Nadie se arriesgó a responder. Dante alentó a Nina con un gesto para que siguiera leyendo. El sol iluminaba la amplia estancia dejando en el olvido la tormenta nocturna. La joven observó el jarrón adornado con un ramo de flores coloridas que su madre había dispuesto cerca de la ventana.
-¿Las trajiste vos? –se dirigió a su novio.
-Creí que te costaría despabilarte unas horas más hasta que las vieras -le respondió con una sonrisa burlona.
Ella, a modo de agradecimiento, le tiró del pelo y con voz clara continuó con la lectura:
“Nina querida: Perdón y perdón por haber dejado transcurrir dos semanas sin escribirte. Aunque mis días parecen tener menos de veinticuatro horas, al menos me mantengo al tanto de tu recuperación cuando el servicio telefónico me lo permite. ¿Me preguntás qué pasa con el teléfono? No sé. Ni los aparatos fijos ni los celulares se salvan de este extraño fenómeno eléctrico que perturba las comunicaciones. Nuestro único vínculo con el exterior son los distribuidores y el correo. Así que, mientras no podamos hablar, te prometo escribir con frecuencia. Lamento que el viaje anunciado se frustrara, pero no puedo culpar a Max que se dedicó a atender con abnegación a los pasajeros del ómnibus que se accidentó en la ruta. Me pareció mezquino de mi parte ignorar el suceso y largarme sola para casa. Sí, ya sé que te lo anuncié cuando hablamos, pero escribirlo duplica mi disculpa. Es notable cómo, de un momento a otro, las circunstancias que parecían estables se modifican y te alteran los planes. ¿No hace un siglo te dije que me sobraba tiempo y que quería aprovecharlo para evitar el anquilosamiento de mi cerebro? Después del accidente, el trabajo en la clínica se multiplicó. Max contrató dos médicos (para ser exacta un médico y una médica), porque entre él y los cuatro colaboradores no alcanzaban a cubrir los turnos solicitados. A modo de chisme: tuvo una fuerte discusión con uno de los directivos, que salió del consultorio de Max con el rostro desencajado. Después supe que le había querido imponer los ayudantes y él lo despidió con cajas destempladas. No le conocía esa arista terca… Bueno, vayamos a lo nuestro. Paso a relatar mi contacto oficial con la gente del pueblo; la mujer de Rodolfo (otro médico de la clínica) me envió una invitación vía su marido para tomar el té. Era una reunión de mujeres y la acepté con agrado porque pensé que ayudaría a mi integración. Esa tarde viajé en ómnibus ya que la bicicleta no armonizaba con la elegancia de mi atuendo ni con las imprácticas sandalias de taco alto. Ubiqué inmediatamente la casa sobre la calle LA. Una recepción cordial, ingesta de té con masas finas, múltiples preguntas de mi parte. ¿Los niños? Estudian fuera del pueblo. ¿La escuela? Para los niños de los suburbios. ¿Animales? Son una molestia y no hay tiempo para cuidarlos. ¿Actividades? Abogada, contadora, bioquímica, ingeniera, secretaria “de Max”, etc. Salvo Carolina, ninguna confesaba un rango menor que el profesional. El resto de la charla, insustancial: viajes, modas, habladurías. Confieso que la casa me encantó: espaciosa y moderna, amueblada y decorada con gusto. Igual a las otras que conocí a lo largo de la caminata por los alrededores. Cuando pasábamos delante de la residencia de alguna de las integrantes del grupo, me invitaban a entrar. El recorrido duró más de dos horas y no llegué a conocer la biblioteca ni el museo porque ya estaba anocheciendo. Como en la plaza había un espectáculo, nos instalamos frente a la pérgola cuyo estrado estaba ocupado por una orquesta que tocó un repertorio de temas de los ochenta y fue muy aplaudida por los espectadores, entre quienes me contaba. ¡Qué le voy a hacer!... Soy una romántica incurable. Terminamos el “jolgorio” en la confitería del Trust y como se había hecho tarde, Rodolfo y Beatriz (la anfitriona) tuvieron la deferencia de devolverme a casa. Me quedé con ganas de visitar el Museo Histórico y asistir a una función de teatro. Elegí un sábado que amaneció nublado por una llovizna impalpable. Mercedes me advirtió que los fines de semana no circulaba el ómnibus entre las afueras y el centro, de manera que “le hubiera convenido organizar que alguien la pasara a buscar para no embarrarse hasta llegar a la ruta”. Le aseguré que iría adecuadamente calzada con zapatillas para afrontar la caminata y el barro. Me miró un poco escandalizada porque “las señoras de la ciudad van muy adornadas al teatro”. Le pregunté si era obligatorio ese atuendo, pero ella lo ignoraba. Vos sabés que yo me siento tan cómoda con un vestido de fiesta como con un jogging, de modo que decidí vestirme acorde al tiempo. Si eso me impidiera ingresar al teatro, volvería en otra oportunidad. Durante la mañana charlé con Daniel después que Mercedes se negó, amable pero firmemente, a que la ayudara. Los demás dormían y el niño me guió hasta un estanque donde “se pesca todo el año y en verano es formidable para nadar”. Está metido entre los árboles y no le presté demasiada atención porque el lugar era un pantano. Le propuse regresar un día de sol. Estuvimos jugando a tirar dardos hasta la hora en que Analía nos llamó para almorzar. Me retiré prontamente porque quería tomar un pequeño descanso antes de salir. Dormí una hora, me bañé, me puse el conjunto rosa y negro que tanto te gusta y las zapatillas negras. A las cuatro de la tarde, envuelta en el impermeable gris, empecé a caminar hacia la ruta por una senda afirmada con pedregullos que evitaron bastante daño a mis zapatillas. Sólo son dos cuadras de campo. Después enfilé hacia el pueblo por el borde del asfalto, vigilando de tanto en tanto la aparición de algún vehículo. ¿Creerás que ingresé al centro sin haberme cruzado con ninguno? Tomé la calle Amarilla para ir al museo. Atravesé la plaza para acceder a la parte ascendente, porque todas las calles convergen en ella. Me tropecé con pocos conocidos, médicos en su totalidad, acompañados por sus esposas. Son tan extraños… Parecían haber dejado el trato familiar en
-¿Adónde fue a parar esta chica? –explotó Rosa rompiendo el silencio que se había adueñado del grupo.
-No sé, mami. Pero mañana lo averiguaremos –afirmó Nina pidiendo confirmación con la mirada a Dante.
El hombre se limitó a ceñirla más apretadamente y preguntó:
-¿Cuántas cartas quedan?