Sara salió de la
casa acompañada por los integrantes de la familia Biani que deseaban conocer a
sus amigos. Después de los saludos, le aclaró a Mercedes que no se quedaría a
dormir. La mujer no le hizo ninguna pregunta, pero Daniel se mostró inquieto:
—¿No vas a vivir
más aquí, Sara?
—Claro que sí.
Será por esta noche nomás —le contestó con dulzura.
—¿Y adónde te
vas?
—¡Daniel, no seas
descortés! —regañó su madre.
La muchacha
observó que a pesar del reto la familia estaba pendiente de su respuesta.
—Me voy con el
doctor Moreno —dijo con llaneza.
—Entonces —dijo
Francisco actualizando un antiguo pedido de Max— cuídela mucho —y le estiró su
puño cerrado.
Max asintió y
chocó sus nudillos contra los del adolescente. Se despidió de los demás y poco
después dejaba a Nina y Dante delante de su hotel.
Sara entró al
departamento del médico que lucía impecable y ordenado.
—¡Cielos, Max! Ni
yo podría mantener una casa tan resplandeciente como ésta —dijo sonriente.
—No es mérito
mío, querida —deslizó el apelativo cariñoso con naturalidad— sino de nuestra
inefable Juanita que limpia sobre lo limpio. Pero lo más encomiable es su
preocupación por dejarme el freezer repleto —la tomó de la mano y la llevó
hasta la cocina.
Sara, apoyada
contra la barra, lo vio abrir la heladera, observar su contenido y decidirse
por una bandeja con costeletitas de cerdo y un paquete de vegetales variados.
Los procesó en el microondas y los acomodó en una fuente que llevó al horno.
Ella postergó las explicaciones y Max no la apremió. Disfrutaban de ese pequeño
módulo de convivencia que mantenía a raya los espectros que atormentaban a
Sara. Lo ayudó a tender la mesa y saborearon el plato que Max había preparado
en su honor. Moreno se deleitaba con la presencia de la joven en su casa aunque
por momentos los interrogantes empañaran ese bienestar. ¿Qué imágenes
perturbaban el ánimo de la muchacha? La confidencia de Nina regresó sin anuncio
a su conciencia. No, se dijo. Él hubiera notado que Sara estaba bajo los
efectos de estupefacientes. ¿Y qué clase de amiga era Nina? No estaba seguro de
las intenciones de su revelación, como si bajo esa aparente preocupación se
escondiera un intento de menoscabar la integridad de Sara. Había demasiadas
incógnitas que develar antes de rendirse al anhelo creciente de tenerla entre
sus brazos. Terminaron de cenar en una atmósfera de comodidad que prolongaron
tomando café en la sala de estar. Max acarició con la vista las delicadas
facciones de la chica que, reclinada sobre el sillón, parecía estar
contemplando algún paisaje interior al cual él no tenía acceso. Los
pensamientos de Sara eran turbulentos y lamentó no poder penetrar en la mente
del médico para conocer qué ocultaba tras el serio semblante. Sabía que Max
estaba esperando que aclarara las circunstancias de su accidente y el
inexplicado pedido de alojarse en las afueras del pueblo. Emergió de su
abstracción para encontrar los ojos del hombre pleno de interrogantes.
—No sé por donde
comenzar, Max —dijo esperando un interrogatorio que la guiara en el laberinto
de las posibles confidencias.
—Para empezar,
¿quién te provocó esas heridas?
—El perro
—manifestó escuetamente.
—¿Pero cómo? —se
alteró él—. ¿Estabas sola; cómo te lo sacaste de encima?
—Con un rastrillo
filoso —aclaró.
Él la miró perplejo.
No concebía que la frágil mujercita, aún enarbolando la herramienta, fuera
rival para el animal.
—¡Logré herirlo y
ahuyentarlo! —exclamó leyendo la duda en los ojos masculinos.
—Bien —aceptó al
cabo de un momento—. Lo que no me explico es la falta de hemorragia ante una
laceración tan profunda. Anoche mismo empezó a cicatrizar. Me dijiste que el
primero que te atendió fue don Emilio. ¿Te colocó alguna sustancia en la
herida?
—Unas hierbas —la
mentira surgió instintiva, prorrogando la realidad que no se atrevía a revelar.
—Hay varias cosas
más —enumeró Max—: el anciano insistió en que abandonáramos el pueblo y vos
tuviste una certera intuición acerca de la presencia de tu amiga —no preguntó,
pero ambas afirmaciones la comprometían a despejarlas.
—Don Emilio temía
que el perro quisiera rastrearme —dijo poco convencida de la explicación—. Y
con respecto a Nina, vos lo dijiste: soñé con ella y es posible que haya
coincidido su llegada con mi alucinación. Deseaba tanto verla, Max…
La expresión de
Sara sonó como un lamento que estremeció los sentidos del hombre. Sin titubear,
la atrajo hacia él y rodeó el cuerpo tembloroso como intentando resguardarla de
cualquier calamidad que la amenazara. El deseo lo dominó con la ferocidad del
instinto de preservar a la mujer que amaba y la tomó en sus brazos para
conducirla al dormitorio. Un inapelable reclamo de poseerla lo sacudió con la
certeza de que era la única forma de protegerla y se tumbó sobre el cuerpo
lánguido de Sara. Sus manos buscaron la tibia piel de su cadera y acariciaron
la firme suavidad de los muslos y el vientre. La muchacha, con los ojos
cerrados, no hizo ningún gesto de rechazo o participación. Max se detuvo con la
respiración agitada por la violencia de su pasión y se volcó al costado de la
joven con la sensación de estar forzándola. Él no quería eso. Aspiraba a que
Sara correspondiera a su demanda amorosa y no que se entregara como la víctima
de un sacrificio.
—Lo siento, Sara
—murmuró con voz ronca—. No era mi intención atropellarte. Dormiré en el sofá y
espero que descanses tranquila.
Atravesó la
puerta del dormitorio sin distinguir el gesto débil de la muchacha para
retenerlo. Ella sollozó laxamente cuando él desapareció de la recámara y se
sumió en una pesadilla atravesada por los fantasmas de sus padres y figuras
monstruosas que se oponían a que se acercara a Max. En la cima de su desvarío,
se infiltró la voz de Don Emilio exigiéndole calma. Un sopor sin imágenes la
contuvo hasta que el docto Moreno la despertó a las ocho de la mañana.
—Sara… —llamó con
dulzura y cuando ella lo ancló a sus pupilas aturdidas—: Son las ocho. ¿Estás
en condiciones de ir a la clínica?
La joven se
incorporó con presteza y miró su ropa desarreglada que le trajo una
reminiscencia de la noche anterior.
—El desayuno está
listo —anunció Max saliendo del dormitorio.
Sara entró a la
cocina quince minutos después. Su rostro sin maquillaje se veía pálido e
indefenso según apreciación del hombre. Se acercó a la barra y él le alcanzó un
pocillo con café con leche. Ella lo aceptó con una sonrisa tenue y tomó unos
sorbos.
—Comé algo —dijo
Max señalándole las tostadas.
—No tengo apetito
—negó con un gesto.
—Hacé un
esfuerzo. Estás perdiendo peso últimamente.
La chica
mordisqueó una rodaja para no desairarlo y la abandonó sobre la mesada sin
terminarla. El médico meneó la cabeza y no insistió.
—¿Vamos? —le
preguntó.
Sara asintió y
poco antes de las nueve caminaban hacia la clínica. El departamento de Max
estaba en las proximidades y en el trayecto se les unió Juanita que bajó del
ómnibus unas cuadras antes.
—¡Buen día,
doctor! ¡Sara…! ¿De dónde vienen? —inquirió entrometida.
—Buen día,
Juanita —contestó él por los dos—: de mi casa —y tomó del brazo a Sara para no
interrumpir la marcha.
La muchacha,
asombrada de su respuesta explícita, lo vio sonreír. No acostumbraba el médico
a rendir cuenta de sus movimientos a los subalternos.
—Te apuesto a que
Juanita está todavía parada y abriendo la boca —dijo jocoso.
Sara festejó la
salida con una risa alegre que le valió una mirada complacida del hombre y el
envión de su brazo para apretarla contra el costado. Tampoco la desasió cuando
entraron al hospital como si quisiera alardear del progreso de su relación.
Saludó sonriente a enfermeros, mucamas y médicos colaboradores y Sara tuvo una
culposa alegría cuando observó el rostro desencajado de Carolina. Max entró al
despacho de la joven y cerró la puerta tras ellos. Parecía un crío travieso
dispuesto a divertirse de las reacciones de un plantel acostumbrado a su
reserva.
—Hoy estás
provocador… —le reprochó la muchacha con una entonación que desmentía el regaño.
El médico se
acercó y le levantó el rostro para besarla suavemente.
—Es mérito tuyo
haberme humanizado —le dijo con voz entrañable.
Esta declaración
viniendo de un hombre común la hubiese deleitado, pero a Sara la estremeció la
connotación a la que aludía quien estaba señalado como El Enviado. Él se apartó
y le indicó cuáles eran las tareas más importantes que la liberarían para estar
con sus amigos y se despidió con una sonrisa y soplándole un beso. Se acercó a
su escritorio y comenzó a seleccionar los comprobantes y planillas que Max
necesitaba y en medio de esa tarea apareció Juanita con la bandeja del
desayuno.
—Buen día, Sara —volvió
a saludar dejando el pocillo y un plato con dos medialunas sobre la mesita
rinconera—. Se lo alcanzo porque ya no queda nadie en el comedor.
—Gracias, Juanita
—dijo volviendo a su faena para dar por concluido el intercambio.
—Hoy se la ve muy
bien a pesar de no estar arreglada —siguió la mujer sin apocarse.
—Gracias, Juanita
—repitió sin levantar la cabeza.
—¿El doctor hizo
una broma o venían los dos de su casa?
—Tengo que
completar este trabajo antes del mediodía. Si algo no le queda claro,
pregúntele al doctor Moreno —dijo en forma concluyente.
¿Pero quién te creés que sos?
La afrenta verbal
la sobresaltó. Juanita, con gesto adusto, apoyó la bandeja contra su generoso
pecho y salió sin proferir palabra. Sara bloqueó su mente para no recepcionar
ningún pensamiento que la distrajera de su tarea porque estaba ansiosa de
encontrarse con Nina y asegurarse de que no corría peligro.