domingo, 28 de marzo de 2010

LA HERENCIA - IV

El ascensor permanecía en el piso. Mariana asió la manija para abrir la puerta de reja encontrando una resistencia que le pasó inadvertida en la planta baja. Tironeó varias veces hasta darse por vencida. Cuando se volvía para compartirlo con su madre, la mortecina iluminación del pasillo resplandeció por un momento hasta desaparecer por completo.

-¡Dios mío! -exclamó Emilia.- ¿Qué pasa ahora?

-Tranquila, mamá -dijo Mariana.- Peor hubiera sido que nos sorprendiera bajando.

-¡Ni lo menciones! No se ve nada... ¿Cómo vamos a salir de aquí?

-Vayamos hasta el bufete del abogado y esperemos ahí que vuelva la luz -propuso la hija con una despreocupación que no sentía.

Rehicieron el camino a ciegas, guiándose por el notable sentido de orientación que distinguía a la joven. Golpeó la puerta de la oficina “F” hasta el cansancio. Nadie parecía esperarlas esta vez.

-Esto no me gusta nada -insistía su madre.- ¿Cómo es que ahora no nos atienden? Dejame probar -y se sacó el zapato de tacón para aporrear la entrada, con el mismo éxito que la hija.

-¡Basta, mamá! -le pidió, deteniendo el golpe siguiente.- Está visto que no escuchan o están en otros menesteres. Ponete el zapato y busquemos la escalera.

-¡No bajaremos a oscuras, y menos por unas escaleras que desconocemos! -la conminó mientras se calzaba.

-¡Vamos, mamá! No es momento de ponernos a discutir. No podemos permanecer en este sitio más tiempo.

-¿Por qué lo decís? -preguntó Emilia suspicazmente.

-Porque...

-¿Te da mala espina…? -la interrumpió.- Sé sincera, hija.

-Bueno, es una sensación... ¡Hablemos abajo, mamá, por favor...!

La mujer suspiró, porque conociendo a su hija había captado la intranquilidad en su voz. Reflexionó que ponerse histérica no ayudaba en nada, de modo que la tomó del brazo y le ordenó con ánimo:

-¡Abrí el camino!

Mariana avanzó con seguridad hasta enfrentarse al elevador. Allí se detuvo y rebuscó en su cartera. Sacó un encendedor y lo encendió, estirando el brazo hacia el frente. La débil llama apenas alcanzaba a disipar las tinieblas. Se movió cuidadosamente para que no se apagara buscando la escalera en las cercanías del ascensor. Emilia la seguía temerosa. Después de caminar ordenadamente a derecha e izquierda, divisaron la antigua baranda.

-¡Aquí está, Mariana! -exclamó la madre como si la hubiera descubierto.- Bajemos.

-¡Detrás mío -mandó la hija.- Esperá a que se enfríe el encendedor.

A sus espaldas, Emilia revolvía el bolso. Los ruidos de objetos chocando entre sí distrajeron la atención de Mariana que había creído escuchar un sigiloso murmullo escaleras abajo.

-¿Qué buscás? -le preguntó.

-¡Ésto! -contestó la madre triunfalmente mientras de su mano surgía un haz de luz.

La hija no pudo evitar una risa nerviosa ante la exótica adquisición. ¡El mango de un paraguas plegable convertido en linterna! Juró no reprochar nunca más a su progenitora las extravagantes compras a las que era tan afecta. Le dio un beso y se lo arrebató para apuntar hacia los escalones. El mármol estaba gastado y deslucido y parecía no haber sido limpiado en mucho tiempo. Se sobresaltó cuando una sombra pareció desprenderse de las profundidades. Dirigió la luz hacia abajo y sólo distinguió el polvoriento rellano. Debo controlar mi imaginación -se dijo con firmeza. Tomó aire y le indicó a su madre:

-Apoyá las manos sobre mis hombros y mantenete a la distancia de un escalón. Cuando yo baje uno, vos me seguís.

-Entendido – cuchicheó Emilia.

Iniciaron el lento descenso alumbradas por un resplandor que no iba mucho más allá de dos peldaños. Mariana tanteaba con el pie antes de afirmarse, sosteniendo con una mano la original linterna y aferrada al pasamanos con la otra. Su sensibilidad estaba a flor de piel. Percibía el callado temor de su madre y se asombraba de la inesperada situación en la que habían desembocado. ¿Y si apagaras la linterna, niña? ¿No sería más fácil rodar, rodar, y rodar…? El susurro se le filtró en la cabeza y se extinguió en una risita malévola. ¿Qué…? Debo... controlar... mi... imaginación... –repitió mudamente. La adrenalina le aumentó el ritmo cardíaco. Se concentró en el recuerdo de su padre a quien la oscuridad no perturbaría y avanzó hacia la salida. Una exclamación ahogada de Emilia la detuvo. Sin volverse, murmuró:

-¿Qué pasa, mamá?

-¡Nada, nada! Seguí, por Dios.

Emilia ya no dudaba de que algo pugnaba por separarla de Mariana. Apretó los dientes y resistió la pertinaz interferencia que amenazaba materializarse entre ambas. Evocó la imagen de su marido a modo de conjuro vaciando la mente de otro pensamiento. Si amarte no hubiera sido suficiente, me diste el regalo más hermoso de mi vida -le dijo él cuando nació Mariana. La irresistible sonrisa de Edmundo la preservó de las misteriosas anomalías corpóreas y auditivas. Alcanzaron el abandonado descanso del cuarto piso. Era evidente que no había sido transitado en mucho tiempo porque sólo sus huellas quedaron marcadas en el polvo. Sin vacilar, reanudaron la marcha. Detrás de ellas quedaron sombrías reverberaciones que se esforzaron por ignorar. El peso de la madre se acentuó sobre los hombros de la hija a medida que se acercaban a la planta baja. Mariana se esforzaba en bajar escalón por escalón repudiando los murmullos que parecían rodearlas. No puedo estar escuchando mi nombre -porfiaba- ni la voz de papá pidiéndome que suba. Él no querría que lo hiciera -de eso estaba segura. Esperaba que la luz de la linterna no se agotara antes de llegar al vestíbulo porque se intensificaban la intermitencia y la opacidad del foco. La respiración de Emilia se aceleraba como si estuviera atacada por el pánico. La joven soportaba la zozobra de su pródiga imaginación que la proyectaba desde un resbalón hasta un abismo sin fin. Se aisló de ruidos extraños y maniobró hacia el último tramo. No quería pensar más que en salir de la tenebrosa escalera. Un débil resplandor se insinuó al desdoblar el último rellano. Dominando la ansiedad que empujaba sus pies más rápido de lo recomendable, respetó las pautas que se había impuesto en el quinto piso: sondear la seguridad de cada base antes de descargar el peso de su cuerpo. La tentación de apagar la linterna la asaltó como una artera insinuación pero prevaleció el sentido común que la acompañó desde el apagón. El dispositivo luminoso se agotó al poner Mariana los pies en el vestíbulo. Una urgencia inexplicable la instigó a tomar a su madre del brazo y llevarla casi corriendo hasta las aberturas vidriadas del edificio, que ahora denunciaban el mismo abandono que dejaban atrás. Empujó impetuosamente la anticuada puerta temiendo que no quisiera abrirse y el impulso las arrastró hasta el borde de la vereda poco transitada por la persistente lluvia. Se miraron como quien sale ileso en medio de un tiroteo y rieron como tontas mientras el agua las empapaba.

domingo, 21 de marzo de 2010

LA HERENCIA - III

El estudio de Goyeneche estaba ubicado en el quinto piso de un edificio antiguo y suntuoso. El amplio recibidor, iluminado con una pobreza que no condecía con su categoría, estaba absolutamente desierto. Después de observar a su alrededor, divisaron la puerta enrejada de un ascensor. El indicador luminoso revelaba que estaba en el sexto piso. Bajó con un chirrido de material oxidado hasta detenerse en la planta baja con un golpe seco. Mariana y su madre se miraron dudosas antes de entrar a la cabina. La joven apretó el botón del quinto piso con una sensación de inquietud que concordó con el comentario de Emilia:

-Espero que no quedemos atrapadas en esta antigüedad.

Mariana no repuso. La sola idea le producía escalofríos. ¿Quién las rescataría en ese edificio deshabitado? Después se preguntó el por qué de esa idea. Si era un inmueble de oficinas, a esa hora debían estar varias ocupadas. Abrió la reja con alivio cuando la máquina se detuvo temblorosamente. Después buscaron la oficina “F” como rezaba en la tarjeta. El pasillo estaba tan mal iluminado como el ingreso, y las puertas de madera maciza ocultaban la actividad de cualquier organización. Ubicaron el estudio al final del corredor. Después de cerciorarse de que no había llamador ni timbre a la vista, Mariana castigó sus nudillos contra la puerta. Como si las hubieran estado esperando, se abrió inmediatamente. La figura de una mujer robusta se recortó al contraluz de la profusa iluminación de la oficina. De su boca confundida con las tinieblas del pasillo surgió una pregunta:

-¿A quién buscan?

-Al doctor Goyeneche -respondió Mariana.

-¿Quiénes lo buscan? -la pregunta sonó brusca.

-La señora Emilia de Stéfano y su hija -se adelantó la madre con cierta altivez.

Desde el interior del recinto sonó una voz que se fue acercando con su dueño:

-¡Andrea! ¡Son las clientas que buscamos durante varios meses! -el abogado se materializó detrás de la mujer.- ¡Pasen, por favor! Me alegro que hayan concurrido hoy mismo. La celeridad para tomar decisiones es indicio de inteligencia -expresó con una sonrisa mientras estrechaba la mano de las herederas.

Accedieron a una antesala adonde estaba ubicado el pupitre de la secretaria coronado por una vieja máquina de escribir y un antiguo teléfono a disco. Mariana, hija de la tecnología cibernética, ocultó una sonrisa divertida. Goyeneche las precedió para franquearles el ingreso a su despacho privado. El amplio escritorio labrado estaba cubierto de fascículos y carpetas. Las paredes, forradas de estantes con libros encuadernados. El letrado les indicó que tomaran asiento antes de ubicarse en el amplio sillón detrás de su mesa de trabajo. Se calzó los anteojos, revisó una pila de legajos hasta rescatar el expediente etiquetado como “Sucesión de Victoria Stéfano”, separó varios formularios y se dirigió a las mujeres:

-El trámite comenzará ni bien hayan firmado estos papeles. Les dejaré una copia de los bienes inventariados para que los verifiquen in situ y posteriormente firmen el original prestando conformidad. Nada puede ser vendido hasta el fin de la sucesión. Después de deducir los gastos notariales, las cuentas serán puestas a nombre de las dos. Quedarán netos... -hizo algunas cuentas en un papel y afirmó:- cuatrocientos dieciocho mil y chirolas -levantó la mirada- ¿les parece bien?

Mariana y Emilia asintieron con un movimiento de cabeza como si estuvieran acostumbradas a los grandes negocios. El abogado puso delante de Emilia los formularios y le ofreció un bolígrafo:

-Léalo cuidadosamente antes de firmarlo, señora. Lo mismo le recomiendo a su hija -dijo mirando a Mariana.

-Prefiero que lo lea mi hija. Si ella lo aprueba, firmaré con gusto -contestó la mujer pasándole todo a la joven.

Mariana leyó hoja por hoja y al terminar puso su rúbrica. A continuación firmó la madre y devolvió los papeles al letrado quien, después de revisarlos, les tendió los originales y guardó las copias en la carpeta. Por último, abrió un cajón del escritorio y sacó un llavero y un sobre. A la muchacha se le aceleró el corazón.

-Éste es el único juego de llaves, así que ustedes deberán hacer las copias -dijo Goyeneche tendiéndoselas.- La más grande es la de la verja de entrada y la labrada la de la puerta de ingreso a la propiedad.

Mariana las encerró en su mano como si fueran un tesoro. El abogado abrió el sobre y sacó del interior otro más pequeño. Antes de entregárselo a la joven, aclaró:

-Aquí hay una tarjeta bancaria y la contraseña para retirar los fondos. Esta cuenta no está declarada en la sucesión porque la señora Victoria la reservaba para imprevistos. Hagan las extracciones por cajero automático y por lo que vayan necesitando. El saldo lo tendrán con el primer retiro. Esto es todo -finalizó, echándose sobre el respaldo del asiento.- Las mantendré informadas sobre la marcha del traspaso.

Las mujeres se levantaron a un tiempo y el letrado las imitó deteniéndose junto a la puerta abierta para despedirlas. Mientras apretaba su mano, Mariana le preguntó:

-¿La única oficina abierta es la suya?

-Hoy, sí -afirmó Goyeneche.- Es día de desinfección. -y ante el gesto desconcertado de la joven:- Pero yo vine porque intuí que ustedes no tardarían en presentarse... -rió inesperadamente coreado por su secretaria.

Madre e hija se miraron sorprendidas por la extemporánea demostración. Sonrieron hieráticamente y se internaron, sin comentarios, en la penumbra del corredor.

domingo, 14 de marzo de 2010

LA HERENCIA - II

Mariana abrió la carpeta lentamente y leyó para sí las tres fojas que contenía. Cuando terminó, miró las caras expectantes de Luis y su madre, y les dijo con una sonrisa:

-Si este abogado no es un impostor, me parece que se acabó la época de vacas flacas. Escuchen -y volvió a fijar la vista sobre la última hoja:- un inmueble ubicado en Calle de los Sauces 9898 y todo su contenido según inventario confeccionado ante escribano público y tres cuentas bancarias por un total de cuatrocientos cincuenta y dos mil pesos que serán transferidas a nombre de los herederos en el término de noventa días a partir del comienzo de la sucesión. La propiedad puede ser ocupada inmediatamente con el fin de evitar su deterioro y preservar los objetos que incluye... ¡Una casa propia, mamá! ¡El sueño de toda nuestra vida!

El entusiasmo de Mariana puso una sonrisa en el rostro de los mayores. Luis fluctuaba entre compartir la alegría de las mujeres y la pesadumbre de perderlas de vista. Buscó debajo de la barra hasta encontrar un mapa de la ciudad para ubicar la calle que desconocía. Volvió junto a las mujeres y lo abrió sobre una mesa.

-¿Cuál es la dirección? –le preguntó a Mariana.

La joven releyó la hoja y repitió:

-Calle de los Sauces 9898.

El barman consultó el índice alfabético y luego ubicó las coordenadas donde debía encontrarse la calle. ¡Demasiado lejos para su gusto! Casi a una hora de viaje del lugar que residían.

-Está en un lugar muy retirado –opinó mirando a las mujeres.- ¿Están seguras de querer alejarse tanto del centro?

-¡Es que ahora no tendré que vender el auto! –Afirmó Mariana.- ¡Y sin pagar alquiler, podremos sostenernos hasta que nos transfieran esa suma fabulosa…!

Se quedó ensimismada pensando en el vuelco que había dado ese día. De la desesperanza del despertar había pasado a la perspectiva de una vida desahogada y sin esfuerzos. Nunca hubiera imaginado que la solución a su ajustada situación económica vendría de la mano de una persona a la que ni siquiera habían mencionado en tantos años. Por lo pronto, deberían presentarse cuanto antes en el estudio jurídico para comenzar con los trámites sucesorios. Sentía que se había despojado del inmenso peso de la frustración diaria. ¡Al diablo con el trabajo si se confirmaba el monto de las cuentas bancarias! Podrían vivir de rentas hasta el final de sus días. Podría retomar la carrera de abogacía, o anotarse en la Facultad de Bellas Artes, o viajar al Sur, o… Se rió silenciosamente de los planes que se atropellaban en su cabeza al influjo de una noticia que no tenía más certeza que la de tres hojas presuntamente legales. Buscó con la vista a su mamá. Estaba sentada a la barra esperando a que don Luis terminara de atender a un parroquiano. Se alegró de su acertada decisión de posponer la charla sobre sus finanzas hasta el día siguiente. Le había evitado un disgusto innecesario. Recogió sus pertenencias y se acercó para hacerle compañía. La abrazó cariñosamente y las dos se miraron con una sonrisa ilusionada.

-Mamá. Después que termines el desayuno, iremos a ver al abogado -le dijo.

Emilia miró hacia la calle donde una lluvia desodernada por el viento azotaba la calzada. Los truenos lejanos se habían acercado y los relámpagos insinuaban la continuidad del temporal.

-¡Nos empaparemos! -opinó.

-¡Ahora podemos darnos el lujo de ir en taxi, ma! Y no veo la hora de confirmar la veracidad de esta noticia. Y de tener las llaves de la casa... -pronunció Mariana con tono plañidero.

La madre miró a Luis que se había arrimado a tiempo de escuchar el ruego de la joven y le dijo con una sonrisa:

-¿Qué se puede hacer con una muchacha tan ansiosa?

-¡Seguirle la corriente, mamá! -exclamó la chica eufórica.

Luis, riendo, les propuso conseguir un taxi por teléfono apenas amainara el aguacero y, si conseguían la llave, trasladarlas en su auto a la tarde después de cerrar el negocio. Media hora después, madre e hija subían al vehículo de alquiler que marcaría el inicio de la etapa más oscura de sus vidas.

miércoles, 10 de marzo de 2010

LA HERENCIA - I

Introducción: a quienes han tenido la deferencia de leerme y la paciencia de esperar los siguientes capítulos de "Las cartas de Sara", les comunico que mientras intento reconstruir la historia lamentablemente perdida en el robo de mi notebook, escribí otra novela que subiré por capítulos sin olvidarme que les debo la continuación de la otra. Sepan perdonar este transitorio bloqueo y espero que disfruten de "La herencia". Un fuerte abrazo de
Carmen.


© 2010 - I

El despertador sonó a las siete. Mariana abrió los ojos lentamente, adaptándose a la realidad impuesta por la vigilia. Su optimismo natural se desvanecía junto a las expectativas de conseguir un nuevo empleo. Cuatro meses de búsqueda infructuosa mermaron la indemnización que acrecentaba el fondo de desempleo. ¿Se vería en la desagradable situación de ponerla al corriente a su madre? Se sentó al borde de la cama y se dijo que postergaría la charla hasta mañana. Tal vez hoy conseguiría el trabajo que se le negaba con porfía. Desde la muerte del padre la joven se había hecho cargo del gerenciamiento de la familia. Físicamente era una indudable mixtura de sus progenitores, pero el carácter fuerte y obstinado lo debía, palmariamente, al varón. La impensada desaparición retrasó el período de luto normal. Abandonó la mayor parte de sus actividades rebelándose contra el aciago destino. De esta voluntaria reclusión fue rescatada por la mamá, quien hizo alarde de una determinación infrecuente en la relación marital. Mariana acarició con la mirada el retrato que perpetuaba el vigoroso atractivo del padre. Ella le había tomado la foto en el último cumpleaños. Suspiró y se dirigió al baño para ducharse. Eligió un traje sobrio pero elegante porque siempre salía alistada para cualquier entrevista. Abrió la puerta sigilosamente y se dirigió al barcito de la vuelta. Allí desayunaba todas las mañanas mientras leía los avisos clasificados. Don Luis, el dueño, le reservaba el periódico puntualmente. El cielo estaba tan plomizo como su confianza pero se colgó una sonrisa animosa apenas ingresó al local.

-¡Buen día! -saludó en tanto se ubicaba en una mesa al lado de la ventana.

-¡Buen día! -contestó don Luis acercándole el diario- ¿Lo de siempre?

-Sí, gracias -respondió.

Luis observó a la joven cuya carita se iba ensombreciendo a medida que recorría con la vista el matutino. La conocía desde niña y sabía que hacía varios meses estaba sin ocupación. Admiraba el tesón con el que concurría de lunes a sábado a leer las escasas ofertas de trabajo. Secretamente, la consideraba como a una hija porque siempre había estado enamorado de la madre de Mariana. Pero los sentimientos no se contagian, pensó con un suspiro. Emilia se prendó tempranamente de un viajante con el que se casó tras un corto noviazgo. Debía reconocer que tuvieron un feliz matrimonio hasta que un accidente tronchó la vida del marido. A un año del suceso, Mariana perdió el trabajo. En las multinacionales los duelos deben ser breves y no afectar la capacidad de concentración del empleado. Debieron mudarse a un departamento más pequeño, a veinte cuadras del que habitaron en vida del padre. La dueña les había doblado el alquiler al momento de renovar el contrato. Todas contrariedades, le había confiado Emilia mientras bebían un café. Luis se había horrorizado de su insana alegría ante la desgracia de la mujer, que la acercaba nuevamente al barrio de la infancia. Se justificó pensando que en la vida los acontecimientos no eran fortuitos y que él sólo era culpable de seguirla amando. Por el momento, se conformaba con que ella aceptara su invitación a tomar un café cada tanto y lo considerara un amigo confiable. Decidió adelantar la propuesta de trabajo que había resuelto hacerle a Mariana aunque no necesitara una cajera en el negocio. Conociéndolas, era la única forma de colaboración económica que aceptarían madre e hija. Se acercó a la mesa con la bandeja que contenía un pocillo extra y se sentó frente a la muchacha que apartó el diario con presteza.

-¿Me va a hacer el honor de acompañarme? -le preguntó con una sonrisa cariñosa.

-Las madrugadoras gozan de ese privilegio -contestó devolviendo el gesto afable.- Además, no hay clientes que reclamen mis servicios. ¿Hay algún aviso aprovechable en este pasquín?

Mariana se encogió de hombros.

-No abundan. Saqué una dirección para enviar la currícula. ¿Quiere que le diga algo, don Luis? Estoy perdiendo la esperanza.

-¡Ah, no, mi’ja! Eso es lo último que se pierde. Precisamente...

El ruido de la puerta al abrirse lo interrumpió. Emilia y un hombre vestido de traje oscuro y maletín de ejecutivo ingresaron al local. La madre miró alrededor hasta divisar a Mariana. A Luis se le disparó el corazón mientras la mujer, seguida por el desconocido, caminaba hacia la mesa.

-¿Qué pasa, mamá? -dijo Mariana alarmada, levantándose de la silla.

-¡Hola, Luis! -saludó Emilia camino hacia su hija.- No te asustes que no pasa nada grave -aseguró para tranquilizarla.- Pero la noticia que trae el doctor debemos escucharla entre las dos.

-¿Estás enferma? -pronunció la hija, más alarmada todavía.

Emilia rió sonoramente ante las expresiones de Luis y Mariana.

-¡El doctor es abogado! -dijo riendo aún.- Y nos trae una buena noticia… Creo. - dirigió la mirada interrogante hacia el desconocido.

-Permítanme presentarme –intervino el individuo,- soy el doctor Alejandro Goyeneche, abogado y albacea de la señora Victoria Stéfano. –Extendió la mano que maquinalmente estrecharon Mariana y Luis.

Después de esta introducción, el barman les pidió que se acomodaran en la mesa en tanto les alcanzaba un café. El letrado prosiguió:

-Hace tres meses que estoy tras el paradero de Edmundo Stéfano, heredero legal de los bienes de su única hermana. Impuesto del fallecimiento, comencé la búsqueda de sus sucesores. -Mirando a Mariana:- En la empresa donde trabajó me facilitaron su antiguo domicilio, aunque la propietaria negó conocer su nueva residencia. Pero gracias a mi eficiente secretaria -el rostro se le ablandó reconociendo el mérito- que pensó que tendría el domicilio actualizado para cobrar el fondo de desempleo... ¡la ubicamos en el listado de Internet! -terminó triunfalmente.

Mariana hizo un esfuerzo por recordar los rasgos de una tía a quien había visto dos veces en vida de su padre. Sabía que los hermanos se habían distanciado, pero los motivos los guardó él hasta la tumba. Su voz no sonó muy entusiasta cuando descargó la pregunta:

-¿Y qué es lo que heredamos?

Goyeneche abrió el portafolio y extrajo una carpeta que dejó delante de Mariana.

-Aquí está el detalle de los bienes de la señora Victoria. Léanlo con tranquilidad y luego pónganse en contacto conmigo. Deberán comparecer ambas -terminó, entregándole una tarjeta y levantándose a continuación.- Que pasen ustedes buen día -les tendió la mano y salió hacia la tormenta ya declarada.