Samanta
y Darren estaban sentados a la mesa instalada en la galería. Las pupilas del
colorado tenía un dejo de leve compasión, indicio de que Sami no había
resistido la tentación de referirle mi crisis. Por efecto transitivo, supuse
que Guille también estaría enterado. Sus ojos inquisitivos me lo confirmaron.
Tal vez la mirada de los hombres me confortó o, posiblemente, me resistí a interpretar
el rol de víctima, por lo que probé y elogié cada una de las porciones que el
gurka me ofreció de la fuente. Entretuvimos a los muchachos con el relato de
nuestro día en Pasos Malos y Sami le pidió a Darren que bajara las fotos en su
computadora, pedido que satisfizo al término de la comida. Nos reunimos
alrededor de su escritorio para apreciarlas; los paisajes captados en las
instantáneas eran bellos pero no transmitían el encanto que nos había colmado
al descubrirlos en el sinuoso recorrido. Después estaban las fotografías que
Sami y yo nos sacamos mutuamente y aquellas que nos tomaron los chicos. Ante
una se detuvieron los varones, un retrato de nuestros rostros salpicados por el
rocío de la cascada e iluminados por el espectro del arco iris. El embeleso
resplandecía en nuestros ojos y bocas dotando de vida a la imagen congelada en
la pantalla. ¡Bien por Rolfi o Pedro cualquiera
haya sido! aplaudí.
—¡Están
preciosas! —declaró Darren atrayendo a Sami sobre sus rodillas. Después,
murmuró—: Y nosotros tenemos la suerte de contar con los originales…
¿Nosotros? Desvié la vista hacia
Guillermo acechando su reacción ante el comentario que lo involucraba, pero
estaba absorto en la contemplación de la foto. Mientras Samanta reía abrazada
al colorado, él examinaba el retrato con grave concentración. Me pregunté qué
estaría pensando ahora que yo era una mujer disponible. Este interrogante me
inquietó, pues contenía la posibilidad de una eventual aceptación. ¡Es el hermanito menor de mi amiga!
gritó mi superego horrorizado. Revisté la silueta del gurka a la pálida luz del
estudio y admití que coincidía poco con la definición de hermanito menor.
—Si
no se enojan, los abandono —dije—. Estoy cansada.
Guille
pareció resucitar al sonido de mi voz. Se acercó y tomó una de mis manos entre
las suyas: —¿Podrás madrugar mañana? —inquirió con gentileza.
—Sí
—asentí turbada—. ¿Adónde iremos? —indagué, liberando mi extremidad.
—A
visitar una mina abandonada y una gruta milenaria —sonrió—. ¿Querés más
detalles?
—Mañana
—especifiqué—, ahora me voy a dormir. ¿A qué hora saldremos?
—A
las ocho, y desayunaremos por el camino así no tienen que levantarse tan
temprano. ¿Querés que te despierte? —preguntó solícito.
Miré
con recelo su rostro impasible: —No hace falta. Pondré un recordatorio —me
volví hacia los dueños de casa que seguían mirando las fotografías y le di un
beso a Sami. Me abrazó y me dijo en voz baja: —No se te ocurra llorar a solas,
¿eh?
Me
largué a reír. Por cierto que ya había pasado mi momento de debilidad: —Tengo
pensado dormir hasta que suene la alarma del celu —aseguré.
∞ ∞
Me
desperté a las siete y preparé el bolso para la excursión. Dudé en ponerme la
malla porque nubes oscuras cubrían la mayor parte del firmamento. Finalmente me
arriesgué porque, ¿acaso no tenía Merlo un microclima especial? Antes de las
ocho estaba abajo y la única persona a la vista era Samanta.
—¡Buen
día, Marti! ¿Dormiste bien?
—Como
un lirón. ¿Darren se fue?
—Sí.
Tiene pensado avanzar en el trabajo para tomarse el día mañana. ¡Será el primer
día entero que me dedique desde que estamos aquí! —dijo radiante. Después,
recordando mi infortunio—: ¿Cómo anda tu ánimo?
—Mejor
que ayer —reconocí—. No todos los días la abandonan a una.
—¡Estate
segura de que será para mejor! —pronosticó en medio de un abrazo.
Así
hermanadas nos sorprendió Guille.
—Lindo
cuadro mañanero —alabó—. ¿Están listas para salir?
Nos
separamos riendo y lo seguimos acarreando nuestros bolsos. Sami se acomodó en
el asiento trasero y yo al lado del conductor sin que mediara orden del gurka.
Antes de partir le pregunté: —¿Llevás tu notebook?
—Sí.
Pero si querés conectarte con tu mamá y con India podés hacerlo desde la
pantalla de comando del auto.
Lo
miré agradecida porque a ese efecto iba dirigido mi interés. Antes de volverse
hacia el frente, manifestó: —Ahora prestá atención a mis instrucciones porque
después del desayuno vas a conducir vos.
—¿Me
dejarás manejar? —me sorprendí.
—Si
querés —sonrió.
¡Claro
que quería! Escuché sus indicaciones con absoluta concentración; no estaba
dispuesta a desmentir mis dotes de piloto. El parador, adonde Guillermo nos
anticipó los pormenores de la excursión, quedaba a quince minutos del centro.
—Vamos
a conocer el pueblo minero de La
Carolina hoy escasamente poblado. Haremos una excursión por
la mina de oro abandonada, conoceremos la casa natal de Lafinur, tío bisabuelo
de Borges y, por último, la gruta de Inti Huasi.
—¿Cuán
lejos están? —preguntó Sami.
—Cerca
de doscientos kilómetros —respondió su hermano—. Viajaremos por el camino
asfaltado. Primera parada: La
Carolina.
A
las nueve me puse al volante del Mercedes. Después de ajustarme el cinturón, le
eché un vistazo a su dueño. Me guiñó el ojo con una sonrisa confiada y entonces
arranqué. Puse todos mis sentidos en el manejo de la estupenda camioneta que se
deslizaba sobre el pavimento como si flotara. Estar sentada en el asiento del
conductor, delante del tablero iluminado y el completo GPS me hacía sentir como
el comandante de una aeronave. Aceleré de más cuando adquirí confianza y
aprecié la templanza de Guille que se abstuvo de intervenir para que retomara
una velocidad prudente. Hice mi entrada triunfal en el casco de la antigua
ciudad minera y estacioné en las cercanías del restaurante que me indicó. Me
liberé del cinturón y miré primero hacia el asiento trasero. Sami hizo la
pantomima de estar al borde de la histeria. Riendo, me volví hacia Guillermo:
—Creí que te verías pálido como un espectro —observé.
—No
sé por qué. Confiaba en vos.
—Mmm…
No es lo que dicen los hombres cuando le ceden su auto a una mujer —afirmé.
—Es
la primera vez que me reconocés como hombre, ¿te diste cuenta? —dijo sugerente.
No
caí en la trampa. Evadí la respuesta e insistí: —Nunca me habías visto manejar.
—No.
Pero aparte de vos, confiaba en mi auto —expuso con suficiencia.
—¡Ah…!
¿Tan fantástico es?
—Está
programado para detectar la inminencia de un choque. En tal caso, se accionan
las bolsas de aire y se posicionan los asientos a modo de aviso para el
conductor temerario —curvó los labios en una sonrisa guasona.
Remedé
su gesto y le sostuve la mirada hasta advertir que sus ojos adquirían esa
profundidad de mar turbulento que me aturdía.
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