El
pibe, amedrentado por la orden de quien lo sostenía, se dedicó a lloriquear en
voz baja. Distinguí la voz de Samanta entre el bullicio: —¡Marti, Guille!
¿Están bien? —preguntó en inglés.
—¡Sí!
—Le contestó su hermano en el mismo idioma—. ¡No te muevas de dónde estás!
El
guía gritó: —¡No se vuelvan! ¡Caminen hacia la salida que está cerca!
Atrás
continuaban los clamores de la mujer y los improperios de los paseantes. Un
hombre se abrió paso hacia nosotros voceando el nombre del chico. Guillermo lo detuvo
y le entregó al mocoso: —Hacete cargo vos —le dijo.
Me
ciñó entonces con ambos brazos y me preguntó: —¿Estás bien, querida?
Yo
suspiré contra su pecho: —Sí… —y como no me soltaba, murmuré—: Ya puedo caminar
sola.
Aflojó
el cerco despacito pero me mantuvo sujeta a su costado hasta que cruzamos la
salida. Allí me tomó de los hombros y escrutó mi rostro buscando algún signo de
conmoción.
—Me
asusté cuando te oí gritar, Martina —dijo conmovido.
—El
chico me sorprendió. Gracias por evitar que cayera al agua —reconocí
sosteniendo su mirada.
Todavía
estábamos absortos el uno en el otro cuando se acercó Sami.
—¡Qué
travesía, chicos! El crío casi me tira al piso y la madre desde atrás no ahorró
empujones. ¡Varios cayeron al suelo como bolos! —rió—. Y después, los que
salieron de estampida atropellaban en sentido contrario… ¡Ufff! —resopló—.
¿Ustedes bien?
—Bien
—confirmó Guille—. Vayamos a devolver el equipo y las invito a un refrigerio
antes de visitar la gruta.
El
guía nos interceptó al salir del depósito: —¡Compadre, no se vayan! Queda
probar suerte en el Arroyo Amarillo —le dijo a Guillermo.
Él
nos consultó con la mirada y ambas denegamos con un gesto amable. El baqueano
se refería a la búsqueda de oro zarandeando el sedimento del arroyo. Hoy en
día, con los filones agotados, no era más que un entretenimiento que podía
terminar con el cuerpo acalambrado.
—Gracias,
viejo —contestó Guille—. Otra vez será. Las chicas están cansadas.
El
joven levantó el pulgar y enfiló hacia el grueso del contingente. Nosotros, en
un silencio lánguido y amistoso, caminamos hacia el restaurante adonde estaba
estacionado el auto. El gurka nos agasajó con una torta exquisita y un
aromático café para luego transitar unos veinte kilómetros hacia el este en
busca de Inti Huasi. En quechua significa “casa del sol” y tiene una antigüedad
de ocho mil años. Guillermo me relevó en la conducción de modo que me dediqué a
observar el paisaje. Una formación de nubes grises opacaba el brillo del sol y
acentuaba la serranía allende la ruta. Las formaciones rocosas se hicieron más
profusas conforme nos acercábamos a nuestro destino en tanto la niebla engullía
la cresta de las más altas. La gruta estaba atravesada por pasarelas a cuyo
costado estaban expuestas distintas piezas de las culturas aborígenes que la
habían ocupado por milenios. En las paredes, erosionadas por el paso del
tiempo, quedaban rastros de antiquísimas pinturas. Nos llevó más de una hora
recorrerla. Regresamos a Merlo anocheciendo.
A
las once de la noche me despedí de Sami y familia después de haber compartido
la pizza y las empanadas caseras que le habían obsequiado a Darren. Necesitaba
procesar los acontecimientos de los dos últimos días con la cabeza despejada y
lejos de la mirada del gurka. Porque mi análisis poco tenía que ver con la
disolución del vínculo con Noel; tenía que ver con los cimientos de mi vida que
la aparición de Guillermo Moore había debilitado.
—¡Dinamitado, Martina! —Vociferó mi otro yo—. Tu metódico devenir entre el trabajo, la casa de tu mamá, la relación
sin premuras con Noel, la estoica resignación a no progresar, carecía de
sustento.
—¡Yo vivía tranquila —me defendí.
—¡Ja! Vivías en la inercia y, aunque te espante, un ejercicio de
sinceramiento podría abrirte las puertas a una existencia con significado.
—¿Pensar en proseguir la licenciatura en
idiomas no te parece un cambio?
—Es solo el comienzo. No solo de títulos vive
el hombre… —dijo con hastío.
Me
estiré en la cama con un largo suspiro. Sabía adónde quería llegar mi sabueso
interior: no se conformaba con huesos, quería sangre. Pretendía que me quitara
la máscara con respecto a Guille, que confrontara sentimientos con dogmas, que
aceptara que su intrusión era cada vez más consentida. Las circunstancias que
me obstinaba en negar me atravesaron como dardos: el beso, su confesión, la
sensación de amparo al abrigo de su cuerpo, cada gesto con el que afirmaba su
designio de seducirme.
—Dale, Marti… —de nuevo mi fastidiosa voz interior—, aceptá que su actitud te fue ganando. Si se
hubiese acercado a vos sin ese conocimiento previo, ¿lo habrías descalificado?
Lo
pensé despojado de su antecedente temporal y concluí que me hubiese fijado en
ese hombre de físico y carácter atrayentes. No había hecho el intento de
imponerse por su posición social o económica lo cual no era muy común en
personas exitosas y lo favorecía en mi escala de valores.
—¿No es hora de darle la razón a India y dejarte llevar por tu instinto
en lugar de melonear cada una de tus reacciones…?
Me
dormí sin resolver el conflicto. La alarma del celular me despertó a las ocho
de la mañana. Una hora después, bajé ocultando la cajita detrás de la cintura.
Sami estaba sentada tras la barra.
—¡Buen
día y feliz cumpleaños! —la abracé, la besé y le dí un tirón de orejas antes de
ofrecerle el regalo.
—¡Marti!
¡Gracias! —dijo con una risa sorprendida.
Rompió
el envoltorio y admiró el estuche. Luego lo abrió y emitió una exclamación de
deleite al ver la pulsera. La ayudé con el broche y estiró la mano para
admirarla.
—¡Marti!
—repitió—, ¡es preciosa y original! —me abrazó—: Sos muy generosa —dijo
agradecida—. Y no quisiste gastar en un vestido de fiesta…
—Importa
que te guste, y pienso pasarla bien aunque no vaya de largo —aseguré.
—No
es lo que me preocupa —dijo convencida—. Vas a estar hermosa con cualquier
atuendo.
—Todo
un cumplido —reí. Miré a mi alrededor—: ¿Y los muchachos adónde están?
—Una
mala y una buena —me comunicó Sami—: lo llamaron a Darren porque una máquina
computarizada quedó fuera de servicio y Guille lo acompañó. La buena: que me
valí de mi ventaja como la mujer del
ingeniero y nos esperan en el mejor salón de centro para una sesión
integral de estética —declaró con entusiasmo.
Fruncí
el ceño. Si no podía invertir en un vestuario menos en algo tan efímero como un
tratamiento de belleza.
—Yo
paso, Sami —me disculpé—. Te acompaño y te espero.
—Te
vas a aburrir… —se lamentó.
—Ni
lo pienses. Si va para largo, voy a buscar la manera de ocupar el tiempo.
Desayuné
en tanto Samanta se pertrechaba para salir. A las nueve y media ingresamos al
Instituto “Afrodita”. Como mi amiga se iba a someter a todos los cuidados que
ofrecían, le obsequiaron un tratamiento capilar gratuito que insistió yo
aprovechara. Por no discutir, seguí a la empleada hasta el sector de estética
del cabello adonde insertaron un turno para el cual debía aguardar una hora. En
tanto, pusieron a mi disposición un box equipado con una computadora y conexión
wifi. Hablé con mami y me vi con India quien se manifestó inexorablemente
enamorada de Román y evaluando la posibilidad de mudarse con él. Explotando mi declaración
de alegría por su estado de gracia, intentó sonsacarme con respecto a Guille.
—No
hay novedades —transmití.
—Martina,
he desnudado mi alma frente a vos, ¿y me retribuís con un comunicado lacónico?
—se indignó.
La
aparición de una empleada requiriéndome para pasar al salón acabó con la
polémica. Me despedí con la promesa de llamarla al día siguiente. Simpaticé de
inmediato con la encargada, que estudió mi pelo y me aconsejó acerca del
tratamiento, color y corte. Salí tres horas después con unas espectaculares
mechas californianas que doraban las puntas desparejas y onduladas. Estaba
famélica y después de averiguar que a Sami le quedaba más de una hora, me
dirigí a la confitería del Instituto adonde habíamos acordado en reunirnos. La
vi venir mientras terminaba un tostado de pollo, jamón y queso. Estaba
espléndida con su pelo rubio brillando bajo la sutil iluminación del local. Se
acercó a la mesa y me observó antes de sentarse.
—Martina,
si fuera posible diría que te quitaste diez años de encima —su apreciación
sonaba sincera.
—¡Dios
me libre! —exclamé—. Porque en cualquier momento el gurka aparecerá correteando
por aquí.
Largó
una carcajada antes de sentarse que me transportó a los despreocupados años de
nuestra adolescencia. Le hizo una seña a la camarera: —¡Me muero de hambre!
¿Está bueno el tostado?
Asentí
y encargó uno para ella. Después nos estudiamos con afecto.
—Darren
me avisó que llegarían alrededor de las nueve de la noche y eso gracias a mi
hermanito que pudo destrabar un programa —me informó. A continuación—: Debieras
mantener siempre ese corte y ese color, Marti. ¡No sabés cuánto te favorecen!
—Sí,
claro, si no pagara el alquiler de mi departamento —dije divertida.
—El
tiempo dirá —dijo enigmática—. ¿Te parece que ocultaron mis arrugas con el
maquillaje?
—Son
indicadores de carácter —atestigüé.
—Pero
a vos no se te marcan —puchereó.
—Porque
no tengo una piel delicada como la tuya —traté de convencerla.
Volvió
a reír y se abstrajo en su comida. Al salir, hizo algunas compras por el centro
antes de regresar a la casa. Eran las ocho cuando entramos a nuestros
dormitorios para cambiarnos. Me duché cuidando de no mojar el cabello y elegí
un vestido blanco que dejaba mis hombros y espalda al descubierto. Bajo el
ceñido talle, la amplia falda caía a mitad de muslo. Calcé unas sandalias altas
y blancas, aros, brazalete y tobillera del mismo color y me contemplé en el
espejo. La mujer de piel bronceada que me enfrentaba se veía fascinante.
Terminé mi arreglo, me cubrí con la torera de mangas hasta el codo y bajé al
encuentro de cualquier reto que me propusiera el destino.
2 comentarios:
Esperando el proximo capitulo me encanta su novela
Gracias, Anónimo. Mañana lo tendrás. Saludos.
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