Los
hombres, que habían llegado mientras nos estábamos vistiendo, esperaban en la
sala listos para salir. Se volvieron al escuchar el repique de mis tacos sobre
los escalones. Guillermo se movió hacia mí y esperó al pie de la escalera. Me
detuve en el primer peldaño, mis ojos a la altura de su mirada deslumbrada.
Estaba tan estático que liberó una risa espontánea de mi parte. Él recobró la
compostura y distendió los labios en una sonrisa de dientes perfectos.
—Milady… —pronunció tendiéndome la mano.
La
tomé y bajé el escalón con su asistencia.
—Hola,
Darren —me acerqué al colorado y le dí un beso.
Me
lo devolvió y dijo con gesto malicioso: —Hola, bonita. Acabas de quitarle el
habla a un individuo.
No
lo nombró pero ambos sabíamos a quien se refería, por lo cual me puse
tontamente arrebolada. Sami, bajando la escalera como una reina, me rescató de
las pullas de su marido. Lucía con donaire el exquisito vestido de fiesta –que
yo le había ayudado a elegir- cuyo azul profundo contrastaba con el color de su
cabello. Darren la abarajó al pié de la escalera con un beso y se volvió hacia
nosotros: —Billy —afirmó—, vamos a ser los hombres más envidiados de la fiesta.
Billy no respondió. Se limitó a
mirarme con avidez y me ofreció el brazo para salir. De lo que tenía
conciencia, es que no deseaba que esa noche fuera como cualquiera. Me sentía
hermosa, deseada y quería llevarme al mundo por delante. Como viajamos en el
auto de Darren, Guille y yo ocupamos el asiento trasero.
—Te
ves distinta, milady —susurró—, pero irresistible.
—Obsequio
de Sami —respondí con frivolidad—. Me benefició con un cupón para la
peluquería.
La
risa le burbujeó en la garganta: —Hasta tus desplantes te llenan de encanto,
linda Martina —murmuró buscando mis ojos.
Apoyé
la cabeza contra el respaldo y sonreí suavemente. Si lo aceptaba, quedaría al
borde de un cortejo. Aún no…
—¿Cómo
se llama tu admirador? —le pregunté a quemarropa.
Sacó
la tarjeta y, condescendiente, leyó: —Milton Prado Pérez tiene el agrado… —se
interrumpió y concluyó—: Debe ser el nombre del padre.
—Nombre
extranjero y doble apellido. ¿Serán peruanos?—colegí.
—Salvo
en Argentina, creo que en los países latinoamericanos se usan los dos apellidos
—aventuró.
—Sí.
Pero yo conocí a un médico peruano que se llama Milton —insistí.
—¡Ah…!
¿Cómo paciente o pretendiente? —averiguó.
Me
largué a reír: —¿Es que para vos todos los hombres revisten en esa categoría?
—Con
vos y hasta recuperar mi prenda debo estar en guardia, milady.
—¡Quedamos
en que no me nombrarías más con ese mote y nunca tuviste una prenda sino que me
la robaste! —mascullé indignada.
—Siempre
junto a mi corazón e inspirándome para conseguir lo que deseaba brindarte
—afirmó con vehemencia.
Me
inquieté. ¿Estarían escuchando los de adelante? Estaban muy silenciosos.
—Darren,
¿cuánto falta para llegar? —necesitaba remover esa zona de intimidad que
amenazaba someterme.
—Una
hora si la ruta sigue despejada —contestó.
Me
apoyé sobre el asiento de Sami y la involucré en la charla más tonta que
recuerde sobre el instituto de belleza y otras banalidades. Mi inspiración
alcanzó justo para llegar. Cuando Darren anunció el fin del viaje me eché hacia
atrás con un suspiro de alivio para aterrizar sobre el cuerpo de Guillermo.
—¡Ay!
—exclamé mientras me desequilibraba hacia la portezuela por no aplastarle la
cabeza.
Reaccionó
con un gruñido y me atrajo con violencia hacia él. Siempre me juró que estaba
profundamente dormido. Forcejeé para desprenderme mientras repetía su nombre.
Samanta, que ante el alboroto se había incorporado para informar al conductor,
colaboró: —¡Gurka! —lo zamarreó para despertarlo.
Guille
abrió los ojos con esfuerzo y aflojó el cerco. Nos miró como si no nos
reconociera. Sus pupilas se aclararon y dijo: —Un sueño hecho realidad…
—¿Qué
tal si me soltás? —manifesté con calma—. Así mi vestido lucirá con menos
arrugas.
Rió
con parsimonia, me liberó y se enderezó: —¡Perdón, perdón! Nada más alejado de
mi intención que arruinar tu perfección.
Le
lancé una mirada torva: —Estabas fingiendo —acusé.
—¿Para
abrazarte? —infirió en tono provocador.
—¡Sos…!
—me exalté sin poder comunicarle lo que era, de puro enfadada.
—¡No
te enojes, Marti! Fue una broma —aclaró ante mi rostro alterado.
—¡Haya
paz, chicos! —pidió Samanta asomada a su asiento—. Es mi cumple…
—¡Tenés
razón, Sami! Lo siento… —dije contrita.
—¡Y
vos dejá de portarte como un pendejo! —le espetó a su hermano antes de volver a
sentarse.
Él
hizo el gesto de la paz y nadie habló más hasta que estacionamos delante del
hotel adonde se festejaba la inauguración. El incidente del auto había pasado y
mi ánimo recobrado su buen humor de modo que me colgué, con una sonrisa, del
brazo que me ofreció Guille. Antes de exhibir la tarjeta en la entrada se
detuvo y recorrió mi figura de pies a cabeza: —Y conste que no te arrugué como
hubiera deseado… —me dijo en voz baja.
No
lo eludí. También medí su estampa y tomé nota, por primera vez en la noche, de
su vestimenta. Se había puesto un jean azul, una remera blanca con discreto
escote en V y un blazer negro que llevaba desabotonado.
—Hubieras
tenido la obligación de plancharlo —le aseguré.
Esbozó
una sonrisa maliciosa que contenía cualquier metáfora en torno a mi
declaración. Me dí vuelta y avancé hacia la entrada. En dos zancadas me alcanzó
y volvió a tomar mi brazo: —Quieta, preciosa… —murmuró.
El
responsable del ingreso miró dudoso a Guillermo y paseó la vista entre él y
Darren que vestía un elegante traje gris con camisa clara y corbata.
Así
estábamos, como en un cuadro, nosotros distendidos y el empleado de seguridad
indeciso hasta que apareció el hijo de Milton.
—¡Doctor
Moore! —exclamó con entusiasmo—. ¡Creí que no iba a contar esta noche con su
presencia!
Guille
sonrió, le tendió la diestra y dijo: —Guillermo y de vos. ¡Ah…! Y me debés tu
nombre. No sabía por quien preguntar.
—Joaquín
—dijo el muchacho. Miró hacia nosotros esperando la introducción.
—Ella
es Martina, mi prometida —señaló Guille ante mi consternación.
Joaquín
se estiró para darme un beso en la mejilla. A continuación, les presentó a su
hermana y su cuñado.
—Vengan
conmigo, por favor, que quiero que mi padre los conozca —pidió nuestro
anfitrión.
Esta
vez me colgué yo del brazo del gurka y musité: —¿Qué fue éso?
—El
pasaporte para sacudirme algunas féminas insidiosas —dijo entre dientes.
—Ah…
—¿La exclamación había sonado desencantada? Me apresuré a clarificar: —Claro
que si hay alguna que te guste, considerate libre de compromisos.
No
me contestó. Se limitó a presionar mi brazo contra su cuerpo. Así llegamos ante
el padre de Joaquín. El joven no ahorró elogios para con Guille aunque Milton,
sin duda, estaba al tanto de su trayectoria. Departió con nosotros con
amabilidad y nos acompañó hasta la mesa que nos estaba reservada. Joaquín, que
no quería separarse de su icono, nos acompañó. Nos despojamos de los livianos
abrigos asistidas por nuestros acompañantes. Guillermo demoró sus manos sobre
la prenda deslizando con delicadeza los dedos sobre mis hombros, al tiempo que
susurraba: —Estás para comerte, milady —lo que le valió una mueca insolente de mi
parte.
Terminamos
de cenar y el muchacho se dirigió a mí: —Martina, ¿me cederías por un momento a
tu prometido? —lo preguntó como temiendo una negativa.
—Lo
que necesites —respondí sin poder contener la risa que encubrí tras una
observación—: ¡Ah… Guille! Acordate de nuestra charla —le refresqué volteando
hacia él.
—Lo
tengo bien presente —aceptó—. Gracias por tu cooperación, querida —y se inclinó
sobre mí para besarme suavemente en la boca.
Aún
me duraba el asombro cuando fue engullido por un enjambre de admiradores.
Samanta y Darren me miraban con la expresión de quienes se mueren por preguntar
pero su educación los contiene.
—Parece
que se tomó a pecho su excusa para zafar del acoso femenino —comenté con
despreocupación.
—¡Era
lo que nos imaginábamos! —asintió el colorado y ratificó su dicho meneando la
cabeza.
Lo
contemplé con suspicacia buscando un atisbo de burla en su rostro, pero sostuvo
el gesto de naturalidad sin variaciones.
—¿No
tienen ganas de bailar? —promovió la cumpleañera.
—¡Sí!
—aceptamos a coro Darren y yo.
Un
mozo nos guió hasta la confitería flotante donde estaba ubicada la pista de
baile. Nos sacudimos casi una hora hasta que comenzó el ritmo lento.
—No
puedo satisfacer a las dos —se excusó Darren—, de modo que les buscaré una
bebida.
Yo
suspiré aliviada: —Acerquémonos a la baranda —le propuse a Sami, ansiosa por un
poco de aire fresco.
4 comentarios:
Gracias carmen me encanta su novela
Gracias a vos por tu comentario. Saludos.
Esperando su proximo capitulo
Publicado.
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