viernes, 2 de mayo de 2008

POR SIEMPRE - XI

Celina despertó nuevamente en ámbito desconocido. No eran las paredes blancas del hospital sino que estaban pintadas de un suave lila que los rayos del amanecer aterciopelaban. Se incorporó y vio que estaba vestida y cubierta con una manta hecha en telar. Sofía dormía en la cama contigua con el pelo rubio desparramado sobre la almohada y los brazos fuera del cobertor. Llevaba puesto su camisón preferido, por lo que ella se preguntó por qué se había acostado vestida. Lo último que recordaba era haber subido a la camioneta y la somnífera calidez del interior. Después, nada. Se movió con sigilo para no despertar a Sofía y buscó el baño. El recinto se abría detrás de una puerta de madera escindida por un recuadro de vidrio difuso. En la entrada, dos estilizados armarios flanqueaban la mesada de mármol rosado que contenía el lavatorio. Al fondo, detrás de una mampara plegada, asomaba una amplia bañera. Descartó el baño de inmersión y examinó el contenido de los muebles, separando toallas y una bata con la que se cubrió después de la ducha. Sofía seguía durmiendo. Como su equipaje no estaba a la vista, abrió la puerta derecha del guardarropa empotrado donde vio colgadas las prendas de su amiga. A la izquierda estaban las suyas. Se acercó al espacioso balcón suspendido sobre un exuberante jardín que se extendía hasta un muro de piedra, para sondear la temperatura. Estaba fresco pero el sol anticipaba un día caluroso. Se vistió con un jean, una camisa a cuadros, una campera símil cuero y zapatillas cómodas. Recién ahora miró el reloj que estaba sobre el televisor. Eran las seis de la mañana y desistió de llamar a Sofía. Cuando decidió abandonar la habitación, sonó un discreto golpe. Abrió la puerta a una mujer indígena que le sonrió inmediatamente. Ella le devolvió la sonrisa.

-¿Señorita Celina? -inquirió.

-Soy yo. ¿Y vos...? -dejó la pregunta en suspenso.

-Rayén, abuela de Nahuel, uno de los chicos que iba en el ómnibus.

-Encantada, Rayén. ¿Qué se puede hacer aquí a las seis de la mañana? -le espetó, esperando atajar las demostraciones de reconocimiento.

La mujer pareció comprender su deseo, porque sólo dijo:

-¿Quiere desayunar ahora? Don Arturo y el señor René ya están en la cocina.

-¡Será un placer! -expresó, sintiendo que su estómago se lo agradecía.

Rayén le hizo un gesto para que la siguiera y Celina fue tras ella. Cuando llegaron le indicó donde estaba dispuesta la mesa. La joven se acercó, saludó a los hombres que se levantaron cortésmente, y se acomodó con la asistencia de René sin sentir ningún escozor por el primer encuentro. Estaba embelesada con el lugar que brillaba a la luz del día naciente. Contempló desde el ventanal las plantas, el movimiento de hombres, animales y maquinarias. Los comensales la observaban sin interrumpirla. Salió de su abstracción para poner los ojos en la mesa.

-Este pastel luce delicioso -dijo, mientras tendía el pocillo hacia la cafetera que levantaba René.

-Es una de las recetas especiales de Rayén preparada en tu honor -explicó con humor- ¿Leche?

-Sí. Un chorrito.

Celina tomó un trozo de pastel y lo saboreó. Era realmente exquisito. Aprobó con el gesto y un sonido de fruición. Mientras tomaba el café, intervino Don Arturo:

-Su presencia, hue malén, es una ofrenda de los dioses. Los niños crecerán y Rayén nos ha vuelto a deleitar con su cocina.

Ella se rió divertida. Sus ojos se cruzaron con los de René y se sintió insegura de igualarse a la mujer que se reflejaba en ellos. Se dirigió al anciano:

-Es la primera vez que veo tantos… -eligió las palabras- descendientes de mapuches. ¿Pertenecen a alguna reserva?

-¿Se refiere a los sitios donde se conservan las especies en extinción? -el viejo estanciero formuló la pregunta con cierta dureza.

-¿Acaso no es nuestra costumbre de raza superior? -demandó Celina un poco molesta por la ironía.

Don Arturo notó la irritación de la joven pero decidió agotar la exploración de su carácter.

-¿Se considera integrante de una raza superior, hue malén? -formuló la pregunta con seriedad.

-En realidad, pertenezco a una especie que desearía haber nacido en la época de concierto con la naturaleza -confesó con nostalgia. -Luego, desafiante:- disculpe mi desconocimiento, don Arturo, pero mi pregunta no apuntaba a descalificar a nadie.

René presenciaba la discusión sin intervenir. Le gustaba el temperamento de la muchacha y no dudaba de su probidad. Su abuelo, poco acostumbrado a ser cuestionado, aceptó el legítimo reclamo de Celina:

-Discúlpeme usted, hue malén, por haber olvidado el motivo de su presencia. No estoy familiarizado con los descendientes de su especie -terminó remedándola.

La joven dio por finalizada la polémica y le preguntó con curiosidad:

-¿Qué significa güemalén?

-Mujer joven, o niña -dijo el anciano.

-Es muy lisonjero de su parte. Ya comprobará que soy merecedora de un nombre mapuche –afirmó Celina con un mohín cautivador que aceleró el corazón de René.

Don Arturo tampoco se sustrajo al encanto de la joven. Inclinó la cabeza con una sonrisa de aquiescencia y antes de que abriera la boca para contestar, fue truncado por la irrupción de Diana:

-¡Buenos días a todos! -saludó de buen talante.

Antes de que le respondieran, se había sentado al lado de René, quien presentó a las mujeres:

-Celina, ella es Diana, la abuela de Andrés -se volvió hacia su ex esposa y le informó: - Diana, ella es Celina, la heroína de Andrés.

Diana lo había supuesto, porque no era la misma muchacha que conoció la noche anterior. Al escudriñar el semblante de René pensó que no sólo era la heroína de su nieto. Un leve aguijonazo de celos punzó una región sepultada de su pasado donde atesoraba la quimera de ser una mujer inolvidable. Hasta ahora -se dijo- tratando de aceptar el desplazamiento. Una expresión de gratitud substituyó la oleada de pensamientos:

-Te agradezco el cuidado de mi nieto, Celina, y contá conmigo para cualquier cosa que necesités -le expresó con total sinceridad.

-Lo tendré presente -respondió la joven.

La actitud de Don Arturo había cambiado desde que se presentó Diana. Era evidente que interponía una distancia emocional que le sugirió a Celina diferencias no resueltas. Si era la abuela de Andrés, debía ser la mujer de René. La deducción la devastó. El hombre, que no perdía de vista el rostro anhelado, se alarmó ante el desvalimiento que revelaba su mirada. La reciente seriedad de Celina contrastaba con la charla animada de Diana.

-Antes de bajar a desayunar hablé con Walter, que se estaba preparando para viajar. Así que llegará al mediodía -se dirigió a René.

-Perfecto -respondió, apremiado por apartar a Celina y averiguar qué le pasaba- ¿Te gustaría visitar las caballerizas?- se dirigió inequívocamente a la invitada.

Ella salió de su abstracción ante la pregunta:

-¡Me encantaría! -aceptó con entusiasmo recuperado.

El hombre resplandeció. Don Arturo presenciaba el ancestral cortejo del macho ante la cauta hembra. “Al fin y al cabo ni la especie humana se escapa de los mandatos naturales”, sentenció complacido.

Mientras Diana seguía desayunado, los tres se levantaron de la mesa y salieron al exterior. Celina, a la vanguardia en su calidad de dama, no se enteró del gesto alarmado de René cuando se topó con un perrazo amarronado y blanco. Confiadamente le acercó una mano para que la olfateara, mientras le hablaba:

-¡Hola, don perro! Encantada de conocerte. ¿Podemos ser amigos?

Mientras René miraba la escena con el alma en vilo y dispuesto a estrangular a Ronco si se animaba a tocar a la joven, ella se acuclilló animada por la actitud tranquila del animal:

-¡Me parece que sí! Mi nombre es Celina -le dijo sonriente y acarició la cabeza del perro.

Para asombro de los estancieros, Ronco movió la cola, lamió la mano de Celina y se tumbó patas arriba para que ella lo mimara. La muchacha, regocijada, lo rascó por un rato. Después se levantó y miró a los hombres preguntando:

-¿Cómo se llama este perrito?

-Ronco -alcanzó a decir René con voz homóloga al nombre del animal.

Todavía no lo abandonaba la perplejidad ante la conducta del perro. No había considerado un encuentro porque anoche le había pedido a Jeremías que se lo llevara en su día franco, sin imaginar que se escaparía. La tranquilidad lo embargó pues Celina había sorteado el escollo de la no aceptación. Se sentía exultante como si este acontecer confirmara lo acertado de sus sentimientos. Se despidió de su abuelo y enfilaron hacia un gran galpón. En el camino encontraron a varios hombres que los saludaron con deferencia.

Celina caminaba en silencio no pudiendo apartar de la mente a la hermosa mujer de René. Él le indicó que se detuvieran. Ante la mirada interrogante de la mujer, dijo:

-¿Hubo alguna situación que te molestara? ¿Fue el cambio de ideas con mi abuelo…? -la ansiedad impelía las preguntas.

-¡Oh, no! Creo que no quedó ningún malentendido con tu abuelo. Sólo me preguntaba que dirá tu mujer por haberla dejado sola…

René la miró atónito. Cuando se dio cuenta de la confusión de la joven, una limpia carcajada arrastró su inquietud y avivó su ilusión amorosa. Ella lo observaba recelosa. Cuando el hombre recuperó la compostura, le aclaró:

-¡Mi ex mujer…! Hace treinta años que estamos separados y Diana lleva más de veinte con su pareja actual.

El rubor que le coloreó las mejillas fue la mejor respuesta a la preocupación de René. Jubiloso, la enlazó amigablemente de la cintura para instarla a caminar. Celina se sentía empequeñecida al lado de la alta figura masculina y se cuestionó puerilmente no haberse calzado las botas. Llegaron a la puerta del establo donde estaba sentado un joven que también los saludó. Había dos hileras de diez boxes cada una, ocupadas en su mayoría. La joven miró a los espléndidos ejemplares y caminó despaciosamente entre ellos. Se acercó a un equino de pelambre caoba que llamó su atención. Esperó que se aproximara a la puerta y acercó la mano a su cabeza. El animal se dejó tocar mansamente y ella acarició la testa y los belfos. René miraba divertido la elección de un potro alazán, como si buscara que armonizara con el color de su cabello. Celina le preguntó:

-¿Cómo se llama?

-Amigo -respondió René

-Es un nombre sugerente -dijo ella con suavidad- ¿Está listo para montar?

Él asintió. Abrió la puerta y lo llevó afuera llamando al muchacho para que lo alistara mientras él se ocupaba de su montura. Listas las cabalgaduras, se acercó a Celina para ofrecerle ayuda, pero ella montó con un diestro movimiento que inmovilizó las palabras en su boca. Subió a su caballo y la mujer lo siguió. Cabalgaron por un trecho hasta que René no tuvo dudas de la pericia de la joven. Puso su yegua al galope y Celina se emparejó con él. Corrieron campo afuera escoltados por Ronco que se ajustaba con ductilidad a la marcha de los caballos. El estanciero sofrenó su montura cerca de un conjunto de árboles.

-Mis hombres me esperan. Allá está la casa de Jeremías que será tu anfitrión hasta que pase a buscarte -le dijo sin hacer lugar a ninguna protesta.

Ella aceptó, orientando su zaino hacia la alameda. René esperó hasta perderla de vista y luego se alejó seguido por Ronco.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola

nombre estoy bien picada con la novela
ya pon el otro capitulo

andaleeee
saludos desde monterrey

atte. blanca covarrubias

Anónimo dijo...

hola Carmen,sigo al pdte. de la novela. muchas gracias por escribir tan bonito y compartirlo.