lunes, 14 de julio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXIV



Los hombres, que habían llegado mientras nos estábamos vistiendo, esperaban en la sala listos para salir. Se volvieron al escuchar el repique de mis tacos sobre los escalones. Guillermo se movió hacia mí y esperó al pie de la escalera. Me detuve en el primer peldaño, mis ojos a la altura de su mirada deslumbrada. Estaba tan estático que liberó una risa espontánea de mi parte. Él recobró la compostura y distendió los labios en una sonrisa de dientes perfectos.
Milady… —pronunció tendiéndome la mano.
La tomé y bajé el escalón con su asistencia.
—Hola, Darren —me acerqué al colorado y le dí un beso.
Me lo devolvió y dijo con gesto malicioso: —Hola, bonita. Acabas de quitarle el habla a un individuo.
No lo nombró pero ambos sabíamos a quien se refería, por lo cual me puse tontamente arrebolada. Sami, bajando la escalera como una reina, me rescató de las pullas de su marido. Lucía con donaire el exquisito vestido de fiesta –que yo le había ayudado a elegir- cuyo azul profundo contrastaba con el color de su cabello. Darren la abarajó al pié de la escalera con un beso y se volvió hacia nosotros: —Billy —afirmó—, vamos a ser los hombres más envidiados de la fiesta.
Billy no respondió. Se limitó a mirarme con avidez y me ofreció el brazo para salir. De lo que tenía conciencia, es que no deseaba que esa noche fuera como cualquiera. Me sentía hermosa, deseada y quería llevarme al mundo por delante. Como viajamos en el auto de Darren, Guille y yo ocupamos el asiento trasero.
—Te ves distinta, milady —susurró—, pero irresistible.
—Obsequio de Sami —respondí con frivolidad—. Me benefició con un cupón para la peluquería.
La risa le burbujeó en la garganta: —Hasta tus desplantes te llenan de encanto, linda Martina —murmuró buscando mis ojos.
Apoyé la cabeza contra el respaldo y sonreí suavemente. Si lo aceptaba, quedaría al borde de un cortejo. Aún no…
—¿Cómo se llama tu admirador? —le pregunté a quemarropa.
Sacó la tarjeta y, condescendiente, leyó: —Milton Prado Pérez tiene el agrado… —se interrumpió y concluyó—: Debe ser el nombre del padre.
—Nombre extranjero y doble apellido. ¿Serán peruanos?—colegí.
—Salvo en Argentina, creo que en los países latinoamericanos se usan los dos apellidos —aventuró.
—Sí. Pero yo conocí a un médico peruano que se llama Milton —insistí.
—¡Ah…! ¿Cómo paciente o pretendiente? —averiguó.
Me largué a reír: —¿Es que para vos todos los hombres revisten en esa categoría?
—Con vos y hasta recuperar mi prenda debo estar en guardia, milady.
—¡Quedamos en que no me nombrarías más con ese mote y nunca tuviste una prenda sino que me la robaste! —mascullé indignada.
—Siempre junto a mi corazón e inspirándome para conseguir lo que deseaba brindarte —afirmó con vehemencia.
Me inquieté. ¿Estarían escuchando los de adelante? Estaban muy silenciosos.
—Darren, ¿cuánto falta para llegar? —necesitaba remover esa zona de intimidad que amenazaba someterme.
—Una hora si la ruta sigue despejada —contestó.
Me apoyé sobre el asiento de Sami y la involucré en la charla más tonta que recuerde sobre el instituto de belleza y otras banalidades. Mi inspiración alcanzó justo para llegar. Cuando Darren anunció el fin del viaje me eché hacia atrás con un suspiro de alivio para aterrizar sobre el cuerpo de Guillermo.
—¡Ay! —exclamé mientras me desequilibraba hacia la portezuela por no aplastarle la cabeza.
Reaccionó con un gruñido y me atrajo con violencia hacia él. Siempre me juró que estaba profundamente dormido. Forcejeé para desprenderme mientras repetía su nombre. Samanta, que ante el alboroto se había incorporado para informar al conductor, colaboró: —¡Gurka! —lo zamarreó para despertarlo.
Guille abrió los ojos con esfuerzo y aflojó el cerco. Nos miró como si no nos reconociera. Sus pupilas se aclararon y dijo: —Un sueño hecho realidad…
—¿Qué tal si me soltás? —manifesté con calma—. Así mi vestido lucirá con menos arrugas.
Rió con parsimonia, me liberó y se enderezó: —¡Perdón, perdón! Nada más alejado de mi intención que arruinar tu perfección.
Le lancé una mirada torva: —Estabas fingiendo —acusé.
—¿Para abrazarte? —infirió en tono provocador.
—¡Sos…! —me exalté sin poder comunicarle lo que era, de puro enfadada.
—¡No te enojes, Marti! Fue una broma —aclaró ante mi rostro alterado.
—¡Haya paz, chicos! —pidió Samanta asomada a su asiento—. Es mi cumple…
—¡Tenés razón, Sami! Lo siento… —dije contrita.
—¡Y vos dejá de portarte como un pendejo! —le espetó a su hermano antes de volver a sentarse.
Él hizo el gesto de la paz y nadie habló más hasta que estacionamos delante del hotel adonde se festejaba la inauguración. El incidente del auto había pasado y mi ánimo recobrado su buen humor de modo que me colgué, con una sonrisa, del brazo que me ofreció Guille. Antes de exhibir la tarjeta en la entrada se detuvo y recorrió mi figura de pies a cabeza: —Y conste que no te arrugué como hubiera deseado… —me dijo en voz baja.
No lo eludí. También medí su estampa y tomé nota, por primera vez en la noche, de su vestimenta. Se había puesto un jean azul, una remera blanca con discreto escote en V y un blazer negro que llevaba desabotonado.
—Hubieras tenido la obligación de plancharlo —le aseguré.
Esbozó una sonrisa maliciosa que contenía cualquier metáfora en torno a mi declaración. Me dí vuelta y avancé hacia la entrada. En dos zancadas me alcanzó y volvió a tomar mi brazo: —Quieta, preciosa… —murmuró.
El responsable del ingreso miró dudoso a Guillermo y paseó la vista entre él y Darren que vestía un elegante traje gris con camisa clara y corbata.
Así estábamos, como en un cuadro, nosotros distendidos y el empleado de seguridad indeciso hasta que apareció el hijo de Milton.
—¡Doctor Moore! —exclamó con entusiasmo—. ¡Creí que no iba a contar esta noche con su presencia!
Guille sonrió, le tendió la diestra y dijo: —Guillermo y de vos. ¡Ah…! Y me debés tu nombre. No sabía por quien preguntar.
—Joaquín —dijo el muchacho. Miró hacia nosotros esperando la introducción.
—Ella es Martina, mi prometida —señaló Guille ante mi consternación.
Joaquín se estiró para darme un beso en la mejilla. A continuación, les presentó a su hermana y su cuñado.
—Vengan conmigo, por favor, que quiero que mi padre los conozca —pidió nuestro anfitrión.
Esta vez me colgué yo del brazo del gurka y musité: —¿Qué fue éso?
—El pasaporte para sacudirme algunas féminas insidiosas —dijo entre dientes.
—Ah… —¿La exclamación había sonado desencantada? Me apresuré a clarificar: —Claro que si hay alguna que te guste, considerate libre de compromisos.
No me contestó. Se limitó a presionar mi brazo contra su cuerpo. Así llegamos ante el padre de Joaquín. El joven no ahorró elogios para con Guille aunque Milton, sin duda, estaba al tanto de su trayectoria. Departió con nosotros con amabilidad y nos acompañó hasta la mesa que nos estaba reservada. Joaquín, que no quería separarse de su icono, nos acompañó. Nos despojamos de los livianos abrigos asistidas por nuestros acompañantes. Guillermo demoró sus manos sobre la prenda deslizando con delicadeza los dedos sobre mis hombros, al tiempo que susurraba: —Estás para comerte, milady  —lo que le valió una mueca insolente de mi parte.
Terminamos de cenar y el muchacho se dirigió a mí: —Martina, ¿me cederías por un momento a tu prometido? —lo preguntó como temiendo una negativa.
—Lo que necesites —respondí sin poder contener la risa que encubrí tras una observación—: ¡Ah… Guille! Acordate de nuestra charla —le refresqué volteando hacia él.
—Lo tengo bien presente —aceptó—. Gracias por tu cooperación, querida —y se inclinó sobre mí para besarme suavemente en la boca.
Aún me duraba el asombro cuando fue engullido por un enjambre de admiradores. Samanta y Darren me miraban con la expresión de quienes se mueren por preguntar pero su educación los contiene.
—Parece que se tomó a pecho su excusa para zafar del acoso femenino —comenté con despreocupación.
—¡Era lo que nos imaginábamos! —asintió el colorado y ratificó su dicho meneando la cabeza.
Lo contemplé con suspicacia buscando un atisbo de burla en su rostro, pero sostuvo el gesto de naturalidad sin variaciones.
—¿No tienen ganas de bailar? —promovió la cumpleañera.
—¡Sí! —aceptamos a coro Darren y yo.
Un mozo nos guió hasta la confitería flotante donde estaba ubicada la pista de baile. Nos sacudimos casi una hora hasta que comenzó el ritmo lento.
—No puedo satisfacer a las dos —se excusó Darren—, de modo que les buscaré una bebida.
Yo suspiré aliviada: —Acerquémonos a la baranda —le propuse a Sami, ansiosa por un poco de aire fresco.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias carmen me encanta su novela

Carmen dijo...

Gracias a vos por tu comentario. Saludos.

Anónimo dijo...

Esperando su proximo capitulo

Carmen dijo...

Publicado.