lunes, 5 de enero de 2009

LAS CARTAS DE SARA - V

Querida Nina: Estoy desvelada. Acabo de llegar de una reunión y es demasiado tarde para saciar mi curiosidad. Todos duermen en la casa. Vos sabés que soy poco observadora, así que no te vas a extrañar que recién al finalizar el encuentro haya caído en la cuenta, por repetición y asociación, de que casi todos los presentes ostentaban el mismo símbolo, ya sea en un anillo, un colgante, un prendedor, un tatuaje o un distintivo. Está formado por dos triángulos, uno negro y otro blanco superpuestos en forma invertida sobre un anillo irisado. El triángulo negro siempre apunta hacia abajo. Esta minuciosa descripción es fruto de mi despierta conciencia al reparar en el objeto –que estaba mirando por enésima vez- colgado del cuello de Carolina. Jorge, un médico residente, me trajo a la vuelta, y no quise preguntarle nada porque se había puesto bastante pesado al encontrarnos a solas. No veía la hora de llegar para no contestar agresivamente a sus insinuaciones. ¿Será mi destino despertar sólo bajos instintos? En fin, como hace poco que estoy, enfrié su ardor con mi silencio y me bajé del auto lo más rápido que pude. Te cuento de la fiesta. Estaba convocada para festejar el cumpleaños del Dr. Fernández, el médico más veterano del hospital. Es para mí el típico médico de cabecera: amigable, pausado, siempre bien dispuesto. Y muy reconocido de mi labor. Aunque no lo creas, en este nido de profesionales soy una persona muy valorada por animarme a lidiar con una tarea que necesitan y rechazan: el orden administrativo. Para ellos es tan misterioso como para mí lo es el diagnóstico de una enfermedad. Como es una clínica mediana, no me resultó difícil sistematizar ficheros y comprobantes, y respetando esta organización, te confieso que pronto me sobrará tiempo. Estoy decidida a discutir esta posibilidad con Max, pues desearía dedicar estos momentos a cualquier actividad productiva. Espero que el premio a la eficiencia no conduzca a una rebaja de horas y sueldo (esto último corre por cuenta de Sara La Desconfiada). De cualquier forma, no andar detrás de sus papeles les deja momentos para asomarse por mi oficina entre paciente y paciente. Mientras acomodo comprobantes, charlamos de distintos temas. Con los médicos más jóvenes me tuteo, salvo con Max y el Dr. Fernández. Carolina me participó de la fiesta y me dijo que pasaría a buscarme a las nueve de la noche. Me aclaró que habría comida y bebida. Cuando llegué a mi habitación no me llevó tiempo elegir atuendo. Descolgué la solera roja (estaba impecable), busqué los zapatos y la cartera al tono, y un abrigo liviano. A continuación le avisé a Mercedes que esa noche no cenaría en la casa y me bañé. En el interín aparecieron Analía y Daniel. La primera, para averiguar adonde iría y curiosear mi guardarropas. (Estamos intimando, como verás). Insistió en que dejara mi pelo “suelto y natural”; “como salido de la ducha”. Daniel me miraba con el deslumbramiento inocente de los hombres incipientes (sé que se jacta de mi compañía ante sus amiguitos) y se fue contento porque le prometí que iríamos el domingo a ver la ‘última de terror’. Carolina llegó puntual. Estaba muy linda con su vestido blanco. Pero no hubo intercambio de elogios. Me escuchó neutramente y puso el auto en marcha. ¡Pero vayamos al festejo! Se hizo en el patio cubierto de la confitería. Espacioso, con muchas plantas. Una mesa al costado con bocaditos y sándwiches, otras dos con vasos y bebidas, sillas dispersas. Bajo una arcada con luces, Jorge (el médico que te mencioné antes) y Javier (otro médico) se ocupaban del equipo de sonido. Las miradas convergieron sobre nosotras cuando entramos. Viendo caras familiares me olvidé del pequeño desaire y saludé con un beso al Dr. Fernández. Se lo veía muy sonriente. Benito, un enfermero con el que habitualmente converso, reclamó su beso y se lo di al tiempo que le agradecía un trago de frutas. Juanita, con un llamativo vestido brilloso, agitó su mano desde lejos mientras acomodaba la mesa de comestibles. Había varios grupitos de médicos, enfermeros y secretarias, que fui recorriendo y saludando. Me sobresalté y me puse colorada (¡me vi en el espejo!) cuando me topé con Max que estaba casi a mi lado. Me salió un saludo atropellado y desvié la mirada de sus ojos tan inquisitivos como una tonta adolescente (o como temiendo que sorprendiera mi recién descubierto interés por ubicarlo entre la gente). Seguí mi camino y no recuerdo que me respondió. Este incidente me hizo reflexionar acerca del oculto deseo de ver a mi jefe en otro ámbito que no fuera el de trabajo. Te aclaro que no me quita el sueño, que no vivo pensando en él, que en la clínica me lo cruzo como a cualquier otro, que me dirige la palabra menos que a otros y que sin duda yo deseaba comprobar como reaccionaría al verme con ojos de fiesta. Creo que tenía la perversa ambición de hacerle perder la compostura. Y la que la perdió, fui yo. Pero no te desalientes, amiga mía, porque me repuse, seguí alternando, comí, bebí, y especialmente bailé toda la noche. Hasta –casi- con Max. Al final de la reunión, cuando hasta el sueño se quería ir a dormir, pusieron unos temas lentos como para ir parando la música sin estridencias. Acepté la invitación más inofensiva de entre los poco sobrios aspirantes: la del doctor Fernández. Bailábamos en un silencio amable cuando de pronto, con un giro, atajó a una pareja, me soltó y siguió bailando con la mujer. Eran Max y Carolina y, por un instante, mi mirada se atrevió a escrutar los ojos del hombre que esperaba por mí. Por un instante. Porque me provocó un extraño anhelo. Cuando nos acercamos para continuar la danza: fin de la música. Ese breve momento embarazoso me suscitó una espontánea risa que distendió también los labios de Max en una leve sonrisa. Me escoltó fuera de la pista y todos comenzamos a despedirnos. El resto ya lo sabés. Creo que el próximo fin de semana te iré a visitar. Te confirmaré la fecha. Espero encontrar adelantado el telar que mencionaste por teléfono. Un beso enorme de tu amiga, Sara
Nina no habló inmediatamente. Sostuvo la carta en la mano y la instó a su madre:
-¿Hay algo en este relato que te llame la atención?
-Bueno, fue víctima de un asedio, si te referís a eso.
-¿Otra situación que se salga de lo común…? –dijo la hija con impaciencia.
-¿Que se está enamorando del doctor…? –aventuró Rosa.
-Ma, eso forma parte de la vida cotidiana. ¿No hay un detalle inusual? –insistió la joven.
La madre hizo un esfuerzo por recordar la narración. Su rostro se iluminó:
-¡Claro! La mención al adorno que llevaban todos. ¿Te parece significativo?
-¿A vos no te llamaría la atención que todas tus amigas y amigos llevaran aros de argollas?
-¡Nena! Los hombres con aros de argollas…
-Aros, colgantes, prendedores, da lo mismo. Pero todos ostentando las mismas argollas…
-Sí –dijo Rosa.- Sería llamativo, al menos.
-Y si vos no las llevás, ¿no preguntarías el porqué de esa peculiaridad? – indagó su hija.
-Sí. Quisiera saberlo. ¿Y por qué Sara no lo aclaró?
Nina echó una ojeada a la carta. La acomodó en la carpeta y le contestó a la mujer:
-Porque su acompañante se había puesto pesado y no veía la hora de perderlo de vista –su rostro se ensombreció.- En cartas posteriores da más detalles de ese símbolo. ¿Por qué no habré puesto la misma atención en ese momento? Hubiera ido a buscarla antes.
-Dejá el famoso complejo de culpa a un lado y concentrate en el presente –Rosa miró el reloj apoyado en la mesa de luz:- ¡Son las dos de la mañana! –Luego, con afecto no exento de firmeza:- Vamos a dormir, hijita. Para interpretar lo que sigue, creo que nos conviene estar descansadas. Seré otro par de orejas y te ayudaré a preparar la valija. Pero mañana. Prometeme que te acostarás.
Nina inhaló y exhaló con hondura. La ansiedad la impulsaba a releer todas las cartas esa misma noche, pero comprendió que su madre tenía razón. Vería las cosas con más claridad en la mañana. Le contestó:
-Te lo prometo. Y alcanzame una de esas píldoras que tomás para dormir. La voy a necesitar.