Demoró sus
dedos sobre mi mejilla y sus ojos en los míos. Se inclinó lentamente y por un
momento desvarié con que iba a besarme. Un grito imperioso nos sacó de la
inercia: —¡Marti! ¡Martina! ¡Amiga…!
Miré
aturdida en dirección a la casa y divisé la inolvidable imagen de Samanta
corriendo hacia el coche. El pelo rubio ondeaba detrás de ella en tanto la
verja se abría hacia el interior del parque. Destrabé el cinturón de seguridad
y me lancé del auto. Troté al encuentro de Sami hasta que tropecé con una raíz
y aterricé en el césped aparatosamente. Mi amiga, riendo, se desplomó a mi lado
para abrazarme. Así rodamos, a pura carcajada, encimándonos en las preguntas,
confesándonos cuánto nos habíamos extrañado. Agotadas, quedamos tendidas de
costado, con manos y pupilas unidas en la sonrisa perenne del reencuentro.
—Pensé que
no iba a encontrar otro ejemplar como mi mujercita —manifestó en inglés una
agradable voz varonil.
Levanté la
mirada y me topé con el rostro afable de un hombretón de pelo rojo, al menos diez
años y diez centímetros más que el gurka. Me agradó no más verlo. Tendió una
mano hacia mí y otra hacia Sami y nos levantó como si fuéramos inmateriales.
—¡Darren!
¡Ella es Marti! —exclamó Samanta.
—Si no me lo
decías, no lo hubiera imaginado —dijo con placidez—. Encantado de conocerte,
Marti —declaró y me dio un abrazo—. Desde que llegamos Sam me ha deleitado
hablándome de ti.
Me causó
gracia su declaración: —Querrás decir que te aturdió —enmendé con una sonrisa.
Habíamos
pasado del castellano al inglés y supuse que el marido de Sami no hablaba
nuestro idioma. Yo me sentía cómoda tanto con una lengua como con la otra.
Guille se acercó y abrazó a su hermana: —Hace medio año que no nos vemos,
desamorada —la regañó al besarla.
Ella se le
colgó del cuello y le dio varios besos: —¡Te los merecés por haber traído a
Marti! Y ahora entrá el auto así se refrescan antes del almuerzo.
Entre ellos
se hablaban indistintamente en ambos idiomas, cosa que no parecía importarle a
Darren. Se nos adelantó y cuando entramos en la casa estaba cerrando el portón
automático después de que Guille introdujo su vehículo.
—Dile a Bill
que suba las valijas —le indicó Sami—. Yo la acompaño a Marti a su habitación.
Subimos a la
planta alta adonde se abrían cinco puertas al pasillo. Recordé la excusa de
Guille para no invitar a Noel y no pude evitar una sonrisa. Dejé el bolso sobre
la butaca y me volví hacia la entrada del dormitorio. Samanta estaba apoyada
sobre el marco de la puerta con los brazos cruzados y me miraba con atención.
—¡Estás
igual, Marti! El tiempo no pasa para vos —afirmó con naturalidad.
—No creas.
Si te fijás bien, ha dejado sus huellas sobre mí —alegué.
—No tanto
como en mí —torció el gesto—. Debí salir morena como mamá y no rubia como papi.
Así Guille estaría un poco más calvo y yo menos ajada —consideró.
—No creo que
al colorado le importe —dije riendo.
—No.
¿Verdad? He sido afortunada, Martina —expresó ilusionada—. Después de dos
fracasos creí que la vida en pareja no era para mí. Y apareció Darren para
enamorarme y darme la certeza de que podía aspirar a una familia propia. Y vos,
Martí, ¿en que andás? —preguntó con vivacidad.
—Noviando
desde hace varios años —respondí.
—No parecés
muy entusiasmada —juzgó.
—Es que son
años… —dije con despreocupación y rogando que no insistiera.
La llegada
del gurka cargando mi valija lo impidió.
—¿Adónde la
dejo? —preguntó.
—Sobre la
cama —me apresuré a indicar—. Si me permiten pasar al baño, en minutos estaré
lista para bajar.
Los hermanos
asintieron y me dejaron a solas. Respiré aliviada. Supuse que Sami retomaría en
otro momento el tema de mi noviazgo, pero ya estaría yo preparada. Lavé mis
manos y mi cara, pasé el peine por mis cabellos y abandoné el cuarto. Abajo
esperaba el resto del grupo para almorzar. Samanta nos deleitó con su pollo al
horno aderezado con variadas guarniciones, ensaladas y un postre delicioso para
el final. Después nos acomodamos en la galería para tomar un café y charlar. Yo
estaba distendida, disfrutando del lugar y la compañía. Sami se opuso
decididamente a que la ayudara: —Hoy sos la agasajada.
—¿Cambiaron
de residencia? —le pregunté a Guille con tono candoroso mientras la pareja
preparaba la bandeja en la cocina.
Por un
momento me miró sorprendido, después largó una carcajada: —No vas a negar que
fue una excusa impecable.
—Sobre todo
para un fanático que en lo único que reparó fue en conocer el templo de su
divinidad —dije sin rencor.
—Marti
—pronunció con calma—, no me reproches el egoísmo de querer disfrutarte sin
interferencias…
Buscó mis
ojos que aparté para no ceder a su mirada sugerente. Sus palabras iban
trasponiendo fronteras que me perturbaban, porque supe cómo hablarle al niño
revoltoso pero no atinaba a manejarme con el hombre osado. Mi mente se
obstinaba en analizar el significado del mensaje que no acordaba con mi calidad
de mujer comprometida. La aparición de los Smith con las infusiones me apartó
de esta consideración.
—¡Hace un
día espléndido! —expresó Sami—. Como han viajado varias horas, les propongo que
descansen un poco y después podremos disfrutar de la pileta. ¿Qué les parece?
—¿Tienen
pileta? —pregunté entusiasmada.
—Sí. Después
del café les mostraré toda la casa —aseguró mi amiga—. En esta localidad no hay
muchos ríos, solo arroyos plagados de piedras y saltos que forman hoyas
naturales. Pero el ruido del agua al correr entre las rocas es un sonido
musical y sedante. Para nadar, la piscina —afirmó sonriente.
—Yo acepto
tu sugerencia, hermanita —abonó Guillermo—. Y creo que a Marti le vendrá bien
una siesta; la hice madrugar. ¿Verdad, milady?
Ese tono
protector que buscaba complicidad me rebeló. Me encontré diciendo: —Yo estoy
bien, prefiero disfrutar de la pileta.
Pesqué una
mirada que intercambiaron los dos hombres pero me hice la distraída. Terminamos
de tomar el café y Samanta nos guió por el exterior de la residencia. Detrás de
la casa se extendía una piscina de tamaño suficiente para nadar con comodidad
en cuyos amplios bordes se apoyaban tres reposeras. El césped que la rodeaba
descendía hasta un macizo de arbustos y árboles corpulentos bajo los cuales
descansaban una mesa de hierro blanca y seis sillones del mismo material. Entre
los matorrales dispersos como al descuido, enredaderas y flores de variados
colores. Ese rincón encantador no se veía desde el frente de la casa y estaba rodeado
por un seto verde cuya altura le proporcionaba privacidad con respecto a las
viviendas linderas. Después pasamos al interior de la casa. En la planta baja,
una sala amplia rodeada de ventanales, la cocina, un baño y dos habitaciones.
Terminamos en la planta alta adonde estaban los dormitorios. Guille y Darren se
despidieron y nosotras nos fuimos a poner las mallas. Me recogí el cabello con
una hebilla y bajé a encontrarme con Sami. No era la hora adecuada para
exponerse al sol pero nos embadurnamos
con filtro solar y, confiando en el benigno clima de Merlo, retozamos en la
pileta hasta las cuatro. Samanta había traído el equipo de mate y unas masitas
caseras de nuez que saboreamos bajo los árboles.
—Estoy asombrada por tu afición a la
cocina —dije catando los bizcochitos.
—Es mi pasatiempo cuando Darren está
fuera de casa —manifestó—. Le preocupa que salga sola mientras está trabajando,
así que para no inquietarlo me
distraigo cocinando.
—¡Estás
entregada! —me reí.
—Ya vas a
ver cuando te toque… —me vaticinó—. Pero ahora que vinieron podremos explorar
los alrededores con o sin los hombres —dijo con entusiasmo.
—¿Tu
colorado confiaría en mí? —dudé.
—Te apuesto
que sí. Aunque de seguro mi hermano nos acompañará —afirmó con una sonrisa intuitiva.
Ignoré su
comentario y le anuncié: —me voy a tirar un rato en la reposera. ¡Me agarró una
fiaca…!
Insistió en
que volviera a untarme con el ungüento y dijo que ella se quedaría a la sombra.
Con un suspiro de alivio me tendí en la poltrona y me quedé dormida.
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