jueves, 28 de agosto de 2014

LAS CARTAS DE SARA - XXIII



Nina y Dante no se quedaron en el hotel. Habían planificado recorrer el pueblo para ambientarse y, si se presentaba la ocasión, alternar con alguno de sus pobladores buscando pistas que les permitieran ayudar a Sara. La mujer estaba plenamente convencida del relato de su amiga y el hombre, más escéptico, esperaba encontrar respuestas plausibles. Caminaron hasta la plaza habiendo acordado de antemano que no ocultarían su amistad con Sara, pero que el motivo de su estancia era visitarla y conocer su lugar de trabajo. El espacio verde estaba libre de paseantes, tal vez por ser día de semana. Frustrados, decidieron visitar el museo guiándose por las referencias que Nina había extraído de las cartas de su amiga.
—Comprobemos qué cosas la impresionaron —promovió ella—. Desde acá, tomamos por la calle Azul y subimos tres cuadras. Es fácil.
Dante le echó una ojeada burlona. Su novia, capaz de perderse en pleno centro de Rosario, mostraba la seguridad de un baqueano en ese lugar desconocido.
—Bonita, voy a confiar en vos —aseguró pasándole un brazo por la cintura.
—Más te vale —lo desafió con una risa.
Enfilaron hacia la colorida calle y, como había señalado la joven, pronto estuvieron ante la fachada del museo. Estudiaron con curiosidad no exenta de sorpresa el ornamento de la entrada. Nada que semejara a la descripción de Sara. Se acercaron a la boletería que exhibía una pizarra con el costo de la entrada. Dante pidió dos boletos que la empleada le entregó junto a un folleto explicativo.
—¿Es el único museo de la ciudad? —inquirió el hombre.
—Para ser un pueblo chico es más que suficiente —dijo la muchacha con una sonrisa.
Él asintió y tomó del brazo a su acompañante para empezar el recorrido.
—Dejame ver el programa —pidió Nina.
Lo estudió individualizando las tres salas que había mencionado Sara. La puerta con el grabado no estaba señalada. En el salón de taxidermia no había pantera ni animal prehistórico. En el temático los objetos eran escasos y estaban prolijamente alineados sobre vitrinas acomodadas contra la pared sobre la que colgaban algunos tapices, orden que conservaba la sala de atuendos y mobiliario. Nina recorrió cada espacio intentando ubicarlo en el esquema que había trazado su amiga. Buscó la puerta a su alrededor y casi corrió al divisarla. Era la única, y no mostraba en la superficie más que las comunes vetas de madera. Desolada, se volvió hacia el hombre intuyendo que durante el periplo había aumentado su recelo.
—Algo no está bien, Dante. ¡Sara no pudo equivocarse tanto! —casi sollozó.
Él la condujo hasta la salida sin palabras. Lo preocupó verla tan alterada al no reconocer las anomalías relatadas por Sara: —Volvamos al hotel para evaluar esta visita con serenidad —le propuso una vez que pisaron la calle.
—¡No! Si la percepción de Sara está alterada, es mejor que lo asimile con nuestro apoyo. Vayamos a buscarla.
Llegaron al Trust después de las siete. Ada les sugirió que la buscaran en la Clínica. —Entonces pasemos por el auto —formuló Dante sabiendo que no la iba a convencer de lo contrario.
Un médico de guardia les informó que la joven no se había presentado a la tarde por lo que decidieron acercarse a la casa de los Biani. La familia los recibió con cordialidad y les propuso que esperaran a Sara. A las nueve de la noche, convencidos de que no regresaría, se despidieron.
—Debe estar con Max —opinó Dante esperando que la idea tranquilizara a su novia.
—Espero —dijo ella con reserva.
Se habían alejado varias cuadras de la casa cuando una mujer, parada en medio de la ruta, les hizo señas con una linterna para que se detuvieran.
—¡Es Sara! —exclamó Nina creyendo reconocer a su amiga pese a las sombras nocturnas.
—¡Esperá! —gritó Dante intentando frenar su brusco descenso del vehículo.
Apagó el motor y corrió en pos de Nina. Se detuvo, como ella, a pocos pasos de la aparecida al comprobar que no era Sara. La mujer articuló con dificultad: —¡Me llamo Mirta y soy vecina de Ada! ¡Sara me mandó a buscarlos! ¡Está herida!
—¿Qué le pasó? —se inquietó Nina.
—¡El perro…! —jadeó Mirta—. Logramos alejarlo antes de que la destrozara. Armando fue a buscar al doctor y yo vine para llevarlos a ustedes.
—¡Vamos! —urgió Nina.
—¡Un momento! —receló Dante—. ¿Cómo supiste dónde encontrarnos?
—El anciano me lo dijo —respondió la mujer.
—¡No perdamos tiempo! —Se desesperó Nina—. ¡Sara nos necesita!
—Volvamos al auto —decidió el hombre, sin poder aventar esa incómoda sensación de desconfianza.
—¡No! La cabaña de don Emilio está cerca y no hay senda para el coche. Yo los guiaré —indicó Mirta, y volteó hacia el bosque.
Nina la siguió y su novio se puso a la par. Caminaban casi pegados a la mujer, intentando no perder de vista la escasa iluminación del foco en ese entramado de árboles que apenas filtraba el resplandor lunar. Dante, antes de desembocar en el claro, experimentó una punzada de inquietud que se concretó en la presencia del espeluznante can. Al lado de la formidable figura, un hombre de aspecto autoritario y una bella mujer, los miraban casi afablemente.
—¡Detrás de mí, Nina! —mandó, decidido a enfrentarse a la bestia para preservar a su mujer.
—No es necesario que se arriesgue, amigo —dijo el sujeto con calma—. Si no oponen resistencia no tienen nada que temer. Solo deben seguirnos a un lugar adonde estarán seguros hasta que el conflicto se resuelva.
—¡Mirta! —enrostró Nina a su guía—. ¿Así agradecés el auxilio que te prestó Sara?
La nombrada bajó la cabeza y se perdió entre las sombras ante un gesto del individuo.
—No la culpen. Costó convencerla a pesar de la amenaza de ofrecer su hijo a Shag —explicó posando su mano sobre la testa de la bestia—. Le ejemplificamos lo que pasaría entregándole al pichicho una vaca . Ni para un asado, quedó —dijo riendo como si contara un chiste de salón—. Así que les ruego que no me pongan en el compromiso de lidiar con las autoridades de su municipio. Aunque sea engorroso, siempre encontraré el modo de explicar su desaparición.
La pareja intimada no salía de su estupor. La cordialidad del hombre contrastaba con el discurso tortuoso y amenazante.
—Vos sos Cordelia y usted el Administrador —afirmó Nina en tono acusador.
—¡Ah! Veo que Sara nos ha tenido en cuenta —dijo él con voz educada—. Mejor así. Nos entenderemos mejor. Sígannos. Shag irá a su costado para evitar cualquier intento de fuga.
Dante procuró retroceder, lo que suscitó un rugido del animal y la exhibición de su temible dentadura. El dúo que los precedía siguió caminando y ellos los secundaron esperando la oportunidad de escapar. El cancerbero no los perdió de vista hasta que estuvieron encerrados en un espacioso galpón en medio de la fronda. Allí quedaron sumergidos en total oscuridad al cerrarse la puerta.

∞ ∞
Max se detuvo en la Clínica para ponerse al tanto de las novedades. El médico de guardia descansaba y la enfermera nocturna le notificó que todo estaba en orden. Camino a su departamento, se reprochó haber dejado a la muchacha abandonada a su estado de confusión.
—Te contrarió no haberla poseído cuando toda tu sangre clamaba por ella. Fue más fuerte la frustración de tu deseo que el pensar en su bienestar.
—¡Pero yo la amo! —se rebeló contra esa voz insidiosa que desenmascaraba sus más innobles pasiones.
Sara constituía el sentimiento más elevado de su vida y él se dejó dominar por esa arista de su personalidad que no toleraba la postergación. Las cubiertas chirriaron cuando giró el volante para regresar a la casa de los Biani, ansioso por tranquilizar a la joven. Al mirar el reloj del tablero cayó en la cuenta de que iba a cometer un desatino. Eran las doce de la noche y todos estarían entregados al descanso. Confiando en que Sara estaría segura con la familia, se dirigió a la casa de don Emilio. La preocupación de la muchacha por su bienestar era una buena excusa para visitarlo a esa hora en calidad de médico. Superó el barrio de los suburbios y estacionó al borde de la ruta. Se internó con decisión entre la arboleda que Sara había señalado como acceso a la casa del viejo hasta divisarla entre la vegetación. A medio camino de la entrada escuchó el grito que desencadenó su carrera y su zozobra: —¡Sara…! —clamó arrebatado.

martes, 19 de agosto de 2014

ENTRE CAPÍTULOS - Relatos breves



NOTICIAS
Cuento seleccionado en el Concurso Hispanoamericano de Poesía y Cuento Corto "ISAAC ASIMOV"

El agudo gemido del despertador se filtró en su sueño y, como todas las mañanas, Telma alargó el brazo para detenerlo. A continuación, con el hábito originado por muchas jornadas de quedarse dormida, lo corrió a la posición de radio para que los primeros informes del día le rasquetearan la pereza. El locutor la puso al tanto de los índices de desocupación, las marchas de protesta, el vaciamiento de los hospitales públicos, el aumento de impuestos, los enriquecimientos ilícitos, el actual periplo de la presidente con su corte de funcionarios. Decidió que, desde mañana, sintonizaría una FM con música para despertarse, porque después de todo: ¿qué ganaba con mortificarse ante una realidad que no podía cambiar? Como decía su jefe: algunos formaban parte de las noticias y otros las hacían. Estiró brazos, tronco y piernas. Apartó la ropa de cama, se puso las chinelas y, todavía aletargada, caminó hacia el baño. Cuando el agua de la ducha repiqueteó en su piel, recuperó la conciencia de su cuerpo. Salió envuelta en una toalla. En el dormitorio se secó la cabeza y sin vestirse todavía, marchó a la cocina para desayunar. Una buena taza de café con poca leche y dos tostadas untadas con manteca y mermelada. Comió con fruición. Dejó el pocillo en la pileta y volvió al dormitorio para cambiarse. Eran las siete y treinta de la mañana de un día lunes. Como anunciaban tiempo fresco, eligió un trajecito de mangas largas. Lo completó con una remera de mangas cortas por si fallaba el pronóstico. Hoy estaba de expedición. Así calificaba Telma a los días ajetreados. Desde las ocho y cuarto y hasta las diecisiete horas trabajaba en una oficina. A las diecisiete y treinta se reuniría en un bar con Julia y Ernesto para completar la tarea de inglés (y tomarse un cafecito, desde luego). A las dieciocho y treinta tendría la clase de idioma. A las veinte horas trotaría hasta el centro para comprar el regalo de Silvia. Y a las veintiuna horas graciasadiós estaría confortablemente instalada en la confortable silla de la confortable parrilla donde se celebraría el cumpleaños. Hablando de confort… optó por un par de sandalias cómodas de taco mediano. Era el calzado más práctico que tenía. Los tacones bajos y las zapatillas no cuadraban con su escaso estilo deportivo y con su aspiración de ser “secretaria ejecutiva”. Hacia este proyecto estaban dirigidos todos los cursos y jornadas, y la disposición de una buena parte de su tiempo libre en horas extras que esperaba le fueran reconocidas en el futuro. Se pintó los labios, se acomodó el pelo y llamó a un taxi por teléfono. Bajó enseguida. Antes de trasponer la puerta del palier vio al coche de la compañía. Cruzó la calle y el taxista le abrió la puerta desde adentro. Charlaron amigablemente y le indicó que la dejara a dos cuadras de su lugar de trabajo. Aún era temprano y podría caminar pausadamente mientras fumaba el único cigarrillo de la mañana. Le pidió el ticket para poder recuperar el costo del viaje y cruzó la plaza aspirando el humo con deleite. A las ocho y doce minutos el semáforo de la esquina le franqueó el paso hacia el inmueble adonde estaba instalada la empresa que la contrataba. A las ocho y trece minutos no pudo encontrar el edificio. Observó el lugar en el que tendría que estar su oficina. Había un tapial deteriorado que aparentemente ocultaba un terreno. Caminó hacia la casa lindante para verificar la numeración. Y ¡sí!, era la correcta: mil doscientos cincuenta y siete. Fue hasta la esquina para confirmar el nombre de la calle. El letrero ratificaba: ‘Santa Fe’. Habiendo comprobado estos datos concluyó que, pese a la familiaridad de la casa de al lado, ella debía trabajar en la cuadra siguiente. Preocupada por lo ajustado de la hora caminó aprisa. Buscó el mil ciento cincuenta y tres de la calle Santa Fe. “¡Pero si aquí trabaja mi prima!”, pensó Telma. Volvió sobre sus pasos, rebasó el terreno y esta vez llegó al mil trescientos cincuenta y tres de la misma calle. Allí estaba el quiosco adonde siempre compraba cigarrillos. Angustiada, decidió confiar su aturdimiento a la dueña del negocio. Con el correr de los años habían establecido una afable relación. Abrió la puerta y lo primero que la golpeó fue la expresión en los ojos de la mujer: amable actitud de vendedora hacia posible cliente.
—¡Rosa!... —exclamó Telma.
La mirada de la mujer se tornó cuidadosa.
—¿La conozco de algún lado? —preguntó.
—¡Soy Telma! —le dijo con un gesto incrédulo.
—Lo siento. Seguramente es nueva por aquí y por eso no la reconozco.
—¿Nueva? ¡Hace veinte años que trabajo en la misma empresa y diez que soy tu cliente!
—No, está confundida. Yo es la primera vez que la veo —dijo. Y sus ojos no lo desmentían.
Telma se negaba a creer en lo que escuchaba. Un intento de protesta murió ante la frialdad de Rosa. Salió del negocio y cerró la puerta. Sus dedos se demoraron en el picaporte. “¿Adonde iré?”, se preguntó.  “¡A ver a Lidia!”, se respondió esperanzada. Por lo menos el edificio donde trabajaba su prima seguía en el mismo lugar. El terreno vacío era una burla obscena que aceleró sus pasos. Sin aliento, subió los escalones hasta la puerta de ingreso. Pensó que debía tener un aspecto extraño por las miradas que la asediaban. Esperó impacientemente el ascensor y entró antes de que la puerta terminara de abrirse. Marcó el piso doce. En el trayecto, se miró en el espejo. ¿Esa mujer pálida y conmocionada era ella? ¿Qué paradoja la restituyó al olvidado cosmos de la inseguridad? Se volvió dejando la inquietante imagen acechando a su espalda. El elevador se detuvo. Salió con el mismo impulso con el que había entrado. ‘Romano & Asociados’ funcionaba en la primera oficina a la izquierda del ascensor. Abrió la puerta. Lidia estaba en su escritorio. Reanimada, se inclinó sobre el mostrador y sin esperar a ser atendida, la llamó:
—¡Lidia!...
Su prima se volvió. El alivio inicial tropezó contra una máscara de Lidia que nunca había advertido.
—¿A mí me busca…?
¡También la trataba de usted! Un usted impersonal, distanciador. Telma, que no quería ser desconocida delante de los otros empleados, le preguntó:
—¿No podríamos hablar a solas, en alguna parte, sólo por un momento?
Su prima, o quien fuera, se dirigió renuentemente hacia el extremo derecho del mostrador. Intuyendo que no tendría otra oportunidad, Telma la interpeló:
—¿Tu nombre es Lidia Ramírez?
—Sí —le respondió la nombrada con sequedad.
—¿Y tu madre se llama Lucía López?
Le contestó con otra pregunta:
—¿A qué viene este interrogatorio?
—A que si sos hija de Lucía López, yo soy hija de Antonia López su hermana, y vos y yo somos primas.
—Soy Lidia Ramírez y mi madre Lucía López. Pero mi tía Antonia no tiene hijas mujeres —le espetó con irritación—. No comprendo esta burla. ¡Es mejor que se retire antes de que llame al personal de seguridad! —terminó mientras volvía a su mesa.
Telma no dudaba de la seriedad de su amenaza. Retrocedió sin dejar de mirarla mientras se preguntaba con quien había hablado realmente.
Llegó a la calle sin guardar conciencia de sus movimientos. Una súbita agorafobia la impulsó a hacer señas a un taxi. Cerró la puerta del coche aislándose del hostil exterior. Dio las señas de la casa de su madre. Sin esperar el vuelto, bajó del auto y se precipitó hacia la puerta donde vivía su progenitora. Tocó el timbre y aguardó expectante la presencia consoladora. Escuchó deslizarse la mirilla y sonrió al observador invisible.
—¿Quién es? —preguntó una voz distorsionada por el micrófono, pero innegablemente propiedad de su madre.
—¡Telma, mamá! —contestó con impaciencia.
—¿Quién?
—¡Telma! —gritó, renegando de la gente terca que rechaza los audífonos.
—Debe estar confundida. No conozco a ninguna Telma.
—¡Por favor, mamá…, abrime que no estoy para bromas! —casi sollozó.
Volvió a escuchar el ruido metálico. La rejilla se había cerrado. Los pasos se alejaron y con ellos la esperanza. Trastornada, golpeó la puerta con violencia, pulsó el llamador largamente, gritó su frustración. Se alejó instintivamente cuando escuchó una sirena. Al llegar a la esquina se volvió, para descubrir que un móvil de la policía estaba estacionando frente a la casa de su madre. Un borroso presentimiento la empujó detrás de un árbol viejo y desgajado. Desde ese punto vio a un agente tocar el timbre y a su ¿madre...? salir inmediatamente. Los gestos eran elocuentes. Fundida con el tronco esperó a que desapareciera el auto policial. Tras un largo rato volvió a asomarse. Sólo algunos transeúntes caminando por la calle. Tomó otro taxi: “Córdoba y Paraguay”, indicó. Ahora se dirigía a la casa de Andrea, compañera de trabajo y de sección. Antes de visitarla debía tranquilizarse. Además descubrió que lo que más deseaba en medio de este embrollo, era un café bien caliente. Entró a un pequeño bar de la esquina, eligió una mesa alejada de las ventanas (como si tuviera que esconderse) y ordenó el café. Cuando abrió su cartera para pagar, se percató que en el organizador interior no se asomaba el plástico violeta que forraba su documento de identidad. Revisó con minuciosidad todos los compartimentos e inventarió cosméticos, lapiceras, clips, pinza de depilar, lima de uñas, gafas de sol, un frasco de perfume y varios billetes grandes. (“Ay, nena, siempre con tanta plata encima… alguna vez te vas a llevar un disgusto”). Esa era su verdadera madre. Pero ahora era un alivio poseerlos ante la desaparición (¿porqué desaparición, y no olvido o extravío?) de sus documentos personales, sus tarjetas de crédito, su agenda electrónica, su celular y sus llaves. Cerró la cartera y salió a la calle. Andrea vivía por Paraguay. Buscó el séptimo “A” en el portero eléctrico, apretó el botón y esperó. Después de un tiempo prudencial, lo volvió a pulsar. Vio a la portera lustrando la baranda de bronce de la escalera y golpeó el vidrio para llamar su atención. La mujer se acercó y abrió la puerta (este sería el gesto más amistoso que recordaría de ese día).
—Buen día —la saludó.
La portera hizo un movimiento con la cabeza.
—¿No sabe si las propietarias del séptimo “A” han salido? —preguntó con ilusión.
—¿Salido? Hace tiempo que ese departamento está desocupado.
—¿No viven ahí la señora de Meyer y su hija Andrea? —insistió.
—Señorita, le dije que está desocupado —reiteró la mujer con paciencia.
—¿Este es el edificio Torre II de Paraguay 866? —perseveró en el interrogatorio.
—Así es. Y si busca aquí a esa señora y su hija, le dieron mal la dirección —dijo con tono concluyente y cerró la puerta.
Telma sacudió la cabeza con una mueca de desconcierto. Sin su agenda le sería imposible ubicar a Julia y Ernesto antes de la reunión de la tarde. Pero sí podría llegarse hasta el domicilio de Silvia. Vivía a tres cuadras de donde estaba. Caminó con menos expectativa que en los primeros intentos. Y aún menos se asombró cuando una desconocida le aseguró que hacía tiempo que vivía allí y no había oído nombrar ni a Silvia ni a su familia. A las siete de la tarde seguía sola en el bar. A las ocho había perdido el deseo de experimentar más fracasos. Se negó a ir al Instituto de Inglés, donde ya sabía que no estaba matriculada, y a una parrilla en la cual no se celebraría ningún cumpleaños. ¡Basta de búsquedas por hoy!
Miró el puñado de billetes que le quedaban. Debía encontrar un lugar para dormir. “Esta noche un hotel, pero mañana me pongo a buscar una pensión”, se dijo con prudencia. A ese dinero tendría que estirarlo hasta conseguir otro empleo.
El Hotel de La Cortada era económico y aseado. Tuvo que pagar por adelantado porque no traía equipaje. A las nueve de la noche estaba refugiada entre sábanas limpias. No había ningún radio reloj sobre la mesa de luz. No le importó. Ya formaba parte de las noticias que otros cambiarían por música a la mañana siguiente.

miércoles, 13 de agosto de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXVII



La Providencia fue mi aliada para no terminar como Sami. Estaba inconciente y con la pierna izquierda doblada en ángulo forzado cuando la alcancé. Detrás de mí llegó Martín, quien le acercó a la nariz un frasco que sacó de su mochila. Ella reaccionó con un quejido.

—¡Sami, Sami! —llamé con angustia—. ¿Qué sentís?

—La pierna… —se quejó.

El guía le revisó la cabeza y le preguntó si le dolía. Ante su negativa, le pidió que tratara de mover brazos y extremidades inferiores. Ella obedeció y lanzó un grito de dolor cuando lo intentó con la pierna izquierda. La sentamos con cuidado y Martín le hizo preguntas para comprobar que estaba ubicada en tiempo y espacio. Me pidió que la sostuviera mientras él buscaba algún elemento que le sirviera de soporte.

—La cagué, ¿eh? —dijo Samanta, doliente.

—Nos hubiera pasado a cualquiera —aseguré—. Te sujetaremos la pierna para que puedas moverte.

—¿Te parece que volverá?

A mí no se me había cruzado la idea. Le respondí con firmeza: —Estoy segura. De no ser así, nos arreglaremos solas.

—¡Tenés que irte, Marti! Conmigo no podrás llegar arriba…

—¡No digas pavadas! —la regañé—. De ésta salimos las dos o ninguna.

Para nuestro alivio, vimos regresar a Martín acarreando una rama gruesa y larga. Se agachó junto a Samanta y le explicó: —Señorita, le voy a rociar la pierna con un analgésico antes de vendarla.

—Sami, llamame Sami —pidió ella.

—De acuerdo —acercó el aerosol y la pulverizó con prodigalidad.

Revolvió en su mochila y sacó una soga. Menos Sami, absorta en su dolor, él y yo vigilábamos el avance del incendio. Lo ví mover la cabeza contrariado.

—¿Qué pasa, Martín? —le pregunté.

—Antes de afirmarle la pierna, tendría que vendársela para no lastimarla con la soga o la rama… —me clavó la mirada.

—Decime que estás pensando —lo insté.

—Su camisa serviría —aseveró.

No era momento para andar con remilgos. Me la quité y se la tendí. Envolvió con ella la extremidad magullada antes de alinearla con la improvisada tabla y la amarró con la cuerda. Sami lloraba y gemía por el dolor. Martín volvió a rociarla con el anestésico.

—Ya va a pasar, Sami —le dijo—. Sos una mujer muy valiente. Te vamos a incorporar para continuar el recorrido. Tenemos que llegar a las cascadas. Ayúdeme señorita —me pidió.

Entre los dos logramos que Sami se pusiera de pie. El humo había ocultado la claridad de la tarde y escocía nuestros ojos y gargantas. Avanzamos lentamente llevando a mi quejumbrosa amiga casi a la rastra. Por sobre nuestras cabezas escuchamos ruidos de motores.

—¡Deben ser los aviones hidrantes! —exclamó Martín— y seguro que los brigadistas deben estar cerca. Si alcanzamos los saltos de agua tenemos muchas posibilidades de zafar.

Esta manifestación o, tal vez, el efecto del calmante movilizaron a Sami y adelantamos con más celeridad. Pronto el humo y el calor nos sofocaron y Samanta se transformó en una carga dolorosa.

—¡Déjenme aquí! —pidió con voz rasposa—. No quiero seguir…

—¡Un esfuercito más, Sami! —exigió Martín—. Las cascadas están cerca.

(Debido al abuso de los que copian y pegan en su blog adjudicándose la autoría de las novelas a pesar de estar registradas, a partir del 18 de agosto enviaré el final en forma gratuita a quienes estén interesados en leerla. Solicitarlo a cardel.ret@gmail.com)

jueves, 31 de julio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXVI



Me incorporé para abrazarla. ¿Podía contestar su pregunta? En cinco días había perdido el control de mi vida y los prejuicios me dificultaban ponerme en contacto con mis sentimientos. Le dí un beso en la mejilla, me acomodé a su lado y la tomé de las manos: —Sami, ojalá supiera descifrar lo que siento por Guillermo. Desde el reencuentro, mis creencias acerca de la pareja, el esfuerzo y la realización han sido duramente cuestionadas…
—¡Ay, Marti…! Tu parrafada aparenta un ejercicio de oratoria. ¿Qué tenés que analizar? ¡Lo querés o no lo querés! —me refutó.
Me hundí en el asiento. ¡Vaya si tenía razón! Pero no podía confesarle que me hubiera ido con Guille hasta la China de no haber mediado el desafortunado incidente de la llave; ni que el beso me estremeció de solo conjeturar el momento de estar a solas. Eran confidencias para India, no para la hermana de mi potencial amante. Tomé una bocanada de aire y me levanté.
—No te puedo rebatir, Samanta, pero necesito adecuar mi arcaica filosofía existencial con la que irrumpió esta semana en mi vida. Ahora me voy a dormir y tal vez amanezca iluminada —le dije con afecto al tiempo que la despedía con un beso.
Sostuvo el abrazo y me exhortó: —Consultalo con la almohada ¿eh…? Pero más con tu corazón.
∞ ∞
Un rayo de sol se escurrió debajo de la persiana alzada a medias y se enredó en mis pestañas. Abrí los ojos con pereza porque había conciliado el sueño muy tarde por deliberar -a sugerencia de Sami- con mi músculo cardíaco. El citado no aceptó ningún razonamiento lógico relacionado con edad, amistad o tiempo. Se limitó a repetir “pero te gusta” ante cada reparo que esgrimí. Me ganó por cansancio. Me dormí convencida de que estaba enamorada de Guillermo y que no había impedimentos para aceptarlo.
Estiré los brazos hacia el cielorraso y la boca en una sonrisa. Me bañé, me cambié y bajé atesorando en el bolso la llave y el pañuelito bordado. Pensaba regresar ambas cosas segura de que él interpretaría su significado. Mi amiga no estaba a la vista aunque sí levantada, pues el café estaba casi listo y había una bandeja de medialunas sobre la barra. Me instalé en un sillón dispuesta a esperarla. Poco después se hizo presente.
—¡Buen día, Marti! —exclamó al verme y se acercó para darme un beso.
—¡Hola, Sami! ¿Hay noticias de los chicos?
—No muy buenas. Darren me avisó que aún tienen para varias horas. Si estás de acuerdo, me propuso que vayamos a almorzar a Pasos Malos y los esperemos allí para no perdernos el día. Habló con Luis para que nos reserve una mesa —me miró ansiosa—. ¿Consultaste con la almohada?
—Con mi corazón, como deseabas.
—¿Y…? —el interrogante otorgó a la simple conjunción una cualidad azarosa.
Le sonreí provocadora: —No pretenderás saberlo antes que el interesado…
—¡Tramposa! —escandalizó y agregó, riendo, ante mi gesto de censura: —¡No voy a agregar nada más…! —me tomó del brazo: —¿Aceptamos la oferta de los muchachos?
—¡Dale! —aprobé.
Desayunamos y después le anuncié que subiría a preparar la mochila. Cargué la malla, filtro solar, toallones y varios accesorios que podría necesitar además del bolso. Sami estaba lista. Partimos en el auto de Darren que me ofreció manejar, pero preferí oficiar de acompañante. Luis nos recibió con toda deferencia y, como en la anterior visita, puso a nuestra disposición a sus sobrinos para que nos escoltaran. Los jovencitos, ya familiarizados, charlaron hasta por los codos.
—¿Van a tomar sol todo el día? —preguntó Rolfi.
—¿Qué nos proponen? —averiguó Samanta.
—¡Trekking a la Cascada Olvidada o mountain bike hasta Merlín! —intervino Pedro.
—¡Y conocemos guías para cada circuito! —se entusiasmó Rolfi.
Sami me interrogó con la mirada. Pensé que una caminata no nos vendría mal.
—¿Cuánto dura la excursión hasta la cascada? —indagué.
—Dos horas —aseguró Pedro.
—También a mí me atrae más la idea de un paseo —aprobó Sami—, y podremos salir después del almuerzo.
—¿Le avisamos a Martín? —se atropelló Rolfi—. Es el mejor y está habilitado como baqueano.
—¡Vayan! —autoricé—, nosotras ya subimos.
—¡Qué comedidos! —exclamó mi amiga observando trepar a los chicos.
—¡Qué interesados…! —corregí—. Seguro que les darán una comisión por el contrato.
Mi celular sonó mientras acomodaba las pertenencias en la mochila. Me brincó el corazón al reconocer al remitente: —Hola… —mi voz sonó suave.
—Marti… ¿Todavía estás enojada conmigo?
Me sentía absurdamente feliz: —Vos debieras estarlo —disentí.
Rió grave y bajito: —¿Sabés que raramente pierdo la compostura? Pero con vos no me funciona la lógica —y concluyó con voz sofocada: —Siento haberte dejado sola…
—Me lo tenía merecido —acepté con modestia.
Volvió a reír: —¡Corazón…! Nos debemos una larga charla.
Me dejé envolver por el sonido de su risa y la expectación que comunicaba su anhelo: —Apenas nos veamos, ¿sí? —murmuré.
—Muy pronto, querida. Apenas termine de ajustarle las clavijas a estas máquinas díscolas —sobrevino un breve silencio. Luego: —Quiero verte, Martina. Te necesito. Sé que resolveremos este equívoco…
—Lo sé —lo tranquilicé—. Te espero, Guille. Y volvé al trabajo —mandé para disimular la emoción que me producían sus palabras.
—Lo que ordenes, milady —susurró transportado.
Cerré el aparato segura de que nuestra despedida podría eternizarse.
—¿Terminaron? —Sami me miraba risueña.
—Estoy lista —evité la respuesta y me lancé a escalar.
Luis, informado de nuestros planes, ya había dispuesto el lugar para comer. Aceptamos la sugerencia gastronómica y a las dos de la tarde nos reunimos con el guía. Era un hombre joven, delgado, de estatura media y bastante lacónico. Nos instruyó acerca de la vestimenta y calzado más adecuados y nos hizo una serie de recomendaciones antes de partir. Nos despedimos de Luis y los chicos con la convicción de que estaríamos de regreso alrededor de las siete de la tarde. Seguimos el curso del arroyo que ascendía entre hoyas de agua cristalinas y bordeado de su autóctona vegetación. El baqueano nos fue dando sus nombres a medida que lo interrogábamos, más atento al camino que a los detalles turísticos. Concentradas en el ascenso y la belleza del paisaje avistamos la cascada que, según Martín, caía desde treinta y siete metros de altura. Nos sentamos a descansar y grabar el entorno en nuestras retinas antes de sacar varias fotos y comer unos bocadillos que nos había preparado Luis. Antes de que los zorros pasaran a nuestro lado sin mirarnos sentí que algo había cambiado en la cualidad de la atmósfera. El calor había aumentado mientras parecía haber disminuido la visibilidad. A Martín el alerta se le activó a la vista de los animales que huían. Se estiró en toda su estatura, oteó el horizonte, dilató sus fosas nasales y se volvió hacia nosotras con expresión preocupada.
—Señoritas, debemos volver. Algo se está quemando y no está lejos.
Creo que ninguno de los tres nos alarmamos demasiado en ese momento, por lo cual bajamos tomando todas las precauciones. El guía aceptó detenerse un momento para que Samanta intentara comunicarse con Darren.
—¡No me escucha, Marti! —me inquietó el dejo desesperado de su voz.
—Debe ser por la estática —intenté tranquilizarla—. Mandale un mensaje.
A Sami le traicionaron los nervios y, ante la impaciencia de Martín, borró texto más veces de las que escribió. Reanudamos la bajada cuando la humareda era notoria y ya asomaban algunas lenguas de fuego sobre las murallas de piedras. Caminamos aprisa y en forma ordenada hasta que nos atropelló un grupo de gatos monteses que escapaban de las llamas. El guía y yo logramos aferrarnos a unos arbustos, no así Samanta que fue arrastrada por la estampida. Rodó río abajo hasta quedar trabada entre las rocas. Ella no gritó. Mientras corría hacia su cuerpo desmadejado, caí en la cuenta de que era yo la que gritaba.

domingo, 20 de julio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXV



La vista al lago y las montañas era espectacular, acompañada por la suave música melódica que demandaba una compañía amorosa. Una mano fuerte se apoyó sobre mi hombro al tiempo que una voz masculina -para evitar el sobresalto de la sorpresa- declaraba: —Las dos chicas más hermosas de la fiesta a mi disposición. La suerte me sonríe.

Guille nos abrazaba desde atrás. Samanta se volvió y le dio un beso: —¿Qué hacés por acá? Te creía secuestrado por alguna de esas amazonas ostentosas.

—Te olvidás de que vine con mi prometida —observó él con decoro.

—Bueno —me entrometí—, podés dejar la ficción porque no hay moros en la costa.

—¡Error, milady! Ahora es cuando más te necesito. ¿Ves? —señaló hacia atrás con un leve movimiento de cabeza.

Miré y tropecé con la mirada de Joaquín quien me saludó con una sonrisa. Estaba acompañado por dos jovencitas cuyos ojos estaban clavados en nosotros. Guillermo me tomó de la cintura y me apremió: —Vamos a bailar.

Lo seguí como un autómata. Tomé contacto con mis sensaciones cuando levantó mis brazos sobre sus hombros y rodeó mi talle con los suyos. Yo deslicé las manos sobre su pecho.

—Así no, Martina. Se supone que estamos enamorados —me murmuró al oído.

—Estás yendo demasiado lejos, gurka —lo empujé—. Si querés continuar con la farsa, hasta aquí está permitido.

—Martina… —no intentó acortar la distancia—, que haya recurrido a un eufemismo para sentir que eras un poco mía no invalida lo que siento por vos —dijo con firmeza.

—¿Y qué es lo que sentís? —le demandé.

—Lo sabés. Te amo.

—Usás esa palabra de manera antojadiza…

—Marti, animate a mirame y comprobarás que no te miento —me incitó.

Si lo miraba leería en mis ojos esas ansias que yo no me atrevía a identificar. ¿Era hora de asumir el riesgo? Alcé la cabeza. El mensaje de las pupilas glaucas era indudable y me provocó una suerte de conmoción que me quitó el aliento. El primitivo deseo que las agitaba coincidía con mi negado anhelo de amar y ser amada por este hombre que se había exteriorizado en tan pocos días. Él interpretó mi emoción y emitió un hondo suspiro mientras me estrechaba contra su cuerpo. Cerré los ojos y recliné la cabeza sobre su corazón, solo concentrada en su olor, el calor de su aliento contra mi pelo, la suavidad de sus labios sobre mi sien. Me dejé aturdir por la música, sus brazos y las palabras que la pasión le inspiraba. ¿Había sentido alguna vez esa exaltación con Noel? Con nadie, me respondí.

—No quisiera soltarte nunca, Martina … —murmuró—, pero si no paramos de bailar me veré en una situación muy comprometida.

Detuvo el desplazamiento y me besó antes de aflojar el abrazo y escoltarme hacia el exterior. No tenía necesidad de preguntarle la razón de su propuesta, conciente como era de la transformación de su cuerpo. Nos apoyamos sobre la baranda hombro contra hombro y cercada por su brazo cristalizó la aspiración romántica que añoré en compañía de Sami. El paisaje era el mismo, pero mis ojos lo apreciaban bajo el prisma del esplendor afectivo. Poco después, Guillermo volteó hacia mí y enmarcó mi rostro entre sus manos. Sentí que iba a ser el primer beso determinado por el deseo mutuo. Nuestros labios se aproximaron lentamente y se unieron en una gozosa caricia que convocó a las bocas en plenitud. Labios, lenguas y dientes en húmeda sintonía con la temblorosa emoción del reconocimiento. Guille se separó con una especie de lamento y me urgió con voz enronquecida: —¡Vayámonos ahora, Marti!

—¿Adónde? —balbuceé aún magnetizada por el beso.

—¡Al paraíso! —dijo haciendo tintinear una llave que sacó del bolsillo del pantalón.

Me dejó helada. Atiné a preguntarle: —¿Dé dónde es la llave?

—De una suite del complejo —respondió satisfecho.

—¿La conseguiste antes de saber que iría con vos?

—¡Por Dios, Marti! Me la obsequió Joaquín.

—Y supongo que lo cargarás en tu Hércules al igual que a Noel y a Juanma.

—¡Sí! ¿Qué querés sugerir? —me interpeló.

—Que sos muy bueno comprando voluntades. La de mi novio para que no objetara un viaje en tu compañía, la de mi jefe para que me concediera otro período de vacaciones, la de tu fan para que pusiera a tu disposición un cuarto.

—¿Y con qué intención, si se puede saber? —inquirió con sarcasmo.

—Para pasar una noche conmigo —me lancé.

—Yo no quiero pasar una noche con vos…

Lo interrumpí: —¡En una semana te vas!

—¡Con vos, Martina! —casi gritó.

—Estás delirando… Cuando vuelvas a tu mundo ya no seré más que el recuerdo de una aventura —dije abatida.

Me contempló anonadado: —Tenés la virtud de transformar la realidad tergiversando los hechos. En primer lugar, acostumbro invitar a mi empresa gente entusiasta con la especialidad; en segundo lugar, la llave me la ofrecieron, y en tercer lugar este sería el comienzo de nuestra convivencia. Todos eventos normales que bajo tu análisis se vuelven conspirativos —enjuició.

—Oh, sí… ¿Una semana de convivencia aquí garantiza que podríamos continuarla en tu país? —pregunté incrédula.

—¡No lo puedo creer, Martina…! —Y recalcó—: No puedo creer que hayas convertido una aspiración amorosa en un cálculo matemático.

—¿No son las matemáticas la materia prima de tus exitosos sistemas? —lo fustigué.

Lo saqué de sus casillas. Apretó los labios y sus ojos chispearon al tiempo que se aproximaba a mí. Retrocedí contra la baranda convencida de que me iba a golpear. Se frenó con expresión aturdida y ladeó ligeramente la testa para observarme con ojos entrecerrados. No supe si el gesto de rechazo tuvo que ver con su arranque iracundo o si lo provocó mi persona, porque me dio la espalda con una risa destemplada y se fue. Allí quedé. Mirando el lago y tratando de descifrar mi calamitoso arrebato. ¿Perdí la oportunidad de conocer el amor por puro miedo a salir decepcionada? Hurgaba en mi cerebro la comprensión del impulso cuando se me impuso con manifiesta claridad que debía confrontarlo con mis sentimientos. ¡Basta de especulaciones racionales!, diría India. ¡Cómo la necesitaba para disipar la anarquía de mi mente! En estas elucubraciones estaba sumida cuando escuché la voz de Sami.

—¡Marti, Marti! —dijo un poco agitada—. Acaban de llamar a Darren desde la oficina de control. Parece que una excavadora se descompuso y originó un accidente. Guille lo acompañó, pero antes de irse arregló que Joaquín nos llevara a casa cuando dispusiéramos. ¿Querés quedarte un rato más?

La ví un poco angustiada y, además, ¿qué haríamos nosotras sin nuestros hombres? Saboreé el interrogante porque esta idea de propiedad me abarcaba cada vez más.

—Prefiero irme —le contesté, animando una expresión de alivio en su rostro.

Nos arrimamos a la mesa adonde aguardaba Joaquín como un soldadito. Aceptó nuestro deseo de abandonar la fiesta y, a pedido de Samanta, nos condujo hasta su padre para que pudiéramos despedirnos. Antes de subir a su auto, estiró la mano y me ofreció una llave.

—El doctor Moore me encargó que se la diera —expresó.

La atesoré en mi mano como una joya. Era la prueba del perdón del gurka.

—Gracias, Joaquín —le sonreí—. La pondré a buen recaudo.

El muchacho asintió complacido, como si hubiera cumplido una misión exitosa. Nos trasladó hasta la casa de Sami y esperó a que abriéramos la puerta desde donde lo saludamos. Mi amiga se desplomó en un sillón con un suspiro ruidoso.

—¿Estás preocupada? —me inquieté.

—Un poquito. Parece que las máquinas se han vuelto locas. ¡Menos mal que está el doctor Guille para atenderlas…! —se rió—. Y a propósito de Guillermo, ¿qué pasó entre ustedes? No me mientas, porque eran un espectáculo en la pista de baile y después él volvió a la mesa solo y como un basilisco… —me advirtió.

—Me quedé con ganas de tomar algo —dije—. Busco unas bebidas y vuelvo.

—No te me vas a escapar… —canturreó mientras se sacaba las sandalias y recogía los pies en el sillón.

Regresé con dos copas y una botella de champaña mediana. La descorché, la escancié y me senté frente a Sami: —Salud, amiga. Porque los muchachos no tengan grandes problemas.

Las copas tintinearon al chocar. Samanta me observaba en silencio, sin apremiarme, esperando la confidencia reclamada. Me recosté sobre el respaldo y observé las minúsculas burbujas al trasluz, buscando las palabras adecuadas para contarle a Sami que posiblemente estuviera enamorada de su hermano menor.

—Te voy a ayudar —dijo—. Sé que Guille te ama. Pero vos, Marti, me desconcertás. A veces parece que compartís lo que siente y otras, que estás tan lejana como esa milady que persigue sin poder alcanzar.

—¿Te parece natural una pareja entre el gurka y yo? —me sorprendí.

—Aunque no juzgo la orientación sexual ajena, todavía soy apegada a la relación heterosexual y ustedes son un hombre y una mujer, ¿no?

—¿Y la edad, Sami? Le llevo cuatro años —le recordé.

—Para serte franca, él parece mayor que vos. Por todo, desde lo físico hasta lo intelectual.

—¿Querés decir que soy una retrasada? —protesté.

—Quiero decir que te lleva kilos y centímetros, y que tiene un carácter más reflexivo que cualquiera de nosotros. Darren incluido —aclaró como testimonio definitivo de la madurez de su hermano.

No pude contener una risotada ante su apelación, porque se me presentó la imagen del gurka blandiendo la daga entintada y gritando como loco en ese nicho temporal del pasado. Samanta sonrió con desconcierto y acompañó mi carcajada cuando le transmití mi evocación.

—¡Sí que se jugó por vos! —se desternilló.

—Lo hizo para salvar a su hermana —corregí.

—Vamos… Lo hizo para quedar bien con su dama —me retrucó.

—Aún no había alcanzado la categoría de caballero andante —le refresqué la memoria.

Permanecimos en un silencio introspectivo que interrumpió Samanta: —¿Entonces no seremos cuñadas, Marti? —sintetizó afligida.

lunes, 14 de julio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXIV



Los hombres, que habían llegado mientras nos estábamos vistiendo, esperaban en la sala listos para salir. Se volvieron al escuchar el repique de mis tacos sobre los escalones. Guillermo se movió hacia mí y esperó al pie de la escalera. Me detuve en el primer peldaño, mis ojos a la altura de su mirada deslumbrada. Estaba tan estático que liberó una risa espontánea de mi parte. Él recobró la compostura y distendió los labios en una sonrisa de dientes perfectos.
Milady… —pronunció tendiéndome la mano.
La tomé y bajé el escalón con su asistencia.
—Hola, Darren —me acerqué al colorado y le dí un beso.
Me lo devolvió y dijo con gesto malicioso: —Hola, bonita. Acabas de quitarle el habla a un individuo.
No lo nombró pero ambos sabíamos a quien se refería, por lo cual me puse tontamente arrebolada. Sami, bajando la escalera como una reina, me rescató de las pullas de su marido. Lucía con donaire el exquisito vestido de fiesta –que yo le había ayudado a elegir- cuyo azul profundo contrastaba con el color de su cabello. Darren la abarajó al pié de la escalera con un beso y se volvió hacia nosotros: —Billy —afirmó—, vamos a ser los hombres más envidiados de la fiesta.
Billy no respondió. Se limitó a mirarme con avidez y me ofreció el brazo para salir. De lo que tenía conciencia, es que no deseaba que esa noche fuera como cualquiera. Me sentía hermosa, deseada y quería llevarme al mundo por delante. Como viajamos en el auto de Darren, Guille y yo ocupamos el asiento trasero.
—Te ves distinta, milady —susurró—, pero irresistible.
—Obsequio de Sami —respondí con frivolidad—. Me benefició con un cupón para la peluquería.
La risa le burbujeó en la garganta: —Hasta tus desplantes te llenan de encanto, linda Martina —murmuró buscando mis ojos.
Apoyé la cabeza contra el respaldo y sonreí suavemente. Si lo aceptaba, quedaría al borde de un cortejo. Aún no…
—¿Cómo se llama tu admirador? —le pregunté a quemarropa.
Sacó la tarjeta y, condescendiente, leyó: —Milton Prado Pérez tiene el agrado… —se interrumpió y concluyó—: Debe ser el nombre del padre.
—Nombre extranjero y doble apellido. ¿Serán peruanos?—colegí.
—Salvo en Argentina, creo que en los países latinoamericanos se usan los dos apellidos —aventuró.
—Sí. Pero yo conocí a un médico peruano que se llama Milton —insistí.
—¡Ah…! ¿Cómo paciente o pretendiente? —averiguó.
Me largué a reír: —¿Es que para vos todos los hombres revisten en esa categoría?
—Con vos y hasta recuperar mi prenda debo estar en guardia, milady.
—¡Quedamos en que no me nombrarías más con ese mote y nunca tuviste una prenda sino que me la robaste! —mascullé indignada.
—Siempre junto a mi corazón e inspirándome para conseguir lo que deseaba brindarte —afirmó con vehemencia.
Me inquieté. ¿Estarían escuchando los de adelante? Estaban muy silenciosos.
—Darren, ¿cuánto falta para llegar? —necesitaba remover esa zona de intimidad que amenazaba someterme.
—Una hora si la ruta sigue despejada —contestó.
Me apoyé sobre el asiento de Sami y la involucré en la charla más tonta que recuerde sobre el instituto de belleza y otras banalidades. Mi inspiración alcanzó justo para llegar. Cuando Darren anunció el fin del viaje me eché hacia atrás con un suspiro de alivio para aterrizar sobre el cuerpo de Guillermo.
—¡Ay! —exclamé mientras me desequilibraba hacia la portezuela por no aplastarle la cabeza.
Reaccionó con un gruñido y me atrajo con violencia hacia él. Siempre me juró que estaba profundamente dormido. Forcejeé para desprenderme mientras repetía su nombre. Samanta, que ante el alboroto se había incorporado para informar al conductor, colaboró: —¡Gurka! —lo zamarreó para despertarlo.
Guille abrió los ojos con esfuerzo y aflojó el cerco. Nos miró como si no nos reconociera. Sus pupilas se aclararon y dijo: —Un sueño hecho realidad…
—¿Qué tal si me soltás? —manifesté con calma—. Así mi vestido lucirá con menos arrugas.
Rió con parsimonia, me liberó y se enderezó: —¡Perdón, perdón! Nada más alejado de mi intención que arruinar tu perfección.
Le lancé una mirada torva: —Estabas fingiendo —acusé.
—¿Para abrazarte? —infirió en tono provocador.
—¡Sos…! —me exalté sin poder comunicarle lo que era, de puro enfadada.
—¡No te enojes, Marti! Fue una broma —aclaró ante mi rostro alterado.
—¡Haya paz, chicos! —pidió Samanta asomada a su asiento—. Es mi cumple…
—¡Tenés razón, Sami! Lo siento… —dije contrita.
—¡Y vos dejá de portarte como un pendejo! —le espetó a su hermano antes de volver a sentarse.
Él hizo el gesto de la paz y nadie habló más hasta que estacionamos delante del hotel adonde se festejaba la inauguración. El incidente del auto había pasado y mi ánimo recobrado su buen humor de modo que me colgué, con una sonrisa, del brazo que me ofreció Guille. Antes de exhibir la tarjeta en la entrada se detuvo y recorrió mi figura de pies a cabeza: —Y conste que no te arrugué como hubiera deseado… —me dijo en voz baja.
No lo eludí. También medí su estampa y tomé nota, por primera vez en la noche, de su vestimenta. Se había puesto un jean azul, una remera blanca con discreto escote en V y un blazer negro que llevaba desabotonado.
—Hubieras tenido la obligación de plancharlo —le aseguré.
Esbozó una sonrisa maliciosa que contenía cualquier metáfora en torno a mi declaración. Me dí vuelta y avancé hacia la entrada. En dos zancadas me alcanzó y volvió a tomar mi brazo: —Quieta, preciosa… —murmuró.
El responsable del ingreso miró dudoso a Guillermo y paseó la vista entre él y Darren que vestía un elegante traje gris con camisa clara y corbata.
Así estábamos, como en un cuadro, nosotros distendidos y el empleado de seguridad indeciso hasta que apareció el hijo de Milton.
—¡Doctor Moore! —exclamó con entusiasmo—. ¡Creí que no iba a contar esta noche con su presencia!
Guille sonrió, le tendió la diestra y dijo: —Guillermo y de vos. ¡Ah…! Y me debés tu nombre. No sabía por quien preguntar.
—Joaquín —dijo el muchacho. Miró hacia nosotros esperando la introducción.
—Ella es Martina, mi prometida —señaló Guille ante mi consternación.
Joaquín se estiró para darme un beso en la mejilla. A continuación, les presentó a su hermana y su cuñado.
—Vengan conmigo, por favor, que quiero que mi padre los conozca —pidió nuestro anfitrión.
Esta vez me colgué yo del brazo del gurka y musité: —¿Qué fue éso?
—El pasaporte para sacudirme algunas féminas insidiosas —dijo entre dientes.
—Ah… —¿La exclamación había sonado desencantada? Me apresuré a clarificar: —Claro que si hay alguna que te guste, considerate libre de compromisos.
No me contestó. Se limitó a presionar mi brazo contra su cuerpo. Así llegamos ante el padre de Joaquín. El joven no ahorró elogios para con Guille aunque Milton, sin duda, estaba al tanto de su trayectoria. Departió con nosotros con amabilidad y nos acompañó hasta la mesa que nos estaba reservada. Joaquín, que no quería separarse de su icono, nos acompañó. Nos despojamos de los livianos abrigos asistidas por nuestros acompañantes. Guillermo demoró sus manos sobre la prenda deslizando con delicadeza los dedos sobre mis hombros, al tiempo que susurraba: —Estás para comerte, milady  —lo que le valió una mueca insolente de mi parte.
Terminamos de cenar y el muchacho se dirigió a mí: —Martina, ¿me cederías por un momento a tu prometido? —lo preguntó como temiendo una negativa.
—Lo que necesites —respondí sin poder contener la risa que encubrí tras una observación—: ¡Ah… Guille! Acordate de nuestra charla —le refresqué volteando hacia él.
—Lo tengo bien presente —aceptó—. Gracias por tu cooperación, querida —y se inclinó sobre mí para besarme suavemente en la boca.
Aún me duraba el asombro cuando fue engullido por un enjambre de admiradores. Samanta y Darren me miraban con la expresión de quienes se mueren por preguntar pero su educación los contiene.
—Parece que se tomó a pecho su excusa para zafar del acoso femenino —comenté con despreocupación.
—¡Era lo que nos imaginábamos! —asintió el colorado y ratificó su dicho meneando la cabeza.
Lo contemplé con suspicacia buscando un atisbo de burla en su rostro, pero sostuvo el gesto de naturalidad sin variaciones.
—¿No tienen ganas de bailar? —promovió la cumpleañera.
—¡Sí! —aceptamos a coro Darren y yo.
Un mozo nos guió hasta la confitería flotante donde estaba ubicada la pista de baile. Nos sacudimos casi una hora hasta que comenzó el ritmo lento.
—No puedo satisfacer a las dos —se excusó Darren—, de modo que les buscaré una bebida.
Yo suspiré aliviada: —Acerquémonos a la baranda —le propuse a Sami, ansiosa por un poco de aire fresco.