—¡Guille,
terminamos! —voceó Samanta.
El gurka se
asomó y apagó la computadora. Antes de salir, nos preguntó: —¿quieren empezar
el paseo ahora?
—¡Dale! —Contestó
su hermana—. Nos ponemos la malla, preparo el equipo de mate y te avisamos.
Él asintió y
salió con su portátil. Ya que estaba lista, aproveché para llamar a mamá y
luego bajé a reunirme con Sami. Entre las dos acomodamos el termo y el equipo
en una canasta y agregamos unas galletitas. Guille nos esperaba al lado del
auto.
—Para hoy
les tengo preparada una ascensión al Filo serrano y una visita al Mirador del
Sol —dijo imbuido en su rol de guía—. Vayan a buscar alguna campera que
subiremos a más de dos mil metros. Al balneario iremos por la tarde,
considerando la castigada dermis de Martina.
—¡Gracias,
Guille! Tus cuidados son apreciados —entoné burlona.
—Por
insolente, te sentencio a un viaje en tirolesa —declaró.
Me largué a
reír: —¿Qué querés decir?
Sami
intervino: —¡Canopy! ¡Sí, Marti! ¡Es emocionante!
Yo seguía
sin entender. Guillermo me explicó con voz truculenta: —Vas a volar como los
pájaros entre los abismos serranos —después, con placidez—: Te va a gustar.
—Todavía no
lo capto —insistí.
—Es un
sistema de cables extendido entre la sierra y el valle. Vas asegurada a un
arnés con poleas. No tenés más que distenderte y disfrutar —aseguró.
—Le vas a
ahorrar trabajo a Darren —dijo Sami entusiasmada—. ¡Desde que llegamos quiero
ir!
—Los
abrigos… —recordó Guille con paciencia.
Obedecimos
como boy scout.
—Bueno,
niñas —dispuso a nuestro regreso—, partamos. ¡Y no quiero discusiones por la
ubicación! Vos, Marti —indicó—, adelante conmigo. Vos, Sami, atrás como
corresponde a una hermana incondicional.
Abrió ambas
puertas y las cerró después de que obedecimos su mandato. Antes de arrancar, me
miró con una sonrisa satisfecha. Me reí; estaba contenta y excitada con la
aventura que había propuesto. Mis salidas tenían tan poco de emocionante como
subir a un autobús que me acercara al centro o a la orilla del río para cruzar
a la isla. Guille conducía con pericia por el sinuoso camino de cornisa y Sami
y yo intercambiábamos impresiones sobre el paisaje despertando a veces la risa
del piloto. Pasamos El Mirador del Sol hasta llegar al del Filo Serrano. Antes
de bajar nos pusimos los abrigos. El viento soplaba con fuerza y el sol no
lograba calentar el ambiente. La vista era espectacular. A nuestros pies se
extendía el valle del Conlara, emplazamiento de la villa de Merlo, verde como
una esmeralda guarecida por las ondulantes sierras. Guillermo descubrió que, en
ese día tan límpido, se podían observar los embalses del valle cordobés de
Calamuchita. Centrado entre las dos, nos pasó el brazo por los hombros y nos
giró hasta que ubicamos el punto al que se refería. Permanecimos en silencio,
admirando el majestuoso horizonte. Tenía que compartir mis sensaciones. Me
volví hacia Sami. Tenía la cabeza apoyada en el pecho de su hermano y la mirada
perdida en el espacio. El gurka capturó mis ojos con la muda elocuencia de sus
pupilas. Se apropió de mi deslumbramiento y me perturbó con el reclamo que
revelaban sus facciones. Hice un gesto negativo involuntario, como si me
hubiese confesado ese anhelo que ardía en la profundidad de su mirada. Me
enderecé y ya ni siquiera la belleza del entorno apaciguó mi inquietud. Me
despegué de su flanco sin brusquedad y me alejé hacia otra perspectiva.
—¡Marti!
—Samanta se me colgó del brazo—.¿Vamos ya para el Mirador del Sol? Así hacemos
canopy y pasamos unas horas en el balneario.
—Vamos
—contesté sin mucho entusiasmo.
Cuando
subimos al auto le pregunté a Guille: —¿Por qué al Mirador del Sol? Aquí
también hay tirolesa.
—Porque la
otra es la más larga de San Luis —me explicó—. El recorrido se hace entre cinco
y seis minutos. Te va a parecer poco cuando pegues la vuelta.
Lo miré con
un poco de desconfianza. Se largó a reír y me ofreció servicial: —Si no te
animás a ir sola, puedo cargarte sobre mis rodillas.
Mi gesto
desafiante incrementó su diversión. Samanta intervino: —A ver si siguen la
polémica mientras viajamos, a este paso no llegaremos al mirador ni al
balneario.
Me di vuelta
y estiré el brazo para hacerle cosquillas. Se atajó con una risa sofocada
mientras su hermano ponía el coche en marcha. El recorrido fue corto y, después
de estacionar, caminamos hacia la plataforma de despegue. Esperamos turno para
el primer lanzamiento que, insistimos Sami y yo, hiciera Guille. Escuchamos con
atención las recomendaciones que le hacían Roberto y Manuel, los lugareños que
administraban la tirolesa, y lo vimos despegar raudo hacia el valle. Antes de
convertirse en un puntito a la distancia, soltó las sogas y estiró brazos y
piernas en forma ostentosa.
—¡Se dejó ir
el loco! —alabó Roberto con su tonito característico.
A mí el
corazón se me había detenido cuando lo ví abrir los brazos, creyendo que se iba
a precipitar al vacío. Después del susto, me enojé. ¡No tenía derecho a
alarmarnos! En realidad, me dije después de observar a Sami festejando con el
dúo, la que se preocupó fui yo. Diez minutos después el gurka estaba de vuelta.
—¿Quién me
sigue? —dijo después de desprenderse del arnés.
Un grupo de
curiosos se había acercado a la base de salida. Dos muchachos jóvenes se
arrimaron a Guillermo.
—¿El doctor
Moore? —preguntó uno con expresión exaltada.
Guille lo
miró con tranquilidad.
—¡Estuve
presente en la conferencia que dio en Rosario! —dijo el joven estirándole la
mano.
El gurka se
la estrechó: —Bueno, me alegro. Ahora me tengo que dedicar a mis acompañantes
—le aclaró con una sonrisa y se volvió hacia nosotras—. ¿Ya decidieron?
El chico que
lo había abordado cambió unas palabras con su acompañante y se quedaron en el
sitio.
—Marti,
¿irías primero? —dijo Samanta con voz quejumbrosa, intentando postergar su
despegue.
Me mandaba
al frente, igual que en la escuela secundaria. Guille me miraba con una sonrisa
provocadora, lo que espoleó mi decisión.
—Está bien,
promotora de chifladuras —acepté—. Que conste que me arriesgo para que vos
cumplas tu sueño.
Me acerqué a
Roberto y Manuel. El primero me ayudó a colocar el arnés y lo ajustó a mi
cintura; el segundo me estiró un casco.
—¿Por qué lo
tengo que usar? A él no se lo dieron —dije señalando al gurka.
—No lo quiso
—aclaró Manuel—, pero nos recomendó que salieras con el casco.
—Yo tampoco
lo quiero —me empeciné—. Se me va a aplastar el pelo.
—Es tu
primera experiencia, mamacita. El loco tiene calle —terció Roberto al tiempo
que enganchaba el cable al arnés.
—Esto es
seguro, ¿no? —inquirí.
—Totalmente
—se ufanó el lugareño.
—Entonces no
quiero el casco —lo volví a rechazar.
Guille se
acercó al ver la cara de indecisión de Manuel.
—No lo
quiere, macho —le informó el hombre.
—Marti, si
no te colocás el casco no salís —me amenazó el hermano de Sami.
—¿Ah, sí? Ya
soy mayorcita para decidir por mí misma, amiguito —le solté—. Ahora díganme qué
debo hacer —me dirigí a los muchachos haciendo caso omiso de la contrariedad
del gurka.
Roberto
reaccionó ante el gesto perentorio de Guille como si estuviera esperando la
orden: —Bueno, linda. Sentate sobre el arnés y aflojate. Yo te sostengo.
Agarrate de las cintas, te voy a correr un poquito al borde —me instruyó
mientras me desplazaba hasta dejarme con las piernas colgando sobre el abismo.
Deslicé la
vista sobre la serpentina que dibujaba la ruta circundando las sierras y el
verde promontorio de la selva a mis pies. Me aferré a las cintas, inhalé hasta
llenar de aire mis pulmones y me decidí: —¡Soltame!
4 comentarios:
Gracias me encantan sus novelas saludos desde Houston,tx
Muchas gracias. Un placer tenerte como lectora. Abrazos.
Esperando su proximo capituño
Querida carmen estamos con ancias de leer su proximo capitulo creame que checo todos los dias esperando su capitulo gracias
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