domingo, 27 de junio de 2010

LA HERENCIA - XXII

Emilia enlazó a su hija por los hombros y abrió la marcha. Julián se rezagó junto a Goliat. El perro seguía mostrando signos de inquietud. Lo tranquilizó con una palmada y luego bajaron la escalera. Llegó a la mesa y se sentó frente a Mariana. Luis trajinaba desde la parrilla arrimando las porciones de carne asada. Después de la cena, las mujeres trajeron café y algunas golosinas. La muchacha relató sucintamente la exploración:

-Recorrimos toda la casa sin encontrar la entrada al desván. Cuando estábamos en la habitación de la tía, me paré frente al retrato de la mujer del camafeo, y supe adonde encontrarla. Como si alguien... Es decir, ella, me lo dijera -lo miró a Julián cuyo semblante reflejó el alivio que le provocaba el reconocimiento de la joven.- Van a creer que estoy loca... -detuvo con un gesto cualquier argumento racional.- Esa mujer se comunica de alguna manera conmigo y siento que lo hizo antes. No puedo acordarme... -se lamentó.

Emilia la abrazó para calmarla. La acarició y le besó la cabeza confortándola como a una niña mientras Julián se esforzaba por no saqueársela.

-Tranquila, mi amor, que mamá no permitirá que te pase nada. Pero, por favor, no nos ocultés nada. Nada que pueda ponerte en peligro -la separó y le besó el rostro.- ¿Prometido?

Mariana asintió con un gesto y se apartó de su madre algo avergonzada. Lanzó otra fugaz mirada hacia Julián, quien le guiñó un ojo con expresión risueña.

-Entonces -intervino Luis- ¿adónde está la entrada al famoso ático?

-Detrás del ropero de mi dormitorio.

-¡Dios mío! Y estuviste expuesta todo este tiempo...

-¡A qué, mamá! No exageres.

-De ahora en más dormís conmigo -dictaminó Emilia.

Conmigo, ansió Julián con máscara inexpresiva. Mariana sacudió la cabeza y continuó:

-Para resumir, después que Julián me zamarreó... -el cuerpo de su madre se tensó y ella insistió candorosamente:- Porque me zamarreaste, ¿verdad?

-No siempre… -aceptó el acusado sonriendo como un fauno.

Mariana, eludiendo cualquier sondeo visual, retomó:

-Me mostró un aspecto de la realidad en el que no creo, pero que debo aceptar hasta encontrar una explicación racional -se quedó pensando.- Hay... algo relacionado con el ático que es importante. ¡Debemos revisarlo cuanto antes!

-Esta noche NO, temeraria -recalcó su madre.

-¡Por favor! Queda poco tiempo.

Julián era un hombre expeditivo. La atmósfera de ese lugar era apremiante y lamentó no tener la receptividad de las mujeres y el perro para leer las señales con claridad. Percibió que la muchacha tenía razón.

-Emilia. Sé que mi opinión es entrometida, pero voto por Mariana. Si fuéramos los cuatro el riesgo sería mínimo.

-Los cinco, entonces –aceptó la mujer mirando a Goliat.

-Y por las dudas llevaremos dos linternas –aportó Luis.

Cuando volvió del auto entraron a la vivienda junto al can. En el cuarto de Mariana, los hombres corrieron el pesado mueble y encontraron la puerta disimulada entre los paneles que recubrían la pared. Luis la abrió y enfocó la linterna hacia los lados. Encontró la llave de luz y la oprimió. Una lamparita polvorienta iluminó la estrecha escalera que Luis remontó probando la solidez de cada escalón. Lo siguieron Julián, Goliat y las mujeres. Como en el edificio del abogado, Emilia caminaba detrás de Mariana, esta vez preparada para cualquier contingencia. Se detuvo en el rellano adonde esperaba Luis y cayó en la cuenta de que si pasaba algo nadie estaría afuera para ayudarlos. Podrían desaparecer en el ático y no los encontrarían jamás. Salvo que insistiera la madre de Julián… Pero ¿cómo adivinaría que estaba en la casa vecina? La voz de Luis interrumpió los lóbregos pensamientos.

-Voy a entrar.

Empujó la puerta con fuerza. La madera, dilatada por la humedad, resistió la presión. Arremetió de nuevo sin resultados. Julián colaboró y la atropellaron al unísono ingresando al desván con el envión. Emilia, a cargo de la linterna, buscó un interruptor. Éste encendió, para su sorpresa, una lámpara que iluminó el lugar con amplitud. Goliat olfateó los rincones sin muestras de nerviosismo. Entre todos, hicieron el inventario del último recoveco de la casa. Cuatro baúles antiguos, dos sillones hamaca, tres lámparas de pie, una biblioteca ocupada con libros de tapas de cuero, un escritorio de madera labrada y dos sillas tapizadas. El polvo se asentaba sobre los muebles y oscuras telarañas daban cuenta del abandono del lugar. Mariana abrió los cajones del pupitre sin encontrar más que bolígrafos secos, lápices usados, sacapuntas, hojas amarillentas por el tiempo, volantes de publicidad de cincuenta años atrás, gomas de borrar, clips de alambre, artículos de escritorio en desuso y una libreta con una cinta marcadora. La abrió y la descartó al comprobar que eran meras anotaciones de gastos.

-¡Mariana, vení...! -exclamó su madre mientras revisaba el contenido de un arcón que Luis acababa de abrir.

La muchacha se acercó y Emilia levantó un vestido largo de encaje blanco.

-¡Mirá que belleza, hija!

Los finos breteles destellaban por las piedras que lo recorrían al igual que el escote y el ruedo. Mariana lo apoyó contra el cuerpo y advirtió que era de su talla.

-Apropiado para una celebración -admitió. Miró el adorno.- ¿Serán legítimas?

Julián, que se había extasiado imaginando a la joven ataviada con el delicado atuendo, observó el pedrerío con atención.

-No soy experto en gemas -dictaminó- pero apostaría a que son brillantes.

-¿En serio? -la boquita de Mariana era un círculo perfecto.

-¿Brillantes...? -repitió la madre- ¿Quién bordaría un vestido con piedras preciosas?

-La dama del camafeo -aseguró la hija.- Me encantaría probármelo.

-Está en la casa, así que es parte de la herencia -afirmó la madre.

domingo, 20 de junio de 2010

LA HERENCIA - XXI

-¿Por qué no querés que venga Goliat?

-Porque lo acostumbré a no entrar en la casa. Imaginate a esta mole dentro de un comedor.

-¡Pero si te obedece!

-Lo comprobaremos. Acordamos que vos corrés con los riesgos…

-¡Sí! –afirmó Mariana con petulancia.

Goliat se adhirió a la pierna de Julián atestiguando la confianza de la joven. Ella, escoltada por los custodios, encendió las luces de la casa a medida que ingresaban a las dependencias. Las revisaron escrupulosamente. El hombre se detuvo por momentos a observar muebles, cuadros, tapices y adornos. Los atinados comentarios indicaban un amplio conocimiento de antigüedades. En la planta baja no había indicios de la entrada al ático. Subieron la escalera para recorrer la planta alta adonde Julián estaba seguro de encontrar el ingreso al desván. Le llamó la atención la postura alerta de Goliat, los músculos tensos y las orejas paradas. Inspeccionaron las habitaciones ocupadas y luego la de Victoria. Mariana se acercó a la mesa de luz y levantó el retrato de su padre.

-Éste es mi papá cuando todavía era soltero –dijo estirando la fotografía hacia Julián.

El hombre la observó con detenimiento. A su vez levantó la de Victoria.

-Y esta es tu tía, más joven que cuando la conocí –declaró, volviéndolos a su lugar.

Después recorrió el dormitorio minuciosamente palpando las paredes como había hecho en cada recinto. Estaba consternado porque, salvo el final del pasillo, no quedaban más espacios para explorar. Un sordo gruñido lo hizo volverse hacia el perro. Goliat estaba parado frente al retrato de una mujer de extraordinario parecido con Victoria y lo vigilaba como si fuera un enemigo. ¿Qué le pasa?, pensó.

-¡Goliat, aquí!

Mariana miró hacia el perro que obedeció con reticencia y dirigió la vista hacia el cuadro. Una sombra le enturbió los ojos y se sintió en medio de una escena ya vivida. Caminó hasta enfrentarlo bajo la vigilancia de Julián. Se veía tan entregada en la contemplación que al hombre le nació un deseo imperioso de tomarla entre sus brazos y besar esa boca levemente entreabierta a la espera del acto de amor definitivo. Pensó en cuán excelso sería tener ese bello cuerpo abandonado al suyo y dio un paso movido por el instinto. El gruñido de Goliat lo sobresaltó y retomó el control. La muchacha parecía estar escuchando algo con atención. Cuando caminó hacia él, mostraba la vivacidad de siempre.

-La puerta está detrás del ropero de mi habitación.

Julián la miró desconcertado.

-¿Cómo sabés?

-Lo habré visto en el inventario. Por algo decía yo que había un ático -expresó con soltura.

-Mariana. Hace más de una hora que recorremos la casa. Como no creo que tu fulminante descubrimiento tenga que ver con estar a solas conmigo, ¿no te llama la atención este conocimiento repentino? -El hombre, plantado ante ella, la obligaba a una respuesta.

La joven contuvo el fastidio. “Lo sé y basta”, pensó. No deseaba convertir cada hecho de la casa en un fantasma inquietante como los que acechaban a su madre desde que recibieron la herencia. Ella no se sentía amenazada y ningún hecho legitimaba la preocupación materna. ¿Qué quería hacerle notar Julián? La mente registra cosas que afloran en el momento preciso, se dijo.

-Me disculpo si te hice perder una hora de tu valioso tiempo. Puedo continuar sola -notificó, mientras se dirigía al corredor.

La mano, que poco antes la soltara para su desencanto, fue una garra de acero que la giró peligrosamente cerca del cuerpo masculino. El rostro sobresaltado de la muchacha se topó con el gesto duro de Julián.

-Si tengo que obligarte a razonar, lo haré -aseguró.

Ella intentó desasirse sin éxito. El cerco que la retenía no aflojaba.

-¡Me estás haciendo daño! -gritó.

-Más daño te hacés al no abrir las compuertas de esa cabezota. Yo fui testigo de dos hechos extraños relacionados con tu persona y no puedo creer que los tomes a la ligera.

Mariana miró hacia el costado con aire contrariado. Mientras la mano que detenía su brazo izquierdo aflojaba, la otra le apresó el derecho.

-Mariana -la voz del hombre era suave- quiero ayudarte, pero es preciso que analicemos los hechos y les encontremos significado. Sos una persona racional, por eso no me conforma que no quieras analizar los sucesos.

-¿Cuáles son...? -interrumpió molesta.

-La comprensión de los signos y la súbita ubicación de la puerta del ático -recitó él pacientemente.

-¿No puedo haber inventado una traducción en forma inconciente y saber de la entrada por haberlo leído en algún momento? -preguntó con tal desvalimiento que Julián volvió a ser apresado por la ola del deseo.

-Querida -dijo con ternura- yo también desearía que no haya misterios a tu alrededor. Pero debemos estar prevenidos, más aún si no puedo tenerte a la vista permanentemente.

Ella sacudió la cabeza. No en negativa obstinada, sino amedrentada. Rechazaba acercarse a un mundo que no formaba parte de su realidad, a las siluetas desdibujadas de los recuerdos, a los acontecimientos inexplicables. Mariana creía firmemente que su realidad eran la herencia que las rescataría de la falta de proyectos y Julián que la restituiría al mundo del amor. Buscó en los ojos de su vecino la certeza de esta verdad, anulando todas las defensas del hombre. Las manos la atrajeron sobre un pecho resonante y los brazos la cercaron con ardor. Él bajó la cabeza lentamente, deleitándose con las líneas del rostro femenino, delineando los labios con la mirada, gozando el momento previo a la caricia. Como en cámara lenta, nada se escapaba a su mirada: los suaves párpados que caían ocultando los secretos que podría develar el beso, el palpitar del cuello ante la arremetida de la sangre, la dilatación de las fosas nasales abasteciendo de oxígeno al corazón.

-¡Mariana!

El grito detuvo el inminente contacto. Julián, sin soltarla, giró la cabeza hacia la puerta. Emilia escrutó los ojos del hombre que sostenía a su hija con ademán posesivo. La mirada franca sólo se suavizó cuando ella hizo un leve gesto de aquiescencia. Mariana se apartó de los brazos que se aflojaron contra la voluntad masculina y se volvió hacia su madre.

-Lo siento, no quise sobresaltarlos. Pero me preocupé porque han estado en la casa más de dos horas.

-Está bien -dijo la pareja al unísono.

-Mamá, ya sabemos adónde está la entrada al ático. De eso vamos a hablar esta noche... ¿Sí, Julián?

Lo que quieras, mi amor, pensó el hombre suspendido en el centro del beso trunco. A cambio dijo:

-Sí, Mariana, lo charlaremos entre todos -Sonrió a las mujeres y agregó:- Estoy muerto de hambre. ¿Vamos a comer?

domingo, 13 de junio de 2010

LA HERENCIA - XX

Mariana negó con la cabeza. Sus ojos buscaron a Julián. Éste no había participado hasta el momento porque intentaba racionalizar el episodio protagonizado por la joven. No dudaba de su legitimidad y temía por las connotaciones del discurso que la involucraban. En esa casa indiferente al avance del tiempo todo parecía posible. Hasta las murmuraciones que apasionaban a su madre. “Yo velaré por tu seguridad, querida mía”, prometió.

-Lo que acaba de relatar Luis es cierto, Mariana. ¿Es posible que tu padre te enseñara de niña a leer esos signos?

-¿Y que yo no me acuerde? No -declaró con firmeza.- ¿Me contarás lo que traduje?

-Es... una especie de advertencia -dijo Julián.- Habla de la conjunción de dos elementos que pueden generar el bien o el mal según los que sean, de una reina al parecer benigna, de un momento relacionado con una presencia y de una morada sombría. Al final aparece una exhortación pero no aclara a quien está dirigida -todo dicho con una calma que no sentía.

Mariana frunció el ceño esforzándose por introducir las palabras de Julián en su cerebro. ¿Qué significa todo esto?, se preguntó. Es una locura pensar que todos estaban confabulados para engañarla. ¿Con qué objeto? Entonces, pensó, todo era verdad y ella había perdido contacto con su conciencia. ¿Alguien la había suplantado? Alguien que desentrañaba los símbolos. Estaría aceptando que algo se apoderó de mi voluntad. No. Es un desatino. Yo no creo en esas cosas. Pero ¿cómo se explican las palabras que Julián escuchó? ¿Estaré enloqueciendo?

-¡El ático! Ella dijo que debía encontrarlo -exclamó agitada.

-¿Quién Mariana? ¡Por Dios! -profirió Emilia.

-La mujer del camafeo.

-¿Ahora te habla... un objeto?

La chica parecía confundida y desalentada. Julián sintió que debía ser su adalid.

-Mariana -dijo tratando de captar su atención- ¿lo habrás soñado, quizás?

-Yo... -se volvió hacia su madre.- Es posible, mamá. Yo siempre creí que tendría que haber un ático. Y voy a buscarlo -se levantó con decisión.

-No vas a entrar a esa casa sola. Mañana lo haremos entre todos.

-¡Pero mami...!

-Nada de peros. ¿Querés dejar sin cena a tu invitado?

La joven le lanzó al vecino una muda llamada de amparo.

-Emilia -dijo Julián- ¿confiarías a tu ansiosa hija a mi cuidado?

-Supongo que sí... -dijo insegura.

-Si Luis y vos se las arreglan con la comida, yo la acompaño a ubicar el ático.

La mujer tomó aire y lo exhaló antes de hablar. Se sintió derrotada ante la mirada suplicante de la hija y la oferta del joven. Accedería. Pero con una condición:

-Está bien. No más de una hora, Julián. El tiempo en que se haga el asado.

-Prometido -sonrió el vecino.

Emilia los vio marcharse con inquietud. Sabía que el compañero de su hija no la abandonaría en ninguna situación, pero el resquemor que tenía contra ese lugar se le acrecentaba día a día. Ella no era agnóstica como Mariana y creía en los presentimientos. Los que tenía, le decían que sería mejor regresar a su casita alquilada y olvidarse de la herencia. Temía que su niña, aferrada al racionalismo, fuera incapaz de preservarse de las energías que se negaba a reconocer. Un aliento cálido sopló sobre sus pies. Goliat levantó la cabeza cuando ella bajó la mirada. Si pensarlo, ordenó:

-¡Andá con tu amo, Goliat!

El perro salió disparado detrás de la pareja. Emilia vio que ambos se detenían y hablaban con vivacidad. Por fin, Julián sonrió e hizo un gesto de aquiescencia. El animal había sido aceptado y la mujer respiró aliviada. El formidable can sería una ayuda si hubiese algún inconveniente. ¿Inconveniente se llama a los acontecimientos fuera de tu comprensión? Repasemos: la visita al extraño abogado, el corte de luz en el edificio, los murmullos y corrientes de aire, el accidente y el trance de Mariana, los golpes en la puerta… Y ahora… ¿Qué? Mañana se irá Luis. ¡No quiero quedarme a solas con mi niña en este lugar! Pero ¿cómo la convenzo de abandonarlo si le prometí que nos iríamos después de revisar todo? ¡Un mes! Y faltan más de veinte días… Debo hablar con Luis. Resuelta, se dirigió al encuentro del hombre que iba cobrando significado en su presente. Él la adivinó y giró para mirarla. La sonrisa se le aquietó cuando advirtió la inquietud de la mujer.

-¿Qué pasa, Emilia?

-Mañana te vas…

El doliente reclamo facilitó el pretexto de Luis para prolongar su estancia.

-En realidad, de eso te iba a hablar. Mi sobrino me comentó por teléfono que el negocio marcha normal y que si quiero me tome algunos días más de descanso. Esta atención –agregó jocoso- se debe a que planea irse de vacaciones con algunos pesos más en el bolsillo. Claro, en caso de que no se opongan Mariana o vos.

La expresión agradecida de Emilia fue una respuesta que el hombre atesoró con los sentimientos que algún día podría materializar.

domingo, 6 de junio de 2010

LA HERENCIA - XIX

-¡Aaah, qué delicia! -exageró Mariana saciando la sed con un vaso de naranja.

-Tomá más despacio, hija -Emilia mordió las palabras mientras lanzaba una mirada de disculpa hacia el invitado.

Mariana apoyó la copa vacía sobre la mesa y, riendo, se dirigió a los hombres:

-Perdón, caballeros, por mis toscos modales. Pero me moría de sed... -dijo con un mohín seductor que aceleró el pulso de Julián.

Los portavoces del sexo fuerte se amontonaron en la protesta de que no había nada de que disculparse. Emilia ocultó una sonrisa. La expresión arrobada del muchacho le dijo que estaba perdido. No había nada que su hija pudiera hacer para desalentarlo. Y eso la ponía curiosamente contenta porque notaba que Mariana compartía la mutua atracción.

-Si te quedás a cenar -dijo Luis- agasajaremos a las damas con un asado.

-¡Sí, Julián! -exclamó Mariana- después te alcanzo con el auto hasta la salida.

-No pensaba negarme... -adujo el joven, que disfrutaba cómodamente la compañía de sus vecinos.

-¿Encontraste la carpeta? -Emilia se dirigió a su hija.

-Sí, mamá. Y aquí... -hizo una pausa mientras pasaba las hojas- está la firma de papi -se la extendió.

La mujer observó con detenimiento los trazos enérgicos. Era, sin dudas, la rúbrica de su marido. Después echó una mirada sobre los signos y le pasó las fojas a Luis. Éste hojeó el legajo y lo devolvió a la muchacha quien esperaba una respuesta de su madre.

-Sí, nena, es la firma de tu padre, aunque un poco distinta por los años transcurridos -señaló los símbolos:- ¿Será un idioma gráfico? No sabía que Edmundo conociera más lengua que la española.

-Hay muchas cosas más que no sabés de papá -la voz de la hija traslució reproche.- ¿Cómo se puede vivir al lado de alguien que oculta gran parte de su vida?

El rostro de Emilia se ensombreció. La reprobación de Mariana le dolió por lo certera; porque ella se mantuvo ajena a la vida anterior de Edmundo cuando comprendió que indagar los alejaba. Estaba tan enamorada que no hubiera admitido ninguna acusación de felonía. La convivencia, el posterior nacimiento de Mariana, el consuelo de su compañía cuando una dolencia le quitó la posibilidad de volver a concebir, diluyeron los reparos éticos del comienzo de su matrimonio. No. De nada podían quejarse las dos mujeres. Fue marido y padre amoroso. Alrededor de la mesa el silencio se amalgamó entre las palabras de la hija y la reflexión de la madre. Emilia le habló a Mariana:

-Admito mi responsabilidad, querida, pero nada he conocido de tu padre que pudiera avergonzarme o apenarme. Acepté lo que me ofrecía porque lo amaba. Tal vez un día me entenderás... -sonó compungida. Se repuso y declaró con firmeza:- Juntos, compartimos el presente y construimos el futuro para vos. ¿No corriste riesgos al compartir dos vidas de las cuales no tenías referencias...?

-Yo, no tenía más remedio -rebatió la muchacha- pero tampoco me quejo de mis padres -se acercó a Emilia y la abrazó:- Perdoná mi lengua larga, mami. Te quiero -sostuvieron la caricia por un momento y se separaron sonriendo. Mariana reiteró:- Insisto en que no podría vivir con alguien que esconda cosas...

Emilia movió la cabeza ante la porfía de su hija. Cuando miró a los espectadores, cayó en la cuenta de que el mensaje tenía otro destinatario. Sus ojos exploraron el firmamento. La tarde se recostaba en un lecho flamígero mientras las primeras estrellas anticipaban la noche. La voz de Luis la sacó de la contemplación:

-Emilia, ¿pasamos revista a las provisiones?

-Sí -contestó, y lo siguió hacia la casa.

Los más jóvenes permanecieron sentados. Los gorjeos de los pájaros noctámbulos se perdían en la brisa que agitaba el pelo de la muchacha.

-Por las dudas, nomás -aclaró Julián.- No acostumbro a guardar secretos.

-¿Por qué me lo aclarás?

-Por si alguna vez te propongo que vengas a vivir conmigo.

Mariana prefirió no contestar. Se acomodó en posición de loto y manoteó la carpeta para centrar la vista en cualquier objeto que no fuera la mirada del hombre. Observó los signos laxamente, sin esforzarse por encontrarles significado. Sus ojos se desenfocaron involuntariamente y el rostro perdió lentamente la expresión.

-¿Mariana...? -llamó Julián, inquieto.

Ella no respondió. Separó las hojas exactamente donde estaba la firma de su padre y recitó monótonamente:

-Son dos los elementos cuya conjunción se transmutará en la quintaesencia del bien o del mal. Cuando la reina llegue, aunque no la veas, estará detrás del último par del último cuadrante cabal ulterior a tu presencia. Invócala. Ábrete a su esencia sagrada y déjate guiar en la morada de las sombras. No abandones su mano por ninguna otra porque serás inmolada a los dioses de la oscuridad. Ella te sostendrá cuando por tu elección estalle la luz que disipe las tinieblas. Detrás del amor acechan la muerte y la iniquidad. Recházame. Purifícame. No te confunda el engaño. Seré por ti...

-¡Mariana...!

El grito de Emilia, estremecida por el estado catatónico de su hija, detuvo el discurso de la muchacha y restituyó la luz a sus ojos.

-¡Mamá...! ¿Qué pasa?

-Que estabas leyendo los símbolos. ¡Éso pasa! -la tomó por los hombros y la miró como si la desconociera.

Julián y Luis observaban la escena sin atreverse a intervenir. Las mujeres permanecían inmóviles; Emilia siguió sosteniendo los hombros de la hija y controlando las emociones que pugnaban por aflorar al rostro. Luis, que había escuchado junto a ella la letanía de Mariana, no discernía si la expresión temerosa de la mujer era por la joven o por ella misma. Un escalofrío lo recorrió al evocar la apatía de la muchacha. Mariana reaccionó antes que él decidiera romper la inercia del momento.

-¿Hablás de la carpeta...? -antes de que su madre contestara, la hojeó sin mostrar señales de comprensión.- Mal puedo leerlos si no los entiendo.

Emilia bajó los brazos y enfrentó la mirada interrogante de la muchacha. Esta era su hijita de nuevo, pensó. Debería explicarle que estuvo en un trance que le permitió interpretar los jeroglíficos. ¿Cómo hacerlo? Buscó la mirada de Luis quien, como siempre, acudió en su ayuda. El hombre se acercó a Mariana y la tomó de las manos.

-Querida -le dijo con voz grave- por un momento accediste a penetrar en este texto. Nos preocupamos porque estabas como ida y porque, por lo menos a mí, se me escapa el sentido de las palabras. ¿No te acordás de nada?