LAS CARTAS DE SARA - I
Sólo escuchaba el ruido
del agua que golpeaba con furia el viejo muelle de madera. Escrutó la oscuridad
intentando distinguir los contornos de la isla que los rayos perfilaban
espaciadamente. La luz se había cortado hacía media hora, seguramente alguna
usina fuera de servicio por la despreocupación de los gobernantes de turno. La
confitería de la guardería de lanchas tenía un generador propio porque clientes
importantes dejaban sus embarcaciones y no escatimaban gastos para proteger su
propiedad. El camarero le había anticipado a Nina que pronto la energía sería
totalmente utilizada en el brazo interior donde estaban amarradas las naves.
Esperaba que Dante llegara antes de quedar totalmente a oscuras. El viento y
los relámpagos arreciaron. Sostuvo la copa de trago largo antes de que una
racha la volteara y disfrutó de las ráfagas que iban disipando la sofocante
temperatura. Pensó que si lloviera antes de la llegada de su novio no correría
a refugiarse en el salón. Estaba lleno de gente que había abandonado las mesas
de la terraza en cuanto se anunció la tormenta. Estaría irrespirable. La
palabra la llenó de congoja porque la asoció con esa nefasta sensación que la
asaltaba cuando pensaba en Sara. ¿Cuánto hacía que dejó de escribirle? ¿Un mes?
Ella se preocupó a la tercera semana porque no era la primera vez que se
atrasaba. Esta inquietud no fue correspondida por su madre ni por Dante, que
intentaron calmarla cuando no pudo comunicarse con la clínica ni con la familia
donde se alojaba su amiga. ¿Y los mails? ¿Por qué no contestaba el correo si
los teléfonos no funcionaban? Pero qué tonta, se dijo. Si el teléfono no
funciona, mal podría recibir el correo electrónico. Estaba absolutamente
decidida a viajar a Gantes si en el fin de semana no lograba conectarse con
Sara. Con o sin la aprobación de su madre y su novio. Ya se imaginaba la
respuesta de Dante: ¡pero Nina! ¡Abandonar mi trabajo cuando hace un mes que
me ascendieron! ¡Y con tantos desempleados que están en fila para reemplazarme!
Una mano fuerte le acarició el cuello que el viento dejaba sin la protección de
su larga cabellera. Se volvió para recibir en plena boca el beso de Dante.
-¡Loquita! ¿Por qué no me
esperaste adentro? Dos minutos más y tengo que rescatarte del río –le dijo mientras
se sentaba en la silla de al lado.
Nina miró al fornido
hombre que le sonreía y alargaba el brazo para delinear con delicadeza el
contorno de su cara. ¡Ahora o nunca!, se dijo.
-Dante, si no tengo pronto
noticias de Sara, me voy a Gantes.
-¿Y cuándo es pronto? Si
se puede saber...
-El lunes –contestó con
beligerancia porque entrevió un tonito irónico en la acotación.
Él se tomó un tiempo para
responder. Aquí vienen los argumentos en contra, pensó Nina, dispuesta a
enemistarse con el joven de ser preciso.
-Vamos a hacer una cosa
–declaró Dante al fin.- Aunque recibas noticias, iremos a verla el lunes. Vos
te quedarás tranquila y yo podré planificar mi ausencia. ¿Hecho?
Ahora tardó ella en
responder, porque sólo tenía que decir que sí. Archivó todos los argumentos
defensivos y se inclinó para abrazarlo. Dante la apretó contra él mientras reía
tiernamente. Nina, acordonada por los brazos del hombre, se abandonó a la
sensación de sosiego que la propuesta le brindaba. La lluvia se desplomó sobre
ellos y los obligó a correr hacia la confitería. Entraron riendo y, por un
momento, se volvieron a contemplar el furioso espectáculo de la tormenta. Nosotros
somos un acorde más de este concierto universal. La idea la desconcertó. ¿A
quién se lo había escuchado? La escasa iluminación de la terraza se apagó y las
sombras devoraron las sillas y las mesas acomodadas a lo largo de la baranda.
Nina se volvió hacia Dante. Quería volver a su casa y releer las cartas de
Sara. ¡Seguro que hallaría indicios que no buscó en la primera lectura! Le
apretó el brazo y le dijo:
-¿Podremos llegar hasta el
auto?
Su novio hizo un gesto de
asentimiento. La guió hacia la parte trasera del local hasta desembocar en una
escalera. Un empleado se acercó portando una linterna.
-¿Quiere bajar a la
cochera, señor?
-Sí. Pero no es necesario
que nos acompañe. Conozco el camino.
-Iré adelante de ustedes.
Las luces de emergencia se están agotando y hay un tramo de escaleras a
oscuras. Además, necesitará que lo alumbre para encontrar su vehículo. Hagan el
favor de seguirme –les pidió.
Bajaron guiados por el
muchacho hasta localizar el coche. Dante le dio una propina y maniobró hacia la
salida. Hablaron muy poco hasta llegar a la casa de Nina. Su novio apagó el
encendido para despedirse. Se volvió hacia ella y la atrajo contra sí. El beso
la estremeció como siempre. Él le susurró:
-Si no tuviera que
programar toda una semana de trabajo, no te bajaría en tu casa, bonita. Pero ya
nos desquitaremos en Gantes, ¿de acuerdo?
Ella rió, feliz, y volvió
a besarlo. Después miró hacia la calle y comprobó que la lluvia había menguado.
-¡Me bajo antes de que se
largue de nuevo! Te quiero, ¿sabés? –y abrió la puerta y se lanzó a la calle
antes de que el hombre le respondiera y la planificación se fuera a pique.
Colgó el llavero a la
entrada del vestíbulo y se dirigió a la sala de estar. El televisor funcionando
indicaba que su madre estaba levantada. Sonrió al verla adormecida delante de
la pantalla. Se acercó con sigilo y le dio un beso en la cabeza.
-¡Nena! –Dijo con sobresalto-
¡Qué flor de madre tenés! ¡Mirá que dormirme con lo preocupada que estaba! Esta
no es una tormenta cualquiera...
-No, mamá, si afuera está
amarrada el arca de Noé... –la interrumpió Nina-Además estaba con Dante, ¿qué
podría pasarme?
-No sé. Árboles caídos,
cables cortados… ¡Yo qué sé!
-Sos dramática, madre
–dijo la muchacha sentándose a su lado. ¿Sería el momento apropiado para
anunciarle el viaje? Sí. Porque lo haría le gustara o no. Apoyó la cabeza
sobre el regazo de la mujer y, mientras ésta le acariciaba el pelo, le
informó:- El lunes me voy a Gantes.
La mano detuvo su lento
recorrido. Tras un instante de silencio, llegó el comentario de su madre:
-No podré convencerte de
lo contrario, ¿verdad? –y antes de que pudiera responderle:- Has tomado la
decisión y espero que no vayas sola. ¡Y pensar que Sara podría estar viviendo
con nosotras y no en ese remoto lugar!
¡Querida mamá Rosa!, pensó Nina. Siempre tan intuitiva. Sabe que
no me voy a echar atrás y no quiere empezar una pelea. Para tranquilizarla, confirmó:
-Me acompañará Dante. Ya
debe estar preparando el cronograma de trabajo. ¿No es un sol este novio mío?
–se levantó, le dio un beso y anunció:- me voy a dormir. Mañana empezaré a
armar la valija. Que descanses, mamá.
-Hasta mañana, querida -suspiró
Rosa.
Nina entró en su
dormitorio y cerró la puerta. Abrió el primer cajón del escritorio y sacó un
manojo de cartas. El sutil perfume que distinguía a Sara flotaba sobre el papel
como un aura. La vívida imagen de su amiga, mi hermana del alma, irrumpió
en su interior con la fuerza del afecto que las unía desde niñas. A Sara le
debía no haber incursionado más que en la fumata de un porro, haber podido
enfrentar la decisión de su padre que menospreciaba su inclinación por el arte
en función de una carrera “con futuro”, la incondicional compañía por los
difíciles momentos de la adolescencia. Juntas, compartieron sueños y
desengaños. Sara no pudo continuar una carrera universitaria por haber dedicado
todo el tiempo a cuidar de su madre postrada por la depresión. Cuando su
progenitora falleció, buscó un trabajo de empleada administrativa para el cual
estaba preparada. Vivía en un departamento compartido con dos estudiantes y,
durante el receso universitario, Nina compartía los fines de semana con ella. Hasta
que conoció a Dante, claro…
Salió de su abstracción y
sacó las misivas de los sobres. Las acomodó por fecha y comenzó a leer la
primera:
LAS CARTAS DE SARA - II
“Querida Nina: recién acabo de acomodarme en el
cuarto y te escribo para exorcizar las sensaciones de soledad y de temor que me
acosan. ¿No es un castigo estar tan lejos y pertenecer a una clase media
despojada que no puede darse el lujo de pagar unas horas de chat por Internet?
Pero nunca me voy a arrepentir de haber desenmascarado al grotesco
personaje que me dejó sin empleo y casi en la indigencia. Aún valiendo más su
palabra que la mía, cuando estoy conmigo misma no tengo nada que reprocharme; y
él, en soledad, no podrá sostener la fmentira que fraguó para despedirme sin
indemnización. Pero el peor daño que me infligió fue el de arrojarme a una
realidad sin muchas alternativas. Con más de treinta años -aunque no los
aparente- las oportunidades de trabajo en la ciudad son ínfimas. Y he aquí que,
pese a tu generoso ofrecimiento, me tenés en este perdido pueblecito rural para
comenzar una nueva etapa. Mañana tengo que presentarme en la clínica para
hacerme cargo de la administración. ¡Suerte que en algunos lugares todavía
necesitan encargados con experiencia! Aunque sea en Gantes y a cuatrocientos
kilómetros de la ciudad. Por cierto, ¿no fue bastante providencial que cayera
en mis manos un aviso publicado hace tantos meses atrás? Y que yo me decidiera
llamar y que aún estuviese el puesto vacante.
Dada mi situación financiera, no puedo
alquilar una vivienda propia, de modo que, cuando bajé en la estación, pregunté
y me enviaron a la casa de los Biani, donde “seguramente me darían
alojamiento”. Tienen una casa austera pero amplia que, sin dudas, vivió épocas
de esplendor. Diría que es una familia venida a menos y mi llegada, junto con
la renta, fue bien acogida. Es posible que hayan recibido algún aviso, porque
Mercedes, la dueña de casa, me condujo prontamente hacia una habitación
trasera, que tenía la cama tendida con sábanas limpias, una mesita y un sillón,
sobre y desde donde te escribo. Es curioso, Nina; a medida que me comunico con
vos afloja la angustia. No quiero que te perturbes con esta carta. Vos me
conocés bien y sabés que voy a sacudir mis plumas y reponerme antes de lo que
cante un gallo (valga la redundancia plumífera). Como el ómnibus se atrasó
llegué tarde y decliné el ofrecimiento de cenar. Había comido algo y realmente
no tenía hambre. Así que me acomodé en el cuarto y, por cábala, solamente saqué
de la valija la ropa que me pondré mañana. ¿Cuándo me sentí tan insegura por
última vez? Ni siquiera cuando apreté el botón de manos libres para que todos
escucharan las indecentes propuestas del mamarracho. Pero mañana... siento como
si apostara mi vida a un solo número. ¿Y si no sale? En la próxima te cuento.
PD. Como corresponde a un estado depresivo, sólo hablé de mí. Mandame un mail
para saber que estás bien, lo mismo que ese forzudo novio que tenés. Y decile
que no vale la pena que se despelleje los nudillos en semejante basura. Te quiero
y extraño. ¡Que duermas bieen...! Sara.”
Nina sonrió. ¡Esa era su verdadera amiga! Optimista a
pesar de los escollos que le presentaba la vida. Buscó una carpeta y acomodó la
carta boca abajo. Así quedarían nuevamente ordenadas por fecha cuando las terminara
de leer y listas para cualquier consulta posterior. Tomó la siguiente:
“¡Hola, Nina! :
Aunque no lo creas, aquí no llega
Internet. Después de buscar infructuosamente un ciber, entré a la oficina de
correos (lugar que me pareció el más indicado para averiguar por modernos
medios de comunicación) y terminé comprando sobres, papel y estampillas.
Descubrí también que dentro de la misma dependencia está instalada la central
telefónica y, como en los viejos tiempos, la atiende una telefonista que se
entretiene escuchando las conversaciones de todo el pueblo. Por eso, te mando
el número de teléfono de los Biani (06617) y de la clínica (06622) - ofrecido
amablemente por el doctor Moreno- por si querés transmitirme alguna urgencia o
hablar de trivialidades, pero los detalles más importantes los reservo para la
correspondencia. Sucintamente te cuento que ayer conocí al resto de la familia
Biani, me presenté en la clínica, me enteré de que mi sueldo inicial sería de
¡novecientos pesos! sujeto a futuros reajustes (¿no es fantástico después de
soportar tantos agravios por quinientos pesos?...), me relacioné con algunos
compañeros de trabajo y me hice cargo del puesto que me aguardaba.
Estoy escribiendo sobre un incómodo
estante voladizo y ya termino, pero te prometo que esta noche voy a ser mucho
más locuaz. ¡Tengo mil cosas que contarte! Por ejemplo, que al salir hoy de la
clínica estaba esperándome Francisco, el hijo mayor de mis anfitriones, con la
bicicleta que me había prometido para facilitar mi traslado al pueblo. Él en su
bici y yo en la mía, pedaleamos por una senda ciclista al costado de la ruta
hasta dar con una calle que termina en el centro mismo del municipio. El
ejercicio me sentó de maravillas y, ni bien despache la carta, voy a dar unas
vueltas de reconocimiento hasta encontrarme de nuevo con Francisco para volver
a la casa. Llamame si podés. Una voz querida me falta aunque los sucesos se
estén dando favorablemente. Un beso de Sara.”
Hasta aquí todo normal, se dijo Nina. Una sucesión de
hechos cotidianos donde lo extraño era estar en un lugar remoto donde los
adelantos de la civilización no llegaban. Pero ella sabía que no era el único.
De vez en cuando leía en el diario que alguna comarca rural se había
beneficiado con el cableado que la uniría a la red. Estaba a punto de leer la
tercera cuando sintió unos discretos golpes en la puerta de su habitación.
-Pasá, mami –dijo en voz alta.
-¿No ibas a acostarte? –hizo la pregunta mientras
entraba.
-Sí. Pero me puse a releer las cartas de Sara. En
alguna tiene que haber una pista que me aclare el porqué de su silencio –miró a
su madre con aire contrito:- Yo sé que ni Dante ni vos comparten mis
aprensiones, pero ¡te digo, mami! Si Sara no volvió a escribir, es porque pasa
algo. Este silencio es un pedido de ayuda y no lo voy a desoír.
-Espero que estés equivocada, querida. ¿Por qué no
pensar que está en pleno romance con ese médico y el tiempo le pasa sin darse
cuenta?
-Si es así, tiene mi bendición y yo comprobaré
personalmente su felicidad –sacudió la cabeza negativamente.- ¡Yo la conozco a
Sara! En ese caso, más razones para compartir la situación con su amiga. No,
mami, tengo el presentimiento de que me oculta algo, y si lo hace, es por no
involucrarme en ese algo. Sólo estaré tranquila cuando la vea.
-Me das miedo con estos supuestos, Nina. ¿Y qué hay
si cometió un error y se relacionó con gente inadecuada? ¿Qué sabés con quiénes
te vas a encontrar en ese lugar olvidado de la mano de Dios? ¿Y si te pasa
algo? ¿Cómo voy a enterarme? –las palabras se atropellaban en la boca de Rosa.
-¿Ves, mamá, por qué no puedo compartir ninguna
inquietud con vos? Lo dramatizás todo. Soy una persona adulta y perspicaz. Me
manejaré con prudencia y además voy con Dante y llevo mi celular.
-Que vaya a saber si ahí funciona. Hace una semana
que no te podés comunicar con Sara.
-Ella no tiene celu, depende de la central
telefónica. Y si hubo alguna tormenta es posible que la haya inutilizado. –Se
levantó de la silla giratoria y abrazó a su madre:- ¡Quedate tranquila, mamá
Rosa! Volveré sana y salva. Con Sara, si no se quiere quedar, o sin ella si me
aseguro de que no corre ningún riesgo.
Rosa se separó suavemente de su hija y se sentó en la
butaca contigua al escritorio. Le hizo un gesto a Nina y dijo:
-¡Adelante! Leé las cartas en voz alta que a lo mejor
esta tonta madre tuya te pueda ayudar.
La joven lanzó una
carcajada. Sin acotar nada, pasó a la tercera misiva.