Eran las cinco de
la tarde cuando regresaron al centro. Nina y Dante volvieron al hotel y dejaron
a Sara en el Trust en compañía de Ada. La mujer insistió para que la joven
tomara algún refrigerio antes de retirarse. Sara fluctuaba entre la duda y la
convicción de restituirle a Max la memoria de su implicación en la contienda.
Intentó comunicarse con don Emilio pero su llamado se extravió en un vacío
inquietante. A las siete, se dirigió al encuentro de Max. Lo esperó sentada en
el último escalón, acurrucada contra la puerta del edificio y vigilando a los
costados con nerviosismo, alerta a un nuevo ataque del can. El médico la
distinguió antes de bajar del auto que conducía Melián. Observó preocupado la
carita tensa y el crispado movimiento lateral y se preguntó a qué le temía.
Recién lo vio cuando estuvo a su lado. Se levantó de un salto y, aliviada, lo
abrazó por la cintura. Él subió los brazos y la apretó contra su cuerpo.
—Te fui a buscar
al Trust —le dijo cuando percibió que la tirantez aflojaba.
Sara se apartó,
azorada por su reacción. ¿Cómo iba a convencer a Max de que era la elegida para
luchar contra la oscuridad si buscaba su amparo como una minusválida?
—Necesito hablar
con vos —declaró con gravedad.
—Entremos —invitó
él abriendo la puerta del edificio.
Sólo cuando
entraron al departamento el hombre la interpeló:
—¿Qué pasó, Sara?
Te noté asustada.
Ella lamentó ser
tan transparente a los ojos masculinos. Se dijo que debía recuperar el control
y hacerse cargo de las atribuciones que poseía y la tarea encomendada. Se sentó
en el sillón que habían compartido la noche anterior dispuesta a revelarle el
designio que la había conducido a Gantes. Max se instaló a su lado y no la
apremió. Comenzó por recordar el aviso que contestó mucho después de que fuera
publicado, su extrañeza ante pequeños detalles que constataba en el pueblo, los
símbolos que ostentaban los habitantes del lugar, su incursión al barranco, la
confidencia de Ada, su visita a la biblioteca y al museo, las visiones y la
conexión con don Emilio con la posterior revelación de su cometido en la
contienda. La impotencia la golpeó a medida que avanzaba en el relato por no
poder interpretar en el rostro hermético de Max algún signo de aceptación o
rechazo a sus palabras. Difirió advertirle su condición de Enviado,
develamiento que reservaba esperando que el médico asimilara su exposición. El
silencio cobró una cualidad de censura tal que Sara no necesitó descifrar la
mente del hombre para comprender.
—Veamos
—recapituló Max—: lo del aviso tiene una clara explicación. Llegaste después de
varias postulantes que no eran idóneas para el puesto. Si no hubieras
satisfecho los requisitos, otras hubieran llegado después de vos.
Ella se encogió
de hombros.
—Es posible que
alguna desesperada respondiera un aviso seis meses después de publicado…
—murmuró.
—La gente del
pueblo es muy clasista —siguió Max desmantelando su testimonio—. Es posible que
intenten diferenciarse de los otros residentes con algún símbolo que los
identifique. Hay múltiples ejemplos de emblemas de pertenencia a lo largo de la
historia. Sin ir muy lejos, los escudos de los colegios que fortalecen la
identidad con la institución y con sus pares.
Sara lo miró
anonadada. ¿Intentaría cuestionar cada uno de sus argumentos con su lógica
cartesiana?
—¿Y qué opinás de
la falta de descendencia de los integrantes de la Orden? Porque seguramente no
habrás atendido ningún parto entre los habitantes del pueblo… —le rebatió.
—No. Pero no es
mi especialidad como tampoco la pediatría. Hay una clínica a cincuenta
kilómetros que está preparada para esa función —arguyó.
—Max, al paso que
vamos vas a demoler cada una de mis palabras —dijo mortificada—. Yo esperaba tu
comprensión solidaria, no una autopsia de cada interrogante.
—Me gusta tu sentido
del humor —manifestó él con una sonrisa— lo que me anima a pensar que podrás
seguir razonando cada episodio que has descrito como un hecho sobrenatural.
—¡Yo no aluciné
la pantera ni las voces de los que estaban en la reunión! ¡Ni el ataque del perro
cuyos dientes desgarraron mi brazo! —se indignó. Concluyó con voz calma—
tampoco el vínculo con don Emilio.
Max intentaba
dilucidar del relato de Sara la posibilidad de que estuviera bajo el efecto de
alucinógenos. Recordó la estadía en el motel y los sobresaltos que sufrió
producto de su imaginación. Ella estaba convencida de los sucesos que narraba y
entendió que la única posibilidad de rebatirlos era demostrarle su falacia.
—Bien
—consintió—, te pido que le comuniques a don Emilio que ahora iremos a visitarlo.
La muchacha lo
miró con reproche pero se sometió a su demanda. Intentó establecer contacto con
el anciano pero su llamado quedó flotando en el vacío.
—Desde esta tarde
que no responde —dijo alterada—. Temo que le haya pasado algo.
El médico no hizo
ningún comentario. Se limitó a solicitarle otra evidencia:
—Dijiste que
podés leer la mente, decime qué estoy pensando ahora.
Sara se desesperó
al comprender el propósito de Max que la estaba arrastrando al terreno de la
enajenación. Otro sondeo que no podría superar.
—No tengo acceso
a tus pensamientos —concedió resignada—, pero es imposible que no reconozcas
por mi descripción las figuras que adornan la entrada del museo ni el
prehistórico animal embalsamado.
Él se levantó y
le tendió la mano. Sara lo miró interrogante mientras se incorporaba.
—Vayamos al museo
—dijo él con acento decidido.
Se puso tensa.
¿Enfrentarse de noche con la criatura de pesadilla?
—Es tarde
—alegó—. Tiene que estar cerrado.
—Está abierto
hasta las diez de la noche. Y quiero que juntos comprobemos algo.
Lo siguió hasta
la cochera y no cambiaron palabras hasta encontrarse frente al edificio
cultural. El primer indicio de la distorsión de su realidad fueron los
bajorrelieves que guarnecían la entrada: unos sencillos arabescos que nadie
podría confundir con panteras ni dragones. Se eternizó ante las inocuas
imágenes de las aberturas hasta que la voz de Max la sacó de su abstracción:
—Estos grabados
son los que siempre ví. Entremos, querida —su tono sonó piadoso.
Ella caminó tras
él como una autómata. Por cierto que no remodelaron la entrada, se dijo. Habían
jugado con su percepción para hacerle ver lo que no existía y ahora se
transformaba en una muestra más de su paranoia. No esperaba encontrar a la
misma empleada ni los mismos animales disecados. Los salones no estaban
atestados como en su visita y la puerta de madera era tan lisa como las paredes
estucadas. Estiró la mano para abrirla y esta vez nadie se lo impidió. Quedó
frente a un oscuro recinto en cuya profundidad creyó distinguir bultos de
distinto tamaño.
—Es un depósito
—aclaró una voz femenina al tiempo que iluminaba la sala.
Sara volteó su
mirada entre la solícita empleada municipal y las cajas que ahora apreciaba al
fondo del salón. Se retiró sin agradecerle y buscó la salida. Max la alcanzó en
la puerta adonde llegó traspasada por la frustración. Sus contendientes se
habían asegurado de hacer fracasar sus acusaciones. Pero lo que más la
atormentaba era la incredulidad del hombre del que estaba enamorada. Tranquila, Sara. No has podido comprobar
ninguno de tus dichos. Él no tiene la culpa. Vos también te resististe ante las
distintas evidencias hasta conocer a don Emilio. Por algo el Enviado no es
conciente de su significación. Ningún conocimiento previo debe afectar su decisión.
Tanto puede inclinarse hacia la luz como hacia la oscuridad. Siempre pensé que
no había fuerza más poderosa que el amor, pero el poder seduce con la misma
intensidad. Y la supremacía de mis contrincantes se acrecienta ante un puñado
de seres quebrantados por su historia. ¿Qué puedo lograr sola? ¡Ay, don
Emilio…! ¿Por qué no puedo oírlo?
—Volvamos, Sara
—la exhortación de Max la apartó de su debate interno.
Obedeció de
manera mecánica. Dentro del departamento, el hombre la abrazó con ímpetu.
—Sara… Querida…
No era mi intención mortificarte. Pero cuando me describiste el museo, pensé
que la única forma de enfrentarte a tus temores era demostrarte que la realidad
no coincide con tu recuerdo. Quiero ayudarte, pequeña. Desentrañar esta trama
que te amenaza en Gantes.
La voz de Max
rebosaba cariño y sinceridad. Ella se dejó estar sobre su pecho tentada de
renegar de la causa que la había convocado a ese pueblo. Si él debía elegir
entre ella y Cordelia, ¿por qué no forzar su decisión? Ella lo amaba y sabía
que no le era indiferente. Una vez consumada la unión alteraría el orden
natural de los sucesos. Rodeó el cuello del hombre con sus brazos y se adhirió
a él:
—¡Oh, Max…! Lo
único que me parece real es lo que siento por vos… —murmuró acariciando su
rostro con los labios.
Él atrapó su boca
con un beso profundo explorando el cálido interior con su lengua, conciente del
cuerpo femenino abandonado al frenesí de sus deseos. Su mente pragmática
claudicó en la hoguera de la pasión reprimida y con un clamor bronco la condujo
hasta el dormitorio. Se desnudaron con apremio, como si ese momento formara
parte de un sueño del cual podrían despertar. Sara gimió las caricias que Max
sembraba por su cuerpo aprestándolo para la unión. Colmada de voluptuosidad,
sus manos palparon los músculos tensos de los glúteos varoniles y su pujante
erección. El hombre, con un sonido gutural, se acomodó sobre ella para
penetrarla modulando su nombre como un conjuro. Fue el timbre de voz lo que le
hizo abrir los ojos. Por encima de ella se balanceaba el administrador con una
mueca obscena. Con un grito de espanto y repulsión lo empujó con todas sus
fuerzas arrojándolo fuera del lecho. Se cubrió con la ropa de cama y se
arrastró contra el respaldo. Simultáneamente escuchó el juramento de sorpresa
de Max:
—¡Maldición,
Sara! ¿Qué nueva locura es ésta? —la observaba consternado, tendido en el piso
adonde había caído.
Ella lo miró
devastada por la convicción de su derrota. Habían alterado su comprensión
valiéndose de un estado emocional que la puso a su merced. ¿Cómo explicarle a
ese hombre humillado por su arranque que había alucinado una suplantación en el
momento culminante? Sin responderle, buscó sus ropas y se vistió. Max la imitó
mudamente y después le preguntó con brusquedad:
—¿Qué querés
hacer ahora?
—Volver a lo de
Biani —articuló.
Él no hizo ningún
esfuerzo por disuadirla. La dejó en la puerta de la casa y arrancó el auto
antes de que entrara.