domingo, 7 de octubre de 2012

LAS CARTAS DE SARA — XX



Sara salió de la casa acompañada por los integrantes de la familia Biani que deseaban conocer a sus amigos. Después de los saludos, le aclaró a Mercedes que no se quedaría a dormir. La mujer no le hizo ninguna pregunta, pero Daniel se mostró inquieto:
—¿No vas a vivir más aquí, Sara?
—Claro que sí. Será por esta noche nomás —le contestó con dulzura.
—¿Y adónde te vas?
—¡Daniel, no seas descortés! —regañó su madre.
La muchacha observó que a pesar del reto la familia estaba pendiente de su respuesta.
—Me voy con el doctor Moreno —dijo con llaneza.
—Entonces —dijo Francisco actualizando un antiguo pedido de Max— cuídela mucho —y le estiró su puño cerrado.
Max asintió y chocó sus nudillos contra los del adolescente. Se despidió de los demás y poco después dejaba a Nina y Dante delante de su hotel.
Sara entró al departamento del médico que lucía impecable y ordenado.
—¡Cielos, Max! Ni yo podría mantener una casa tan resplandeciente como ésta —dijo sonriente.
—No es mérito mío, querida —deslizó el apelativo cariñoso con naturalidad— sino de nuestra inefable Juanita que limpia sobre lo limpio. Pero lo más encomiable es su preocupación por dejarme el freezer repleto —la tomó de la mano y la llevó hasta la cocina.
Sara, apoyada contra la barra, lo vio abrir la heladera, observar su contenido y decidirse por una bandeja con costeletitas de cerdo y un paquete de vegetales variados. Los procesó en el microondas y los acomodó en una fuente que llevó al horno. Ella postergó las explicaciones y Max no la apremió. Disfrutaban de ese pequeño módulo de convivencia que mantenía a raya los espectros que atormentaban a Sara. Lo ayudó a tender la mesa y saborearon el plato que Max había preparado en su honor. Moreno se deleitaba con la presencia de la joven en su casa aunque por momentos los interrogantes empañaran ese bienestar. ¿Qué imágenes perturbaban el ánimo de la muchacha? La confidencia de Nina regresó sin anuncio a su conciencia. No, se dijo. Él hubiera notado que Sara estaba bajo los efectos de estupefacientes. ¿Y qué clase de amiga era Nina? No estaba seguro de las intenciones de su revelación, como si bajo esa aparente preocupación se escondiera un intento de menoscabar la integridad de Sara. Había demasiadas incógnitas que develar antes de rendirse al anhelo creciente de tenerla entre sus brazos. Terminaron de cenar en una atmósfera de comodidad que prolongaron tomando café en la sala de estar. Max acarició con la vista las delicadas facciones de la chica que, reclinada sobre el sillón, parecía estar contemplando algún paisaje interior al cual él no tenía acceso. Los pensamientos de Sara eran turbulentos y lamentó no poder penetrar en la mente del médico para conocer qué ocultaba tras el serio semblante. Sabía que Max estaba esperando que aclarara las circunstancias de su accidente y el inexplicado pedido de alojarse en las afueras del pueblo. Emergió de su abstracción para encontrar los ojos del hombre pleno de interrogantes.
—No sé por donde comenzar, Max —dijo esperando un interrogatorio que la guiara en el laberinto de las posibles confidencias.
—Para empezar, ¿quién te provocó esas heridas?
—El perro —manifestó escuetamente.
—¿Pero cómo? —se alteró él—. ¿Estabas sola; cómo te lo sacaste de encima?
—Con un rastrillo filoso —aclaró.
Él la miró perplejo. No concebía que la frágil mujercita, aún enarbolando la herramienta, fuera rival para el animal.
—¡Logré herirlo y ahuyentarlo! —exclamó leyendo la duda en los ojos masculinos.
—Bien —aceptó al cabo de un momento—. Lo que no me explico es la falta de hemorragia ante una laceración tan profunda. Anoche mismo empezó a cicatrizar. Me dijiste que el primero que te atendió fue don Emilio. ¿Te colocó alguna sustancia en la herida?
—Unas hierbas —la mentira surgió instintiva, prorrogando la realidad que no se atrevía a revelar.
—Hay varias cosas más —enumeró Max—: el anciano insistió en que abandonáramos el pueblo y vos tuviste una certera intuición acerca de la presencia de tu amiga —no preguntó, pero ambas afirmaciones la comprometían a despejarlas.
—Don Emilio temía que el perro quisiera rastrearme —dijo poco convencida de la explicación—. Y con respecto a Nina, vos lo dijiste: soñé con ella y es posible que haya coincidido su llegada con mi alucinación. Deseaba tanto verla, Max…
La expresión de Sara sonó como un lamento que estremeció los sentidos del hombre. Sin titubear, la atrajo hacia él y rodeó el cuerpo tembloroso como intentando resguardarla de cualquier calamidad que la amenazara. El deseo lo dominó con la ferocidad del instinto de preservar a la mujer que amaba y la tomó en sus brazos para conducirla al dormitorio. Un inapelable reclamo de poseerla lo sacudió con la certeza de que era la única forma de protegerla y se tumbó sobre el cuerpo lánguido de Sara. Sus manos buscaron la tibia piel de su cadera y acariciaron la firme suavidad de los muslos y el vientre. La muchacha, con los ojos cerrados, no hizo ningún gesto de rechazo o participación. Max se detuvo con la respiración agitada por la violencia de su pasión y se volcó al costado de la joven con la sensación de estar forzándola. Él no quería eso. Aspiraba a que Sara correspondiera a su demanda amorosa y no que se entregara como la víctima de un sacrificio.
—Lo siento, Sara —murmuró con voz ronca—. No era mi intención atropellarte. Dormiré en el sofá y espero que descanses tranquila.
Atravesó la puerta del dormitorio sin distinguir el gesto débil de la muchacha para retenerlo. Ella sollozó laxamente cuando él desapareció de la recámara y se sumió en una pesadilla atravesada por los fantasmas de sus padres y figuras monstruosas que se oponían a que se acercara a Max. En la cima de su desvarío, se infiltró la voz de Don Emilio exigiéndole calma. Un sopor sin imágenes la contuvo hasta que el docto Moreno la despertó a las ocho de la mañana.
—Sara… —llamó con dulzura y cuando ella lo ancló a sus pupilas aturdidas—: Son las ocho. ¿Estás en condiciones de ir a la clínica?
La joven se incorporó con presteza y miró su ropa desarreglada que le trajo una reminiscencia de la noche anterior.
—El desayuno está listo —anunció Max saliendo del dormitorio.
Sara entró a la cocina quince minutos después. Su rostro sin maquillaje se veía pálido e indefenso según apreciación del hombre. Se acercó a la barra y él le alcanzó un pocillo con café con leche. Ella lo aceptó con una sonrisa tenue y tomó unos sorbos.
—Comé algo —dijo Max señalándole las tostadas.
—No tengo apetito —negó con un gesto.
—Hacé un esfuerzo. Estás perdiendo peso últimamente.
La chica mordisqueó una rodaja para no desairarlo y la abandonó sobre la mesada sin terminarla. El médico meneó la cabeza y no insistió.
—¿Vamos? —le preguntó.
Sara asintió y poco antes de las nueve caminaban hacia la clínica. El departamento de Max estaba en las proximidades y en el trayecto se les unió Juanita que bajó del ómnibus unas cuadras antes.
—¡Buen día, doctor! ¡Sara…! ¿De dónde vienen? —inquirió entrometida.
—Buen día, Juanita —contestó él por los dos—: de mi casa —y tomó del brazo a Sara para no interrumpir la marcha.
La muchacha, asombrada de su respuesta explícita, lo vio sonreír. No acostumbraba el médico a rendir cuenta de sus movimientos a los subalternos.
—Te apuesto a que Juanita está todavía parada y abriendo la boca —dijo jocoso.
Sara festejó la salida con una risa alegre que le valió una mirada complacida del hombre y el envión de su brazo para apretarla contra el costado. Tampoco la desasió cuando entraron al hospital como si quisiera alardear del progreso de su relación. Saludó sonriente a enfermeros, mucamas y médicos colaboradores y Sara tuvo una culposa alegría cuando observó el rostro desencajado de Carolina. Max entró al despacho de la joven y cerró la puerta tras ellos. Parecía un crío travieso dispuesto a divertirse de las reacciones de un plantel acostumbrado a su reserva.
—Hoy estás provocador… —le reprochó la muchacha con una entonación que desmentía el regaño.
El médico se acercó y le levantó el rostro para besarla suavemente.
—Es mérito tuyo haberme humanizado —le dijo con voz entrañable.
Esta declaración viniendo de un hombre común la hubiese deleitado, pero a Sara la estremeció la connotación a la que aludía quien estaba señalado como El Enviado. Él se apartó y le indicó cuáles eran las tareas más importantes que la liberarían para estar con sus amigos y se despidió con una sonrisa y soplándole un beso. Se acercó a su escritorio y comenzó a seleccionar los comprobantes y planillas que Max necesitaba y en medio de esa tarea apareció Juanita con la bandeja del desayuno.
—Buen día, Sara —volvió a saludar dejando el pocillo y un plato con dos medialunas sobre la mesita rinconera—. Se lo alcanzo porque ya no queda nadie en el comedor.
—Gracias, Juanita —dijo volviendo a su faena para dar por concluido el intercambio.
—Hoy se la ve muy bien a pesar de no estar arreglada —siguió la mujer sin apocarse.
—Gracias, Juanita —repitió sin levantar la cabeza.
—¿El doctor hizo una broma o venían los dos de su casa?
—Tengo que completar este trabajo antes del mediodía. Si algo no le queda claro, pregúntele al doctor Moreno —dijo en forma concluyente.
¿Pero quién te creés que sos?
La afrenta verbal la sobresaltó. Juanita, con gesto adusto, apoyó la bandeja contra su generoso pecho y salió sin proferir palabra. Sara bloqueó su mente para no recepcionar ningún pensamiento que la distrajera de su tarea porque estaba ansiosa de encontrarse con Nina y asegurarse de que no corría peligro.

viernes, 7 de septiembre de 2012

AMIGOS Y AMANTES - XXXVI


Bree franqueó el dormitorio que había preparado para sus invitados e hizo un gesto abarcador con el brazo para exhibirlo delante de Ivana. La chica vaciló ante la puerta abierta que exponía un juego de dormitorio de madera maciza con una recia cama matrimonial en el centro. La ventana de paneles rectangulares estaba adornada con delicadas cortinas recogidas a los costados y una puerta de madera con un cristal translúcido indicaba la existencia de un baño. La habitación era amplia y los muebles de madera la dotaban de calidez. La mujer miró significativamente a Ivi y le preguntó sin preámbulos:
—¿Es la primera vez que vas a dormir con Gael?
Ivana respiró con hondura y se sentó al borde de la cama. No le molestó la interpelación de Bree, sino el sofoco que le había producido:
—Sí. Pero no es mi primera experiencia sexual —aclaró como si tuviera que dar explicaciones.
La mujer se sentó junto a ella y le tomó las manos. Ivi la miró con desánimo.
—¡Oh, querida…! No era mi intención mortificarte —dijo en tono bondadoso.
—Creerás que soy una mojigata, pero la relación con Gael me llena de incertidumbre.
—¿Lo amas? —preguntó Bree con seriedad.
—¡Sí! —respondió con ardor.
—¿Lo deseas?
—Más que a nada.
La mujer asintió. Después de una pausa, declaró:
—Entonces, niña, los dos son como piezas contiguas de un rompecabezas, porque no he visto hombre más deslumbrado que Gael. ¿Qué incertidumbre puede caber a una mujer amada?
—Las propias de la inseguridad. Hemos sido amigos y confidentes tanto tiempo que tengo miedo de quedarme paralizada cuando estemos a solas.
Bree la miró con una sonrisilla burlona.
—Pues déjalo hacer a él. No dudo que semejante varón despertará tus más bajos instintos.
—¡Bree! —rió Ivi escandalizada.
—Jovencita, soy vieja pero mis sentidos los tengo intactos. Y un hombre tan atractivo como el doctor no le es indiferente ni a una setentona como yo.
—Aunque no esté bien decirlo, me alegro de que hayas nacido antes —dijo Ivana risueña—. Porque si tuvieras digamos… treinta años menos, yo no tendría chance con Gael.
—Lo dudo, Ivi —suspiró Bree—. Se bebe los vientos por ti. —Se levantó y abrió un cajón de la cómoda. Sacó un estuche y regresó junto a la joven—. Me gustaría que aceptaras estos aros que pertenecieron a mi abuela —dijo abriendo la caja.
Ivana miró los hermosos pendientes que semejaban a tres espirales unidas al centro por un triángulo.
—¡Oh, Bree, son bellísimos! Pero no me siento con derecho a recibir una joya de tu familia.
—Después que te relate su historia, consentirás —aseguró la mujer—. Mira, entre los celtas hay una tradición que afirma que los aros que adornan a la novia el día de su boda se convertirán en su amuleto de buena suerte. Debía lucirlos cuando me casé con Colin, pero él sin saber que yo había heredado estos pendientes, me regaló los que decidí usar. Ante el desencanto de mi madre, prometí que los llevaría mi hija. Dos años después, me extirparon el útero a consecuencia de un quiste maligno. Salvé mi vida pero no pude tener hijos —dijo con melancolía—. Tenía veintitrés años, Ivi, y mi mayor pesar fue no darle descendencia a Colin.
—Cuánto lo siento, Bree… —se condolió la joven.
—Pues verás, no hay mal que por bien no venga. Mi joven compañero tuvo entereza por ambos y me sostuvo hasta que pude superar el duelo de mi imposibilidad. Son éstas las circunstancias en que los hombres demuestran la fibra de las que están hechos, Ivi. Como tu Gael, cuando nos auxilió sin conocernos.
—Ah, sí… Es muy propio de él —reconoció la muchacha.
—¿Entiendes por qué deseo que el compromiso que asumí con mi madre se realice a través de ti? Porque si hubiese tenido una hija ambicionaría que encontrara una pareja del mismo cuño de su padre.
Ivana contempló el semblante ilusionado de la mujer y se inclinó para abrazarla.
—Será un honor usarlos, Bree —declaró al separarse.
—Toma —se los extendió— y póntelos ya.
La joven se acercó al espejo de la cómoda, se colocó los aros y se levantó el pelo para lucirlos. La dueña de casa buscó una hebilla para mantener la cabellera en alto y la miró complacida.
—Colin deducirá el significado de estos pendientes —conjeturó Ivi.
—Y Gael también —corroboró Bree—. Conoce nuestras tradiciones. Es una manera sutil de expresarle lo que esperas de vuestra relación —le sonrió—. Si estás lista, bajemos. Los varones se estarán preguntando en qué andamos.
El médico fue el primero en advertirlas. Se acercó a la escalera y les tendió las manos. Su mirada quedó suspendida del rostro de la muchacha con una expresión de éxtasis despojado de palabras.
—Si me devuelves la mano, hijo, podré ir a preparar la comida —la voz risueña de Bree lo sacudió de su arrobamiento.
Gael hizo oír esa risa profunda que seducía a Ivi y apretó con cariño la mano de la mujer antes de soltarla. Impulsó a la joven más cerca de su cuerpo y recorrió con delicadeza el contorno de su cara.
—Estás demasiado encantadora esta noche, Ivana Rodríguez. El pelo recogido te sienta bien —le dijo en voz baja. Jugueteó con los pendientes—. Un trisquel… —murmuró para sí—. ¿Cuándo los compraste?
—Me los regaló Bree —señaló ella.
—¡Ah… qué detalle! —manifestó Gael—. ¿Te explicó su significado?
—¿Lo tienen? —preguntó con aire candoroso.
—Representan el pasado, el presente y el futuro —describió él; y agregó enredándola en su mirada—: Y un buen augurio para la novia.
Ivi no hizo ningún comentario y desvió los ojos hacia el matrimonio que se atareaba en la cocina.
—¿Te parece que vayamos a darles una mano? —le dijo.
Gael asintió con una sonrisa divertida y la cercó por la cintura para escoltarla hacia  sus anfitriones.
—¡Venimos a ayudar! —anunció la muchacha.
—Están en vuestra casa —declaró Bree—. En ese armario encontrarán mantel y vajilla. Pongan el blanco bordado que está en el primer cajón.
La joven lo sacó y lo extendieron sobre la mesa. El médico le fue alcanzando las copas y el resto de la cristalería. A las ocho y media estaban degustando los platos que Bree había preparado. Después del postre, se acomodaron en los cómodos sillones de la galería para tomar una copa. La noche lucía inusualmente estrellada y el aroma de las enredaderas enardecía los sentidos de Ivana plenamente conciente del roce de su cuerpo contra el del hombre sentado a su lado. La charla amena se fue espaciando hasta envolverlos en un silencio acogedor que fue interrumpido por un sonoro ronquido de Colin.
—¡Oh… qué barbaridad! —exclamó Bree—. ¿Qué pensarán de nuestra hospitalidad?
—Shhh… —susurró Gael—. Que hemos abusado de vuestro tiempo. Déjalo dormir que es hora de retirarnos a descansar, ¿no te parece, querida? —le preguntó a Ivi.
Ella asintió con una sonrisa. Se levantó y besó a la mujer.
—Gracias por todas vuestras atenciones —le dijo en voz baja—. Que duerman bien.
—Que seas muy feliz… —le respondió en el mismo tono.
Ivi le dedicó una sonrisa traviesa y se alejó para que Gael la saludara.
—Esa muchacha merece todo tu amor y consideración —cuchicheó Bree.
—Para eso he vivido, querida amiga —aseveró él dándole un beso—. ¿Te parece que te ayude con Colin?
—¡Faltaría más! Lo voy a dejar dormir un rato y después le daré un par de sacudones para llevarlo a la cama. Vayan tranquilos —los despidió.
—Hasta mañana, entonces.
Bree los observó hasta que se perdieron en el interior de la casa. Luego dijo con placidez:
—Ya puedes dejar de fingir, viejo ladino.
—Tenía que darle una mano al muchacho —rió Colin abrazándola—. ¿No te traen a la memoria nuestra noche de bodas?
—Quién pudiera volver a vivirla… —suspiró ella.
—No te prometo que será igual, pero haré lo posible, ¿quieres?
Ella lo besó por toda respuesta.

domingo, 2 de septiembre de 2012

AMIGOS Y AMANTES - XXXV


Ivana volvió a revisar su cartera bajo la mirada atenta de Gael. Estaba sentada al lado de la ventanilla y todavía no habían dado la orden de ajustarse los cinturones. Una expresión de desánimo se reflejó en sus facciones.
—¿Qué buscás?
—Los tranquilizantes —suspiró.
Él la miró interrogante.
—Tengo miedo de volar —dijo contrariada.
—¡Ah…! ¿Y cómo no lo dijiste antes?
—No tenía por qué preocupar a Jordi con mis aprensiones. Me tomé una pastilla y listo. Pero las debo haber dejado en otro bolso … —se quejó.
Gael le pasó un brazo por los hombros y la acercó a él.
—Te prometo que vamos a llegar sanos y salvos —murmuró junto a su oído—. La vida tiene una deuda conmigo que no puede ignorar.
La muchacha cerró los ojos y abandonó su cabeza sobre el pecho del hombre que había formulado tan definitiva declaración. Presintió que se refería a la consumación de su amor y un cosquilleo de excitación le corrió desde la garganta hasta el vientre. Se quedó apoyada sobre él hasta que llegó el aviso de abrochar los cinturones. Después, volvió a reclinarse contra su costado.
—Si te vas a salvar, más vale que no me separe de vos —declaró sugerente.
Él la estrechó complacido y puso un beso en su frente. Mientras duró el viaje le espantó el miedo hablándole de los lugares a recorrer sin conjeturar que su actitud abatía las últimas defensas de la muchacha. Después de cumplimentar los trámites de desembarco y recuperar los bolsos se unieron al matrimonio O’Ryan que los esperaba en el ingreso al aeropuerto. La joven contempló con una sonrisa a los disímiles integrantes de la pareja. La mujer, baja y delgada aparentaba unos sesenta años, y el hombre, alto y robusto, unos setenta. La alegría que manifestaron al recibir a Gael la extendieron a Ivi. Colin la tomó de las manos mientras la observaba con satisfacción:
—Debo reconocer que nuestro querido doctor además de sus virtudes humanas tiene muy buen gusto, jovencita.
Gael se deleitó con el sonrojo que tiñó las mejillas de su chica, expresión que no pasó desapercibida para Bree.
—¡Bueno, hombre! No avergüences a nuestra invitada que no querrá volver —dijo la mujer con fingido enojo.
Ivana rió más distendida por la intervención de Bree y medió en defensa de Colin:
—No lo retes por su galantería, por favor. Será un motivo más para venir a visitarlos.
—¿Ves? ¿Ves, Bree? Todo un encanto, ya decía yo —exclamó el hombre con jactancia.
La mujer lo tomó del brazo y lo exhortó:
—Ahora lo mejor que puedes hacer es trasladar a nuestros invitados a casa para que puedan refrescarse antes de la cena.
Los jóvenes, emparejados, observaban divertidos a sus anfitriones.
—Estamos listos —declaró Gael cargando su bolso y el de Ivana.
Entre comentarios risueños buscaron el auto en el estacionamiento y salieron para la casa de los O’Ryan. Gael, sentado junto a Ivi, le pasó un brazo sobre los hombros y la acercó a su cuerpo. Ni siquiera se volvió para mirarla por no sucumbir a la pasión que mantenía controlada desde que la volvió a ver. Ella descansó tan relajada contra su flanco que el hombre se permitió soñar con la inminencia del amor consumado. El ingreso al predio de los O’Ryan a través de un túnel vegetal, que arrancó exclamaciones de admiración a Ivana, lo sustrajo de su desvarío. Bajaron del vehículo asediados por una docena de perros algunos de los cuales se disputaban sus caricias y otros, más desconfiados, los olisqueaban para reconocerlos.
—¡Oh, Ivi! —dijo Bree—. Espero que no te asusten, todos son mansos.
—¡De ninguna manera! —aseguró—. No veía la hora de conocerlos.
—¿Gael te contó? —preguntó Colin complacido.
—Sí —asintió levantando en brazos a un cachorro que se había prendido de su falda—. Y fue un atractivo más para conocer Irlanda.
—¿Quieres acompañarme? —le dijo Bree mientras se adelantaba para abrir la puerta de la casa.
Ella la siguió mientras prodigaba palabras cariñosas al pequeño can.
—Espero que no agote su caudal amoroso con el perro —rió Colin.
—Todavía no recibí trato tan especial —confesó Gael con gesto humorístico.
El hombre se lo quedó mirando entre sorprendido y formal.
—¿De modo que puede ser vuestra luna de miel? —preguntó.
—Bien lo has dicho. Puede ser.
—Entonces no me queda más remedio que aceptar que mi Bree tiene alguna percepción especial —afirmó—. Tú me llamaste ayer, pero el lunes ella me dijo: “Colin, debemos mudar nuestro dormitorio a la planta baja”. “¿Por qué?”, le pregunté extrañado. “No sé. Estaremos más cerca de los perros… algo así”, contestó sin mucha precisión. Y ya sabes que cuando ella pide algo yo no le discuto mucho porque la quiero y, además, no serviría de nada. Así que ahí mismo me hizo comprar muebles nuevos, bajamos las cosas personales y hace cuatro días que dormimos abajo —miró a Gael intencionado—. Eso significa, querido muchacho, que podéis retozar libremente por toda la planta alta sin que oídos indiscretos os perturben.
—Gracias por el augurio —sonrió Gael—. Me ha llevado quince años convencer a esta jovencita de que puedo ser su amante y aún no se lo he podido demostrar.
—Amigo —observó Colin— es la primera vez que escucho de un cortejo tan largo. ¿Qué pruebas has tenido que superar en el camino?
—La de desterrar al amigo para situar al hombre. Y te aseguro que me lo ha hecho difícil.
O’Ryan contempló el rostro conmovido del joven y se acercó para palmearlo con afecto:
—Gael, me precio de ser un buen observador y lejos de mi ánimo está inspirarte falsas expectativas, pero he visto como te mira esta muchacha. Lo demás depende de la sutileza de tu acercamiento. Porque apostaría a que es una incurable romántica.
—Lo es, a pesar de su carácter obstinado. Pero es tanto lo que la amo, Colin, que su satisfacción coronará mi placer —declaró Gael con vehemencia.
Permanecieron en amigable silencio hasta que el arrebato del muchacho se apaciguó.
—Entremos, Gael, que las damas suelen ser muy suspicaces —dijo el irlandés.
El médico lo escoltó con una sonrisa. Las luces del interior estaban encendidas pero ni Ivi ni Bree estaban a la vista.
—Seguramente estarán recorriendo la casa. Vamos a tomar un trago —propuso el anfitrión.
Se acomodaron en la sala para degustar las bebidas mientras esperaban a las mujeres.

martes, 28 de agosto de 2012

AMIGOS Y AMANTES - XXXIV


Anne atendió el teléfono inalámbrico y se acercó a la mesa de desayuno adonde estaban instalados Bob e Ivana. Si por la charla no lo hubieran adivinado, la identidad de su interlocutor quedó develada al pasar el aparato a la muchacha:
—Es Gael, Ivi —le aclaró.
Ella lo tomó mientras su corazón daba un vuelco. El matrimonio, discretamente, se retiró de la cocina.
—Hola —murmuró la joven.
—Ivi… —pronunció él recreando su nombre—, ni siquiera te pregunto si me extrañaste porque yo lo hice por los dos.
—Un poquito —bromeó ella—. Además, mañana nos vamos a ver.
—Dentro de un rato, porque ya salgo para Marylebone. Si estás de acuerdo, quisiera que viajáramos esta tarde para Dublín. ¿Tendrás tiempo para preparar un bolso con lo necesario para tres o cuatro días?
Ivana trepidó ante la urgencia que trascendía el pedido varonil que la descentraba del territorio de lo imaginario y la proyectaba a la realidad. Ocultando su inquietud, respondió al reclamo del médico:
—Estaré lista. ¿A qué hora saldremos?
Creyó escuchar un suspiro de alivio antes de que le llegase la contestación:
—A las cinco hay un vuelo. Ya mismo lo reservo. ¿Almorzarás conmigo?
—Bueno… —entonó—. Si no, tendría que hacerlo sola porque tus padres no vuelven al mediodía.
La risa profunda de Gael le produjo un hormigueo. Siempre le había atraído la resonancia de ese sonido que lo caracterizaba. Podría identificarlo con los ojos cerrados tanto por su voz como por su risa.
—No esperaba menos de vos —le dijo al cabo—. Por lo tanto, me considero un tipo afortunado por tener padres que trabajan. Bien, preciosa. Compro los pasajes y parto. En una hora nos vemos.
—De acuerdo —convino, y colgó para subir rápidamente a su habitación.
Buscó un bolso mediano y lo acondicionó dejando los cosméticos en una caja para cargarlos al final. Antes de que llegara su amigo despidió al matrimonio en el pórtico y allí permaneció para esperarlo. Pensó que si no fueran las seis de la mañana en Rosario, llamaría a su mamá. ¿Qué le voy a decir? ¿Mamita defendeme de esta sensación de inseguridad que me oprime? ¿Explicame por qué la perspectiva de tener sexo con Gael me atrae y me atemoriza al mismo tiempo? Desde que se fue intenté olvidar la promesa que hice de acompañarlo a Irlanda, pero el día llegó y me siento acorralada. ¿Cómo decírselo sin que piense que soy una trastornada? Algo cambió porque antes no me hubiera interesado su opinión, cuando éramos amigos... ¡Pero todavía lo somos! No pasó nada entre nosotros que modifique esa relación. Si pasó. Su confesión de amor. ¿Y qué? Nada me obliga a responderle si no quiero. ¡Ay, Gael! ¿Por qué las cosas estables de la vida cambian? Tu amistad, los sentimientos de papá… Soy una boluda. La vida es cambio. ¿Qué sentiría si te enamoraras de otra? Me moriría de pena. Sí. Es inútil que lo niegue. ¡No quiero otra mujer en tu vida que no sea yo! El problema es, querido amigo, que todavía no me da la estatura para convertirme en tu amante…
El culpable de su agitación detuvo el auto y lo estacionó delante del portón automático. Ivana, con el pulso acelerado por sus pensamientos recientes, lo vio bajar y dirigirse hacia ella. Traía una mano oculta tras la cintura y una leve sonrisa curvaba su boca. Lo esperó con una actitud de abandono que desterraba cualquier expresión de festejo en su rostro. Él la observó mientras se acercaba y reconoció en el gesto de la muchacha el preludio de una fuga. Era la Ivi que lo evadió después del episodio de rescate, la que se alejó de las confidencias que los ligaban más allá de la diferencia de género. La experiencia en el campo de la neurología y su interés práctico en la sicología le indicaron que aún tenía barreras que derribar para lograr el consentimiento de la mujer. Cuando llegó hasta ella le tendió la rosa que escondía a sus espaldas. No intentó ningún otro acercamiento más que la mirada suspendida en sus facciones. Ivana recibió la flor escarlata mientras el sonrojo arrebataba sus mejillas.
—Gracias… —balbuceó oliendo la perfumada ofrenda.
—¿Querés esperarme mientras paso por el baño? Después podemos ir caminando hasta Regent’s Park y almorzar allí.
—Está bien —aceptó ella.
Gael entró a la casa combatiendo su deseo de arrebatarla en los brazos y rendirla a fuerza de besos y caricias. Había quedado detenido en la escena de la despedida e ilusionado con la bienvenida que codiciaba; pero la distancia, que obraba sobre él como un afrodisíaco, había debilitado la convicción de la muchacha. El punto de inflexión se había producido el día en que le manifestó sus sentimientos. La urgencia lo había desbordado y sumió a Ivi en una suerte de contradicción que aún no había resuelto. Él había ostentado su condición de macho conquistador desplazando sin prudencia al hombre amistoso en quien ella siempre había confiado y el resultado de esa precipitación era la inseguridad que exhibía la joven. Iré con cautela, Ivi. No voy a perderte por irreflexivo porque mi vida dejaría de tener sentido. Te voy a seducir con la misma intensidad con que te voy a hacer el amor y vas a buscar mis brazos sin que te reclame.
Ivana acomodó la rosa en un florero con agua y volvió al pórtico aguardando al médico. Su actitud la había tranquilizado al mismo tiempo que la desconcertaba. Esperaba estar en guardia y él se había mostrado juicioso y atento.
—¿Lista? —el tono entrañable la apartó de su disquisición.
—Ajá —asintió.
Gael abrió la reja y caminaron hacia el parque en cordial silencio. Ivi disfrutaba de la caminata bajo el cálido sol de una atípica mañana inglesa. Percibía con intensidad la presencia de su acompañante realzada por el vacío de palabras. Recién cuando ingresaron en el Regent le habló:
—¿Paseamos un rato o preferís sentarte en algún bar?
—Caminemos. El tiempo está espléndido.
Circularon entre la verde fronda cerca de dos horas charlando amigablemente mientras los recelos de Ivana se iban disolviendo. Alredor del mediodía Gael le propuso buscar un sitio para almorzar. La guió hasta un atractivo restaurante de los alrededores y mientras esperaban la comida Ivi se interesó en saber cómo había conocido a los O’Ryan.
—Te voy a dar mi versión porque ellos siempre exageran la circunstancia —accedió el hombre—. Estaba por embarcar en el aeropuerto de Heathrow hacia York, cuando escuché la voz alterada de una mujer pidiendo un médico. La vi arrodillada junto a un hombre tendido en el piso mientras lo sacudía intentando que reaccionara. Me acerqué y tras revisarlo concluí que sufría un infarto. Le practiqué una secuencia de reanimación cardiopulmonar aguardando el auxilio y entretanto mi vuelo partió. Así que cuando llegó la ambulancia y la mujer me rogó que acompañara a su marido hasta el hospital, no tuve inconveniente. Estuve con ella hasta que informaron que el hombre estaba fuera de peligro y durante la espera no cesó de agradecer mi participación. Nos despedimos después de haberle dejado mis datos ante su insistencia. En breve aparecieron por casa. Yo estaba en la clínica, de modo que aturdieron a mis padres con mi hazaña. Se quedaron a cenar y nos comprometieron a visitarlos ese fin de semana. Viven en Kilcock, en los suburbios de Dublín, en una antigua casa de diez habitaciones rodeada de una espesa vegetación. No tienen hijos pero sí una colección de perros abandonados a los que ellos dan asilo. Son dos personas encantadoras que, como te dije, te van a gustar —concluyó.
—¡Ya me gustan! —exclamó Ivi—. Porque son agradecidos y aman a los animales.
Gael rió de la candorosa declaración de la muchacha y provocó la risa de ella. La miró embelesado en su abandono risueño hasta que el sonido cristalino se fue transformando en una tenue sonrisa.
—¿Nos alojarán en su casa?
—No me perdonarían que reserve un hotel. Nos estarán esperando en el aeropuerto a pesar de que les avisé sobre la marcha. Espero que no nos acaparen tanto que no pueda hacerte conocer al menos dos maravillas de Irlanda.
—¿Cuáles? —preguntó Ivana con ansiedad.
—El parque de Killarney y los acantilados de Moher.
La aparición del camarero con la comida interrumpió la charla. A las dos de la tarde se levantaron para volver a la casa.
—Tendremos que salir de inmediato, Ivi. Hay que presentarse en el aeropuerto dos horas antes –explicó Gael.
—Por mí está bien y ya tengo el bolso listo.
Anne, para su sorpresa, los estaba esperando.
—No pensarían que los iba a dejar partir sin despedirlos —argumentó con una sonrisa.
—Entonces, mamá, nos ahorrarás el taxi —dijo Gael abrazándola.
Salieron alrededor de las tres de la tarde. Después de registrarse se quedaron con Anne hasta último momento. Cuando Gael fue a despachar el equipaje Anne abrazó a Ivi.
—Espero que mi hijo colme todas tus expectativas —expresó emocionada.
La joven la besó y le confesó:
—Y yo, estar a su altura.
La risa diáfana de Anne dio por sentadas ambas esperanzas.

miércoles, 22 de agosto de 2012

AMIGOS Y AMANTES - XXXIII


Madrugó para despedir a los varones. Gael se incorporó del taburete junto a la barra no bien la vio entrar. Jordi, masticando su tostada, fue testigo de la metamorfosis amorosa de su hermana. Gael miraba fascinado a la mujer que soñaba cada día y que ahora se materializaba inesperadamente. Se acercó a ella con lentitud y el mensaje que leyó en sus ojos lo autorizó a tomarla entre sus brazos.
—¡Oh, Ivi! A pesar de que me moría por verte no hubiera sido capaz de pedirte este sacrificio… —dijo en voz baja.
—Quería saludarlos antes de que se fueran. Cuatro días son muchos —murmuró ella perdida en su mirada.
—Nos resarciremos cuando vuelva —prometió él antes de besarla.
Ivana se entregó a la caricia hasta que el hombre, en un instante de lucidez, recordó que no estaban solos. Deslizó sus labios hasta la suave mejilla y sostuvo a la joven contra su pecho hasta recuperar el dominio. Ella volvió a la realidad cuando divisó a su sonriente hermano que los observaba sin disimulo. Se separó de Gael y se dirigió a la barra:
—Tendrías que ser más discreto y mirar para otro lado —le dijo mientras lo abrazaba.
—No me hubiera perdido esto por nada del mundo —alegó dándole un beso—. Hace tiempo que lo espero.
Ella sonrió al tiempo que aceptaba la taza de café que le ofrecía Gael. Los tres terminaban de desayunar cuando Anne y Bob entraron a la cocina.
—¡Qué familia madrugadora! —tronó el hombre—. ¡Así da gusto empezar una jornada!
Ivana preparó los pocillos para ambos. Mientras el matrimonio desayunaba, Gael y Jordi se levantaron para irse. En la cochera, el médico enlazó a Ivi por la cintura:
—Quiero vivir amándote y besándote—murmuró apoyando su frente contra la de ella.
—Repetimelo el jueves —musitó Ivi sobre su boca—. Y no me beses hasta que estemos en Irlanda — solicitó interponiendo el índice entre sus labios.
La risa grave de Gael arrulló su oído al tiempo que le oprimía la cabeza contra su cuello.
—¿Eso quiere decir que querés estar a solas conmigo? —demandó esperanzado.
—Eso significa que convertiste mi vida en un caos que necesito descifrar.
Él la separó de su cuerpo y la sofocó con una mirada colmada de promesas.
—No te vas a arrepentir, muchachita —garantizó con gravedad y, obviando el pedido femenino, la besó suavemente antes de subirse al auto.
Ivana los saludó hasta que se cerró el portón automático. Volvió a la cocina y se enfrentó a la mirada afectuosa y discreta de sus anfitriones. Robert le tendió ambas manos:
—¿Voy a tener la dicha de llamarte hija?
Ella sintió que le ardían las mejillas y disimuló su azoramiento con una risa:
—Gael es muy persuasivo —dijo—. Así que me ha convencido de que estoy enamorada de él.
La mujer emitió una exclamación de alegría y la abrazó.
—¡Ivi! ¡Estoy tan feliz de que compartas los sentimientos de mi muchacho que podría llorar! —dijo conmovida.
Mientras los acompañaba con otra taza de café, los puso al tanto de su viaje a Irlanda.
—Gael me invitó a visitar a unos amigos en Dublín.
—¡Ah…! Debe ser a Colin y Bree —exclamó Anne—. Te van a agobiar con sus atenciones. ¿Cuándo irán?
—El viernes. Me ilusionaba conocer Irlanda, pero no quería decirle nada a Gael por no ponerlo en gastos.
—Querida, Gael bailaría en la cuerda floja por ti —dijo Bob—, de modo que llevarte de paseo va a ser un premio para él —se levantó y saludó a las mujeres con un beso—. Es hora de que me vaya a trabajar. Las veo a la tarde.
Con el reintegro de Anne a su negocio, Ivi se dedicó a recorrer el centro de Londres y sus alrededores en metro y autobús. Por la tarde se encontraba en la casa con el matrimonio y charlaban entre mates. A diario hablaba con su madre y Jordi. Lena afianzaba su relación con Alec y los días de concentración habían multiplicado los progresos de su hermano. Tanto ella como Gael asumieron tácitamente posponer todo contacto hasta el momento del reencuentro. El jueves a la mañana el médico abordó a Brian Sanders, jefe de la unidad de investigación y amigo personal:
—Te dejo. Para los estudios posteriores, puedes prescindir de mi presencia.
—Supongo que no podré disuadirte —dijo con sorna—. Además, Jordi ya me anticipó la dispersión de tu patrón mental. De modo que poco concentrado, da lo mismo que estés o no —lo miró con una sonrisa—. Se trata de tu chica, ¿eh?
—No pienso más que en ella, Brian. Cada día que pasa temo que se arrepienta de acompañarme a Dublín o que la ausencia desvanezca la incipiente atracción que me demostró al partir…
Su amigo lo miro compasivamente. Le puso un brazo sobre los hombros y lo llevó hacia la puerta:
—Vete ahora. No soporto verte en un estado tan lamentable por culpa de una mujercita que no valora el interés de un tipo como tú. Un consejo: ¡no seas pusilánime y arremete de una vez! A las mujeres les gustan los hombres decididos aunque sean tan obstinadas como tu damita.
—Me voy a despedir de Jordi —dijo Gael animado—. Y conste que tomaré tu consejo. Si estás en lo cierto, el lunes conocerás a mi futura mujer.
—¡No veo la hora, amigo! Para que te lleve de las narices debe ser fascinante.
—Lo es, lo es… —repitió yéndose.
Encontró a Jordi en la sala de investigación completando una serie de pruebas con la asistencia de Maude. Se interrumpieron al verlo llegar.
—Ya me voy, Jordi —le anunció al muchachito—. Quedas en manos expertas. Nos veremos el domingo o el lunes. ¿Algo para transmitirle a Ivi?
—Un súper beso —rió el chico—. Seguro que no te vas a olvidar.
—Descarado —amonestó con una sonrisa—. Ya tendré oportunidad de resarcirme. —Se acercó a Maude y le dio un beso en la mejilla—. Mantenlo ocupado, jovencita, que su patrón iconográfico se ha enriquecido con tu participación.
—Descuide, doctor —aseguró la joven con fervor.
Hacía dos años que conocía a Gael. Desde que se integró al personal de la clínica y colaboró en la confección de su protocolo personal la subyugó con su trato afectuoso y su varonil presencia. Maude, a diferencia de Jordi que visualizaba imágenes, recibía y decodificaba sensaciones. Las del joven doctor sólo se inscribían en el terreno de la amistad, pero hasta su encuentro con Jordi alentaba la ilusión de que él no tuviera ninguna inclinación amorosa. En su interacción con el muchacho conoció el sentimiento que éste guardaba por su hermana y la abnegación con que lo había sostenido para vivir. Le confió, también, su esperanza de que Ivi pudiera enamorarse de Gael. A Maude le bastó preguntarle al médico por su amiga Ivana para comprender el alcance de la pasión del hombre y resignar su aspiración romántica. Rememoró ese día que marcó un cambio en su relación con Jordi.
—Puedo ayudarte si me dejas —le ofreció al visualizar las imágenes que atormentaban su ánimo.
—¿Me lo borrarás de la mente? —sonrió.
—¿Es lo que deseas? —preguntó el adolescente con intencionalidad.
—No. Lo único que deseo es percibirlo nada más que como amigo —le hizo un gesto de consentimiento—. Adelante.
Jordi se aproximó y, al tiempo que buscaba su mirada, le apoyó los dedos de la mano sobre la frente. Maude percibió dos impresiones: un sereno bienestar al evocar a Gael y la oleada de afecto emitida por su bienhechor. Miró sorprendida al jovencito que la observaba con una expresión de inquietud.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Como nueva, gracias —contestó la chica—. Es maravilloso tu talento, Jordi. ¡Podrías ayudar a tantas mentes perturbadas…!
—Me gustaría —dijo él con seriedad—. Por ahora estoy feliz de haberte aliviado.
Esta experiencia fue incorporada al estándar del muchacho substituyendo, de mutuo acuerdo, al sujeto catalizador.
Maude, una vez que Gael abandonó la sala, se volvió hacia Jordi:
—Quisiera conocer a tu hermana —le confesó—. Debe reunir muchas cualidades para que tenga tan alterado al doctor.
El joven rió complacido.
—Es linda, inteligente y con un corazón tan grande como su rebeldía —definió Jordi—. Estoy seguro de que Gael terminará por conquistarla.
—Que así sea —proclamó Maude—. Ahora, volvamos a nuestro trabajo que tengo órdenes precisas que cumplir.

jueves, 16 de agosto de 2012

AMIGOS Y AMANTES - XXXII




Ivana abrió los ojos a la mañana del domingo y una sonrisa distendió su boca al conectarse con su nueva realidad. Se desperezó con languidez y miró la hora en el reloj apoyado sobre la mesa de luz. Eran las ocho de la mañana y el resplandor que se filtraba por la persiana vaticinaba un cielo despejado. Menuda sorpresa te vas a llevar, mamá. Vas a ser la primera en enterarte que me liberé de la confusión. ¡Ni siquiera Gael!
Sin perder el humor, se bañó y se cambió dedicando especial atención a su aspecto ahora que deseaba seducir a su amigo. Bajó a las nueve cuando todos estaban desayunando en la cocina.
—¡Buenos días a todos! —dijo con entusiasmo.
El saludo general llegó en medio de sonrisas.
—¿Te repusiste? —preguntó Gael alcanzándole una taza de café.
—Completamente —sonrió—. Supongo que les habrás contado mi malograda carrera.
—No sin tu autorización —dijo con una sonrisa burlona.
—¿Qué pasó, Ivi? ¡Contá! —pidió Jordi.
Ella enfrentó las pupilas masculinas y relató con gracia:
—Le jugué una apuesta a Gael esperando llegar más rápido a la cima del observatorio y en la parte más empinada de la cuesta me quedé acalambrada y sin aire. Así que me tuvo que cargar hasta arriba porque yo quedé invalidada —aclaró con una mueca festiva
—Creí que no te ibas a animar a confesarlo —ponderó él.
—Antes de que conviertas mi bochorno en una hazaña… —moduló intencionada.
—Jamás, puesto que yo cargué con la mejor parte —declaró cautivado.
El auditorio asistía regocijado al intercambio de los jóvenes cuya relación parecía haberse profundizado. Bob anhelaba que Gael pudiera concretar la pasión que sostenía desde su más tierna edad; Anne esperaba que el amor de su hijo persuadiera a la hermosa muchacha y Jordi, que su adorada hermana se albergara en los brazos del mejor hombre que conocía. Sabía que el momento estaba próximo.
—Hoy les propongo un viaje a Castle Combe y Lacock —dijo Gael volviendo a la realidad que incluía -además de Ivi- a sus padres y a Jordi.
—¡Les va a encantar! —adhirió Anne—. Son dos pueblos que conservan su estructura medieval.
—Buena idea —declaró Robert—. Están a pocos kilómetros y el día es propicio para viajar.
—Si no demoramos en salir, podemos incluir una visita a Stonehenge y el Círculo de piedras de Avebury —precisó su hijo buscando la aprobación de la muchacha.
—¡Ay, Gael, sería fantástico! —dijo ella con entusiasmo.
Salieron a las diez y al mediodía estaban caminando por la calle principal de Lacock, su primera parada. La pequeña villa los trasladó a la época victoriana. Las casas de piedra con su techado de tejas, las ventanas con sus múltiples paneles vidriados, la serenidad del lugar sólo interrumpida por los ocasionales coches de los habitantes del lugar que volvían a situarlos en el siglo XXI. Visitaron los lugares más notables y pararon a comer en el pub más antiguo de la aldea. La siguiente pausa los asentó en Castle Combe, considerado como el pueblo más bonito de Inglaterra. Veredas angostas, casas de gruesos muros de piedra cubiertos de hiedra y enredaderas floridas, pocas cuadras y pocos habitantes; el lugar irradiaba un encanto especial que despertaba el deseo de afincarse en la bucólica atmósfera. Bob y Gael, convertidos en expertos guías, enriquecieron el paseo relatando la historia de los lugares. Para ahorrar el tiempo de la merienda, se aprovisionaron de panecillos dulces y salados que algunos vecinos disponían sobre mesas en la puerta de sus casas, depositando el dinero en la ranura habilitada para el correo. El camino a Stonehenge bordeando la verde campiña inglesa mantuvo a Ivi y a Jordi fascinados por un paisaje que no se cansaban de contemplar. Gael estacionó el auto cerca de la boletería y la tienda de recuerdos y poco después admiraban la colosal estructura del enigmático monumento de piedra. Salvo contratando una excursión privada, el acercamiento a las ruinas era muy limitado, pero Ivana se sintió transportada a una era remota donde los misterios y sacrificios formaban parte de la vida misma. Gael se deleitó mirando la carita subyugada de la joven a medida que le narraba las diversas conjeturas sobre el oscuro santuario. A media tarde concluyeron en Avebury cuyos círculos megalíticos se remontaban a cinco mil años de antigüedad. Estas piedras estaban rodeadas por un foso profundo pero, a diferencia de Stonehenge, se podía circular entre ellas. Ivana y Gael se apartaron inadvertidamente del resto del grupo y deambularon entre el complejo neolítico.
—Se me vuela la cabeza, Gael. Quiero imaginarme estos lugares cómo eran en su origen y el significado que tenían para aquellos que caminaron a su alrededor hace miles de años —dijo ella conmovida.
—Según un anticuario del siglo XVIII la estructura representaba un símbolo de la alquimia —explicó el hombre—. Pero todos son supuestos.
—Lo que sé es que ningún monumento de nuestra era perdurará miles de años —observó Ivi con nostalgia—. ¿Te hubiera gustado vivir en esa época?
—No —afirmó Gael—. Porque no estarías vos.
Ella sonrió halagada y se reclinó contra una piedra. Las palabras de su amigo ya no le inspiraban recelo porque se correspondían con sus descifrados sentimientos. Él, a la distancia de sus brazos, apoyó las manos a cada lado del rostro de Ivi y la sumergió en una mirada intensa y apasionada. Ella se abandonó a sus pupilas con el aire confiado de quien se sabe querida, provocando en Gael un violento deseo de besarla. Ivana cerró los ojos cuando se mezclaron sus alientos para recibir la suave caricia que se transformó en un beso inimaginable. Deslumbrados y temblorosos, se separaron para recuperar el aliento.
—Ivi… —murmuró roncamente el hombre atrayéndola hacia su cuerpo que desvariaba por el contacto femenino.
—¡Qué se besen, qué se besen…!
Las vocecillas agudas y el palmoteo interrumpieron el abrazo. Ambos miraron risueños a los cuatro chiquillos que, sentados en el suelo, se habían transformado en interesados espectadores.
—Estos enanos no deben tener más de cuatro años… —rezongó Gael— y ya saben como estorbar.
Ivana, riendo, se acuclilló frente al grupito formado por tres niñas y un varoncito.
—¿Están solos ustedes? —preguntó a la más grandecita.
—¡No! Papá y mamá están sacando fotos a las piedras y yo tengo que vigilar que los demás no se acerquen a la zanja —dijo con petulancia.
—¿Y nadie les ha dicho que espiar a los mayores es falta de educación? —moduló lentamente Gael agachándose junto a Ivi.
—¡Nosotros no estábamos espiando! —se defendió la nena—. Cualquiera los puede ver aquí.
—Tiene razón, Gael —dijo Ivana juiciosa—. Estamos en un lugar público.
—Pero un beso no es nada malo si son novios —alegó la niña ante sus atentos hermanitos—. Porque son novios, ¿verdad?
Gael enlazó a Ivi con un brazo y con la otra mano giró suavemente su cara hacia él mientras le preguntaba:
—Somos novios, ¿verdad?
Ella reclinó la cabeza sobre su hombro y le dijo en voz baja:
—Querés que lo confiese ante testigos…
Él la miró desbordado de amor y satisfizo a la curiosa platea besándola suavemente. Después se incorporó izando a la muchacha por la cintura y les dedicó una reverencia que Ivi imitó en medio de risas. Se fueron festejados por los gritos y aplausos de los chicos. La joven, inquieta por la seguridad de los pequeños, se detuvo después de un trecho.
—Gael, ¿no sería mejor llevarlos con los padres?
Al tiempo que ambos se volvían hacia el corrillo, vieron acercarse a una pareja que indudablemente eran los progenitores.
—¿Tranquila, ahora? —dijo el médico arrimándola contra él.
—Sí… Es que son tan chiquitos para dejarlos solos…
—Que madrecita cuidadosa tendrán nuestros hijos… —murmuró besándola.
Ivana se sofocó al imaginarse embarazada de Gael. Se separó sin violencia y reanudó la marcha. Él, como si comprendiera su turbación, la siguió en silencio hasta divisar a Jordi y al matrimonio Connor. Decidieron caminar hasta la aldea y recorrieron el museo y la mansión. Cenaron en el pub más tradicional antes de emprender el regreso. Esa noche, cuando eran los últimos en retirarse a descansar, Gael le propuso a Ivana un viaje:
—Hasta el jueves nos quedaremos en el Instituto con Jordi para no suspender el desarrollo de un estudio. A partir del viernes estoy al margen de las pruebas así que pensé en visitar a unos amigos en Dublín. Quiero que vayamos juntos —dijo con una mezcla de demanda y ruego.
—¿A Dublín, en Irlanda? —repitió Ivi.
—Sí —asintió Gael—. Te va a gustar, Ivana. Y los O'Ryan estarán encantados de conocerte.
—¿Te dijo algo Jordi? —preguntó con suspicacia.
—¿Jordi? ¿Qué habría de decirme? —respondió extrañado.
—Que yo deseaba conocer Irlanda. Le prohibí que te contara —dijo mohína.
Él la abrazó y le susurró al oído:
—Entonces es una coincidencia extraordinaria, querida. Porque vengo postergando este viaje desde el año pasado.
Ivi suspiró sobre el pecho de Gael y se estremeció al escuchar el latido de su corazón. Presintió que la definición de su destino de amantes se concretaría en Irlanda y el entendimiento le produjo un acceso de pánico. El hombre la sintió tensarse entre sus brazos y aflojó la presión.
—¿Estás bien? —preguntó solícito.
—Estoy cansada —musitó débilmente—. Quiero ir a dormir.
Él la miró como si comprendiera sus temores y la besó en la frente con ternura.
—Bueno, mi niña bonita, que pases buenas noches —y se dirigió a su dormitorio.
Ivana entró al cuarto y cerró la puerta tras ella. Estaba anonadada por su reacción, como si fuera a tener el primer contacto con un hombre.
¿Qué me pasa? Estoy asustada. No me puedo despojar de la imagen de Gael como la del amigo a quien no me importaba confiar mis devaneos amorosos. Tengo miedo de que me defraude como amante a pesar de que deseo que llegue el momento. O que yo lo defraude a él después de tanto esperar. ¿Lo quiero o me convenció con su insistencia? Los dos a solas, desnudos… ¿será tierno o salvaje? ¿Le importará lo que yo sienta? ¿Podré despojarme de mis prejuicios y permitirme sentir y expresarlo? ¿Me tendrá paciencia? ¡Oh, Dios! Parezco una adolescente ante su primera experiencia y no lo soy. ¿Qué estoy ocultando? Que quiero conocer cómo hacés el amor, Gael. Que me dio un escalofrío cuando te vi en la cama de Diego y que me morí de celos la noche en que tenías otra mujer en tu lecho. Que si no me hubieras confesado tu amor, seguro que yo terminaría persiguiéndote. Entonces ¿de qué tengo miedo? De que no sea perfecto.
Ivana se aflojó después de sincerarse. Miró el reloj y anheló escuchar la voz de su madre.
—¡Mamá! ¿Cómo están todos?
—Por aquí muy bien, tesoro. ¿Y ustedes?
—Bien, mami. Hace varios días que no hablamos. ¿Hay alguna novedad?
—A ver… Diego ya se instaló con Yamila y parece que Jotacé está interesado por algo más que la arquitectura —rió.
—¡Ah…! No me digas que el señor pretencioso encontró un alma que lo conmueva.
—Creo que sí, pero aún no lo ha confesado. Y por casa, ¿cómo andamos?
—Eso te lo pregunto yo. ¿Volviste a salir con Alec?
—En este momento lo espero para cenar. Insisto, ¿cómo anda tu embrollo?
—A caballo entre mi adolescencia y mi adultez. Estoy enamorada de Gael, pero me aterra que la relación no funcione… —suspiró.
—Ivi, si admitís que lo querés, ¿qué cosa no puede funcionar con este hombre que te ama? Aunque el resultado te decepcione, nunca lo sabrás si no corrés el riesgo. Y estoy segura de que no te defraudará… —sentenció Lena.
—No se trata de él, mami. Me ha idealizado tanto tiempo que temo desilusionarlo.
—Mirá, Ivana, te voy a hablar sin eufemismos. Acostate con él sin otra razón que la de gozar. Después podrás evaluar el resultado. Querida mía, —dulcificó la voz—aunque te lo propongas no vas a desilusionar a ese muchacho. Dale una oportunidad… ¿Vale?
—Vale, mamacita. No todos los días una madre arroja a su hija a la cama de un hombre —chacoteó.
—Bueno. Insolente como siempre —dijo Lena aliviada—. ¿Escuchaste el timbre? Debe ser Alec. La próxima vez que hablemos me vas a confesar que te di el mejor consejo de tu vida. Te quiero con toda el alma, hijita.
—Y yo a vos. Andá a atender, no sea que se te vaya —exhortó riendo.
—No creo. Es un Gael cualquiera —declaró su madre—. Sé feliz, Ivi —y cortó la comunicación.
Ivana se acostó con una sonrisa pensando en el mandato materno.