¡No lo podía
creer! El aclamado orador, para cuya exposición Noel se comió una acampada de
dos días y dos noches, era Guille o, más precisamente, el Gurka, como lo
llamábamos Samanta y yo. No había prestado atención al nombre del disertante
porque su especialidad era la informática y yo concurría a la Feria Anual de Tecnología y
Arte para asistir a la presentación de las nuevas esculturas de India. Me había
puesto a recorrer el recinto central rodeado de salas de exposición que estaban
identificadas desde la A
hasta la G. Mi
amiga exhibía en la sala B adonde todavía no esperaba ningún espectador. Salvo la D, las demás reunían grupos
discretamente numerosos. Me acerqué a mirar el afiche que promovía la actividad
que tanto auditorio congregaba y me quedé con la boca abierta. ¡Era él, sin
dudas! Con trece años más, el pelo oscuro casi al rape y la mirada de expresión
desafiante. La fila de asistentes caracoleaba a lo ancho del salón para no
tapar el ingreso a los otros eventos y se bifurcaba en la entrada. El público
era heterogéneo: hombres, mujeres, y adolescentes con pinta de estudiantes. Pronto,
el último que se agregara, estaría a la altura del primero de la cola. Hacia
allí me dirigí esperando encontrar a mi pareja. Noel era ingeniero en sistemas
y nos conocimos en el casamiento de Marga. Confieso que me impactó cuando lo ví
porque se destacaba entre los demás hombres por su atractivo. Además era
simpático e inteligente. Tenía dos años menos que yo y aunque siempre soñé con
un amante experimentado que al menos me llevara diez años, no deslucía junto a
él e incluso parecía más joven. Bailamos toda la noche y nos seguimos viendo
hasta concretar el vínculo que nos unía. No habíamos hablado de casamiento por
más que ambos nos presentamos a las respectivas familias y a los amigos
comunes. Lo divisé en los primeros lugares de espera.
—¡Marti! —se
sorprendió—. ¿No tendrías que estar en la muestra de India?
—Hola —lo besé en
la mejilla—. El salón está cerrado y no hay más presentes que yo. Todavía…
—aclaré para disipar el brillo divertido de sus ojos.
No pude evitar
una risa que lo relevó de contenerse. India era una buena amiga pero una
mediocre escultora que exponía gracias a las relaciones de su padre. Creo que
ella lo sabía, no obstante porfiaba en lograr algún día una obra que la proyectara.
Yo asistía a todas sus exposiciones añadida a los concurrentes que buscaban
quedar bien con su progenitor. Tal vez esta actitud solidaria me salvó de que
me favoreciera con sus creaciones que ya ocupaban una sala especialmente diseñada
en su casa.
—¿Sabés que lo
conozco a Guille? —le dije para suspender el recreo a costa de India.
Perdió la risa
inmediatamente. Me miró como si le hubiera anunciado que la conferencia se iba
a suspender y carraspeó al recuperar la voz: —¿a Guille? ¿Qué querés decir?
—Eso, nomás —respondí
con despreocupación.
—¿A Guillermo Moore?
—insistió.
—¿En qué idioma
hablo, Noel? ¡Conozco a Guillermo Moore, alias Guille, alias el gurka! —afirmé
ya fastidiada.
La cola empezó a
moverse. Me atrapó del brazo y me arrastró con él.
—¡No te muevas de
la salida! ¡Cuando termine el panel me lo tenés que presentar!
Habíamos llegado
a la entrada y me frenaron por no tener el boleto. Desde adentro Noel me gritó:
—¡Esperame!
Le hice un gesto
para que se fuera tranquilo y me aposté en la puerta del salón B. Ya estaban
esperando tres parejas mayores, seguramente clientes de Bernardo, el padre de
India. Me aparté un poco y me puse a divagar.
Recién a los
treinta, después de haber recibido más cachetadas que caricias de la vida, pude
establecer una relación sin hostilidades con mi madre. Me independicé tan
pronto terminé el secundario para lo cual me empleé en una multinacional como
telefonista, con un sueldo que me permitió pagar el alquiler de un mono
ambiente aunque remontara muy ajustada el resto del mes. En esa época la
familia de Samanta, mi mejor amiga y compañera de estudios, se mudó a
Inglaterra. Yo frecuentaba su casa no solo para estudiar sino para alejarme un
poco de la mía y de los permanentes encontronazos con mi progenitora que transitaba
su estado de viudez juvenil como si yo no sufriera las consecuencias de la
orfandad paterna desde mi primer año de vida. Aunque terminé por reconocer su
dedicación como madre, su aureola de martirio la aislaba de todo acercamiento
afectivo.
Habían pasado
trece años. Los recuerdos me atropellaron y reviví el momento más significativo
que definía al gurka de cuerpo entero. Samanta y yo estábamos en cuarto año y
teníamos diecisiete cumplidos. Nos habíamos juntado para completar la tarea de
literatura y nos acomodamos en el estudio de su papá; ella estirada en el sofá
grande de espaldas a la pared, y yo en el diván chico.
—La Ramírez debe haber nacido
antes del diluvio —rezongó Samanta—. ¡Mirá que obligarnos a presentar el
trabajo manuscrito en la era de las impresoras 3D! —estaba con la notebook
apoyada sobre el estómago buscando la biografía y el texto que teníamos que
leer para completar el cuestionario.
—¡Dale! —la
apuré—. Que si no, no terminamos más —mientras ella leía, yo ojeaba las preguntas
que teníamos que contestar. A su término, ya tenía una idea aproximada de las
respuestas —. Te dicto y vos vas llenando la lista —le dije.
—Escribí vos, Marti,
que tenés mejor letra —argumentó en tono plañidero.
Hice un gesto de
resignación porque Sami tenía un encanto especial para zafar de las
obligaciones. Levanté la vista y grité al ver la figura salpicada en sangre asomando
detrás del sillón. El desquiciado blandía un cuchillo y solo atiné a lanzarle
el cuaderno de tareas para evitar que atacara a Samanta. Aullando, hundió una y
otra vez el puñal en el cuerpo de mi amiga cuyo alarido viró del pánico a la
cólera al ver su polera blanca manchada de rojo. Tomó de los pelos al malhechor
y lo arrojó al suelo.
—¡Estúpido,
tarado, me arruinaste el suéter nuevo!
—¡JajjJajj! —se
atragantó su hermano—. ¡La cara que pusieron! ¡JajjJajj!
—¡Mamá! —vociferó
Sami—. ¡El gurka me echó a perder la polera nueva!
Alejandra, su
mamá, ya estaba en la puerta atraída por nuestros chillidos. Miró a sus dos
hijos ensangrentados, el gesto de ira de Samanta, la sonrisa medrosamente
satisfecha de Guille, y ordenó: —Guillermo, te vas a tu habitación. Después
subo a charlar con vos.
—¡Pero mamá!
¡Tengo la fiesta de disfraces en lo de Pitu! —protestó.
La cara de su
mamá lo convenció de que no le convenía discutir. Salió arrastrando los pies y chorreando
el cuchillo con colorante.
—Y a vos —le dijo
a Sami—, ya te dije que no lo llamés más con ese mote.
—¡Lo es, lo es!
¡Mirá cómo dejó mi ropa!
—Sacátela que te
la lavo. Con cloro queda como recién comprada.
—¡Vos siempre lo
defendés! ¿Y qué vas a hacer con los almohadones del sofá, eh? —la desafió.
Alejandra clavó
los ojos sobre las fundas salpicadas, dio media vuelta y taconeó hacia los
dormitorios. Recuperé el cuaderno y observé la hoja del cuestionario manchada
de rojo. Suspiré y me puse a transcribir la lista en una página limpia.
—¡Este mocoso me
tiene harta con sus ocurrencias! ¡Y mamá no le pone freno! ¡Es un sápatra! —lloriqueó
mi amiga.
—Sátrapa, Samanta
—la corregí.
—¡Lo que sea!
Tenés suerte de no tener hermanos sobreprotegidos como el gurka.
—A lo mejor tu
mamá tiene razón. Si no insistieras en llamarlo de ese modo, no se obstinaría
en imitar la conducta de esos sicarios. Me acuerdo que tenía diez años cuando
diste en llamarlo así —evoqué.
—¿Y no tuve
razón? ¡Nos arruinó la primera cita que conseguimos! Pensar que teníamos la
casa para nosotras y los viejos volvían a la noche… —rememoró.
—Bueno… —alegué
conciliadora—. Yoni se había puesto pesado y te tocó una teta. El gur… Guille —me
corregí—, reaccionó como hermano varón. Le dio una flor de patada. Si Ale no se
hubiera metido, ahí habría terminado todo.
—¡Al tuyo lo
coceó en las bolas! —carcajeó Samanta.
—¡Sí! ¡Salieron
disparados mientras nosotras inmovilizábamos a tu hermano!
—¡Decime si no le
acerté con el apodo!
—No sé. Se pasó
toda la tarde navegando por Internet para averiguar a quien se parecía y
después se compró una réplica de plástico de la daga. Tal vez, habría sido
mejor llamarlo sir Lancelot. De investigar a este personaje, hubiera copiado
sus buenos modales —reflexioné.
—¡Los malos
modales del gurka son innatos! —afirmó Samanta. Se levantó del sillón—: Me voy
a cambiar la remera y seguimos. Si terminamos la tarea, madre nos autorizó a ir
al cumple de Goyo. Como te quedás el fin de semana, con la venia de mamá basta.
A mí me gustaba
poco el festejante de Sami. Se decía que en sus fiestas corrían el alcohol y
las drogas. Y mi amiga era lábil a las transgresiones. Yo cuidaré de las dos, decidí.