—¿Entro a
cargar la valija? —preguntó.
—No hace
falta. Yo la bajo —repuse.
Cuando salí
del ascensor, lo ví esperando detrás de la puerta de vidrio. Estaba en jean y
remera y calzaba zapatillas. Y seguía sin ajustarse a la imagen de chiquillo
que me tranquilizaba. Recibió el equipaje apenas abrí, y me saludó con el
infaltable beso en la mejilla:
—Buen día, milady, lamento haber turbado tu sueño
—dijo con una sonrisa.
—Estás
disculpado —le contesté—. Hace tanto que no salgo de vacaciones que madrugaría
hasta para ir a Carcarañá.
—¡Oh…!
¿Ningún caballero te ha invitado?
Lo miré con
gesto adusto. ¿Quería arruinarme el viaje? Noel nunca me llevaba a sus
repetidas vacaciones en el sur adonde vivía su hermano porque, siempre
reiteraba, se dedicaban a la pesca de truchas y yo me aburriría. De modo que,
como mi presupuesto era escaso, solo cruzaba a la isla por las mañanas antes de
que la invadiesen los rosarinos. Al mediodía estaba de vuelta, me duchaba,
comía algo liviano y dormía una siesta. Por la tarde salía con alguna amiga o
concurría a los distintos espectáculos gratuitos que promocionaba el municipio.
Vacaciones de pobre me enrostraba
India para molestarme cuando me negaba a compartir alguno de sus viajes. Yo era
así: pobre, porfiada y orgullosa.
¿Y ahora?,
preguntó una fastidiosa vocecita interior. ¡Es por Sami!, me contesté y no me
cuestioné más. Guille debió haber interpretado mi ceño porque no siguió con la
agudeza. Metió la valija en el baúl y abrió la portezuela para que me acomodara
en el lugar del acompañante. Subió y, antes de poner el auto en marcha,
descansó el brazo sobre el volante y se volvió hacia mí. Me dirigió una mirada
intensa, cargada de interrogantes que no quise discernir para que no me robara
la calma. Aparté la vista de su rostro y pensé que los años le habían dado
carácter a sus facciones armoniosas. El gurka se había convertido en un hombre
atrayente. Se enderezó y arrancó con suavidad. Ahí le presté atención al
interior del auto. Era tipo camioneta, con dos filas de asientos traseros y
tenía el tablero como un avión, lleno de luces indicadoras y la pantalla del
GPS. Se deslizaba con una mínima vibración.
—¡Qué
hermoso coche! —exclamé—. ¿De qué marca es?
—Mercedes
—respondió.
—¿Lo
alquilaste?
—Lo traje
—sonrió.
—¿Desde
Boston? —me asombré—. ¿Cómo?
—En avión de
carga —me explicó con paciencia.
—¿No era
menos costoso alquilar uno? —insistí.
—Cierto.
Pero estoy familiarizado con él y sabía que tenía que viajar.
—¿No podías
haber alquilado uno similar? —volví a la carga.
—No creo,
Marti. Es muy costoso —aclaró.
—¿Cuánto?
—quise saber.
—Ciento
setenta mil dólares —dijo sin alarde.
Me quedé
muda. Casi dos millones de pesos nuestros. Yo tendría que ahorrar mi sueldo
completo durante veinte años para juntarlos. ¿Tanto progresaste, gurka? Bien por vos. Pero sentí una desazón
amarga al comprobar en forma concreta la brecha económica que nos separaba. Él
pertenecía a una elite donde mi salario era despreciable. ¿También explotaba a
sus empleados como otros oligarcas?
—¿Qué pasa, milady? —preguntó como si captara mi
pensamiento.
—Nada
—expresé con desaliento y giré mi rostro hacia la ventanilla sin ánimo de
charla.
La ruta
estaba despejada y llegamos a Villa María en dos horas y media. Guille intentó
establecer una comunicación pero desistió ante mis monosílabos. Me propuso al
entrar a la ciudad: —Vamos a hacer un alto antes de Merlo, ¿te parece bien?
Me encogí de
hombros. Estaba enojada porque había puesto en evidencia el insustancial valor
de mi esfuerzo para ganarme la vida. Recién cuando me quedé a solas en la mesa
del parador, mientras él buscaba un refrigerio para ambos, caí en la cuenta de
lo ridículo de mi rabieta, como si lo hiciera responsable de mi mediocridad.
—Café con
leche y medialunas dulces y saladas —dijo apoyando la bandeja sobre la mesa.
Se sentó
enfrente de mí y me alcanzó un pocillo mientras ponía la fuentecita con
facturas en el medio. Sus ojos buscaron los míos en una pregunta implícita que
verbalizó cuando yo los aparté: —Algo te molestó, Martina. Quiero saber qué es
—pidió con gentileza.
—No te lo
puedo decir… —murmuré avergonzada de mis contradictorios sentimientos.
Estiró el
brazo hasta encontrar mi mano que descansaba sobre el mantel y la alojó entre
la suya: —Vamos, milady, que no haya
ambigüedades entre nosotros. Puedo escuchar cualquier cosa que digas —reclamó
con voz grave.
Levanté la
mirada hacia sus pupilas francas y dije de un tirón: —Es que vas a pensar que
soy una resentida y por un momento lo fui cuando me dijiste el precio de tu
auto y yo calculé que necesitaría veinte años de trabajo para llegar a esa
suma. Sentí que mi ocupación no valía nada —terminé abochornada.
Apretó mi
mano e intentó consolarme: —tu trabajo vale como cualquiera, Marti, pero el
mercado laboral se maneja por la oferta y la demanda. Tengo entendido que hay
mucha desocupación en este país y por eso los sueldos son bajos.
—¿Les pagás
bien a tus empleados? —disparé.
—Estimo que
sí —sonrió—. Podés preguntarles cuando los veas.
—Bueno, dejemos
el tema. Ya se me pasó —dije para tranquilizarlo—. Si me soltás la mano, voy a
poder tomar mi café.
Se largó a
reír y me liberó. Nos comimos las medialunas y retomamos el viaje. El silencio
inicial fue reemplazado por una charla intimista adonde cada cual se apropió de
las vicisitudes y logros del otro. Al confiarle mi historia me hice cargo del
precio que tuve que pagar por mi independencia, cuya resultante fue renunciar a
una carrera que me prometería un futuro mejor. Sentí que no me arrepentía de
esa decisión y me animé a pensar que aún estaba en condiciones de encarar un
proyecto de estudio. Guillermo, contradiciendo mis prejuicios, no se vanaglorió
de su fama ni prosperidad. El hombre sensible que se expuso a mi reconocimiento
privilegió los afectos sobre el trabajo. Habló del apoyo de sus padres y
hermana, de la satisfacción por ver que Sami encauzaba su vida, del aprecio que
sentía por su cuñado, de la lealtad de sus empleados, de los amigos que había
hecho a lo largo de los años. Un nuevo individuo desvanecía la imagen del gurka
y se revelaba a mi conciencia como una figura inquietante. Tenía más de
caballero andante que de sicario. ¿Habría yo contribuido a su transformación
esa lejana noche del cumpleaños?
Antes del
mediodía, estacionó el vehículo delante de una casa de dos plantas rodeada por
una verja blanca.
—Llegamos, milady —me anunció.
Lo tomé del
brazo y me enfrenté con su mirada interrogante: —Hagamos un trato —le dije—. Yo
no te llamo más gurka ni vos a mí milady.
Me contempló
casi con pena. Acarició mi rostro con suavidad y asintió: —De acuerdo. Pero no
te enojes si en alguna ocasión se me olvida.
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