NOTICIAS
Cuento seleccionado en el Concurso Hispanoamericano de Poesía y Cuento Corto "ISAAC ASIMOV"
El
agudo gemido del despertador se filtró en su sueño y, como todas las mañanas,
Telma alargó el brazo para detenerlo. A continuación, con el hábito originado
por muchas jornadas de quedarse dormida, lo corrió a la posición de radio para
que los primeros informes del día le rasquetearan la pereza. El locutor la puso
al tanto de los índices de desocupación, las marchas de protesta, el
vaciamiento de los hospitales públicos, el aumento de impuestos, los
enriquecimientos ilícitos, el actual periplo de la presidente con su corte de
funcionarios. Decidió que, desde mañana, sintonizaría una FM con música para
despertarse, porque después de todo: ¿qué ganaba con mortificarse ante una
realidad que no podía cambiar? Como decía su jefe: algunos formaban parte de
las noticias y otros las hacían. Estiró brazos, tronco y piernas. Apartó la
ropa de cama, se puso las chinelas y, todavía aletargada, caminó hacia el baño.
Cuando el agua de la ducha repiqueteó en su piel, recuperó la conciencia de su
cuerpo. Salió envuelta en una toalla. En el dormitorio se secó la cabeza y sin
vestirse todavía, marchó a la cocina para desayunar. Una buena taza de café con
poca leche y dos tostadas untadas con manteca y mermelada. Comió con fruición.
Dejó el pocillo en la pileta y volvió al dormitorio para cambiarse. Eran las
siete y treinta de la mañana de un día lunes. Como anunciaban tiempo fresco,
eligió un trajecito de mangas largas. Lo completó con una remera de mangas
cortas por si fallaba el pronóstico. Hoy estaba de expedición. Así calificaba
Telma a los días ajetreados. Desde las ocho y cuarto y hasta las diecisiete
horas trabajaba en una oficina. A las diecisiete y treinta se reuniría en un
bar con Julia y Ernesto para completar la tarea de inglés (y tomarse un
cafecito, desde luego). A las dieciocho y treinta tendría la clase de idioma. A
las veinte horas trotaría hasta el centro para comprar el regalo de Silvia. Y a
las veintiuna horas graciasadiós
estaría confortablemente instalada en la confortable silla de la confortable parrilla
donde se celebraría el cumpleaños. Hablando de confort… optó por un par de
sandalias cómodas de taco mediano. Era el calzado más práctico que tenía. Los
tacones bajos y las zapatillas no cuadraban con su escaso estilo deportivo y
con su aspiración de ser “secretaria ejecutiva”. Hacia este proyecto estaban
dirigidos todos los cursos y jornadas, y la disposición de una buena parte de
su tiempo libre en horas extras que esperaba le fueran reconocidas en el
futuro. Se pintó los labios, se acomodó el pelo y llamó a un taxi por teléfono.
Bajó enseguida. Antes de trasponer la puerta del palier vio al coche de la
compañía. Cruzó la calle y el taxista le abrió la puerta desde adentro.
Charlaron amigablemente y le indicó que la dejara a dos cuadras de su lugar de
trabajo. Aún era temprano y podría caminar pausadamente mientras fumaba el
único cigarrillo de la mañana. Le pidió el ticket para poder recuperar el costo
del viaje y cruzó la plaza aspirando el humo con deleite. A las ocho y doce
minutos el semáforo de la esquina le franqueó el paso hacia el inmueble adonde
estaba instalada la empresa que la contrataba. A las ocho y trece minutos no
pudo encontrar el edificio. Observó el lugar en el que tendría que estar su
oficina. Había un tapial deteriorado que aparentemente ocultaba un terreno.
Caminó hacia la casa lindante para verificar la numeración. Y ¡sí!, era la
correcta: mil doscientos cincuenta y siete. Fue hasta la esquina para confirmar
el nombre de la calle. El letrero ratificaba: ‘Santa Fe’. Habiendo comprobado
estos datos concluyó que, pese a la familiaridad de la casa de al lado, ella
debía trabajar en la cuadra siguiente. Preocupada por lo ajustado de la hora
caminó aprisa. Buscó el mil ciento cincuenta y tres de la calle Santa Fe. “¡Pero
si aquí trabaja mi prima!”, pensó Telma. Volvió sobre sus pasos, rebasó el
terreno y esta vez llegó al mil trescientos cincuenta y tres de la misma calle.
Allí estaba el quiosco adonde siempre compraba cigarrillos. Angustiada, decidió
confiar su aturdimiento a la dueña del negocio. Con el correr de los años
habían establecido una afable relación. Abrió la puerta y lo primero que la
golpeó fue la expresión en los ojos de la mujer: amable actitud de vendedora
hacia posible cliente.
—¡Rosa!...
—exclamó Telma.
La
mirada de la mujer se tornó cuidadosa.
—¿La
conozco de algún lado? —preguntó.
—¡Soy
Telma! —le dijo con un gesto incrédulo.
—Lo
siento. Seguramente es nueva por aquí y por eso no la reconozco.
—¿Nueva?
¡Hace veinte años que trabajo en la misma empresa y diez que soy tu cliente!
—No,
está confundida. Yo es la primera vez que la veo —dijo. Y sus ojos no lo
desmentían.
Telma
se negaba a creer en lo que escuchaba. Un intento de protesta murió ante la
frialdad de Rosa. Salió del negocio y cerró la puerta. Sus dedos se demoraron
en el picaporte. “¿Adonde iré?”, se preguntó.
“¡A ver a Lidia!”, se respondió esperanzada. Por lo menos el edificio
donde trabajaba su prima seguía en el mismo lugar. El terreno vacío era una
burla obscena que aceleró sus pasos. Sin aliento, subió los escalones hasta la
puerta de ingreso. Pensó que debía tener un aspecto extraño por las miradas que
la asediaban. Esperó impacientemente el ascensor y entró antes de que la puerta
terminara de abrirse. Marcó el piso doce. En el trayecto, se miró en el espejo.
¿Esa mujer pálida y conmocionada era ella? ¿Qué paradoja la restituyó al
olvidado cosmos de la inseguridad? Se volvió dejando la inquietante imagen
acechando a su espalda. El elevador se detuvo. Salió con el mismo impulso con el
que había entrado. ‘Romano & Asociados’ funcionaba en la primera oficina a
la izquierda del ascensor. Abrió la puerta. Lidia estaba en su escritorio.
Reanimada, se inclinó sobre el mostrador y sin esperar a ser atendida, la
llamó:
—¡Lidia!...
Su
prima se volvió. El alivio inicial tropezó contra una máscara de Lidia que
nunca había advertido.
—¿A
mí me busca…?
¡También
la trataba de usted! Un usted impersonal, distanciador. Telma, que no quería
ser desconocida delante de los otros empleados, le preguntó:
—¿No
podríamos hablar a solas, en alguna parte, sólo por un momento?
Su
prima, o quien fuera, se dirigió renuentemente hacia el extremo derecho del
mostrador. Intuyendo que no tendría otra oportunidad, Telma la interpeló:
—¿Tu
nombre es Lidia Ramírez?
—Sí —le
respondió la nombrada con sequedad.
—¿Y
tu madre se llama Lucía López?
Le
contestó con otra pregunta:
—¿A
qué viene este interrogatorio?
—A
que si sos hija de Lucía López, yo soy hija de Antonia López su hermana, y vos
y yo somos primas.
—Soy
Lidia Ramírez y mi madre Lucía López. Pero mi tía Antonia no tiene hijas
mujeres —le espetó con irritación—. No comprendo esta burla. ¡Es mejor que se
retire antes de que llame al personal de seguridad! —terminó mientras volvía a
su mesa.
Telma
no dudaba de la seriedad de su amenaza. Retrocedió sin dejar de mirarla
mientras se preguntaba con quien había hablado realmente.
Llegó
a la calle sin guardar conciencia de sus movimientos. Una súbita agorafobia la
impulsó a hacer señas a un taxi. Cerró la puerta del coche aislándose del
hostil exterior. Dio las señas de la casa de su madre. Sin esperar el vuelto,
bajó del auto y se precipitó hacia la puerta donde vivía su progenitora. Tocó
el timbre y aguardó expectante la presencia consoladora. Escuchó deslizarse la
mirilla y sonrió al observador invisible.
—¿Quién
es? —preguntó una voz distorsionada por el micrófono, pero innegablemente
propiedad de su madre.
—¡Telma,
mamá! —contestó con impaciencia.
—¿Quién?
—¡Telma!
—gritó, renegando de la gente terca que rechaza los audífonos.
—Debe
estar confundida. No conozco a ninguna Telma.
—¡Por
favor, mamá…, abrime que no estoy para bromas! —casi sollozó.
Volvió
a escuchar el ruido metálico. La rejilla se había cerrado. Los pasos se
alejaron y con ellos la esperanza. Trastornada, golpeó la puerta con violencia,
pulsó el llamador largamente, gritó su frustración. Se alejó instintivamente
cuando escuchó una sirena. Al llegar a la esquina se volvió, para descubrir que
un móvil de la policía estaba estacionando frente a la casa de su madre. Un
borroso presentimiento la empujó detrás de un árbol viejo y desgajado. Desde
ese punto vio a un agente tocar el timbre y a su ¿madre...? salir
inmediatamente. Los gestos eran elocuentes. Fundida con el tronco esperó a que
desapareciera el auto policial. Tras un largo rato volvió a asomarse. Sólo
algunos transeúntes caminando por la calle. Tomó otro taxi: “Córdoba y
Paraguay”, indicó. Ahora se dirigía a la casa de Andrea, compañera de trabajo y
de sección. Antes de visitarla debía tranquilizarse. Además descubrió que lo que
más deseaba en medio de este embrollo, era un café bien caliente. Entró a un
pequeño bar de la esquina, eligió una mesa alejada de las ventanas (como si
tuviera que esconderse) y ordenó el café. Cuando abrió su cartera para pagar,
se percató que en el organizador interior no se asomaba el plástico violeta que
forraba su documento de identidad. Revisó con minuciosidad todos los
compartimentos e inventarió cosméticos, lapiceras, clips, pinza de depilar,
lima de uñas, gafas de sol, un frasco de perfume y varios billetes grandes. (“Ay,
nena, siempre con tanta plata encima… alguna vez te vas a llevar un disgusto”).
Esa era su verdadera madre. Pero
ahora era un alivio poseerlos ante la desaparición (¿porqué desaparición, y no
olvido o extravío?) de sus documentos personales, sus tarjetas de crédito, su
agenda electrónica, su celular y sus llaves. Cerró la cartera y salió a la
calle. Andrea vivía por Paraguay. Buscó el séptimo “A” en el portero eléctrico,
apretó el botón y esperó. Después de un tiempo prudencial, lo volvió a pulsar.
Vio a la portera lustrando la baranda de bronce de la escalera y golpeó el
vidrio para llamar su atención. La mujer se acercó y abrió la puerta (este
sería el gesto más amistoso que recordaría de ese día).
—Buen
día —la saludó.
La
portera hizo un movimiento con la cabeza.
—¿No
sabe si las propietarias del séptimo “A” han salido? —preguntó con ilusión.
—¿Salido?
Hace tiempo que ese departamento está desocupado.
—¿No
viven ahí la señora de Meyer y su hija Andrea? —insistió.
—Señorita,
le dije que está desocupado —reiteró la mujer con paciencia.
—¿Este
es el edificio Torre II de Paraguay 866? —perseveró en el interrogatorio.
—Así
es. Y si busca aquí a esa señora y su hija, le dieron mal la dirección —dijo
con tono concluyente y cerró la puerta.
Telma
sacudió la cabeza con una mueca de desconcierto. Sin su agenda le sería
imposible ubicar a Julia y Ernesto antes de la reunión de la tarde. Pero sí
podría llegarse hasta el domicilio de Silvia. Vivía a tres cuadras de donde
estaba. Caminó con menos expectativa que en los primeros intentos. Y aún menos
se asombró cuando una desconocida le aseguró que hacía tiempo que vivía allí y
no había oído nombrar ni a Silvia ni a su familia. A las siete de la tarde
seguía sola en el bar. A las ocho había perdido el deseo de experimentar más
fracasos. Se negó a ir al Instituto de Inglés, donde ya sabía que no estaba
matriculada, y a una parrilla en la cual no se celebraría ningún cumpleaños.
¡Basta de búsquedas por hoy!
Miró
el puñado de billetes que le quedaban. Debía encontrar un lugar para dormir.
“Esta noche un hotel, pero mañana me pongo a buscar una pensión”, se dijo con
prudencia. A ese dinero tendría que estirarlo hasta conseguir otro empleo.
El
Hotel de La Cortada
era económico y aseado. Tuvo que pagar por adelantado porque no traía equipaje.
A las nueve de la noche estaba refugiada entre sábanas limpias. No había ningún
radio reloj sobre la mesa de luz. No le importó. Ya formaba parte de las
noticias que otros cambiarían por música a la mañana siguiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario