—¡Hola,
India! —amplió la sonrisa.
—Querido
Guille, no solo sos el genio de la computación sino el de la lámpara… ¡Me
cumpliste un deseo recién expresado! —atestiguó la voz de mi amiga
—A vuestras
órdenes, señora —dijo la deidad—. Y ahora podéis pedir lo que se os cante.
Con esa
expresión impropia de un genio, le hizo una reverencia, giró la máquina hacia
nosotras y nos encandiló con el foco incorporado a la computadora.
—¡Marti!
—India nos sonreía eufórica—. ¡Estás al espiedo! ¡Pero espléndida…! —agregó con
generosidad.
Me causó
gracia. Me incliné hacia la hermana de Guillermo: —Sami, ella es la gran
escultora de la que te hablé —hice un gesto ampuloso—. India, esta es mi amiga
de la infancia —terminé la presentación.
—Samanta, me
alegro de conocerte —afirmó la artista que lucía un soberbio vestido de fiesta.
—¡Y yo!
—exclamó Sami—. Ya me estaba poniendo celosa de la nueva amistad de Marti.
—Perdé
cuidado —la tranquilizó India—. Martina es la persona más fiel que conozco.
Para que no
siguiera alabando mis cualidades, le pregunté: —¿Adónde vas con ese traje tan
elegante?
—¡Ah…! A una
reunión que organiza papá. Creo que pretende encontrarme un novio. Le está
preocupando mi larga soltería.
Largué una
carcajada. De lo que estaba segura es que a ella la tenía sin cuidado. No era
la primera vez que Bernardo intentaba vincularla con algún candidato.
—Me parece
bien que estés preparada para cualquier imprevisto. ¿Quién te dice que ésta no
sea tu oportunidad? —le dije burlona.
—Vos,
parece. Pero hablemos de otra cosa. ¿Qué planes tienen?
—Esta noche,
ninguno —contestó Sami—, los chicos hicieron un viaje largo. Martina me habló
de tus esculturas. ¿Me las mostrarías? Me gustaría llevarme alguna a Toronto
—pidió.
—Será un
placer. Pero mañana. Mi padre se está impacientando —accedió India—. Estaré en
pie a partir del mediodía.
—¡Seguro!
—aprobó Samanta—. Guille nos conectará. ¡Qué disfrutes de la fiesta!
—¡Chau,
India! Mañana nos vemos —la despedí.
Guillermo cerró
el programa y apagó el aparato. Cenamos en la cocina y planificamos hacer una
recorrida por Merlo al día siguiente. Darren debía volver al trabajo.
—¡No saben
cuánto me alegro de que hayan venido! Primero —dijo dirigiéndose a mí—, por
conocer a la famosa milady —yo lo
miré inexpresiva—, segundo, para que la mía no se muera de tedio y algún día
tenga que salir a rastrearla por los caminos —la connotación de “la mía” quedó
flotando en la consideración tácita de quien era “la del otro”.
—Después del
paseo podemos ir a tomar mate al Rincón —propuso Sami.
Yo la miré
interrogante y aclaró: —es un balneario municipal, está a orillas de un arroyo
y tiene una hermosa arboleda. Digo… para que no te sigas flechando —añadió
solícita—. Fuimos una vez con Darren.
Él le pasó
un brazo sobre los hombros y la besó: —Ya sé que te tengo un poco abandonada,
mujercita —reconoció al separarse—. Pero Bill y Marti me darán una mano
mientras supero la etapa crítica de la obra.
Samanta miró
a su colorado con cara de embeleso. ¡Vaya que estaba enamorada mi amiga! Mis
ojos se cruzaron con los del gurka. Él me escrutaba a mí, como queriendo
sondear mi pensamiento. Me moví inquieta, porque había imaginado lo excitante
que sería una relación adonde me amaran de esa manera. No Darren, por
descontado, pero ¿quién? No había evocado a Noel en ningún momento, ya que yo
no estaría allí si nuestro vínculo fuera tan apasionado. Aparté la vista y me
perdí en mi copa de helado.
—Los dibujos
no, Marti, te podrías indigestar —esta observación de Guille detuvo la
minuciosa rascada del recipiente en la que me había abstraído.
—¡No podés
con tus modales de gurka! —lo reprendió su hermana.
—¡Le quise
evitar un malestar! —se defendió risueño.
—Dejalo, ya
estoy acostumbrada a sus chiquilladas —dije abandonando la cuchara con
petulancia—. Te ayudo a levantar la mesa y me voy a dormir —le ofrecí a mi
amiga—. ¡Estoy molida!
—Ni lo
sueñes. Darren y yo la despejaremos y mañana viene Dora para ordenar todo.
¡Andá a descansar!
Me acerqué a
Sami y la abracé: —¡Estoy muy feliz por el reencuentro y he pasado un día
estupendo! —le expresé emocionada.
Sami
prolongó el abrazo y me besó: —¡Y yo, Marti! Vas a ser mi mejor regalo de
cumpleaños.
—…¡Es el
sábado! —descubrí después de concentrarme.
—¡No te
olvidaste! —festejó.
—No me lo
hubieras perdonado —reí.
—Buenas
noches, Marti —dijo el colorado tendiéndome los brazos.
Respondí a
su abrazo y lo besé en la mejilla: —Que descanses, Darren. Buenas noches a
todos —formulé y enfilé hacia la escalera.
—¿Y para mí
que soy responsable del regalo, no hay beso y abrazo? —reclamó Guille.
—Que te lo
dé tu hermana —respondí sin volverme.
Todavía
escuchaba la carcajada de Darren cuando cerré la puerta del dormitorio. Me
acosté con una sonrisa satisfecha. No había visto la cara del gurka pero me la
imaginaba. Me dormí al instante y desperté a las siete de la mañana descansada
y expectante por la nueva jornada. Desde la ventana de mi habitación veía un
cielo límpido que pronosticaba buen tiempo. Bueno, India me había dicho que
Merlo gozaba de un microclima que lo hacía especial. Vestí la malla debajo de
la ropa atenta a la propuesta de Samanta de visitar el balneario. Bajé a las
ocho y desayuné con Sami y Guillermo. Darren se había ido a las siete y media.
—Podemos
hacer un recorrido por la ciudad así la conocen —dijo Sami—. Guille nos
convidará con un aperitivo, ¿verdad? —le hizo un arrumaco a su hermano.
Él asintió
con una sonrisa: —Partamos que al mediodía tenés una cita con India —le
recordó.
—Sentate
adelante —propuso Samanta al llegar al auto.
—No. Sentate
vos —denegué—. Yo voy atrás.
—No se peleen
por ir conmigo. Ambas pueden sentarse adelante —manifestó Guillermo con tono
paciente.
Esperé a que
subiera su hermana y yo me acomodé última. Llegamos a la Plaza Sobremonte adonde Guille
estacionó y recorrimos a pie el Centro histórico. Visitamos una Capilla del
siglo XVIII con muros de adobe pintados a la cal, paseamos entre las casas
coloniales de los alrededores, admiramos la colección del museo Kurteff, piezas
realizadas en distinto metales como plata, bronce, alpaca y cobre esmaltado.
Cerramos visitando al algarrobo abuelo, cuya existencia se calculaba en más de
ochocientos años según
estudio de sus anillos de crecimiento. Se necesitaban seis personas tomándose
de las manos para rodear su contorno. Me quedé ensimismada.
—¿Qué se agita en tu cabecita? —la voz
grave del gurka me instaló en el presente.
—Solo pensaba en que fue testigo de la
vida humana en armonía con la naturaleza y de su posterior destrucción. Las
cosas no cambian, Guille. El más fuerte se cree el dueño de la verdad e impone
su ideología a quien considera inferior. Ayer, por la violencia física. Hoy, de
manera más sofisticada, sojuzgando la inteligencia de la población a través de
dádivas que ni siquiera les alcanza para vivir con dignidad. Pero tienen un
ejército sometido por la ignorancia de que un mundo mejor los espera.
—¿Eso te entristece, milady? —preguntó casi con pena.