La Providencia fue
mi aliada para no terminar como Sami. Estaba inconciente y con la pierna
izquierda doblada en ángulo forzado cuando la alcancé. Detrás de mí llegó
Martín, quien le acercó a la nariz un frasco que sacó de su mochila. Ella
reaccionó con un quejido.
—¡Sami,
Sami! —llamé con angustia—. ¿Qué sentís?
—La
pierna… —se quejó.
El
guía le revisó la cabeza y le preguntó si le dolía. Ante su negativa, le pidió
que tratara de mover brazos y extremidades inferiores. Ella obedeció y lanzó un
grito de dolor cuando lo intentó con la pierna izquierda. La sentamos con
cuidado y Martín le hizo preguntas para comprobar que estaba ubicada en tiempo
y espacio. Me pidió que la sostuviera mientras él buscaba algún elemento que le
sirviera de soporte.
—La
cagué, ¿eh? —dijo Samanta, doliente.
—Nos
hubiera pasado a cualquiera —aseguré—. Te sujetaremos la pierna para que puedas
moverte.
—¿Te
parece que volverá?
A mí
no se me había cruzado la idea. Le respondí con firmeza: —Estoy segura. De no
ser así, nos arreglaremos solas.
—¡Tenés
que irte, Marti! Conmigo no podrás llegar arriba…
—¡No
digas pavadas! —la regañé—. De ésta salimos las dos o ninguna.
Para
nuestro alivio, vimos regresar a Martín acarreando una rama gruesa y larga. Se
agachó junto a Samanta y le explicó: —Señorita, le voy a rociar la pierna con
un analgésico antes de vendarla.
—Sami,
llamame Sami —pidió ella.
—De
acuerdo —acercó el aerosol y la pulverizó con prodigalidad.
Revolvió
en su mochila y sacó una soga. Menos Sami, absorta en su dolor, él y yo vigilábamos
el avance del incendio. Lo ví mover la cabeza contrariado.
—¿Qué
pasa, Martín? —le pregunté.
—Antes
de afirmarle la pierna, tendría que vendársela para no lastimarla con la soga o
la rama… —me clavó la mirada.
—Decime
que estás pensando —lo insté.
—Su
camisa serviría —aseveró.
No
era momento para andar con remilgos. Me la quité y se la tendí. Envolvió con
ella la extremidad magullada antes de alinearla con la improvisada tabla y la
amarró con la cuerda. Sami lloraba y gemía por el dolor. Martín volvió a
rociarla con el anestésico.
—Ya
va a pasar, Sami —le dijo—. Sos una mujer muy valiente. Te vamos a incorporar
para continuar el recorrido. Tenemos que llegar a las cascadas. Ayúdeme
señorita —me pidió.
Entre
los dos logramos que Sami se pusiera de pie. El humo había ocultado la claridad
de la tarde y escocía nuestros ojos y gargantas. Avanzamos lentamente llevando
a mi quejumbrosa amiga casi a la rastra. Por sobre nuestras cabezas escuchamos
ruidos de motores.
—¡Deben
ser los aviones hidrantes! —exclamó Martín— y seguro que los brigadistas deben
estar cerca. Si alcanzamos los saltos de agua tenemos muchas posibilidades de
zafar.
Esta
manifestación o, tal vez, el efecto del calmante movilizaron a Sami y
adelantamos con más celeridad. Pronto el humo y el calor nos sofocaron y
Samanta se transformó en una carga dolorosa.
—¡Déjenme
aquí! —pidió con voz rasposa—. No quiero seguir…
—¡Un
esfuercito más, Sami! —exigió Martín—. Las cascadas están cerca.
(Debido al abuso de los
que copian y pegan en su blog adjudicándose la autoría de las novelas a pesar
de estar registradas, a partir del 18 de agosto enviaré el final en forma
gratuita a quienes estén interesados en leerla. Solicitarlo a cardel.ret@gmail.com)
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