jueves, 13 de marzo de 2014

CONFLICTO AMOROSO - IX



Demoró sus dedos sobre mi mejilla y sus ojos en los míos. Se inclinó lentamente y por un momento desvarié con que iba a besarme. Un grito imperioso nos sacó de la inercia: —¡Marti! ¡Martina! ¡Amiga…!
Miré aturdida en dirección a la casa y divisé la inolvidable imagen de Samanta corriendo hacia el coche. El pelo rubio ondeaba detrás de ella en tanto la verja se abría hacia el interior del parque. Destrabé el cinturón de seguridad y me lancé del auto. Troté al encuentro de Sami hasta que tropecé con una raíz y aterricé en el césped aparatosamente. Mi amiga, riendo, se desplomó a mi lado para abrazarme. Así rodamos, a pura carcajada, encimándonos en las preguntas, confesándonos cuánto nos habíamos extrañado. Agotadas, quedamos tendidas de costado, con manos y pupilas unidas en la sonrisa perenne del reencuentro.
—Pensé que no iba a encontrar otro ejemplar como mi mujercita —manifestó en inglés una agradable voz varonil.
Levanté la mirada y me topé con el rostro afable de un hombretón de pelo rojo, al menos diez años y diez centímetros más que el gurka. Me agradó no más verlo. Tendió una mano hacia mí y otra hacia Sami y nos levantó como si fuéramos inmateriales.
—¡Darren! ¡Ella es Marti! —exclamó Samanta.
—Si no me lo decías, no lo hubiera imaginado —dijo con placidez—. Encantado de conocerte, Marti —declaró y me dio un abrazo—. Desde que llegamos Sam me ha deleitado hablándome de ti.
Me causó gracia su declaración: —Querrás decir que te aturdió —enmendé con una sonrisa.
Habíamos pasado del castellano al inglés y supuse que el marido de Sami no hablaba nuestro idioma. Yo me sentía cómoda tanto con una lengua como con la otra. Guille se acercó y abrazó a su hermana: —Hace medio año que no nos vemos, desamorada —la regañó al besarla.
Ella se le colgó del cuello y le dio varios besos: —¡Te los merecés por haber traído a Marti! Y ahora entrá el auto así se refrescan antes del almuerzo.
Entre ellos se hablaban indistintamente en ambos idiomas, cosa que no parecía importarle a Darren. Se nos adelantó y cuando entramos en la casa estaba cerrando el portón automático después de que Guille introdujo su vehículo.
—Dile a Bill que suba las valijas —le indicó Sami—. Yo la acompaño a Marti a su habitación.
Subimos a la planta alta adonde se abrían cinco puertas al pasillo. Recordé la excusa de Guille para no invitar a Noel y no pude evitar una sonrisa. Dejé el bolso sobre la butaca y me volví hacia la entrada del dormitorio. Samanta estaba apoyada sobre el marco de la puerta con los brazos cruzados y me miraba con atención.
—¡Estás igual, Marti! El tiempo no pasa para vos —afirmó con naturalidad.
—No creas. Si te fijás bien, ha dejado sus huellas sobre mí —alegué.
—No tanto como en mí —torció el gesto—. Debí salir morena como mamá y no rubia como papi. Así Guille estaría un poco más calvo y yo menos ajada —consideró.
—No creo que al colorado le importe —dije riendo.
—No. ¿Verdad? He sido afortunada, Martina —expresó ilusionada—. Después de dos fracasos creí que la vida en pareja no era para mí. Y apareció Darren para enamorarme y darme la certeza de que podía aspirar a una familia propia. Y vos, Martí, ¿en que andás? —preguntó con vivacidad.
—Noviando desde hace varios años —respondí.
—No parecés muy entusiasmada —juzgó.
—Es que son años… —dije con despreocupación y rogando que no insistiera.
La llegada del gurka cargando mi valija lo impidió.
—¿Adónde la dejo? —preguntó.
—Sobre la cama —me apresuré a indicar—. Si me permiten pasar al baño, en minutos estaré lista para bajar.
Los hermanos asintieron y me dejaron a solas. Respiré aliviada. Supuse que Sami retomaría en otro momento el tema de mi noviazgo, pero ya estaría yo preparada. Lavé mis manos y mi cara, pasé el peine por mis cabellos y abandoné el cuarto. Abajo esperaba el resto del grupo para almorzar. Samanta nos deleitó con su pollo al horno aderezado con variadas guarniciones, ensaladas y un postre delicioso para el final. Después nos acomodamos en la galería para tomar un café y charlar. Yo estaba distendida, disfrutando del lugar y la compañía. Sami se opuso decididamente a que la ayudara: —Hoy sos la agasajada.
—¿Cambiaron de residencia? —le pregunté a Guille con tono candoroso mientras la pareja preparaba la bandeja en la cocina.
Por un momento me miró sorprendido, después largó una carcajada: —No vas a negar que fue una excusa impecable.
—Sobre todo para un fanático que en lo único que reparó fue en conocer el templo de su divinidad —dije sin rencor.
—Marti —pronunció con calma—, no me reproches el egoísmo de querer disfrutarte sin interferencias…
Buscó mis ojos que aparté para no ceder a su mirada sugerente. Sus palabras iban trasponiendo fronteras que me perturbaban, porque supe cómo hablarle al niño revoltoso pero no atinaba a manejarme con el hombre osado. Mi mente se obstinaba en analizar el significado del mensaje que no acordaba con mi calidad de mujer comprometida. La aparición de los Smith con las infusiones me apartó de esta consideración.
—¡Hace un día espléndido! —expresó Sami—. Como han viajado varias horas, les propongo que descansen un poco y después podremos disfrutar de la pileta. ¿Qué les parece?
—¿Tienen pileta? —pregunté entusiasmada.
—Sí. Después del café les mostraré toda la casa —aseguró mi amiga—. En esta localidad no hay muchos ríos, solo arroyos plagados de piedras y saltos que forman hoyas naturales. Pero el ruido del agua al correr entre las rocas es un sonido musical y sedante. Para nadar, la piscina —afirmó sonriente.
—Yo acepto tu sugerencia, hermanita —abonó Guillermo—. Y creo que a Marti le vendrá bien una siesta; la hice madrugar. ¿Verdad, milady?
Ese tono protector que buscaba complicidad me rebeló. Me encontré diciendo: —Yo estoy bien, prefiero disfrutar de la pileta.
Pesqué una mirada que intercambiaron los dos hombres pero me hice la distraída. Terminamos de tomar el café y Samanta nos guió por el exterior de la residencia. Detrás de la casa se extendía una piscina de tamaño suficiente para nadar con comodidad en cuyos amplios bordes se apoyaban tres reposeras. El césped que la rodeaba descendía hasta un macizo de arbustos y árboles corpulentos bajo los cuales descansaban una mesa de hierro blanca y seis sillones del mismo material. Entre los matorrales dispersos como al descuido, enredaderas y flores de variados colores. Ese rincón encantador no se veía desde el frente de la casa y estaba rodeado por un seto verde cuya altura le proporcionaba privacidad con respecto a las viviendas linderas. Después pasamos al interior de la casa. En la planta baja, una sala amplia rodeada de ventanales, la cocina, un baño y dos habitaciones. Terminamos en la planta alta adonde estaban los dormitorios. Guille y Darren se despidieron y nosotras nos fuimos a poner las mallas. Me recogí el cabello con una hebilla y bajé a encontrarme con Sami. No era la hora adecuada para exponerse al sol pero nos embadurnamos con filtro solar y, confiando en el benigno clima de Merlo, retozamos en la pileta hasta las cuatro. Samanta había traído el equipo de mate y unas masitas caseras de nuez que saboreamos bajo los árboles.
—Estoy asombrada por tu afición a la cocina —dije catando los bizcochitos.
—Es mi pasatiempo cuando Darren está fuera de casa —manifestó—. Le preocupa que salga sola mientras está trabajando, así que para no inquietarlo me distraigo cocinando.
—¡Estás entregada! —me reí.
—Ya vas a ver cuando te toque… —me vaticinó—. Pero ahora que vinieron podremos explorar los alrededores con o sin los hombres —dijo con entusiasmo.
—¿Tu colorado confiaría en mí? —dudé.
—Te apuesto que sí. Aunque de seguro mi hermano nos acompañará —afirmó con una sonrisa intuitiva.
Ignoré su comentario y le anuncié: —me voy a tirar un rato en la reposera. ¡Me agarró una fiaca…!
Insistió en que volviera a untarme con el ungüento y dijo que ella se quedaría a la sombra. Con un suspiro de alivio me tendí en la poltrona y me quedé dormida.

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