domingo, 25 de mayo de 2008

POR SIEMPRE - XIII

A Celina le costó asimilar la gravedad de la confesión de Sofía. Las muchachas se sobresaltaron cuando Rayén golpeó la puerta anunciando el almuerzo. Se miraron en silencio sabiendo que deberían postergar el inevitable careo hasta después de la comida. Celina entró al baño para refrescarse un poco y después bajaron a la cocina donde ya las esperaban los demás. Ambas se veían tan despreocupadas que ni René hubiera podido imaginar la conversación que habían sostenido.

-¿De modo que ya tienen planificada toda la semana? -afirmó, más que preguntó, Diana.

Las amigas traslucieron sorpresa. Antes de que pudieran responder, la mujer las informó como si hubiera preparado el itinerario:

-Por lo que sé, mañana las llevarán a visitar el lago Tig, el viernes habrá un asado en honor a Celina para que la conozcan los lugareños, y el sábado visitarán la Gran Cueva. Y ¡sorpresa! Mañana conocerán a Sergio y a Camila, que están viajando para no perderse el agasajo -miró de lleno a Celina, y le tomó las manos.- ¡Querida! Mi hijo no se habría perdonado el no agradecerte en persona.

Las jóvenes se turbaron. No habían esperado encontrarse tan pronto con otro desafío. René, molesto por la indiscreción de Diana, ahondaba en la expresión de las mujeres. Lo consternaba la precipitación de su ex mujer, ya que él hubiera querido transmitirles los planes a sus huéspedes.

-¿Así que conoceremos a tu hijo? -Celina lo miró con circunspección.

-Sí. Sergio habló esta la mañana desde el hotel -le aclaró.

-¿Cuándo llegará? -preguntó Sofía con tono casual.

-Mañana a la noche. Por lo que Javier las acompañará a la excursión del lago -contestó Diana.

Celina se sentía cada vez más incómoda ante la actitud dominante de Diana. Se preguntó por qué el ex marido no reaccionaba. Su espíritu indócil le dictó una decisión que nunca antes hubiera sido inconsulta:

-Tendrás que avisarle a Javier que postergue la salida. Tenemos otros arreglos para mañana -habló directamente con Diana, como si René no estuviera presente.

Don Arturo y Andrés se concentraron en la comida dejando que su pariente terciara entre las mujeres. A René no le sorprendió la rebeldía de Celina pero sí la intrusión de Diana. La declaración de su damisela provocó un tic de asombro a las otras Evas. Antes de que pudieran reaccionar, dijo René:

-El responsable del programa soy yo. Creí que les gustaría conocer dos lugares típicos de la localidad. En cuanto al asado -se dirigió a Celina- es la forma más llevadera de recibir el agradecimiento de padres y parientes.

La joven aspiró profundamente y bajó un poco la cabeza. René le levantó el mentón con delicadeza mientras demoraba la mirada en su rostro.

-Es un compromiso ineludible, querida -le dijo suavemente.

Diana y Sofía se habían unido a la unción de Andrés y don Arturo por la comida. Celina se echó hacia atrás para interrumpir el contacto de su barbilla con los dedos del hombre y Rayén, que estaba inmovilizada sosteniendo una bandeja cerca de la mesa, se puso en movimiento como si se hubiera roto un sortilegio. Le sirvió a Celina una porción de carne y verduras, que ella agradeció con una sonrisa. Don Arturo recuperó la palabra:

-Me han dicho, hue malén, que es una experta amazona.

-He montado desde niña y siempre que puedo voy a un club de equitación -dijo Celina con modestia.

-¡Lo más extraordinario es que Ronco le rindió pleitesía! -clamó Andrés.

Diana se rió:

-¿De dónde sacaste ese término?

-Es lo que le hacen a los héroes de Logodor -dijo su nieto con suficiencia.

Todos sonrieron y el ambiente se distendió. Rayén volvió con un cuenco de frutas maduras que fue elogiado y saboreado, tras lo cual el grupo se dispersó. René fue reclamado por un peón y salió con Don Arturo y Andrés; Diana se retiró a descansar para "estar presentable" cuando llegara Walter y las amigas decidieron explorar el entorno de la estancia para encontrar un lugar solitario donde charlar. Rayén les indicó una senda que conducía al arroyo Ailin donde, les dijo, podrían disfrutar de una buena sombra. Caminaron sofocando las ansias de conversar hasta estar alejadas de la casa. Encontraron el curso de agua al final del sendero, bordeado por sauces y una pródiga vegetación. El lugar tenía un encanto bucólico que invitaba a la meditación o a compartir su placidez en buena compañía. Las chicas se descalzaron y se sentaron al borde del arroyo con sus pies sumergidos en el agua fresca. Se miraron con cariño y Sofía dio comienzo a su relato:

-No te enojés porque nunca te haya contado el sueño, o más bien la pesadilla -dijo, sintiendo que en ese lugar perdía su connotación siniestra.

-No me enojo -contestó Celina- pero a lo mejor hablarlo lo hubiera hecho desaparecer.

-¿Ves? Yo sabía que sacarías conclusiones psicológicas y me terminarías mandando a un loquero.

-¡Qué exagerada! -dijo su amiga con una carcajada- pero ahora contame cómo viste a Sergio en casa de René si recién llegará mañana.

-¡Ah, sí! Me enseñó una fotografía mientras me contaba la historia de su familia. Tuve una noche de insomnio y me dormí a la madrugada. Por eso no te escuché cuando saliste.

-Y tu pesadilla, ¿de qué se trata? Para entender... -aclaró.

Sofía sonrió lánguidamente:

-Me parece haberlo soñado siempre. Estoy corriendo por una cueva oscura huyendo de un hombre pálido con los brazos abiertos en cruz; aterrada, porque intuyo que algo malo espera al final. Él vuelve a cerrarme el paso antes de llegar al fondo y me vuelvo hacia la salida para volver a encontrarlo en la misma posición…

-¿Y qué pasa? -pregunta Celina concentrada en el relato.

-¡No lo sé! Porque siempre me despierto antes... -con tono atemorizado- ¡Pero ahora ese hombre existe en mi pesadilla y en la vida real!

Su amiga la vio tan atormentada que trató de calmarla:

-Sofía, el parecido es sólo casualidad.

-¡No es casualidad! -gritó Sofía con fiereza.- Tengo sus facciones grabadas de soñarlas tantos años.

-Está bien. Calmate. Supongamos que esa pesadilla sea una premonición. No sabés que significa. Tal vez, que para una relación no hay salida porque no es un hombre libre -Celina trató de encontrar una explicación racional.

-¡No lo sé! Pero me temo que si lo veo, no pueda separar la realidad del sueño -dijo pesarosa.

Celina la abrazó para aliviar la congoja de su amiga. Después le manifestó con firmeza:

-Esperaremos a que se cumpla el encuentro. Según ocurran las cosas, decidirás. Estoy segura de tu rectitud, aunque algunas veces te escapés por la tangente -le hizo una mueca cómica, para que su compañera apreciara el chiste.

Sofía valoró el esfuerzo de su amiga para confortarla. Encontró que sus últimas palabras eran muy razonables y enfocó su energía hacia la actitud positiva tan propia de ella. La observó con una sonrisa y le soltó:

-¿No tenés nada que preguntarme de anoche?

-¿Anoche? No me acuerdo de nada -dijo Celina desconcertada.

-¡Vamos! ¿Y no tenés ninguna curiosidad, vos, que sos tan controladora? -insistió su amiga.

-Lo único que me llamó la atención fue que me acosté vestida -recordó.

-Porque te dormiste en la camioneta y fue imposible despertarte. De modo que René aprovechó para llevarte en brazos -dijo Sofía deliberadamente.

Celina inclinó la cabeza con su gesto típico para fijar la atención.

-¿No estás siendo maliciosa? -manifestó, con un visaje de sus labios que contradecía el tono de la pregunta.

-Si es malicioso observar que le costó un duelo soltarte...

-Amiga, hablemos en serio. Ya estoy más que confundida. Nos pasaron en dos... tres días, lo que no nos pasó en años -Celina suplicaba con la voz y con los ojos.

-¿Y por culpa de quién, eh? -la mirada afligida de su amiga la hizo reaccionar- ¡Era una broma, Cel! No te pongas así... Ya sabés que soy una tonta -le dio un beso sonoro en la mejilla.

-¿Me llevó en brazos hasta el dormitorio? -le preguntó como si recién se lo hubiera dicho.

-Sí. Y te depositó como si fueras de cristal. Y te cubrió con la manta. Y te miró tan largamente que me morí de envidia -confesó Sofía sin sonrojarse.

-¿Pensás que está enamorado de mí?

-Lo sé. ¿Y vos, que sentís?

-Que, como se dice vulgarmente, me atrae como el abismo. ¿No es muy poco tiempo para sentir tanto? -el momento de eternidad citado por Jeremías regresó a su memoria. Lo proscribió estremecida. -Como te dije, aguardemos los acontecimientos.-Se volvió hacia Sofía.- ¿No tenés calor?

Se inclinó hacia el arroyo y la salpicó, lo que tuvo una rápida respuesta por parte de su amiga. Jugando y riendo las encontraron Andrés y los niños rescatados que venían a saludar a Celina y que, olvidando el protocolo, se unieron inmediatamente al bullicio.

sábado, 17 de mayo de 2008

POR SIEMPRE - XII

Sofía esperaba con ansias el regreso de su amiga. Miró el reloj pulsera ratificando que ya eran pasadas las trece. Hacía horas que aguardaba la vuelta de Celina, única tregua para su mente calenturienta. Tenía que confiarle la revelación de la noche pasada aunque debiera soportar que la recriminara por reservarse el sueño. Después de luchar contra el insomnio, se había quedado dormida como una piedra, tan insensible que no la escuchó levantarse ni salir. Cuando despertó a las nueve y bajó a la cocina, Rayén le preparó el desayuno y le informó que Celina se había ido con René. ¡Dichosa ella que podía ilusionarse con su hombre! En cambio, Sergio le estaba completamente prohibido. Debería irse del pueblo cuanto antes, pero no quería estorbar la posibilidad de su amiga. Escuchó el galope de caballos y vio que René y Celina sofrenaban sus monturas a la entrada de la caballeriza. René desmontó y estiró los brazos para recibir a la joven. A la distancia, a Sofía le pareció que él la sostenía unos instantes de los hombros. Hablaron algo y Celina asintió con la cabeza. Mientras se dirigían hacia la casa un muchacho se ocupó de los animales. Sofía les salió al encuentro recibiendo el saludo de René y un efusivo abrazo de su amiga.

-Vamos arriba -le susurró Celina.

-Tenés que llamar a tu mamá que ya habló tres veces -dijo Sofía rápidamente. Antes que su amiga pudiera contestar, prosiguió:- en el dormitorio hay un teléfono. Hablale ahora que se muere de impaciencia.

René le preguntó a Celina:

-¿Seguro que estás bien?

-Sí. Llamo a mi madre y bajo.

Él la miró dudoso pero asintió. Las amigas entraron a la casa y subieron al cuarto sin cruzarse con nadie, evento que ninguna deseaba. Clausuraron la puerta tras de sí y se sentaron enfrentadas en el borde de las camas. Sofía habló primero:

-Lo de tu mamá era verdad. Llamala ahora para no tener que interrumpirnos.

Celina se estiró sobre la cama y acercó el teléfono. Cuando su madre atendió estuvo un buen rato convenciéndola de que todo estaba bien y le prometió llamarla con frecuencia. Colgó con un suspiro de alivio. Volvió a carearse con su amiga:

-No sé quién va a empezar, pero sospecho que tenemos cosas que decirnos -afirmó con certidumbre.

-Primero vos, que llegaste tan acelerada -concedió Sofía.

-Bueno. Supongo que después de tanto dormir, me despabilé espontáneamente. Era tan temprano que no quise despertarte, y cuando estaba por bajar, apareció Rayén para llevarme a desayunar -hizo una pausa.- En la cocina ya estaban René y don Arturo. Charlamos, comimos, conocí a Diana, creí que era la mujer actual de René y esta creencia me deprimió tanto que tomé conciencia de cuánto me importa este hombre -le confesó sin ambages.

Sofía, que seguía el relato con interés, sorprendió un destello de indefensión en la mirada de Celina y la abrazó con franqueza. Su amiga se abandonó a la caricia por un momento y luego se separó con una sonrisa de reconocimiento. Retomó la palabra:

-Camino a la caballeriza, conocí a su perro, me enteré de que hace treinta años está divorciado y pude elegir un hermoso alazán para montar. Lo acompañé hasta las inmediaciones de la casa de Jeremías y allí nos separamos con la consigna de que pasaría a buscarme para almorzar. Te digo que me daba un poco de apuro visitar al capataz tan temprano, pero se ve que es madrugador porque estaba en la entrada de su casa como esperando.

-¿Jeremías vive en el pueblo? -preguntó Sofía.

-No. En medio del campo. En una casa de aspecto tan sólido como él. Me invitó a pasar y tomamos unos mates. Hablamos del lugar y sus bellezas naturales, de las tierras que pertenecieron a su raza y de la infamia de los hombres blancos –rectificó.- En realidad, este tema lo saqué yo, porque quería averiguar que opinaba de René.

-¿Y qué sacaste en limpio? -terció su amiga.

-Que le tiene una fidelidad incondicional. Más que a don Arturo, a quien confesó que le debe la vida.

-¡Intimaron en muy poco tiempo, por lo que veo! -dijo Sofía, admirada.

-Demasiado poco para comprenderlo. La charla se fue enrareciendo a medida que él articulaba el presente con el pasado y acentuaba el uso de términos aborígenes. Algunos parecían halagüeños, otros, un poco siniestros. -Quedó pensativa.- Es lo que a mí me pareció, porque no llegó a traducirme ninguno.

-¿Qué te contó?

-Dijo que la bisabuela de René había conspirado contra su raza para huir con un hombre blanco que ambicionaba las tierras de su padre. Que ayudó a falsificar documentos con los que expulsaron a los mapuches que no quisieron quedarse a trabajar para el huinka. Que la madre de la bisabuela era una poderosa hechicera y la maldijo para que no hubiera mujeres en su descendencia hasta que la tierra fuera devuelta a sus legítimos dueños… –tomó aliento.

-¿Y…?

-Jeremías tenía tres años al producirse la migración. Su familia deambuló junto a la del cacique durante seis años hasta que los mayores fueron diezmados por el hambre y las penurias. Después de enterrarlos, supo que la única oportunidad de vivir estaba en el regreso. Cuando llegó a la estancia, débil y enfermo, fue atacado por los perros que lo hubieran devorado a no ser por la intervención de don Arturo que entonces tenía seis años. Espantó a los animales a los gritos hasta que se acercó su padre y rescató al niño mapuche herido pero con vida.

-¡Que increíble! Pensar que después de llegar al lugar que consideraba su salvación hubiese podido morir de forma tan terrible… -dijo Sofía estremecida.

-Sí… Cuando se recuperó, el hijo del usurpador intercedió para que se quedara en la casa y desde entonces, por agradecimiento, es su constante compañía.

-¿Te intranquilizó en algún momento? -le preguntó Sofía.

-Sí. Cuando me dijo que estaba escrito que René debería expiar su amor por mí. ¿Es tan obvio lo que siento? -exclamó consternada.

Su amiga levantó las cejas sin contestar. Celina no pidió explicaciones y avanzó:

-Lo miré sorprendida y me dijo que una machi que debía su vida a René habría intercedido por él si se unía a una mujer mapuche con cuyos descendientes quedaría la condena saldada. Pero que él no aceptaría ninguna imposición que lo separara de la mujer que amaba y que se sometería con alegría a su sino a cambio de un momento de eternidad. Le pregunté a qué se refería con un momento de eternidad, y sólo me respondió “ámelo, hue malén, y comprenderá” -se detuvo, buscando una respuesta en los ojos de su amiga que le devolvieron la misma incertidumbre.

Sofía hubiera querido aliviarla, pero sus recursos humorísticos se habían agotado en el largo desvelo. La invitó a seguir con un gesto.

-A partir de aquí sucedieron cosas que no vas a creer fácilmente. Me sobresaltó el relincho asustado de Amigo, el caballo que había dejado pastando, y me levanté al instante para ver qué le pasaba.

-¿Qué le pasó? -Sofía no pudo reprimir la pregunta.

-Jeremías me advirtió que no fuera, pero ¿cómo iba a desoír ese grito? Corrí hacia el bosquecillo que estaba a la derecha de la casa, desde donde estaba segura que provenía el relincho mientras Jeremías seguía gritando que me volviera.

-¿Y no te asustó la insistencia del hombre? -recalcó inquieta su amiga.

-Algo me decía que el animal estaba en peligro. Me armé con una rama que encontré en el camino y seguí internándome entre los árboles. Otro bufido me guió hasta que me encontré con una mujer en un espacio libre de vegetación -dijo esto de un tirón y aspiró para cargar sus pulmones.

-¿Una mujer ahí…? ¿Cómo era? ¿Qué estaba haciendo? -Sofía estaba trastornada.

-Era como de sesenta años y vestía como una india -vaciló un momento como si quisiera recordar el orden de las preguntas- La mujer comenzó a hablar en su lengua con un ritmo que crecía con la misma velocidad que la violencia de su mirada…

Sofía la interrumpió con las pupilas dilatadas:

-¿Estás hablando de una bruja…?

Celina se encogió de hombros:

-Sentí que algo malo iba a pasar. Escuché que alguien se abría paso entre el follaje y pensé en Amigo. El alivio me duró poco porque apareció un inmenso puma, o tigre liso, o fiera parecida. Te juro que ensoñé con mi muerte entre las fauces de una bestia invocada por una hechicera arrepentida.

-¿Vos también soñaste? -prorrumpió Sofía asombrada por la coincidencia.

La mirada desorientada de su amiga evidenció su intervención inoportuna:

-¿Cómo vas a soñar que te morís tan trágicamente? -la provocó.

-¿Qué importa la forma si estaba desconsolada por no haber experimentado el significado del amor…? -evocó Celina con pena- ¡Tenía miedo! Pero los otros sentimientos eran tan fuertes… -ocultó el rostro entre las manos.

Sofía la miró comprensiva y le acarició la cabeza. Cuando la vio más tranquila, le dijo con humor recuperado:

-Colijo que el puma no te comió porque estás en un solo pedazo, hermana. ¡Ansío que me cuentes el final! -agitó los brazos con la urgencia de una nena caprichosa.

El exabrupto de su amiga le devolvió a Celina la percepción de la realidad. ¿En qué mundo mágico la habían incrustado? Continuó:

-Allí estaba yo, entregada y llorando como una Magdalena, cuando el animal se aprestó a saltar. Me imagino la imagen que presenció René cuando apareció como un paladín para rescatarme.

-¡Ay, como en las películas! -se deleitó Sofía enlazando los dedos bajo la barbilla.

-Una protagonista llorosa, paralizada y empuñando una rama grotesca… -dijo Celina con sorna- debe quererme demasiado para desmontar interponiendo su cuerpo entre el tigre y yo. Quedé pegada a su espalda y lo que sigue es relleno de mi imaginación.

-¿No me querés contar la verdad? -se afligió Sofía.

-¡No, taradita! Te dije que estaba detrás de él y me tapaba la visual. Pareció que el animal y el hombre midieron su poderío hasta que la bestia inclinó la testuz y se retiró como un gatito.

-¡Es increíble, Cel! ¿Y la bruja?

-A eso iba -aprobó Celina- la mujer lanzó un grito de desaliento y pareció suplicar en su idioma cosas que René negaba con el gesto y las palabras. Todo terminó cuando él se acercó y la tomó de las manos. Lo que le dijo le arrancó lágrimas y, como el tigre, desapareció entre los árboles.

-¿Qué habrá dicho ella? ¿Acaso era una amante frustrada? No, era muy vieja. ¿Era la madre de una amante indígena? ¿Era…? -el gesto de Celina detuvo las sospechas disparatadas de Sofía. Con gesto grandilocuente, resumió:

-René se volvió y me tomó entre sus brazos y no pasó nada más porque apareció Jeremías.

-¡Qué oportuno! -se enojó Sofía- Se presenta cuando termina la acción.

-Y colorín, colorado, este cuento ha terminado -concluyó Celina, ya recobrada la calma.

-Por eso te preguntó como estabas y no te quería dejar... Me parece que no confía demasiado en mi protección -rió su amiga.

-Contame lo tuyo antes de que aparezca Rayén -le dijo Celina.

-Yo también encontré al hombre de mis sueños. Literalmente -aclaró Sofía para impresionarla. Como su compañera la seguía mirando sin extrañeza, subrayó- dije al hombre de mis sueños. ¡Que aparece siempre en mis sueños nocturnos! Desde que recuerde. Y sí, nunca te lo comenté para no lidiar con tu escepticismo.

-¿Tenés sueños recurrentes? -ya nada le parecía extraño.

-Sí, con un hombre que nunca había visto. Hasta anoche, en la casa de René -la miró con una seriedad ajena a su carácter alegre.

Celina presintió problemas. Y se materializaron cuando Sofía contestó a su pregunta:

-¿Quién es?

-Sergio, el hijo de René.


viernes, 2 de mayo de 2008

POR SIEMPRE - XI

Celina despertó nuevamente en ámbito desconocido. No eran las paredes blancas del hospital sino que estaban pintadas de un suave lila que los rayos del amanecer aterciopelaban. Se incorporó y vio que estaba vestida y cubierta con una manta hecha en telar. Sofía dormía en la cama contigua con el pelo rubio desparramado sobre la almohada y los brazos fuera del cobertor. Llevaba puesto su camisón preferido, por lo que ella se preguntó por qué se había acostado vestida. Lo último que recordaba era haber subido a la camioneta y la somnífera calidez del interior. Después, nada. Se movió con sigilo para no despertar a Sofía y buscó el baño. El recinto se abría detrás de una puerta de madera escindida por un recuadro de vidrio difuso. En la entrada, dos estilizados armarios flanqueaban la mesada de mármol rosado que contenía el lavatorio. Al fondo, detrás de una mampara plegada, asomaba una amplia bañera. Descartó el baño de inmersión y examinó el contenido de los muebles, separando toallas y una bata con la que se cubrió después de la ducha. Sofía seguía durmiendo. Como su equipaje no estaba a la vista, abrió la puerta derecha del guardarropa empotrado donde vio colgadas las prendas de su amiga. A la izquierda estaban las suyas. Se acercó al espacioso balcón suspendido sobre un exuberante jardín que se extendía hasta un muro de piedra, para sondear la temperatura. Estaba fresco pero el sol anticipaba un día caluroso. Se vistió con un jean, una camisa a cuadros, una campera símil cuero y zapatillas cómodas. Recién ahora miró el reloj que estaba sobre el televisor. Eran las seis de la mañana y desistió de llamar a Sofía. Cuando decidió abandonar la habitación, sonó un discreto golpe. Abrió la puerta a una mujer indígena que le sonrió inmediatamente. Ella le devolvió la sonrisa.

-¿Señorita Celina? -inquirió.

-Soy yo. ¿Y vos...? -dejó la pregunta en suspenso.

-Rayén, abuela de Nahuel, uno de los chicos que iba en el ómnibus.

-Encantada, Rayén. ¿Qué se puede hacer aquí a las seis de la mañana? -le espetó, esperando atajar las demostraciones de reconocimiento.

La mujer pareció comprender su deseo, porque sólo dijo:

-¿Quiere desayunar ahora? Don Arturo y el señor René ya están en la cocina.

-¡Será un placer! -expresó, sintiendo que su estómago se lo agradecía.

Rayén le hizo un gesto para que la siguiera y Celina fue tras ella. Cuando llegaron le indicó donde estaba dispuesta la mesa. La joven se acercó, saludó a los hombres que se levantaron cortésmente, y se acomodó con la asistencia de René sin sentir ningún escozor por el primer encuentro. Estaba embelesada con el lugar que brillaba a la luz del día naciente. Contempló desde el ventanal las plantas, el movimiento de hombres, animales y maquinarias. Los comensales la observaban sin interrumpirla. Salió de su abstracción para poner los ojos en la mesa.

-Este pastel luce delicioso -dijo, mientras tendía el pocillo hacia la cafetera que levantaba René.

-Es una de las recetas especiales de Rayén preparada en tu honor -explicó con humor- ¿Leche?

-Sí. Un chorrito.

Celina tomó un trozo de pastel y lo saboreó. Era realmente exquisito. Aprobó con el gesto y un sonido de fruición. Mientras tomaba el café, intervino Don Arturo:

-Su presencia, hue malén, es una ofrenda de los dioses. Los niños crecerán y Rayén nos ha vuelto a deleitar con su cocina.

Ella se rió divertida. Sus ojos se cruzaron con los de René y se sintió insegura de igualarse a la mujer que se reflejaba en ellos. Se dirigió al anciano:

-Es la primera vez que veo tantos… -eligió las palabras- descendientes de mapuches. ¿Pertenecen a alguna reserva?

-¿Se refiere a los sitios donde se conservan las especies en extinción? -el viejo estanciero formuló la pregunta con cierta dureza.

-¿Acaso no es nuestra costumbre de raza superior? -demandó Celina un poco molesta por la ironía.

Don Arturo notó la irritación de la joven pero decidió agotar la exploración de su carácter.

-¿Se considera integrante de una raza superior, hue malén? -formuló la pregunta con seriedad.

-En realidad, pertenezco a una especie que desearía haber nacido en la época de concierto con la naturaleza -confesó con nostalgia. -Luego, desafiante:- disculpe mi desconocimiento, don Arturo, pero mi pregunta no apuntaba a descalificar a nadie.

René presenciaba la discusión sin intervenir. Le gustaba el temperamento de la muchacha y no dudaba de su probidad. Su abuelo, poco acostumbrado a ser cuestionado, aceptó el legítimo reclamo de Celina:

-Discúlpeme usted, hue malén, por haber olvidado el motivo de su presencia. No estoy familiarizado con los descendientes de su especie -terminó remedándola.

La joven dio por finalizada la polémica y le preguntó con curiosidad:

-¿Qué significa güemalén?

-Mujer joven, o niña -dijo el anciano.

-Es muy lisonjero de su parte. Ya comprobará que soy merecedora de un nombre mapuche –afirmó Celina con un mohín cautivador que aceleró el corazón de René.

Don Arturo tampoco se sustrajo al encanto de la joven. Inclinó la cabeza con una sonrisa de aquiescencia y antes de que abriera la boca para contestar, fue truncado por la irrupción de Diana:

-¡Buenos días a todos! -saludó de buen talante.

Antes de que le respondieran, se había sentado al lado de René, quien presentó a las mujeres:

-Celina, ella es Diana, la abuela de Andrés -se volvió hacia su ex esposa y le informó: - Diana, ella es Celina, la heroína de Andrés.

Diana lo había supuesto, porque no era la misma muchacha que conoció la noche anterior. Al escudriñar el semblante de René pensó que no sólo era la heroína de su nieto. Un leve aguijonazo de celos punzó una región sepultada de su pasado donde atesoraba la quimera de ser una mujer inolvidable. Hasta ahora -se dijo- tratando de aceptar el desplazamiento. Una expresión de gratitud substituyó la oleada de pensamientos:

-Te agradezco el cuidado de mi nieto, Celina, y contá conmigo para cualquier cosa que necesités -le expresó con total sinceridad.

-Lo tendré presente -respondió la joven.

La actitud de Don Arturo había cambiado desde que se presentó Diana. Era evidente que interponía una distancia emocional que le sugirió a Celina diferencias no resueltas. Si era la abuela de Andrés, debía ser la mujer de René. La deducción la devastó. El hombre, que no perdía de vista el rostro anhelado, se alarmó ante el desvalimiento que revelaba su mirada. La reciente seriedad de Celina contrastaba con la charla animada de Diana.

-Antes de bajar a desayunar hablé con Walter, que se estaba preparando para viajar. Así que llegará al mediodía -se dirigió a René.

-Perfecto -respondió, apremiado por apartar a Celina y averiguar qué le pasaba- ¿Te gustaría visitar las caballerizas?- se dirigió inequívocamente a la invitada.

Ella salió de su abstracción ante la pregunta:

-¡Me encantaría! -aceptó con entusiasmo recuperado.

El hombre resplandeció. Don Arturo presenciaba el ancestral cortejo del macho ante la cauta hembra. “Al fin y al cabo ni la especie humana se escapa de los mandatos naturales”, sentenció complacido.

Mientras Diana seguía desayunado, los tres se levantaron de la mesa y salieron al exterior. Celina, a la vanguardia en su calidad de dama, no se enteró del gesto alarmado de René cuando se topó con un perrazo amarronado y blanco. Confiadamente le acercó una mano para que la olfateara, mientras le hablaba:

-¡Hola, don perro! Encantada de conocerte. ¿Podemos ser amigos?

Mientras René miraba la escena con el alma en vilo y dispuesto a estrangular a Ronco si se animaba a tocar a la joven, ella se acuclilló animada por la actitud tranquila del animal:

-¡Me parece que sí! Mi nombre es Celina -le dijo sonriente y acarició la cabeza del perro.

Para asombro de los estancieros, Ronco movió la cola, lamió la mano de Celina y se tumbó patas arriba para que ella lo mimara. La muchacha, regocijada, lo rascó por un rato. Después se levantó y miró a los hombres preguntando:

-¿Cómo se llama este perrito?

-Ronco -alcanzó a decir René con voz homóloga al nombre del animal.

Todavía no lo abandonaba la perplejidad ante la conducta del perro. No había considerado un encuentro porque anoche le había pedido a Jeremías que se lo llevara en su día franco, sin imaginar que se escaparía. La tranquilidad lo embargó pues Celina había sorteado el escollo de la no aceptación. Se sentía exultante como si este acontecer confirmara lo acertado de sus sentimientos. Se despidió de su abuelo y enfilaron hacia un gran galpón. En el camino encontraron a varios hombres que los saludaron con deferencia.

Celina caminaba en silencio no pudiendo apartar de la mente a la hermosa mujer de René. Él le indicó que se detuvieran. Ante la mirada interrogante de la mujer, dijo:

-¿Hubo alguna situación que te molestara? ¿Fue el cambio de ideas con mi abuelo…? -la ansiedad impelía las preguntas.

-¡Oh, no! Creo que no quedó ningún malentendido con tu abuelo. Sólo me preguntaba que dirá tu mujer por haberla dejado sola…

René la miró atónito. Cuando se dio cuenta de la confusión de la joven, una limpia carcajada arrastró su inquietud y avivó su ilusión amorosa. Ella lo observaba recelosa. Cuando el hombre recuperó la compostura, le aclaró:

-¡Mi ex mujer…! Hace treinta años que estamos separados y Diana lleva más de veinte con su pareja actual.

El rubor que le coloreó las mejillas fue la mejor respuesta a la preocupación de René. Jubiloso, la enlazó amigablemente de la cintura para instarla a caminar. Celina se sentía empequeñecida al lado de la alta figura masculina y se cuestionó puerilmente no haberse calzado las botas. Llegaron a la puerta del establo donde estaba sentado un joven que también los saludó. Había dos hileras de diez boxes cada una, ocupadas en su mayoría. La joven miró a los espléndidos ejemplares y caminó despaciosamente entre ellos. Se acercó a un equino de pelambre caoba que llamó su atención. Esperó que se aproximara a la puerta y acercó la mano a su cabeza. El animal se dejó tocar mansamente y ella acarició la testa y los belfos. René miraba divertido la elección de un potro alazán, como si buscara que armonizara con el color de su cabello. Celina le preguntó:

-¿Cómo se llama?

-Amigo -respondió René

-Es un nombre sugerente -dijo ella con suavidad- ¿Está listo para montar?

Él asintió. Abrió la puerta y lo llevó afuera llamando al muchacho para que lo alistara mientras él se ocupaba de su montura. Listas las cabalgaduras, se acercó a Celina para ofrecerle ayuda, pero ella montó con un diestro movimiento que inmovilizó las palabras en su boca. Subió a su caballo y la mujer lo siguió. Cabalgaron por un trecho hasta que René no tuvo dudas de la pericia de la joven. Puso su yegua al galope y Celina se emparejó con él. Corrieron campo afuera escoltados por Ronco que se ajustaba con ductilidad a la marcha de los caballos. El estanciero sofrenó su montura cerca de un conjunto de árboles.

-Mis hombres me esperan. Allá está la casa de Jeremías que será tu anfitrión hasta que pase a buscarte -le dijo sin hacer lugar a ninguna protesta.

Ella aceptó, orientando su zaino hacia la alameda. René esperó hasta perderla de vista y luego se alejó seguido por Ronco.