropero que lo enfrentaba.

-¿Esto es todo? -el desencanto opacó la voz de Mariana.

-Me parece que estás enviciada -contestó Luis- ¿Aspirabas encontrar el cofre de un tesoro?

La joven se encogió de hombros y después dejó escapar una cristalina carcajada.

-¡Tenés razón! ¿Qué otra cosa se podía esperar de una choza perdida en medio de la espesura? Pero esperá -dijo caminando hacia el armario- si hay cosas en el ropero, me quedo a fisgonear.

Abrió una de las puertas y descubrió varios estantes ocupados por periódicos y revistas polvorientas, prendas amontonadas con descuido, cajas y envoltorios. -Podés volver con mamá. Preparen un refrigerio para irnos de picnic a la pileta -le dirigió una sonrisa graciosa- si no es mucho pedir...

-Sus órdenes serán cumplidas, princesa -declaró Luis con una reverencia. Después agregó:- ¿Tenés reloj? Porque si te dejás llevar por la curiosidad, no te veremos hasta la noche.

-Tengo, tengo. Nos encontramos al mediodía -dijo bajando ya la pila de papel.

El hombre meneó la cabeza con resignación. Volvió presuroso con su amada, tranquilo por dejar a Mariana en un lugar que no ofrecía más riesgo que algún descubrimiento entre la profusión de objetos. Cerca de la casa, vio a Emilia parada en la entrada escudriñando los alrededores. Cuando lo descubrió, vaciló antes de hacerle un gesto de saludo.

-¿Impaciente? -preguntó él.

-No -respondió frunciendo el entrecejo- salí porque escuché tres golpes fuertes a la puerta. Creí que eras vos.

-Recién llego. Te habrá parecido.

-¡No! Fueron tres golpes claros.

Luis abrió los brazos y giró ciento ochenta grados. La miró sonriendo.

-No hay nadie. ¿Lo habrás soñado?

-Para ser un sueño me provocó un buen sobresalto -dijo perpleja- No pensé en los de la telefonía porque yo tengo que abrirles el portón. Creí que eras vos... -reiteró- Y me asustó la urgencia de los toques. Bueno -reaccionó- contame lo de la cabaña.

-No hay demasiado que contar. Es un lugar con escaso mobiliario y dejé a tu hija husmeando el contenido de un viejo ropero.

Un timbrazo interrumpió el coloquio. Emilia entró en la casa y al salir le anunció que venían a instalar el teléfono. Ambos se quedaron esperando en la entrada. Poco después apareció la camioneta de la empresa y deliberaron con los empleados los puntos más adecuados para ubicar el aparato principal y las extensiones.