domingo, 26 de enero de 2014

CONFLICTO AMOROSO - I



¡No lo podía creer! El aclamado orador, para cuya exposición Noel se comió una acampada de dos días y dos noches, era Guille o, más precisamente, el Gurka, como lo llamábamos Samanta y yo. No había prestado atención al nombre del disertante porque su especialidad era la informática y yo concurría a la Feria Anual de Tecnología y Arte para asistir a la presentación de las nuevas esculturas de India. Me había puesto a recorrer el recinto central rodeado de salas de exposición que estaban identificadas desde la A hasta la G. Mi amiga exhibía en la sala B adonde todavía no esperaba ningún espectador. Salvo la D, las demás reunían grupos discretamente numerosos. Me acerqué a mirar el afiche que promovía la actividad que tanto auditorio congregaba y me quedé con la boca abierta. ¡Era él, sin dudas! Con trece años más, el pelo oscuro casi al rape y la mirada de expresión desafiante. La fila de asistentes caracoleaba a lo ancho del salón para no tapar el ingreso a los otros eventos y se bifurcaba en la entrada. El público era heterogéneo: hombres, mujeres, y adolescentes con pinta de estudiantes. Pronto, el último que se agregara, estaría a la altura del primero de la cola. Hacia allí me dirigí esperando encontrar a mi pareja. Noel era ingeniero en sistemas y nos conocimos en el casamiento de Marga. Confieso que me impactó cuando lo ví porque se destacaba entre los demás hombres por su atractivo. Además era simpático e inteligente. Tenía dos años menos que yo y aunque siempre soñé con un amante experimentado que al menos me llevara diez años, no deslucía junto a él e incluso parecía más joven. Bailamos toda la noche y nos seguimos viendo hasta concretar el vínculo que nos unía. No habíamos hablado de casamiento por más que ambos nos presentamos a las respectivas familias y a los amigos comunes. Lo divisé en los primeros lugares de espera.
—¡Marti! —se sorprendió—. ¿No tendrías que estar en la muestra de India?
—Hola —lo besé en la mejilla—. El salón está cerrado y no hay más presentes que yo. Todavía… —aclaré para disipar el brillo divertido de sus ojos.
No pude evitar una risa que lo relevó de contenerse. India era una buena amiga pero una mediocre escultora que exponía gracias a las relaciones de su padre. Creo que ella lo sabía, no obstante porfiaba en lograr algún día una obra que la proyectara. Yo asistía a todas sus exposiciones añadida a los concurrentes que buscaban quedar bien con su progenitor. Tal vez esta actitud solidaria me salvó de que me favoreciera con sus creaciones que ya ocupaban una sala especialmente diseñada en su casa.
—¿Sabés que lo conozco a Guille? —le dije para suspender el recreo a costa de India.
Perdió la risa inmediatamente. Me miró como si le hubiera anunciado que la conferencia se iba a suspender y carraspeó al recuperar la voz: —¿a Guille? ¿Qué querés decir?
—Eso, nomás —respondí con despreocupación.
—¿A Guillermo Moore? —insistió.
—¿En qué idioma hablo, Noel? ¡Conozco a Guillermo Moore, alias Guille, alias el gurka! —afirmé ya fastidiada.
La cola empezó a moverse. Me atrapó del brazo y me arrastró con él.
—¡No te muevas de la salida! ¡Cuando termine el panel me lo tenés que presentar!
Habíamos llegado a la entrada y me frenaron por no tener el boleto. Desde adentro Noel me gritó: —¡Esperame!
Le hice un gesto para que se fuera tranquilo y me aposté en la puerta del salón B. Ya estaban esperando tres parejas mayores, seguramente clientes de Bernardo, el padre de India. Me aparté un poco y me puse a divagar.
Recién a los treinta, después de haber recibido más cachetadas que caricias de la vida, pude establecer una relación sin hostilidades con mi madre. Me independicé tan pronto terminé el secundario para lo cual me empleé en una multinacional como telefonista, con un sueldo que me permitió pagar el alquiler de un mono ambiente aunque remontara muy ajustada el resto del mes. En esa época la familia de Samanta, mi mejor amiga y compañera de estudios, se mudó a Inglaterra. Yo frecuentaba su casa no solo para estudiar sino para alejarme un poco de la mía y de los permanentes encontronazos con mi progenitora que transitaba su estado de viudez juvenil como si yo no sufriera las consecuencias de la orfandad paterna desde mi primer año de vida. Aunque terminé por reconocer su dedicación como madre, su aureola de martirio la aislaba de todo acercamiento afectivo.
Habían pasado trece años. Los recuerdos me atropellaron y reviví el momento más significativo que definía al gurka de cuerpo entero. Samanta y yo estábamos en cuarto año y teníamos diecisiete cumplidos. Nos habíamos juntado para completar la tarea de literatura y nos acomodamos en el estudio de su papá; ella estirada en el sofá grande de espaldas a la pared, y yo en el diván chico.
—La Ramírez debe haber nacido antes del diluvio —rezongó Samanta—. ¡Mirá que obligarnos a presentar el trabajo manuscrito en la era de las impresoras 3D! —estaba con la notebook apoyada sobre el estómago buscando la biografía y el texto que teníamos que leer para completar el cuestionario.
—¡Dale! —la apuré—. Que si no, no terminamos más —mientras ella leía, yo ojeaba las preguntas que teníamos que contestar. A su término, ya tenía una idea aproximada de las respuestas —. Te dicto y vos vas llenando la lista —le dije.
—Escribí vos, Marti, que tenés mejor letra —argumentó en tono plañidero.
Hice un gesto de resignación porque Sami tenía un encanto especial para zafar de las obligaciones. Levanté la vista y grité al ver la figura salpicada en sangre asomando detrás del sillón. El desquiciado blandía un cuchillo y solo atiné a lanzarle el cuaderno de tareas para evitar que atacara a Samanta. Aullando, hundió una y otra vez el puñal en el cuerpo de mi amiga cuyo alarido viró del pánico a la cólera al ver su polera blanca manchada de rojo. Tomó de los pelos al malhechor y lo arrojó al suelo.
—¡Estúpido, tarado, me arruinaste el suéter nuevo!
—¡JajjJajj! —se atragantó su hermano—. ¡La cara que pusieron! ¡JajjJajj!
—¡Mamá! —vociferó Sami—. ¡El gurka me echó a perder la polera nueva!
Alejandra, su mamá, ya estaba en la puerta atraída por nuestros chillidos. Miró a sus dos hijos ensangrentados, el gesto de ira de Samanta, la sonrisa medrosamente satisfecha de Guille, y ordenó: —Guillermo, te vas a tu habitación. Después subo a charlar con vos.
—¡Pero mamá! ¡Tengo la fiesta de disfraces en lo de Pitu! —protestó.
La cara de su mamá lo convenció de que no le convenía discutir. Salió arrastrando los pies y chorreando el cuchillo con colorante.
—Y a vos —le dijo a Sami—, ya te dije que no lo llamés más con ese mote.
—¡Lo es, lo es! ¡Mirá cómo dejó mi ropa!
—Sacátela que te la lavo. Con cloro queda como recién comprada.
—¡Vos siempre lo defendés! ¿Y qué vas a hacer con los almohadones del sofá, eh? —la desafió.
Alejandra clavó los ojos sobre las fundas salpicadas, dio media vuelta y taconeó hacia los dormitorios. Recuperé el cuaderno y observé la hoja del cuestionario manchada de rojo. Suspiré y me puse a transcribir la lista en una página limpia.
—¡Este mocoso me tiene harta con sus ocurrencias! ¡Y mamá no le pone freno! ¡Es un sápatra! —lloriqueó mi amiga.
—Sátrapa, Samanta —la corregí.
—¡Lo que sea! Tenés suerte de no tener hermanos sobreprotegidos como el gurka.
—A lo mejor tu mamá tiene razón. Si no insistieras en llamarlo de ese modo, no se obstinaría en imitar la conducta de esos sicarios. Me acuerdo que tenía diez años cuando diste en llamarlo así —evoqué.
—¿Y no tuve razón? ¡Nos arruinó la primera cita que conseguimos! Pensar que teníamos la casa para nosotras y los viejos volvían a la noche… —rememoró.
—Bueno… —alegué conciliadora—. Yoni se había puesto pesado y te tocó una teta. El gur… Guille —me corregí—, reaccionó como hermano varón. Le dio una flor de patada. Si Ale no se hubiera metido, ahí habría terminado todo.
—¡Al tuyo lo coceó en las bolas! —carcajeó Samanta.
—¡Sí! ¡Salieron disparados mientras nosotras inmovilizábamos a tu hermano!
—¡Decime si no le acerté con el apodo!
—No sé. Se pasó toda la tarde navegando por Internet para averiguar a quien se parecía y después se compró una réplica de plástico de la daga. Tal vez, habría sido mejor llamarlo sir Lancelot. De investigar a este personaje, hubiera copiado sus buenos modales —reflexioné.
—¡Los malos modales del gurka son innatos! —afirmó Samanta. Se levantó del sillón—: Me voy a cambiar la remera y seguimos. Si terminamos la tarea, madre nos autorizó a ir al cumple de Goyo. Como te quedás el fin de semana, con la venia de mamá basta.
A mí me gustaba poco el festejante de Sami. Se decía que en sus fiestas corrían el alcohol y las drogas. Y mi amiga era lábil a las transgresiones. Yo cuidaré de las dos, decidí.

jueves, 23 de enero de 2014

VIAJE INESPERADO - XXVIII



—¿Puedo interrumpir? —preguntó Leonora a la pareja absorta en su propio mundo.
Su hermano le dirigió una mirada de perdonavidas y Cami una risa cantarina.
—Hablé con Marcos y Arturo para que me ayudaran a plasmar una idea que concebí de manera intuitiva y resultó que era muy viable. Presten atención —los exhortó, y durante varios minutos les detalló su proyecto.
—¡Es perfecto, Leo! —opinó la heredera—. Nosotras trabajaremos en la clínica y Toni podrá controlar la explotación de los campos —lo miró zalamera—. ¿Lo harías?
—¡Pará, Cami! Que lo único que puede controlar si arrendás los campos es el pago del contrato —le informó su potencial cuñada.
Camila se encogió de hombros y declaró optimista: —¡Mejor! Así Toni adquirirá experiencia trabajando con Marcos y su padre.
Antonio estaba tan flechado por la impetuosa joven que hubiera caminado sobre ascuas si ella se lo pidiera. Leonora lo miró compasiva y suspiró: —Por lo visto nada los desalienta. Prepárense para enfrentar mañana la histeria de Teresa y Matías durante la lectura del testamento. Tendrás que usar toda tu capacidad de convicción, así que no la malgastes con este sujeto —la previno a Camila.
El sujeto sonrió como si lo hubiese halagado lo que despertó la hilaridad de su hermana: —¡Quién los ha visto y quién los ve trastornados…!
—¿Cuál es el chiste? —Marcos depositó una bandeja con cuatro copas, una botella de champaña y un plato con golosinas sobre la mesa.
Leo le contestó con otra pregunta: —¿Qué festejamos?
—Comienzos, digamos —dijo él con vaguedad.
—¿Por qué en plural? —lo desafió ella.
La desarmó con la sonrisa antes de contestarle: —El nacimiento de una heredera y el de un nuevo trabajador… Digamos —sus ojos brillaban burlones.
Leonora hizo un mohín de… ¿decepción? imaginó Marcos jubiloso. Descorchó la botella y llenó las copas. Le tendió la primera demorando el roce de sus manos.
—¡Faltan Irma y tu papá! —señaló ella para ocultar su turbación.
—Se retiraron a descansar. Olvidé transmitirles sus disculpas —se excusó ante el grupo. Alcanzó la bebida a Camila y a Toni y levantó su copa en un brindis: —Por los enigmáticos designios de la providencia que los congregó en este pueblo. ¡Salud! —el tintineo del fino cristal al rozarse se fusionó con los latidos de los jóvenes corazones.
—La providencia a veces no muestra su aspecto más benévolo —observó Leo—. Podría haber conducido a Cami a la locura.
—¡Pero no fue así, amiga! Contaba con tu porfía que obró como un imán para atraer a tanta gente solidaria —aseguró Camila.
—Y con tu encanto, preciosa, que me atrapó apenas te ví  se agitó en la mente de Marcos.
—Ratifico la dedicatoria —abogó Toni—. Si no me hubiese conducido hasta aquí, mi vida carecería de sentido.
—¿Entonces no te motivó el saber qué me pasaba? —su hermana frunció los labios con desencanto.
—¡Sí, tesoro! —Toni se levantó para abrazar a la huraña muchacha como deseaba hacerlo su enamorado—. Lo que dice Cami es que fuiste el catalizador de nuestras reacciones. ¿No es así, jefe? —lo involucró a Marcos.
—Debo confesar que desde que me atropelló fue el centro de mi atención —dijo el nombrado con seriedad.
—¿Cómo fue eso? —averiguó Camila.
—¡Oh! Nada más que un accidente… ¡Y no con el auto! —se apresuró a explicar Leo.
Los tres la miraron risueños hasta que ella se aflojó en una carcajada: —Se interpuso en mi camino cuando me retiraba de la estación de servicios —aclaró cuando pudo hablar.
—¡Y conste que fue el primer día! —remató Marcos—. No podrías pasarme desapercibida… —le precisó en tono intimista.
Leonora no pudo desoír la confesión del hombre. Alzó los ojos para recorrer el rostro atrayente hasta convergir en las pupilas cuyo reclamo la sofocó. Él se aproximó lentamente y tomó sus manos para acercarlas a sus labios. Murmuró para que solo ella pudiera escucharlo: —Quiero estar a solas con vos…
¡Y yo con vos…! pensó Leo estremecida. Soltó sus manos sin brusquedad resignada al abandono de la Providencia que pareció olvidarlos en esta aspiración.
—¡Llueve de nuevo! —descubrió Camila. Se desperezó—: Me voy a dormir. Ha sido un día agotador. ¡Buenas noches a todos! —saludó, y la última mirada fue para Toni.
Después de tomar otra copa de champaña, Antonio anunció su repliegue: —Los dejo, mañana debo madrugar para no llegar tarde al trabajo —declaró en tono zumbón.
Marcos movió la mano como para espantar a una mosca y Toni se alejó con una sonrisa. Leo recogió las piernas debajo de la falda y observó la fina cortina de agua que se revelaba bajo los relámpagos. Una ráfaga la dispersó salpicando el sillón adonde estaba acurrucada. Se abrazó a sí misma estremecida por un escalofrío al tiempo que Marcos se sentaba a su lado.
—Me parece que yo puedo abrigarte con más holgura —sugirió inclinándose sobre ella.
No alcanzó a completar la maniobra porque lo impidió el agudo sonido de su celular. Miró la pantalla antes de atender: —¿Qué pasa, Mario? —preguntó sin violencia. Escuchó con atención y dijo—: Tranquilo que voy para allá.
Leonora bajó las piernas al piso y lo interrogó con la mirada.
—Asaltaron la gasolinera e hirieron a Antonio. Tengo que ir, querida.
—¡Te acompaño! —formuló la joven con firmeza.
Él no se detuvo a polemizar porque la quería a su lado. Corrieron hacia la camioneta e hizo un alto en la entrada para avisarle al casero adonde iban en caso de que preguntara su padre. Leo no interrumpió la concentración del hombre en el camino castigado por una lluvia cada vez más copiosa. Paró el auto delante de un edificio pintado de blanco y le abrió la puerta para que bajara.
—Este es el hospital del pueblo —manifestó—. Aquí nos espera Mario.
Encontraron al muchacho en un corredor frente a la puerta de un cuarto. Su rostro se distendió al verlos: —¡Señor Silva, Leo…! ¡Gracias por venir!
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Marcos.
—Le extrajeron la bala. Por suerte no afectó ningún órgano. En cuanto terminen de vendarlo podré llevarlo a casa, me dijeron.
—¿Vos estás bien? —se interesó la chica.
—Gracias a mi papá —contestó el muchacho con voz quebrada.
Leo lo abrazó hasta que los temblores de Mario se calmaron. Se apartó un poco avergonzado de su debilidad, que absolvió la cariñosa sonrisa de la muchacha.
Un médico salió de la habitación una hora más tarde y saludó a Marcos al reconocerlo: —¡Salud, compañero! ¡Hace más de una semana que te perdiste!
—Hola, pelado. ¿Ya liquidaste a tu paciente? —le contestó al facultativo que exhibía una abundante cabellera.
—¡Qué va a pensar tu bella compañera! —la tomó del brazo—. Mi nombre es Jorge y este sujeto no es de fiar. ¿Hace cuánto que estás en el pueblo?
—Más de una semana —dijo Leo riendo.
El doctor miró el semblante burlón de la joven y masculló: —Ahora entiendo…
—Mario está impaciente por tu informe —arengó Marcos.
—Lo podés llevar a tu casa. Que esté en reposo y pasá por enfermería adonde te entregarán los antibióticos y calmantes. Mañana al mediodía traelo para la curación y llamame a casa si se presenta alguna complicación —le enumeró a Mario en tono profesional. Se volvió hacia Leo—: No escuché tu nombre.
—No te lo dijo —terció Marcos—. Y aquí termina tu intervención profesional. Nos ocuparemos de llevar a Antonio a su casa.
—¡Siempre tan expeditivo…! Acordate que tenemos una partida pendiente desde hace más de una semana —recalcó Jorge.

domingo, 19 de enero de 2014

VIAJE INESPERADO - XXVII




Él estaba de espaldas distribuyendo las brasas debajo de la carne acomodada en la parrilla. Se había quitado la camisa y Leonora admiró el juego de su musculatura iluminada por el resplandor. Un inquieto hormigueo le recorrió el estómago al imaginarse aprisionada contra el torso desnudo. El hombre, intuyéndola, se volvió hacia la puerta. Ella caminó hacia él como en trance, se dejó quitar la copa de la mano y comprobó que estar encerrada entre sus brazos superaba su febril imaginación. Se abandonó sobre el pecho palpitante de Marcos aspirando el olor de su piel humedecida por el calor del fuego, inquietante amalgama de loción y de humo. El beso inquisitivo sometió su boca y liberó sus emociones; sus brazos se anudaron detrás del cuello masculino intensificando la zona de contacto de sus cuerpos.
—¡Leo, Leo…! ¡Mi amor…! —jadeó Marcos trastornado, manteniendo la caricia.
Ella, tiempo después, sonrió al recordar esa noche. ¿Adónde habrían terminado si la centella no hubiese estallado tan cerca de la casa? En el piso, se dijo con descaro.
La explosión la sobresaltó y dejó escapar un grito que sonó como un gemido contra la boca que aprisionaba la suya. Él no la soltó, la abrazó con fuerza e intentó calmarla: —¡Shhh… querida! No hay peligro. La casa está resguardada con un pararrayos.
—¡Pero los demás están fuera de la casa! —balbuceó conmocionada.
—La casa y sus alrededores —precisó el hombre mientras le despejaba los mechones rebeldes que velaban su rostro.
—¿Están bien? —Camila irrumpió a la carrera. Atrás asomaron Toni, Arturo e Irma.
—No hay cuidado —afirmó Marcos sin alterarse ni desasirla—. Un susto, nomás.
La joven se separó con la cara arrebolada: —¡Pensé que había caído adonde estaban ustedes! —exclamó.
—Fue en la zona aledaña al campo —explicó Arturo—. Quédense tranquilos que estamos dentro del radio protegido por el desionizador —se dirigió a su hijo—: Con Toni corrimos la mesa bajo la galería porque pronto comenzará a llover.
—Bien, papá. Dentro de una hora estaremos comiendo.
Vio con desilusión que Leonora se retiraba con el resto del grupo ignorando el ruego de su mirada. ¿La habría ahuyentado con su vehemencia? No. Porque ella correspondió con pasión al abrazo y al beso. Calma, viejo, que estás en víspera de concretar una relación que hace una semana ni presentías. Apartó sus divagaciones con un movimiento de cabeza y se concentró en vigilar la cocción del asado. Los truenos se espaciaron y los sustituyó un polifónico aguacero que realzó la íntima cena. Camila y Toni estaban construyendo los cimientos de su vínculo, aislados en su diálogo personal.
—¿Por qué Marcos y vos estaban tan seguros de que un rayo no iba a caer en la casa? —preguntó Leo.
—Porque instalamos un sistema de seguridad —respondió el interpelado.
—Marcos dijo pararrayos, pero vos… —intentó recordar.
—Me referí al desionizador —ayudó Arturo—. Es un aparato que, para explicarlo sencillamente, en lugar de atraer los rayos, los disipa. Recurrí a este mecanismo después de que una sobrecarga destruyó el pararrayos antiguo. Tanto la estancia como los establos cuentan con este artefacto —abundó.
—Nunca me olvido de cuando explotó el pararrayos —intervino Irma—. Quito tenía trece años y estaba jugando con la computadora. Pegó un salto y salió disparado hacia el porche voceando su nombre. Pensé que se había asustado y corrí hasta la puerta, pero él ya estaba subido a la camioneta y enfilaba para el campo. Lo buscaba a usted, don Arturo, creyendo que le había pasado algo.
—¿Así que ya estabas en camino cuando cayó el rayo? —demandó en tono acusador a su hijo—. Eso me dijiste cuando te bajaste del auto como un demente.
Marcos no pudo contener una carcajada. ¡Habían pasado tantos años y el viejo aún recordaba la excusa que le dio para justificar su aparición en medio de la tormenta!
—Fue lo primero que se me ocurrió. Y no vas a negar que el pretexto de preocuparme por Rocinante me absolvió de una reprimenda —dijo aún riendo.
—¿Quién era Rocinante? Obvio que un caballo —se apresuró a convenir Leo.
—Un tordillo plateado que me regaló cuando cumplí once años —explicó Marcos—. Por entonces, había leído en la escuela una versión para adolescentes del Quijote y El Cid Campeador, lo que me suscitó un gran dilema al elegirle el nombre: Rocinante o Babieca.
—¿Y cómo lo resolviste?
—Tirando una moneda. Los dos me fascinaban —confesó el hombre con una sonrisa.
—¿Aún vive? —se interesó la joven.
—Sí —le contestó cautivado.
—¿Es el que montaste cuando fuimos a cabalgar?
Arturo e Irma, fuera del ejido que contenía a la pareja, cambiaron una mirada de comprensión y se abocaron a despejar la mesa.
—No. Ya tiene más de treinta años y no quería fatigarlo con ninguna exigencia.
—¡Pero si paseamos a ritmo moderado!
—Es cierto. Aunque debía estar atento a que tu cabalgadura no se espantara y tuviese que acudir en tu auxilio.
—Como un caballero andante —se burló Leonora—. Ahora me explico por qué le pusiste Rocinante.
—Así es, mi Dulcinea —aceptó Marcos contemplándola con avidez.
Ella apartó la vista de las pupilas viriles que le hablaban con el deseo vehemente que reconocía en sí misma. ¿Podría derribar las vallas de contención que le impedían responder al llamado masculino? Como un centinela que velara por su cordura, emergió la charla que había tenido con Camila.
—Marcos —replegó a la hembra enamorada y la sustituyó por la profesional eficiente—: Necesito hablar con vos y tu papá.
Él la observó desconcertado por la mudanza de talante. Antes de que pudiera reaccionar, ella insistió: —¿Entramos?
Marcos hizo un gesto resignado y se levantó para escoltarla. Camila y Antonio quedaron como únicos ocupantes de la mesa totalmente desinteresados del movimiento a su alrededor.
—¡Ah…! ¡Bienvenidos! —se alegró Arturo—. ¿Gustan compartir un café?
—Sí —aceptó Leo—, y una charla.
Irma se alejó mientras ellos se sentaban alrededor de la mesa baja, para regresar con una bandeja y las humeantes infusiones. Afuera, el viento se arremolinaba intentando expulsar las nubes de tormenta.
—Necesito que me asesoren en un proyecto —principió Leo. Irma, haciendo gala de discreción, se levantó para salir. Ella la tomó de la mano—: No, Irma, quedate por favor. Me dirigí a los hombres porque son expertos en manejo de campos, pero cualquier opinión será bien recibida —la mujer volvió a su lugar—. Bueno, el asunto es que Camila, enterada de la paternidad de Nicanor, no pareció estar muy afectada por el descubrimiento, ni está en sus planes expulsar a la tía de su casa, ni denunciar a Matías. Recibirá el legado y tendrá que resolver como manejarse con su primo, para lo cual pidió mi colaboración —tomó aliento e hizo una pausa.
Respetaron su silencio hasta que retomó la palabra: —He partido de la siguiente premisa: tanto vos como Marcos vacilaban en aceptar mi presunción de que Matías estaba detrás de la herencia porque sostenían que su profesión y su sanatorio le eran muy redituables —esperó y aceptó el silencio como asentimiento—. Pensé que la loable actitud de Camila no tenía por qué incluir el sostén de la tía ni la defensa de los bienes de su primo. Que él, por su enfermedad, no estaba en condiciones de administrar su patrimonio hasta completar un tratamiento por su adicción, y que los campos heredados podrían sufragar, hasta estabilizar las finanzas de Matías, los pagos adeudados al banco para que la clínica siga funcionando. ¿Es un desvarío de mi parte? —miró ansiosa a lo hombres.
—Podría ser un buen plan —aceptó Marcos—, siempre que encuentres un gerente honrado.
—Por mi profesión, conozco gente capacitada y recomendable para hacerlo. Además, Camila y yo podríamos supervisar los movimientos administrativos de la entidad. En cuanto a Matías, deberá nombrar a los profesionales que lo suplantarán durante su rehabilitación.
—Estás muy segura de que aceptará —una chispa escéptica brilló en las pupilas de Marcos.
—Lo hará si no quiere perder su sanatorio, su reputación y su fuente de ingresos —afirmó desafiante—. A pesar de que nunca me cayó bien, quiero creer que la conducta de Cami le servirá de inspiración.
Arturo sonrió ante el desenfado de la joven: —¡Sí que te contrataría como mi representante! Verás —prosiguió—, arrendar los campos no es una idea disparatada. Nicanor los explotó por sí mismo hasta dos años atrás y luego se tomó tanto tiempo para decidir alquilarlos a Recalde que lo sorprendió la muerte. Este paisano accederá a la propuesta que le hagan.
—¡Genial! —se entusiasmó la chica—. ¡Le hemos resuelto el problema a Camila!
—Lo hiciste vos solita —dijo Arturo con honradez—. Supongo que si vas a colaborar con ella tendrás que instalarte en Vado Seco.
—Bueno… —vaciló Leo—. No lo había pensado —no se animó a mirar a Marcos—. Es hora de que le transmita a Cami el programa —murmuró y salió al encuentro de su amiga.
—¿Vas a desperdiciar la oportunidad, Quito? —Irma habló por primera vez.
Él rió entre dientes y solo dijo: —Gracias, papá.

domingo, 12 de enero de 2014

VIAJE INESPERADO - XXVI



Arturo se les unió una hora después. No comentó nada delante de los comensales pero habló con su hijo y Antonio en un aparte. Los más jóvenes reanudaron la tarea diaria y Leonora, después de que Cami se retirara a descansar, tuvo una charla con Silva padre.
—No estabas equivocada, hija —confirmó—. Matías está metido en deudas de juego por las que hipotecó la clínica. Y parece que no escarmentó, porque el banco amenaza rematarla si no paga las cuotas.
—¿Pagó al menos las deudas de juego?
—Esas sí, porque son peligrosas. Pero en lugar de usar los recursos de su profesión para enfrentar las mensualidades, siguió jugando. Ahora está a punto de perder el edificio.
—Las adicciones son funestas —reflexionó Leo—. Pueden hundir en la degradación a una mente esclarecida como la que debe tener Matías para haber logrado prestigio entre sus pares. Tal vez este episodio lo salve de la ruina total.
—Hablá con Camila cuando lo consideres adecuado. Yo le pediré al escribano López que organice la lectura para el viernes y notifique a los deudos —indicó Arturo—. Ahora vuelvo con los muchachos y vos debieras descansar.
—Eso haré —dijo Leonora. Se inclinó sobre el hombre y besó su mejilla con cariño—: ¡Gracias, Arturo! Esta habría sido una aventura siniestra sin la colaboración de ustedes.
El hombre sonrió y se llevó una mano al corazón: —Es nuestra la satisfacción por ver alegría en tu rostro.
Anacleto la detuvo en el camino: —Camila solo necesita reposar para recuperarse. Yo vuelvo a casa y si me precisa llámeme al celular.
Leo le agradeció con un abrazo y entró a la casa exultante. Una idea iba tomando forma en su mente. Cami dormía con placidez en el cuarto sumido en la penumbra. Se movió con sigilo para no despertarla y después de una ducha refrescante ocupó la otra cama adonde, a poco, el sueño la alcanzó.

∞ ∞
Camila abrió los ojos sintiéndose descansada y optimista. Ladeó la cabeza y observó el lecho adonde estaba tendida Leo. Se desperezó con languidez y dejó vagar sus pensamientos. Tendríamos que estar frente al Perito Moreno o deambulando por el bosque petrificado en compañía de quién sabe quién o solas. A pesar de su delito no puedo guardarle rencor a Matías porque de no ser por su maniobra no hubiese vuelto a Vado Seco ni conocido la faceta oculta de Antonio. ¡Qué destino bromista! ¿Por qué no encontrarnos en Rosario? Estábamos más cerca… Pero entonces Leo no hubiese conocido a Marcos ni Toni la oportunidad de un trabajo que le entusiasma. Sí… Por algo las cosas convergieron hacia acá.
—¿Estás despierta? —susurró Leonora.
—Sí, amiga del alma. No quise incomodarte —le respondió con afecto.
Leo se pasó a su cama y la abrazó: —¿Dormiste bien?
—Como un lirón. ¿Pero a qué se debe esta demostración de lesbianismo? —preguntó burlona.
Leonora largó la carcajada. Las salidas de Cami siempre la divertían: —Es tu culpa. Anoche me pediste que no me fuera así que me acosté con vos y te arrullé con mi dulce voz hasta que te dormiste.
Camila dijo emocionada: —¡Querida Leo, tu perfume y tu voz fueron más potentes que las drogas! —Después hizo una mueca y la empujó—: Ya te confesé mi eterno agradecimiento, de modo que levantémonos y vayamos en busca de otras cercanías más placenteras.
Leonora se sentó en la cama y la tomó de la mano: —Antes, tenemos que hablar.
Cami estudió el rostro serio de su amiga y se acomodó a sus pies sobre la alfombra: —Soy toda oídos.
—Siempre me dijiste que tu relación con Nicanor fue distante —empezó Leo. Se detuvo buscando la manera de seguir—. Lo que te voy a relatar —continuó—, pertenece al pasado pero afecta tu presente y tu futuro —sin desasir su mano, desgranó la historia de la verdadera filiación de Camila, el complot de su primo, y la convocatoria del viernes para la lectura del testamento. Cuando terminó, esperó la reacción de su amiga que había escuchado el testimonio sin interrumpirla. Cami se tomó un tiempo para asimilar las palabras de Leo, conservando sus manos aferradas como buscando un enlace con la realidad.
—¿Sabés? —dijo por fin—. No me siento hija de nadie. De mis padres tengo un vago recuerdo que mi familia no se preocupó en actualizar, y de Nicanor un trato parco y escaso. No sé si esta revelación me provocará una crisis más adelante, pero ahora no siento siquiera rencor por haberme desconocido —le preguntó a Leo: —¿Pensás que soy un monstruo?
Leonora la abrazó impetuosamente: —¡No, querida! ¡En todo caso los monstruos son ellos por haberte privado de tu verdadera identidad! Lo que no pudieron quebrantar fue tu maravilloso espíritu que te permitió sobreponerte a las carencias afectivas. Tendrás que pensar y asesorarte acerca del uso del legado y resolver el destino de tus parientes.
—No puedo echar a Teresa de la casa. Allí nació y se crió —le confesó con desaliento—. Por otro lado, tampoco levantaré cargos contra Matías, aunque no puedo aprobar su manipulación. ¡Está enfermo, Leo! Él es quien debería estar internado en su clínica.
—Conociéndote —arrancó Leonora—, supuse que la herencia no modificaría tu natural generosidad, aunque insisto en que no debés despreciarla. Es la manera que encontró Nicanor para compensar su falta y te corresponde por derecho propio. Me parece bondadoso permitir que tu tía siga ocupando la casa, pero no pienso lo mismo con respecto a Matías.
—¿Qué puedo hacer, Leo? —dijo desanimada.
—Tengo una idea aproximada, aunque antes debo asesorarme con Arturo y Marcos. ¿Tendrás paciencia?
—¡Lo dejo en tus manos! ¿Esperás a que me dé un baño? —inquirió pasando a otra cosa.
Bajaron a las seis de la tarde. Irma las instó a que se sentaran en la galería adonde les sirvió una infusión con una deliciosa torta casera.
—¡Nos estás malcriando, Irma! —señaló Leo.
—¡Ustedes me hacen rejuvenecer! —sonrió la nombrada—. Volver a la estancia para atenderlas me recuerda la época en que velaba por Quito. Además, esta niña necesita reponerse —agregó contemplando a Camila.
Tres hombres acalorados y sudorosos regresaron a las ocho. Tras saludar a las mujeres subieron a higienizarse para reunirse con ellas media hora después.
—¡Muchachas, hace tiempo que esta casa no resplandecía con el aporte femenino! —requebró Arturo a las chicas que estaban contemplando en el porche el distante resplandor de una tormenta.
Se volvieron con una sonrisa que embelesó a los jóvenes que lo seguían. Don Silva los dejó estar hasta que rompió el clima con una observación: —Marcos, ¿irías a prender el fuego para comer antes de la medianoche?
Su hijo le dedicó un gesto burlón antes de dirigirse al quincho que contenía la parrilla a cubierto, rehusando en el camino la ayuda ofrecida por Toni. Leonora se levantó para colaborar con Irma mientras Arturo y Antonio acomodaban la mesa y las sillas sobre el césped. Después de alcanzarle la carne y las achuras a Marcos, la mujer destapó una botella de vino: —¿Querés llevarle una copa al asador? —le preguntó a su huésped—. Cami y yo terminaremos de tender la mesa.
—¡Dale, amiga! ¡Retomar la rutina es parte de mi recuperación! —reclamó Camila.
Leo se sometió a la presión de las conspiradoras con una sonrisa porque también ella disfrutaba de los momentos a solas con Marcos.

jueves, 9 de enero de 2014

VIAJE INESPERADO - XXV



Toni se levantó e interrogó al médico con la mirada. El hombre se dirigió al grupo y en particular a Rodenas: —Según mi evaluación, la señorita Camila Ávila está en pleno uso de sus facultades mentales y en condición de decidir su externación, criterio que dejo asentado en un acta con la firma de los representantes de partes, doctor Julio Berti y doctora Leonora Castro. El original será entregado al gobernador y una copia al demandado y demandante para que sean utilizados a los fines legales que correspondan —dicho esto saludó a los dueños de la propiedad y se dirigió al exterior.
El juez, antes de salir, se acercó a Silva: —Arturo, ahora entiendo el simulacro de distracción que pergeñaste. He sido testigo de una maniobra para desnaturalizar la condición síquica de la joven Ávila que ha demostrado estar muy lejos de la locura que le atribuye su pariente. Pido disculpas por haber intentado ingresar a tu hacienda.
—No con mi apoderada, amigo —rió Arturo—. Yo me disculpo por haberte negado, pero tenía órdenes precisas —le tendió la mano, se la estrecharon, y Berti abandonó el salón.
Afuera, Toni junto a Marcos despedían a la comitiva oficial. Los autos de Matías y el comisario levantaban polvareda ya cerca de la tranquera.
—Te debo una grande, chango —dijo Antonio abrazando a su amigo.
—Parte de lo que yo te debo —respondió Andrés agradecido de estar vivo por el auxilio de Toni cuando los alcanzó un alud en cerro Chapelco—. Si este médico te causa algún problema, no tenés más que avisarme.
Después de que la máquina se elevó, los hombres entraron a la casa. Leo y Camila estaban compartiendo con Arturo las alternativas de la entrevista.
—No quiso levantar ningún cargo contra él —decía Leonora—. Pero llegamos a un acuerdo con el juez para pedir una orden de restricción por lo que no podrá acercarse a ella so pena de incurrir en delito.
El ingreso de los jóvenes interrumpió la charla. Cami le obsequió a Toni una sonrisa de bienvenida que aceleró el ritmo cardíaco del hermano de Leo: —¡Gracias, Toni! No olvidaré tu ayuda —expresó con efusión.
El nombrado se le acercó y la tomó de las manos: —Si el siquiatra no te hubiera dado el alta, ya estaríamos camino a Rosario —le aseguró enfático.
Leo hizo una mueca. Miró a los Silva y declaró: —¡Seguro! Y a nosotros que nos parta un rayo. ¿Ves, Cleto? —le señaló al risueño muchacho—, la gloria se la llevan los que no asumieron ningún riesgo…
Padre e hijo sonrieron ante la queja de la chica. Arturo le dijo: —Vayamos afuera, Leo. Debemos hablar sobre la lectura del testamento.
Salieron al porche sombreado por los árboles y se sentaron en los cómodos sillones. Irma se acercó para preguntarle al dueño de casa qué deseaba para el almuerzo.
—Algo fresco y liviano, Nana —intervino Marcos—, que debemos seguir reparando los alambrados antes de que los voltee la hacienda. Esta noche, asado en honor a Camila —se volvió hacia Leonora—: ¿estás de acuerdo, linda?
—¡Siempre dispuesta para un asado! —festejó ella. Más seria, se dirigió al hombre mayor—: ¿Cuándo será la lectura del testamento?
—Como Camila está en plena etapa de recuperación, pensé que podría fijarse para el viernes, de modo que esté preparada para asumir la paternidad de Nicanor.
Leonora asintió. Esa parte le correspondía a ella y solo buscaría el momento más apropiado para decírselo. Arturo se levantó: —Me voy a visitar a Hernández —declaró—. Tal vez pueda despejarme algunos interrogantes acerca de la conducta de Matías.
Subió a la camioneta y se despidió con un bocinazo. Marcos fijó la vista en Leonora quien, para no ceder a los sensuales pensamientos que le disparaba el hombre, preguntó: —¿Qué espera aclarar tu papá con Hernández?
Él hizo un gesto de complacencia, como si estuviera al tanto de sus emociones, antes de contestarle: —Confirmar un comentario que le hizo Saverio, el dueño de la taberna. Si no son habladurías, puede ser la explicación del proceder de Matías —y siguió inquietándola con la mirada.
—¿Por qué me observás con tanto detenimiento? —dijo al fin, perturbada.
—Porque no hay nada que me produzca más placer que mirarte, porque me pregunto qué intenciones subyacen bajo tu apariencia reservada y porque aspiro a tenerte siempre al alcance de mis brazos —manifestó con voz contenida.
No se le acercó, pero sus palabras la rodearon con la misma intensidad del abrazo implícito. Leonora se dejó dominar por el recuerdo de sus mutuas confidencias y de las caricias reprimidas que solo esperaban un signo de su parte para concretarse. Abandonó su cuerpo sobre el respaldo del asiento y sus ojos en los de Marcos. El poderío de los sentimientos masculinos la colmó de deseos inéditos que alucinó explorar en su compañía. La presencia de quienes ocupaban el interior de la vivienda evitó que Marcos la confinara sobre su pecho. Camila se afirmaba sobre el brazo de Antonio, protegidos sus ojos por gafas oscuras. Cleto los secundaba seguido por Irma, que venía a pedir instrucciones a su ahijado.
—¿Adónde comemos, Quito?
Marcos se dirigió a Camila: —Dejo a tu criterio la elección del lugar.
—¡Afuera, por favor! Estuve encerrada mucho tiempo —le pidió con exaltación.
—De acuerdo —asintió él—. Toni y yo traeremos la mesa y las sillas.
Ambos, junto a Irma y Anacleto, se dirigieron al depósito anexo a la casa. Cami se acomodó al lado de Leo, se bajó los anteojos de sol hasta la punta de la nariz, y le lanzó una mirada cómplice: —Algo me contó Toni sobre su empleador, pero infiero que entre él y vos hay un micro clima muy especial —dijo sugerente.
—¡Mirá que está locuaz mi hermanito! Y vos, todavía desvariando por efecto de las drogas —contestó aparentando enojo.
—¡Vamos, amiga! Que estoy muy lúcida y además tengo ojos en la cara. Te voy a decir mi impresión: si no hubiésemos aparecido, ese tipo te mataba a besos.
—¡Ah! ¿Y toda esa novela es fruto de tu deducción?
—Y de la observación, tonta. Los estaba mirando mientras caminaba hacia la puerta que Cleto mantenía abierta. ¡Leo…! —argumentó—, ¡se los veía tan cautivados! Marcos es el hombre que esperabas.
—Si la memoria no me falla, la que esperabas eras vos. ¿Encontraste lo que buscabas?
—No te sienta la malicia, amiguita. Pero si querés preguntar si me gusta Toni: afirmativo. Al menos este Antonio que conocí acá —sonrió—. ¿Pensaste alguna vez que seríamos cuñadas?
—Ni en estado de ebriedad. ¿No vas muy rápido, Camila? Y no porque no merezcas a Toni, sino que es muy pronto para afirmar que ha cambiado. Para mí, como hermana, sería una decepción más, pero para vos…
—¡No sigas! —la interrumpió—. Este Antonio no tiene vuelta atrás. Lo sé, desconfiada. Y si te dejaras guiar por la intuición en lugar de racionalizar todo, descubrirías a tu verdadero hermano y al amor de tu vida.
Leonora no le contestó. Ya estaban llegando los varones con la mesa y las sillas, escoltados por Irma que cargaba la mantelería.