viernes, 27 de junio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXII



—Chicos… Voy hasta el parador. Necesito un baño —anunció Samanta.
—Tengo que confirmar el horario de la excursión —se recobró Guille—. ¿Venís conmigo? —me preguntó.
—No te enojes… —dije en tono consentido—, pero ahora quiero conectarme con India.
Milady, ya sabés que tus deseos son órdenes para mí —aceptó con gesto resignado.
Configuró la pantalla y me dejó a solas. Hablé primero con mamá a través de la opción telefónica y después me contacté con India por video llamada.
—¡Te estaba esperando, Martina! —me recibió con entusiasmo. Abrió la boca y los ojos—: ¿Estás en un Mercedes?
—Sí —reí por el gesto y la pregunta frívola—. Es del gurka.
—No me dirás que se lo trajo… —arriesgó después de una pausa.
—Sí. En avión de carga.
—¡Chapó…! Ni mi padre se hubiera dado el lujo —se admiró.
—Pasemos a lo importante que no tendremos mucho tiempo de privacidad—apremié—. ¿En qué estadio se encuentran Román y vos?
—Al borde del diez, amiga —confesó con expresión soñadora.
En esa tabla de nuestra propia confección el diez era la etapa a la cual ninguna había llegado: la del enamoramiento incondicional.
—¡Oh, India, creí que nunca me lo ibas a decir! —declaré efusivamente.
Rió con alborozo antes de indagarme: —Y vos… ¿a cuál llegaste?
—Volví a foja cero —revelé.
—¿Estamos hablando de Noel? —articuló cuidadosamente.
—Me dejó.
—¿Dejó? —repitió pasmada.
—Plantó, abandonó, rompió, se largó… Lo que más te guste —redundé tranquila.
Me observó con gesto pensativo. Luego: —Ya decía yo que no todo estaba perdido con ese hombre. Tuvo la entereza de liberarte para que se cumpla tu destino.
—Querida pitonisa, preferiría que me digas qué número saldrá en la quiniela y yo te develaré cuál será mi futuro —me reí.
—No lo tomes a la chacota —se ofendió—. Quiero que me contestes dos preguntas que te hago como hermana: —¿La decisión de Noel te dolió?
Me encogí de hombros: —En mi amor propio. Ni siquiera me sorprendió, no fue más que una determinación que veníamos postergando.
—Bien. Ahora la otra: ¿Algo varió con respecto a Guillermo? ¡Y no quiero evasivas…! —me advirtió.
—Algo —dije lacónica.
—¿En cuál estadio estás?
—¡Ni lo pensé! —exploté.
—Pensalo ahora. ¿En cuál? —siguió implacable.
—En el primero —dije al fin. Era el de reconocimiento.
—¡Pucha que estás atrasada, hermana! ¿Una semana empantanada en el uno? Yo, en menos días, arribando al diez.
—No me confundas más de lo que estoy, India. Nada de esto entraba en mis cálculos.
—Tampoco Román en los míos. Pero no me empeciné en impugnar mis sentimientos —señaló reprobadora.
—Estás evolucionando… de adivina a sicóloga —la ataqué.
—Marti… —rogó con afecto—, date una oportunidad. Nadie dice que estás obligada a compartir sus sentimientos, pero ¿cómo saberlo si te metés en el bunker de la negación? Y no me vengas con la perorata de la diferencia de edad porque podría nombrarte cientos de parejas exitosas, como…
No la dejé terminar: —Pará, India. No me interesan las experiencias ajenas. Aprenderé de las mías —declaré con firmeza.
—¡Qué bien! ¡Eso quiere decir que estás a punto de asumir el riesgo! —apostó.
La escaramuza no continuó porque se acercaban Samanta y Guillermo. Me bajé del auto y les hice señas: —¡India quiere saludarlos! —pregoné.
Los hermanos ocuparon el asiento delantero y charlaron un rato con mi amiga. Estábamos cerca del mediodía y las nubes seguían ocultando buena parte del sol. Guille, que ya quería almorzar, se avino al deseo de Sami y al mío que deseábamos recorrer el pueblo y visitar el Museo de la Poesía. La villa minera de callejuelas y casas empedradas nos transportó a la época de la colonia.
—¿Saben cuál es el nombre completo del museo? —preguntó Samanta que se había ilustrado con los catálogos.
—¡No! —le respondimos a coro el gurka y yo.
—Museo de la Poesía Manuscrita —dijo con aire de sabihonda—. En Sudamérica es el único museo estatal orientado a preservar textos manuscritos. Los hay de Borges, Sábato, Ibarbourou, Mujica Lainez, del mismo Lafinur y de muchos otros escritores del mundo. El camino de ingreso está bordeado de bustos de bronce de hombres y mujeres de las letras sostenidos sobre pedestales de mármol. Y también hay una réplica del laberinto borgiano.
Nos llevó más de dos horas recorrer el museo, conocer la sala de audiovisuales, el café literario y la biblioteca. Guillermo amenazó con irse a comer solo si seguíamos intentando leer cada uno de los textos exhibidos.
—¡Sos insufrible, gurka! ¡Tan tranquilas que la pasamos ayer! —regañó Sami.
Él la miró con tolerancia y enumeró: —Almuerzo, mina de oro y cueva. Nos queda un largo camino, muchacha.
—Tiene razón, Sami —intervine—. Llegamos hasta acá y no nos vamos a perder lo que falta… —mi tono era conciliador.
—¡Ja! ¡Nada ha cambiado! Siempre lo defendés a él —dijo enfurruñada.
No pude evitar una carcajada que reprodujo mi amiga y nos valieron diversos chistidos de los que revisaban los manuscritos. Guille nos tomó del brazo y nos arrastró hacia la salida. Acabamos el jolgorio en la puerta, ante su mirada condescendiente.
—Si terminaron de divertirse —aventuró—, volvamos al restaurante.
A las cuatro de la tarde, bajo un sol que intentaba asomar entre las nubes, emprendimos la corta caminata hacia la mina. Un guía joven equipado con mochila y acompañado por un perro estaba a cargo de la excursión. Nos proveyó de botas y cascos con luces e hicimos un recorrido por los alrededores antes de ingresar al interior del cerro. La explotación tenía una antigüedad de doscientos años y había sido comenzada por los españoles y continuada por los ingleses contratando mano de obra local y de países limítrofes. Al agotarse el oro, el yacimiento y el pueblo fueron abandonados; hoy no lo habitaban más de doscientas personas.
Sobre el terreno perduraban las pircas, muros de piedra encastradas que delimitaban propiedades o servían de corrales. Me quedé fascinada por un grupo de llamas que pacían mansamente en las cercanías y con las ganas de arrimarme para acariciarlas porque al intentarlo, Guille -que interpretó mi intención- me tomó del brazo y me alertó: —Con ese equipo no vas a poder salir corriendo si no son tan dóciles como parecen.
Miré las pesadas botas inadecuadas para el tamaño de mis pies y tuve que darle la razón. Delante nuestro caminaba un matrimonio joven custodiando y reprendiendo a un niño de unos seis años. Me sonreí al recordar la canción de Serrat: “niño… que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”. Al llegar a la entrada de la mina, el baqueano nos encareció que usáramos los cascos y evitáramos salpicar al caminar por el suelo encharcado. Tampoco debíamos tocar las paredes de la bóveda ni el techo para evitar roturas que dieran lugar a deslizamientos. Tardamos en iniciar el recorrido hasta que el cicerone zanjó la discusión de la pareja acerca de quien se quedaría cuidando al pequeño barrabás para recorrer primero la excavación. Tiró una moneda al aire y salió favorecido el padre. Entramos en fila de dos detrás del guía y su perro dejando a nuestras espaldas los gritos de protesta de la criatura. Nos enteramos de que el túnel principal tenía seis cuadras y había sido excavado con herramientas manuales en forma de bóveda de tal manera que no hubo necesidad de apuntalarlo. La procesión de visitantes escuchaba con atención las explicaciones del lugareño y solo se oían apagados murmullos en la densa oscuridad cribada por las luces de los cascos. Yo tenía plena percepción de la presencia del gurka rozando mi perfil por el aroma de su inconfundible colonia (Chanel, había identificado India). Algunas veces, al detenernos para apreciar detalles que nos señalaba el baqueano, sentí que su aliento rozaba mi pelo como si se volviera para contemplarme. Imaginé que si volteaba la cabeza hacia el costado sus labios rozarían mi frente. Peligroso, pensé, porque las sombras me hacían vulnerable. Así avanzamos, yo siempre mirando al frente y perdiéndome, cada tanto, algunos pormenores ubicados a mi diestra. En esas oportunidades, escuchaba la indicación burlona de Guille a quien no le pasaba desapercibida mi actitud: “A la derecha, milady”, sin que yo me diera por aludida. Lo que sí pude apreciar, a la izquierda, fue la galería cavada en un cruce para seguir la veta de cuarzo que suponían acompañaba una de oro. El ingreso estaba cerrado al paso por una reja. Cerca de la salida, anunciada por el resplandor exterior, escuché a mis espaldas los alaridos de una mujer: —¡Pedrito! ¡Volvé! ¡Mi hijo! ¡Agarren a mi hijo!
Atrás se mezclaban los gritos de sorpresa con las puteadas a madre e hijo. Distinguí ruidos de caídas y yo misma grité cuando un bulto se estrelló contra mis piernas haciéndome perder el equilibrio. Un brazo vigoroso me sujetó de la cintura a la par que me proyectaba sobre un cuerpo que olía a Chanel.
—¡Quieto, fiera! —rugió el gurka atrapando a Pedrito.


jueves, 19 de junio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXI



Samanta y Darren estaban sentados a la mesa instalada en la galería. Las pupilas del colorado tenía un dejo de leve compasión, indicio de que Sami no había resistido la tentación de referirle mi crisis. Por efecto transitivo, supuse que Guille también estaría enterado. Sus ojos inquisitivos me lo confirmaron. Tal vez la mirada de los hombres me confortó o, posiblemente, me resistí a interpretar el rol de víctima, por lo que probé y elogié cada una de las porciones que el gurka me ofreció de la fuente. Entretuvimos a los muchachos con el relato de nuestro día en Pasos Malos y Sami le pidió a Darren que bajara las fotos en su computadora, pedido que satisfizo al término de la comida. Nos reunimos alrededor de su escritorio para apreciarlas; los paisajes captados en las instantáneas eran bellos pero no transmitían el encanto que nos había colmado al descubrirlos en el sinuoso recorrido. Después estaban las fotografías que Sami y yo nos sacamos mutuamente y aquellas que nos tomaron los chicos. Ante una se detuvieron los varones, un retrato de nuestros rostros salpicados por el rocío de la cascada e iluminados por el espectro del arco iris. El embeleso resplandecía en nuestros ojos y bocas dotando de vida a la imagen congelada en la pantalla. ¡Bien por Rolfi o Pedro cualquiera haya sido! aplaudí.
—¡Están preciosas! —declaró Darren atrayendo a Sami sobre sus rodillas. Después, murmuró—: Y nosotros tenemos la suerte de contar con los originales…
¿Nosotros? Desvié la vista hacia Guillermo acechando su reacción ante el comentario que lo involucraba, pero estaba absorto en la contemplación de la foto. Mientras Samanta reía abrazada al colorado, él examinaba el retrato con grave concentración. Me pregunté qué estaría pensando ahora que yo era una mujer disponible. Este interrogante me inquietó, pues contenía la posibilidad de una eventual aceptación. ¡Es el hermanito menor de mi amiga! gritó mi superego horrorizado. Revisté la silueta del gurka a la pálida luz del estudio y admití que coincidía poco con la definición de hermanito menor.
—Si no se enojan, los abandono —dije—. Estoy cansada.
Guille pareció resucitar al sonido de mi voz. Se acercó y tomó una de mis manos entre las suyas: —¿Podrás madrugar mañana? —inquirió con gentileza.
—Sí —asentí turbada—. ¿Adónde iremos? —indagué, liberando mi extremidad.
—A visitar una mina abandonada y una gruta milenaria —sonrió—. ¿Querés más detalles?
—Mañana —especifiqué—, ahora me voy a dormir. ¿A qué hora saldremos?
—A las ocho, y desayunaremos por el camino así no tienen que levantarse tan temprano. ¿Querés que te despierte? —preguntó solícito.
Miré con recelo su rostro impasible: —No hace falta. Pondré un recordatorio —me volví hacia los dueños de casa que seguían mirando las fotografías y le di un beso a Sami. Me abrazó y me dijo en voz baja: —No se te ocurra llorar a solas, ¿eh?
Me largué a reír. Por cierto que ya había pasado mi momento de debilidad: —Tengo pensado dormir hasta que suene la alarma del celu —aseguré.
∞ ∞
Me desperté a las siete y preparé el bolso para la excursión. Dudé en ponerme la malla porque nubes oscuras cubrían la mayor parte del firmamento. Finalmente me arriesgué porque, ¿acaso no tenía Merlo un microclima especial? Antes de las ocho estaba abajo y la única persona a la vista era Samanta.
—¡Buen día, Marti! ¿Dormiste bien?
—Como un lirón. ¿Darren se fue?
—Sí. Tiene pensado avanzar en el trabajo para tomarse el día mañana. ¡Será el primer día entero que me dedique desde que estamos aquí! —dijo radiante. Después, recordando mi infortunio—: ¿Cómo anda tu ánimo?
—Mejor que ayer —reconocí—. No todos los días la abandonan a una.
—¡Estate segura de que será para mejor! —pronosticó en medio de un abrazo.
Así hermanadas nos sorprendió Guille.
—Lindo cuadro mañanero —alabó—. ¿Están listas para salir?
Nos separamos riendo y lo seguimos acarreando nuestros bolsos. Sami se acomodó en el asiento trasero y yo al lado del conductor sin que mediara orden del gurka. Antes de partir le pregunté: —¿Llevás tu notebook?
—Sí. Pero si querés conectarte con tu mamá y con India podés hacerlo desde la pantalla de comando del auto.
Lo miré agradecida porque a ese efecto iba dirigido mi interés. Antes de volverse hacia el frente, manifestó: —Ahora prestá atención a mis instrucciones porque después del desayuno vas a conducir vos.
—¿Me dejarás manejar? —me sorprendí.
—Si querés —sonrió.
¡Claro que quería! Escuché sus indicaciones con absoluta concentración; no estaba dispuesta a desmentir mis dotes de piloto. El parador, adonde Guillermo nos anticipó los pormenores de la excursión, quedaba a quince minutos del centro.
—Vamos a conocer el pueblo minero de La Carolina hoy escasamente poblado. Haremos una excursión por la mina de oro abandonada, conoceremos la casa natal de Lafinur, tío bisabuelo de Borges y, por último, la gruta de Inti Huasi.
—¿Cuán lejos están? —preguntó Sami.
—Cerca de doscientos kilómetros —respondió su hermano—. Viajaremos por el camino asfaltado. Primera parada: La Carolina.
A las nueve me puse al volante del Mercedes. Después de ajustarme el cinturón, le eché un vistazo a su dueño. Me guiñó el ojo con una sonrisa confiada y entonces arranqué. Puse todos mis sentidos en el manejo de la estupenda camioneta que se deslizaba sobre el pavimento como si flotara. Estar sentada en el asiento del conductor, delante del tablero iluminado y el completo GPS me hacía sentir como el comandante de una aeronave. Aceleré de más cuando adquirí confianza y aprecié la templanza de Guille que se abstuvo de intervenir para que retomara una velocidad prudente. Hice mi entrada triunfal en el casco de la antigua ciudad minera y estacioné en las cercanías del restaurante que me indicó. Me liberé del cinturón y miré primero hacia el asiento trasero. Sami hizo la pantomima de estar al borde de la histeria. Riendo, me volví hacia Guillermo: —Creí que te verías pálido como un espectro —observé.
—No sé por qué. Confiaba en vos.
—Mmm… No es lo que dicen los hombres cuando le ceden su auto a una mujer —afirmé.
—Es la primera vez que me reconocés como hombre, ¿te diste cuenta? —dijo sugerente.
No caí en la trampa. Evadí la respuesta e insistí: —Nunca me habías visto manejar.
—No. Pero aparte de vos, confiaba en mi auto —expuso con suficiencia.
—¡Ah…! ¿Tan fantástico es?
—Está programado para detectar la inminencia de un choque. En tal caso, se accionan las bolsas de aire y se posicionan los asientos a modo de aviso para el conductor temerario —curvó los labios en una sonrisa guasona.
Remedé su gesto y le sostuve la mirada hasta advertir que sus ojos adquirían esa profundidad de mar turbulento que me aturdía.


martes, 10 de junio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XX



Demoramos para ingresar al centro porque el tránsito se había atascado en la Avenida Dos venados. Darren, preocupado por la tardanza, se comunicó con Samanta quien lo tranquilizó asegurándole que estábamos bien. A las diez de la noche estacionamos en el parque profusamente iluminado.
—¡Ya las daba por perdidas! —pregonó el colorado abrazando a Sami.
—¡Más quisieras! —rió la aludida besándolo.
—¿Huelo a asado? —pregunté olfateando a mi alrededor.
—Iniciativa de Bill para completar vuestro día de esparcimiento—dijo Darren—. No tienen más que pensar en un baño reparador.
—¡Y yo que venía preocupada especulando en cómo alimentar a mis trogloditas! —dramatizó Sami.
Darren le aspiró la risa con un beso y yo los abandoné a sus arrumacos. Duchada y vestida, me acometió el impulso de llamar a Noel. No pretendía definir nuestra relación por teléfono, pero sentía curiosidad acerca del efecto que le producía mi ausencia. Ese intento fue exitoso.
—¡Hola! —contestó Noel al cuarto timbrazo.
—Hola, Noel —saludé—. Por fin te encuentro.
En el lapso que medió entre mi objeción y su respuesta me percaté de que lo había dicho maquinalmente, pues no me sentía afectada por la falta de coincidencia
—¡Marti! Me preguntaba cómo la estarías pasando.
—De lo mejor. El reencuentro con Sami superó todas mis expectativas —aseguré.
—Me alegro. Supongo que estarás paseando. ¿El tiempo acompaña las excursiones?
¡Nada que evidenciara su interés ni su ansiedad por la separación! Si me hubiese detenido a reflexionar, atendiendo a la displicencia de mis sentimientos, no me hubiera dejado llevar por el falso orgullo herido y por el arrebato de hacerlo reaccionar: —El tiempo y mi amigo —acentué—. No hace más que agasajarme.
—¿Te referís a Guillermo Moore? —preguntó con cautela.
—Al mismo —dije con afectación—. Estoy descubriendo bajo el antiguo gurka a un auténtico caballero andante —aguardé su reacción.
—No se podía esperar menos de un iluminado —su voz denotaba entrega—. Yo sabía que iba a terminar por conquistarte.
Me dejó con la boca abierta. ¿Desde cuándo Noel era tan perceptivo como para descubrir las ocultas intenciones de Guille? A menos que…
—¿Cuándo te lo dijo? —me jugué.
—La víspera de tu partida. Esa noche cené en el hotel con Moore y su equipo y terminé compartiendo una copa en su habitación.
—Me explicaste que tenías una cena de trabajo…
—¡Y era así, Marti! No podía rechazar su invitación —sostuvo como dogma irrefutable.
—¿Y después de la cena no podías venir? —insistí.
—No quería ponerme límites, querida. Para mí era una ocasión inesperada.
—¿Te lo propuso el mismo lunes? —yo perseguía descubrir alguna conspiración para echarle en cara.
—No, Marti. A decir verdad nació espontáneamente de nuestra charla del domingo a la noche cuando me dijo que el lunes despediría a sus colaboradores con una comida. ¿Te imaginás? ¡Compartir el núcleo de su actividad era una oportunidad única! —expresó con exaltación.
—Claro… No era igual a tener una deslucida despedida conmigo —señalé.
—Mirá, Martina, creo que nos debemos una charla. Vos, al igual que yo, no ignorás que nunca hablamos del destino de nuestra relación. Acaso por no enfrentarnos a una respuesta que nos arrojaría a la soledad. Ninguna vez mencionaste que te interesaba constituir una pareja estable conmigo; parecés tan cómoda en este vínculo poco comprometido… —esta última observación sonó un poco quejosa.
—Tampoco vos te esforzaste demasiado —dije sin ánimo de enfrentamiento—. Es curioso —le confesé—, también yo hice un balance de nuestro noviazgo y descubrí que tiene tan poca emoción como viajar en triciclo.
—¡Jajá! —estalló después de un segundo—. Es lo que voy a extrañar de vos, Marti. Esas ocurrencias capaces de transformar un melodrama en una comedia.
—Parece que nos estamos despidiendo, ¿verdad, Noel? —dije con dulzura.
—¡Por favor, querida Marti! No ha sido mi intención aprovechar esta circunstancia…
—Quedate tranquilo —lo interrumpí—. No me voy a servir de la amistad con Guillermo para descalificarte.
—¡Eso no me importa ahora! —exclamó con presteza—. ¡Desisto de cualquier contacto que pueda mortificarte!
—¡Oh, Noel! Es tan generoso de tu parte… —manifesté, conocedora del valor de su renuncia—. Pero no te preocupes, esta separación la venía elaborando. Lloraré un poco, ¿por qué no?, pero no voy a languidecer de amor —aseguré—. Ya tendremos oportunidad de hablar más tranquilos cuando vuelva a Rosario. ¡Ah…! Un consejo: a la próxima no la excluyas de tus actividades. Chau, Noel, que tengas buenas noches —colgué porque era demasiado para ese día.
Me senté al borde de la cama con una agridulce sensación de vacío. ¡Cómo necesitaba un abrazo consolador! Las lágrimas se rehusaban a brotar. ¿Acaso un duelo no las exigía? Un discreto golpe en la puerta detuvo mi cuestionamiento.
—¿Marti? —la voz de Samanta sonaba preocupada.
—Pasá —autoricé.
—Como tardabas tanto… —se disculpó al entrar.
Permanecí sentada mientras ella se acercaba. Su patente interés por mi bienestar invocó el llanto reticente. Unos lagrimones rodaron por mis mejillas ardorosas.
—¡Marti! —clamó mi amiga y se sentó junto a mí. Me abrazó y me sostuvo hasta que la aparté con suavidad.
—Rompimos con Noel —comuniqué.
—¿Se lo dijiste por teléfono? —se asombró.
—Agradezco tu confianza, pero es más honesto decir me lo dijo.
—¿Te llamó para ESO? —se indignó.
—Yo lo llamé —corregí.
—Lo siento, Marti. ¿Estás muy afectada?
—Me siento rara. Desapareció un punto de referencia en mi vida… —suspiré.
—Si no era más que eso ¡enhorabuena! —se arrebató Samanta—. ¡Basta de auto conmiseración y a buscar algo por lo que penar realmente!
A pesar del momento, su arranque me hizo reír: —¿Estás deseando que sufra?
—Al menos por un sentimiento que te haya hecho vibrar —dijo empecinada.
Ahora la abracé yo: —No te preocupes, Sami, que Noel no hizo más que anticipar una conversación que se iba a dar en cuanto regresara.
—¿Estarás bien? —preguntó, dándome un beso.
Tendría que haberle pedido que no le mencionara a Darren mi confidencia conociendo la adhesión que se tenían.
—Sí. Me arreglo un poco y bajo.
Asintió y me dejó a solas. Compuse mi aspecto con un tenue maquillaje y bajé a encontrarme con quien consideraba, en parte, promotor de mi impreciso futuro.

jueves, 5 de junio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XIX



—Esta mañana mi maridito, aparte de reservarnos el lugar, cargó los datos de India en su computadora y me comuniqué con ella —principió Samanta—. Ya no dependeremos de Guille para hablar con tu amiga.
—Desde ahora nuestra amiga, por lo que veo —reí—. ¿Cómo va su romance?
—Si verse a diario es índice de interés, está más que interesada —me confió Sami.
—¡Qué bien por India! —me entusiasmé—. Es una excelente mujer que merece encontrar un buen compañero.
—¿Y por casa cómo andamos? —aludió Samanta.
No eludí su mirada de interés legítimo. Incliné la cabeza e hice un gesto de apatía. Pensé que analizar mi relación en voz alta ayudaría a esclarecer mis verdaderos sentimientos.
—¿Por dónde empezar? —inicié—. Apenas conseguí trabajo me fui de casa. Los primeros años los pasé en soledad, adaptándome a mis magros ingresos que no me permitían ninguna salida. Los lugares que frecuentaba no me deparaban encuentros interesantes y, aunque te resulte grotesco, soñaba iniciarme en el sexo enamorada. Creí estarlo a los veintidós años, aunque la experiencia anhelada no se acercó siquiera a lo esperado. La relación languideció hasta la separación. Tres años después, conocí a Ignacio. Era el hombre que cubría todas mis aspiraciones: maduro, culto, considerado. A los once meses, supe que era casado. Otra ruptura. Cuando la ansiedad por otra experiencia me había abandonado, conocí a Noel. No convivimos pero supongo que alguna vez lo haremos —concluí.
Sentí la falta de pasión en ese recuento de mi vida amorosa y comprendí el silencio de mi amiga. Luis se acercó con el menú y nos concentramos en degustar el plato. Sumida en la exploración de mi discurso caí en la cuenta de que nada justificaba la expectativa de una vida en común con Noel y deduje que Sami había llegado a la misma conclusión. Después de elegir el postre, Luis nos indicó cómo llegar hasta el arroyo.
—El sendero forma con las piedras una especie de escalinata que va bajando hasta Pasos Malos. Ustedes, calzadas con zapatillas, van seguras.
—¿Podremos dejar la ropa y la cámara adonde nos acomodemos? —averiguó Samanta.
—Ya lo había previsto, señora. Mis sobrinos les cuidarán las cosas. Son los hijos del empleado del ingeniero —aclaró.
Enseguida volvió con dos muchachitos y los presentó como Rolfi y Pedro, con quienes iniciamos el descenso. El camino era maravilloso, un verdadero vergel entre piedras, hoyas de agua transparente, cascadas entre los desniveles rocosos y un increíble arco iris engendrado por los rayos de sol y un salto que se pulverizaba contra las piedras. Allí nos detuvimos para sacar varias instantáneas y diversión de los chicos que rivalizaban por fotografiarnos juntas. Nos costó animarnos a meternos en el agua fría que resultó deliciosa cuando nos adaptamos a su temperatura. Mientras estábamos chapoteando, Rolfi agitó el celular de Sami y le avisó de una llamada.
—¡Dejalo! —le gritó, y me dijo—: Seguro que es Guille. Que se aguante hasta que salgamos.
Me sonreí y seguí haciendo la plancha. El sol calentaba amigablemente el anverso de mi cuerpo mientras flotaba con los ojos cerrados, tan relajada como mi mente.
—¿Vamos a tomar unos mates? —propuso mi amiga al tiempo.
Me dí un último chapuzón y me trepé a la orilla cuidando de no resbalar.
—¡Chicos, vayan a bañarse si quieren! —los liberó Samanta.
Nos acomodamos sobre una roca plana que ofició de asiento. Sami le devolvió la llamada al gurka: —Estábamos en el agua… Todo bien, hermanito… No lo sé… Te aviso, sí… Le digo. Chau —cerró el aparato y me dijo—: Te manda saludos.
—Gracias —expresé mientras le tendía el mate.
—Retomando —principió ella—. No lo conozco a Noel, de modo que ninguna emoción me despierta… Tanto como la que transmite tu relato —acotó—. No te ofendas, Marti, pero tu vida amorosa no le pone la piel de gallina a nadie…
—Falta conocer la tuya —dije un poco resentida.
Se largó a reír y me abrazó: —¡No te enojes, Martilinda, que te auguro un amor como nunca lo soñaste!
—¿Ahora te dedicás a las profecías? —ironicé.
—Mmm… —silabeó misteriosa—. La revelación te deslumbrará como a mí.
—¿Ves a un colorado en mi vida? —me burlé.
—No. Ni a un rubio —afirmó—. No te voy a decir más.
Me devolvió el mate cargado. Sorbí pensativamente la infusión y lo llené antes de retornarlo. Repetimos la ceremonia por un rato hasta que la yerba perdió el sabor. Samanta la renovó y prosiguió la charla pendiente: —Cuando nos mudamos, mamá perdió la brújula. No se podía acomodar a su nuevo hábitat. Papá estaba absorto en su trabajo y el gurka terminando el secundario. Yo me enredé en salidas y diversiones que terminaban en continuos reproches por mi escasa contracción al estudio. Dos años después conocí a Daniel y el resquicio para salir de casa. Nos casamos y seguimos en la juerga como dos irresponsables hasta que su padre nos cortó los víveres. La falta de recursos aceleró la ruptura y como dice el tango, “volví vencida a la casita de mis viejos”.
La escuché con estupefacción. La familia modelo de mi adolescencia tenía fisuras como la mía.
—En nuestros ocasionales contactos ni siquiera me dijiste que te habías casado… —me sorprendí.
—Eras la parte equilibrada de la relación. Supongo que de estar me habrías sacado de la iglesia a los tirones como del cumpleaños de Goyo, ¿te olvidaste?
Este recuerdo desató nuestra risa. Tan pronto remitió, consideré: —¡Pero el gurka sí estaba! ¿No recreó nuestra aventura?
—¡Oh…! En esa época estaba en plena revolución hormonal. Entre la escuela y sus conquistas apenas le quedaba tiempo para la familia. Cuando regresé había entrado en la universidad. Para entonces, mamá se había refugiado en una congregación religiosa a la que dedicaba tiempo completo. Intenté encontrar algún empleo para no depender de papá y descubrí que no estaba preparada para nada práctico. Me alisté como auxiliar en un servicio telefónico de emergencias y así me relacioné con Jason, mi segundo marido. Guille casi cumplía los veinte años y estaba construyendo el software que lo haría famoso. No obstante, se hizo tiempo para acercarse a mí e interesarse por mi boda. Por primera vez se inmiscuyó en mi relación y fue para pedirme que no me precipitara. ¡Pero yo seguía queriendo huir de casa, Marti! —enfatizó.
—No me hubiera imaginado al gurka tan criterioso… —me ensimismé.
—¿Viste? —sonrió—. Al menos, maduró más rápido que su hermana mayor. Y con los años, Marti, se convirtió en un hombre cabal y mi mejor amigo. Será muy afortunada la mujer a quien ame —dijo en tono entrañable.
—No me caben dudas —bromeé—. Es un buen partido, como diría mi mamá.
Sami me dedicó una morisqueta y retomó su historia: —Lo desoí. A los seis meses emprendí mi nueva aventura matrimonial y un año después la segunda separación con denuncia de maltrato por medio.
—¡Sami! ¿Te golpeó? —me indigné.
—Pero él se llevó la peor parte. Cuando Guille me vio aparecer en su departamento con el labio partido me curó, me consoló y después lo fue a buscar. ¡Le bajó dos dientes y le advirtió que si se me acercaba se quedaría sin ninguno! Si alguna parte de su anatomía le importaba a Jason, era su dentadura. Con semejante amenaza, me evitó como a la peste. Yo no quería pedir refugio en la casa paterna, de modo que Guille me alojó con él y me cedió su dormitorio. Fue muy generoso y a pesar de que entorpecí su privacidad, nunca me lo hizo notar.
—Sí —admití—, el antiguo gurka dio paso a sir Lancelot.
—A poco de estar instalada me ofrecí para ordenar sus papeles de trabajo visto el tiempo que le llevaba ubicarlos en la premura de la creatividad. Sin premeditarlo, fui su primera secretaria.
—¡Mirá por dónde te apareció un trabajo! —reí.
—Me contrató, me ofreció un sueldo muy generoso y, para su alivio, lo primero que hice fue alquilarme un pequeño departamento. Para resumir, esta independencia me dignificó: reparé los lazos familiares y me habilitó para el encuentro con Darren.
La pausa que siguió estuvo delimitada por el paréntesis de nuestros ojos enlazados en una sonrisa.
—¡Me alegro tanto por vos…! —dije al fin con regocijo—, aunque voy a ser franca; trece años atrás no hubiera apostado por este final.
—Porque te olvidás de un partícipe necesario: el gurka —me recordó.
—¡Precisamente! —le recordé yo—. Ustedes eran discípulos de Abel y Caín.
—Y vos nuestra mediadora, ¿te acordás?
Nuestro silencio melancólico fue interrumpido por Rolfi y Pedro que nos traían una invitación de su tío. Juntamos nuestras pertenencias y subimos hasta la confitería. Luis nos acompañó a la misma mesa que habíamos ocupado en el almuerzo.
—Mi hermano desea agasajarlas con un servicio de té —nos participó.
—Se lo agradecemos, Luis, tanto a usted como a su hermano por tantas atenciones —aseguró Sami.
Compartimos la pródiga mesa con los chicos cuya charla nos entretuvo hasta darnos cuenta de que había oscurecido. Samanta atendió su teléfono con una sonrisa adelantada: —Estábamos por pegar la vuelta… El auto tiene los faros en condiciones, para tu conocimiento… No seas cargoso, hermanito… ¡Jaja…! Te paso, maniático… —me tendió el aparato—. Quiere hablar con vos.
Lo tomé sin poder evitar un gesto de sorpresa: —Hola —articulé con demora.
—Hola, milady, necesitaba escuchar tu voz —expresó Guille con voz grave.
Sentí que el corazón se me disparaba. La confidencia de Sami me había sensibilizado con relación al gurka. Traté de quebrar esa cápsula emotiva: —¡Ah…! No sé por qué. Apenas hace unas horas que hablamos.
—Para mí una eternidad, acostumbrado a verte desde la mañana hasta la noche —argumentó.
—Andá entrenándote —alegué para romper el clima—, se termina en una semana. ¿Alguna otra observación?
Escuché su risa sofocada. Después, con voz tierna: —No me vas a desanimar, milady, estoy acostumbrado a los desafíos.
—Chau, Guille —me despedí y corté la inquietante comunicación.

domingo, 1 de junio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XVIII



Sentados a la mesa del barcito, descubrí que deseaba compartir con él mi maravillosa adquisición. Le conté mi periplo por los distintos negocios, el hallazgo del local escondido, la oferta de la artesana y mi desaliento ante la falta de efectivo.

—Hasta que me acordé de vos —señalé.

Rió con ganas ante mi desenfado. Me aboqué a despegar con cuidado la cinta que sujetaba el papel de regalo y saqué la cajita tallada. Retiré la original pulsera y la dejé colgar ante su vista. La tomó y la estudió con detenimiento. Yo lo miraba expectante, esperando un gesto que confirmara mi entusiasmo.

—Es una pieza de buen gusto —opinó al restituirla—. ¿Te fijaste en el detalle de la cadena?

Observé los delicados eslabones y descubrí que estaban entrelazados formando palabras que antes no había identificado. Leí: Merlo, San Luis, Argentina.

—¡No había reparado en esta originalidad, Guille! —exclamé encantada—. Es perfecta como regalo. Falta que sea de plata y oro… —concluí con escepticismo.

—¡Lo es, nena! ¿Por qué lo dudás? —me confortó.

—Por el precio. Además, ¿por qué querría ella beneficiar a una extraña?

—Te lo dijo. La conmovió tu interés por su trabajo —hizo una pausa—. Hablaste de regalo…

—¡Sí! Para Sami. Creo que le va a gustar —dije convencida.

—¿Por qué no quisiste que te acompañara? —preguntó extrañado.

—Porque me avergonzaba arrastrarte por todo el centro hasta encontrar algo que estuviera al alcance de mi presupuesto —hice una mueca—. Eso es todo.

—Oh, Marti… —murmuró cercándome con la mirada—. ¿Tan pobre concepto tenés de mí? 

Contemplé su semblante apesadumbrado y me arrepentí de la confidencia.

—Lo siento —balbucí abochornada—. Soy una calamidad. Lamento haberte ofendido —resistí las ganas de llorar.

Sentí sus cálidos dedos bajo mi barbilla forzándome a levantar la cabeza. Nuestros rostros quedaron peligrosamente cerca. Me mantuvo suspendida de sus pupilas antes de modular bajamente: —Marti, no acostumbro a juzgar a la gente por sus logros materiales. Y menos a vos, que… —se interrumpió—. Cierto que te hice una promesa…

Me eché hacia atrás separándome de su contacto. No me reconocía en esta mujercita temblorosa fascinada por los ojos verdes de un muchachito como ave hipnotizada por un ofidio.

—¡Volvamos, Guille! —Rompí el sortilegio—. Le informé a Sami que estaría de regreso al mediodía —guardé el estuche en el bolso y me levanté.

Él me imitó y se acercó a la caja para cancelar la consumición. Otro viaje silencioso. Samanta estaba regando los arbustos del fondo cuando llegamos a la casa.

—¿Se puede saber en qué andan ustedes? —fue su saludo.

—Le propuse a Marti un desayuno en el centro —Guille acudió en mi auxilio.

—¡Ah! Entonces no te vas a enojar porque yo le ofrezca un paseo distinto —dijo su hermana—. Darren me dejó el auto y tengo pensado una salida a solas con Martina —se dirigió a mí—: ¿Qué te parece?

—¡Magnífico! —aprobé.

—¡Mujeres desagradecidas! —Se quejó Guillermo—. ¿De modo que prescinden de mi compañía porque consiguieron transporte propio?

—¡No seas pesado! —Lo reprendió Sami—. ¡Marti y yo no hemos tenido la oportunidad de hablar de mujer a mujer y tenemos que rellenar un hueco de trece años!

—¡Dios me libre de figurar en vuestras confidencias! —Rió el gurka—. ¿Y adónde la pensás llevar?

—A Pasos Malos —informó Samanta.

—¿A qué se debe ese nombre? —pregunté.

—Bueno, hay distintas versiones —señaló Sami—. Algunos dicen que los primeros pobladores asustaban a sus hijos para evitar que sufrieran accidentes entre las rocas, advirtiéndoles que sus pasos estaban condenados si se acercaban al arroyo. Otros remiten a la época colonial. Este sitio era parada obligatoria para que los caballos de los chasquis repusieran fuerzas con las pasturas frescas; era el fin de sus pasos cansados. Por último, que en ese lugar había una taberna frecuentada por maleantes, hombres que andaban en malos pasos.

La aplaudí, ¡no era para menos! Ella hizo una reverencia y terminamos riéndonos a carcajadas.

—¡Ustedes sí que desenrollan el tiempo! —atestiguó un Guille adulto con gesto displicente.

—¡No te la des de superado! ¿Acaso no fueron buenos tiempos? —lo fustigué.

Curvó los labios: —Prefiero el actual.

No le iba a discutir. Me volví hacia Sami que seguía nuestro intercambio: —Voy a llamar a mamá y prepararme para la salida. ¿Qué debo cargar?

—La malla y la pantalla solar. ¿Tenés algún sombrero?

—No.

—Yo te presto —dirimió.

Al llegar al descanso superior de la escalera me detuve a contemplar la gesticulación de los hermanos: el gurka parecía reprochar a Sami y ella defenderse, hasta que él le cercó los hombros con un brazo y le habló al oído. Huí al corredor, por temor a que me sorprendieran, cuando Sami le echó los brazos al cuello. Cualquiera hubiese sido el comienzo de la disputa, era obvio que había sido zanjada para satisfacción de mi amiga.

Hablé con mi madre, desistí de llamar a Noel, pensé en India y decidí comunicarme al regreso si Guillermo no nos conectaba. Ya estaban los hermanos al lado del auto cuando bajé. Samanta me encasquetó una gorra roja con visera blanca y me miró complacida: —¡Te queda de diez!

Yo me enfrenté a la mirada aprobadora del gurka y, ambas, a su interrogatorio.

—¿A qué distancia está ese lugar? —inquirió.

—¿Por qué? —lo desafió su hermana.

—Porque podría ser agotador manejar varias horas —dijo con parsimonia.

—Yo la relevaré —intervine.

—¿Vos? —formuló incrédulo.

—Aunque no tenga auto —acentué—, oficié de chofer para Noel durante los tres meses que le llevó recuperarse de una fractura múltiple de tobillo.

—¡Perdón, milady! No pretendí ofenderte —se disculpó.

Como no le contesté, siguió con los planteos fraternales.

—¿Sabés cómo llegar?

—Darren me instruyó sobre el uso del GPS —respondió Sami con paciencia—. Para tu sosiego, Pasos Malos está a solo cuatro kilómetros.

—¿Se van sin almorzar? —perseveró.

—Darren nos hizo una reserva en Cabeza del Indio —reiteró con igual tolerancia—. Allí podremos dejar el auto para bajar al arroyo.

—¡Joder con el colorado! —renegó Guillermo.

¡Se había enojado! La reacción fue tan inesperada que Samanta y yo no pudimos contener la risa. Ella abrazó a su enfadado hermano e intentó consolarlo: —¡Vamos, gurka! Organizanos una excursión para mañana. Tenés toda la tarde para elegir el destino de tu preferencia, ¿verdad, Marti?

—¡Dale, Guille, sorprendenos! —le pedí en tono festivo.

—No tomen ningún riesgo y manténganse en contacto —se repuso él separándose de Sami.

—Está bien, plomo —a mi amiga se le había terminado el aguante—. No nos acosés con llamadas. ¿Vamos, Marti?

Lo saludamos agitando las manos y partimos. El camino sinuoso flanqueado de vegetación y corrientes de agua desembocaba en el restaurante y mirador Cabeza del Indio. Estacionamos el coche y antes de ingresar a la casa de comidas, una pintoresca cabaña de troncos, nos quedamos observando el agreste paisaje que la rodeaba. Aspiramos el aire puro que pareció cargarnos de energía y nos sacamos algunas fotos contra ese majestuoso fondo. Nos tenían preparada una mesa al lado de un ventanal doble con vista panorámica al mirador.

—Mi hermano trabaja en la obra vial y me pidió que reservara la mejor ubicación a la señora del ingeniero y su amiga —nos dijo el obsequioso camarero.

—Muchas gracias —respondió Sami—. ¿Cuál es su nombre?

—Luis, para servirla.

—¿Qué nos recomienda para el almuerzo, Luis? —le sonrió.

—Chivito al disco con un buen vino tinto si no van a bajar al arroyo.

—Vamos a bajar, así que lo acompañaremos con agua mineral —me miró y yo asentí.

Luis nos alcanzó un entremés para matizar la espera y nosotras nos dedicamos, al decir de Guillermo, a desovillar el tiempo.