sábado, 8 de marzo de 2014

CONFLICTO AMOROSO - VIII



—¿Entro a cargar la valija? —preguntó.
—No hace falta. Yo la bajo —repuse.
Cuando salí del ascensor, lo ví esperando detrás de la puerta de vidrio. Estaba en jean y remera y calzaba zapatillas. Y seguía sin ajustarse a la imagen de chiquillo que me tranquilizaba. Recibió el equipaje apenas abrí, y me saludó con el infaltable beso en la mejilla:
—Buen día, milady, lamento haber turbado tu sueño —dijo con una sonrisa.
—Estás disculpado —le contesté—. Hace tanto que no salgo de vacaciones que madrugaría hasta para ir a Carcarañá.
—¡Oh…! ¿Ningún caballero te ha invitado?
Lo miré con gesto adusto. ¿Quería arruinarme el viaje? Noel nunca me llevaba a sus repetidas vacaciones en el sur adonde vivía su hermano porque, siempre reiteraba, se dedicaban a la pesca de truchas y yo me aburriría. De modo que, como mi presupuesto era escaso, solo cruzaba a la isla por las mañanas antes de que la invadiesen los rosarinos. Al mediodía estaba de vuelta, me duchaba, comía algo liviano y dormía una siesta. Por la tarde salía con alguna amiga o concurría a los distintos espectáculos gratuitos que promocionaba el municipio. Vacaciones de pobre me enrostraba India para molestarme cuando me negaba a compartir alguno de sus viajes. Yo era así: pobre, porfiada y orgullosa.
¿Y ahora?, preguntó una fastidiosa vocecita interior. ¡Es por Sami!, me contesté y no me cuestioné más. Guille debió haber interpretado mi ceño porque no siguió con la agudeza. Metió la valija en el baúl y abrió la portezuela para que me acomodara en el lugar del acompañante. Subió y, antes de poner el auto en marcha, descansó el brazo sobre el volante y se volvió hacia mí. Me dirigió una mirada intensa, cargada de interrogantes que no quise discernir para que no me robara la calma. Aparté la vista de su rostro y pensé que los años le habían dado carácter a sus facciones armoniosas. El gurka se había convertido en un hombre atrayente. Se enderezó y arrancó con suavidad. Ahí le presté atención al interior del auto. Era tipo camioneta, con dos filas de asientos traseros y tenía el tablero como un avión, lleno de luces indicadoras y la pantalla del GPS. Se deslizaba con una mínima vibración.
—¡Qué hermoso coche! —exclamé—. ¿De qué marca es?
—Mercedes —respondió.
—¿Lo alquilaste?
—Lo traje —sonrió.
—¿Desde Boston? —me asombré—. ¿Cómo?
—En avión de carga —me explicó con paciencia.
—¿No era menos costoso alquilar uno? —insistí.
—Cierto. Pero estoy familiarizado con él y sabía que tenía que viajar.
—¿No podías haber alquilado uno similar? —volví a la carga.
—No creo, Marti. Es muy costoso —aclaró.
—¿Cuánto? —quise saber.
—Ciento setenta mil dólares —dijo sin alarde.
Me quedé muda. Casi dos millones de pesos nuestros. Yo tendría que ahorrar mi sueldo completo durante veinte años para juntarlos. ¿Tanto progresaste, gurka? Bien por vos. Pero sentí una desazón amarga al comprobar en forma concreta la brecha económica que nos separaba. Él pertenecía a una elite donde mi salario era despreciable. ¿También explotaba a sus empleados como otros oligarcas?
—¿Qué pasa, milady? —preguntó como si captara mi pensamiento.
—Nada —expresé con desaliento y giré mi rostro hacia la ventanilla sin ánimo de charla.
La ruta estaba despejada y llegamos a Villa María en dos horas y media. Guille intentó establecer una comunicación pero desistió ante mis monosílabos. Me propuso al entrar a la ciudad: —Vamos a hacer un alto antes de Merlo, ¿te parece bien?
Me encogí de hombros. Estaba enojada porque había puesto en evidencia el insustancial valor de mi esfuerzo para ganarme la vida. Recién cuando me quedé a solas en la mesa del parador, mientras él buscaba un refrigerio para ambos, caí en la cuenta de lo ridículo de mi rabieta, como si lo hiciera responsable de mi mediocridad.
—Café con leche y medialunas dulces y saladas —dijo apoyando la bandeja sobre la mesa.
Se sentó enfrente de mí y me alcanzó un pocillo mientras ponía la fuentecita con facturas en el medio. Sus ojos buscaron los míos en una pregunta implícita que verbalizó cuando yo los aparté: —Algo te molestó, Martina. Quiero saber qué es —pidió con gentileza.
—No te lo puedo decir… —murmuré avergonzada de mis contradictorios sentimientos.
Estiró el brazo hasta encontrar mi mano que descansaba sobre el mantel y la alojó entre la suya: —Vamos, milady, que no haya ambigüedades entre nosotros. Puedo escuchar cualquier cosa que digas —reclamó con voz grave.
Levanté la mirada hacia sus pupilas francas y dije de un tirón: —Es que vas a pensar que soy una resentida y por un momento lo fui cuando me dijiste el precio de tu auto y yo calculé que necesitaría veinte años de trabajo para llegar a esa suma. Sentí que mi ocupación no valía nada —terminé abochornada.
Apretó mi mano e intentó consolarme: —tu trabajo vale como cualquiera, Marti, pero el mercado laboral se maneja por la oferta y la demanda. Tengo entendido que hay mucha desocupación en este país y por eso los sueldos son bajos.
—¿Les pagás bien a tus empleados? —disparé.
—Estimo que sí —sonrió—. Podés preguntarles cuando los veas.
—Bueno, dejemos el tema. Ya se me pasó —dije para tranquilizarlo—. Si me soltás la mano, voy a poder tomar mi café.
Se largó a reír y me liberó. Nos comimos las medialunas y retomamos el viaje. El silencio inicial fue reemplazado por una charla intimista adonde cada cual se apropió de las vicisitudes y logros del otro. Al confiarle mi historia me hice cargo del precio que tuve que pagar por mi independencia, cuya resultante fue renunciar a una carrera que me prometería un futuro mejor. Sentí que no me arrepentía de esa decisión y me animé a pensar que aún estaba en condiciones de encarar un proyecto de estudio. Guillermo, contradiciendo mis prejuicios, no se vanaglorió de su fama ni prosperidad. El hombre sensible que se expuso a mi reconocimiento privilegió los afectos sobre el trabajo. Habló del apoyo de sus padres y hermana, de la satisfacción por ver que Sami encauzaba su vida, del aprecio que sentía por su cuñado, de la lealtad de sus empleados, de los amigos que había hecho a lo largo de los años. Un nuevo individuo desvanecía la imagen del gurka y se revelaba a mi conciencia como una figura inquietante. Tenía más de caballero andante que de sicario. ¿Habría yo contribuido a su transformación esa lejana noche del cumpleaños?
Antes del mediodía, estacionó el vehículo delante de una casa de dos plantas rodeada por una verja blanca.
—Llegamos, milady —me anunció.
Lo tomé del brazo y me enfrenté con su mirada interrogante: —Hagamos un trato —le dije—. Yo no te llamo más gurka ni vos a mí milady.
Me contempló casi con pena. Acarició mi rostro con suavidad y asintió: —De acuerdo. Pero no te enojes si en alguna ocasión se me olvida.

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