domingo, 26 de enero de 2014

CONFLICTO AMOROSO - I



¡No lo podía creer! El aclamado orador, para cuya exposición Noel se comió una acampada de dos días y dos noches, era Guille o, más precisamente, el Gurka, como lo llamábamos Samanta y yo. No había prestado atención al nombre del disertante porque su especialidad era la informática y yo concurría a la Feria Anual de Tecnología y Arte para asistir a la presentación de las nuevas esculturas de India. Me había puesto a recorrer el recinto central rodeado de salas de exposición que estaban identificadas desde la A hasta la G. Mi amiga exhibía en la sala B adonde todavía no esperaba ningún espectador. Salvo la D, las demás reunían grupos discretamente numerosos. Me acerqué a mirar el afiche que promovía la actividad que tanto auditorio congregaba y me quedé con la boca abierta. ¡Era él, sin dudas! Con trece años más, el pelo oscuro casi al rape y la mirada de expresión desafiante. La fila de asistentes caracoleaba a lo ancho del salón para no tapar el ingreso a los otros eventos y se bifurcaba en la entrada. El público era heterogéneo: hombres, mujeres, y adolescentes con pinta de estudiantes. Pronto, el último que se agregara, estaría a la altura del primero de la cola. Hacia allí me dirigí esperando encontrar a mi pareja. Noel era ingeniero en sistemas y nos conocimos en el casamiento de Marga. Confieso que me impactó cuando lo ví porque se destacaba entre los demás hombres por su atractivo. Además era simpático e inteligente. Tenía dos años menos que yo y aunque siempre soñé con un amante experimentado que al menos me llevara diez años, no deslucía junto a él e incluso parecía más joven. Bailamos toda la noche y nos seguimos viendo hasta concretar el vínculo que nos unía. No habíamos hablado de casamiento por más que ambos nos presentamos a las respectivas familias y a los amigos comunes. Lo divisé en los primeros lugares de espera.
—¡Marti! —se sorprendió—. ¿No tendrías que estar en la muestra de India?
—Hola —lo besé en la mejilla—. El salón está cerrado y no hay más presentes que yo. Todavía… —aclaré para disipar el brillo divertido de sus ojos.
No pude evitar una risa que lo relevó de contenerse. India era una buena amiga pero una mediocre escultora que exponía gracias a las relaciones de su padre. Creo que ella lo sabía, no obstante porfiaba en lograr algún día una obra que la proyectara. Yo asistía a todas sus exposiciones añadida a los concurrentes que buscaban quedar bien con su progenitor. Tal vez esta actitud solidaria me salvó de que me favoreciera con sus creaciones que ya ocupaban una sala especialmente diseñada en su casa.
—¿Sabés que lo conozco a Guille? —le dije para suspender el recreo a costa de India.
Perdió la risa inmediatamente. Me miró como si le hubiera anunciado que la conferencia se iba a suspender y carraspeó al recuperar la voz: —¿a Guille? ¿Qué querés decir?
—Eso, nomás —respondí con despreocupación.
—¿A Guillermo Moore? —insistió.
—¿En qué idioma hablo, Noel? ¡Conozco a Guillermo Moore, alias Guille, alias el gurka! —afirmé ya fastidiada.
La cola empezó a moverse. Me atrapó del brazo y me arrastró con él.
—¡No te muevas de la salida! ¡Cuando termine el panel me lo tenés que presentar!
Habíamos llegado a la entrada y me frenaron por no tener el boleto. Desde adentro Noel me gritó: —¡Esperame!
Le hice un gesto para que se fuera tranquilo y me aposté en la puerta del salón B. Ya estaban esperando tres parejas mayores, seguramente clientes de Bernardo, el padre de India. Me aparté un poco y me puse a divagar.
Recién a los treinta, después de haber recibido más cachetadas que caricias de la vida, pude establecer una relación sin hostilidades con mi madre. Me independicé tan pronto terminé el secundario para lo cual me empleé en una multinacional como telefonista, con un sueldo que me permitió pagar el alquiler de un mono ambiente aunque remontara muy ajustada el resto del mes. En esa época la familia de Samanta, mi mejor amiga y compañera de estudios, se mudó a Inglaterra. Yo frecuentaba su casa no solo para estudiar sino para alejarme un poco de la mía y de los permanentes encontronazos con mi progenitora que transitaba su estado de viudez juvenil como si yo no sufriera las consecuencias de la orfandad paterna desde mi primer año de vida. Aunque terminé por reconocer su dedicación como madre, su aureola de martirio la aislaba de todo acercamiento afectivo.
Habían pasado trece años. Los recuerdos me atropellaron y reviví el momento más significativo que definía al gurka de cuerpo entero. Samanta y yo estábamos en cuarto año y teníamos diecisiete cumplidos. Nos habíamos juntado para completar la tarea de literatura y nos acomodamos en el estudio de su papá; ella estirada en el sofá grande de espaldas a la pared, y yo en el diván chico.
—La Ramírez debe haber nacido antes del diluvio —rezongó Samanta—. ¡Mirá que obligarnos a presentar el trabajo manuscrito en la era de las impresoras 3D! —estaba con la notebook apoyada sobre el estómago buscando la biografía y el texto que teníamos que leer para completar el cuestionario.
—¡Dale! —la apuré—. Que si no, no terminamos más —mientras ella leía, yo ojeaba las preguntas que teníamos que contestar. A su término, ya tenía una idea aproximada de las respuestas —. Te dicto y vos vas llenando la lista —le dije.
—Escribí vos, Marti, que tenés mejor letra —argumentó en tono plañidero.
Hice un gesto de resignación porque Sami tenía un encanto especial para zafar de las obligaciones. Levanté la vista y grité al ver la figura salpicada en sangre asomando detrás del sillón. El desquiciado blandía un cuchillo y solo atiné a lanzarle el cuaderno de tareas para evitar que atacara a Samanta. Aullando, hundió una y otra vez el puñal en el cuerpo de mi amiga cuyo alarido viró del pánico a la cólera al ver su polera blanca manchada de rojo. Tomó de los pelos al malhechor y lo arrojó al suelo.
—¡Estúpido, tarado, me arruinaste el suéter nuevo!
—¡JajjJajj! —se atragantó su hermano—. ¡La cara que pusieron! ¡JajjJajj!
—¡Mamá! —vociferó Sami—. ¡El gurka me echó a perder la polera nueva!
Alejandra, su mamá, ya estaba en la puerta atraída por nuestros chillidos. Miró a sus dos hijos ensangrentados, el gesto de ira de Samanta, la sonrisa medrosamente satisfecha de Guille, y ordenó: —Guillermo, te vas a tu habitación. Después subo a charlar con vos.
—¡Pero mamá! ¡Tengo la fiesta de disfraces en lo de Pitu! —protestó.
La cara de su mamá lo convenció de que no le convenía discutir. Salió arrastrando los pies y chorreando el cuchillo con colorante.
—Y a vos —le dijo a Sami—, ya te dije que no lo llamés más con ese mote.
—¡Lo es, lo es! ¡Mirá cómo dejó mi ropa!
—Sacátela que te la lavo. Con cloro queda como recién comprada.
—¡Vos siempre lo defendés! ¿Y qué vas a hacer con los almohadones del sofá, eh? —la desafió.
Alejandra clavó los ojos sobre las fundas salpicadas, dio media vuelta y taconeó hacia los dormitorios. Recuperé el cuaderno y observé la hoja del cuestionario manchada de rojo. Suspiré y me puse a transcribir la lista en una página limpia.
—¡Este mocoso me tiene harta con sus ocurrencias! ¡Y mamá no le pone freno! ¡Es un sápatra! —lloriqueó mi amiga.
—Sátrapa, Samanta —la corregí.
—¡Lo que sea! Tenés suerte de no tener hermanos sobreprotegidos como el gurka.
—A lo mejor tu mamá tiene razón. Si no insistieras en llamarlo de ese modo, no se obstinaría en imitar la conducta de esos sicarios. Me acuerdo que tenía diez años cuando diste en llamarlo así —evoqué.
—¿Y no tuve razón? ¡Nos arruinó la primera cita que conseguimos! Pensar que teníamos la casa para nosotras y los viejos volvían a la noche… —rememoró.
—Bueno… —alegué conciliadora—. Yoni se había puesto pesado y te tocó una teta. El gur… Guille —me corregí—, reaccionó como hermano varón. Le dio una flor de patada. Si Ale no se hubiera metido, ahí habría terminado todo.
—¡Al tuyo lo coceó en las bolas! —carcajeó Samanta.
—¡Sí! ¡Salieron disparados mientras nosotras inmovilizábamos a tu hermano!
—¡Decime si no le acerté con el apodo!
—No sé. Se pasó toda la tarde navegando por Internet para averiguar a quien se parecía y después se compró una réplica de plástico de la daga. Tal vez, habría sido mejor llamarlo sir Lancelot. De investigar a este personaje, hubiera copiado sus buenos modales —reflexioné.
—¡Los malos modales del gurka son innatos! —afirmó Samanta. Se levantó del sillón—: Me voy a cambiar la remera y seguimos. Si terminamos la tarea, madre nos autorizó a ir al cumple de Goyo. Como te quedás el fin de semana, con la venia de mamá basta.
A mí me gustaba poco el festejante de Sami. Se decía que en sus fiestas corrían el alcohol y las drogas. Y mi amiga era lábil a las transgresiones. Yo cuidaré de las dos, decidí.

No hay comentarios: