jueves, 28 de febrero de 2008

POR SIEMPRE - VI

Celina abrió los ojos tomando conciencia del estado relajado de sus músculos. "He descansado bien", pensó satisfecha. Se inquietó cuando no reconoció el lugar. Su mirada abandonó el techo desconocido hasta centrarse en la figura que estaba adormecida en un sillón enfrente de su cama. Era una mujer madura abandonada al descanso. Poco a poco fue recordando la tensa situación previa a su desmayo. Miró su vestimenta y cayó en la cuenta de que era una bata de hospital. Se incorporó despacio midiendo el esfuerzo. Su cuerpo laso iba respondiendo lentamente. Se sentó en la cama y la urgencia por ir al baño la asaltó. Se paró descalza apoyada en el lecho hasta que se aseguró que podía caminar sin desfallecer. Se dirigió despacio al cuarto de baño y después de satisfacer su necesidad giró hacia el lavatorio. El espejo le devolvió un rostro ojeroso rodeado de alborotadas mechas rojizas. La constelación de pecas que salpicaban el puente de su nariz y los pómulos parecían resaltar en la palidez de la piel. Abrió la canilla y se lavó las manos. Con agua fría refrescó su rostro y sintió que su mente se despejaba. “Necesito un buen baño”, se dijo. ¿Adónde habrían puesto su ropa? “Todavía debe estar mojada”, pensó. Unos golpes sobre la puerta la sacaron de su meditación. Abrió y se encontró ante el rostro alarmado de la desconocida, que mudó a jubiloso cuando la vio en pie.

-¡Por fin se despertó mi bella durmiente! -dijo eufórica y la estrechó contra su corpulenta figura.

Celina estaba confusa porque aún no entendía el entusiasmo de la mujer. Cuando pudo respirar, esbozó una sonrisa de agradecimiento y dijo:

-Gracias por el abrazo, pero me gustaría saber quien sos -las clases de gimnasia a personas de la tercera edad la habían acostumbrado a tutear a todos- y adonde estoy.

-Soy María -contestó.- La mujer del chofer que está vivo gracias a vos. Andrecito no se durmió hasta que nos contó todo lo que pasó después del accidente. ¡Todos los niños están bien y te vas a asombrar cuando veas cuánta gente te tiene que agradecer! -proclamó, y volvió a tenderle los brazos.

Celina se abandonó al apretón riendo. Cuando se separaron, le dijo:

-Me quiero dar un baño, María. Pero ¿qué me voy a poner? -el gesto de las manos con las palmas hacia arriba era elocuente.

María le hizo un ademán despreocupado. Le preguntó solícita:

-¿Estás segura de que te vas a arreglar sola? No te vaya a dar un mareo…

-¡No, no! -la tranquilizó- Estoy bien.

-Bueno, -dijo no muy convencida- en el baño hay toallas y toallones. Yo voy a llamar al doctor y vuelvo con la ropa.

Celina insistió:

-Estoy bien. No es necesario molestar a nadie.

María salió sin que la muchacha descifrara si la había escuchado o no. La ducha la llamaba. Cerró la puerta del baño y miró a su alrededor con detenimiento. Eligió un toallón y una toalla chica, para secarse el pelo. Abrió el agua caliente y cuando estuvo a su gusto, deslizó la bata hacia el suelo y se metió bajo el chorro. El recuerdo del frío y agotamiento pasados aumentó la sensación de placer que le provocaba el baño. Se demoró lavando con esmero su cabello y gozando los hilos cálidos que recorrían su espalda. Cerró la ducha y después de secarse se envolvió en el toallón. Escurrió el pelo con la toalla de mano y la enrolló en su cabeza. Ya en la habitación la desprendió para terminar de secarse el pelo. Estaba frotando enérgicamente su cabeza cuando escuchó que golpeaban la puerta. “¡María con la ropa!” -pensó complacida.

-¡Adelante! -dijo en voz alta.

Con los brazos todavía en alto, detuvo el movimiento. El toallón, que se había aflojado por las vivaces sacudidas, cayó a sus pies al mismo tiempo que advertía que no era María quien había tocado a la puerta. La turbación coloreó sus mejillas mientras, paralizada, exhibía su desnudez ante un hombre desconocido. En ese momento infinito observó que la sonrisa que ostentaba cuando ella levantó la cabeza, se había transformado en una sorprendida seriedad. Los ojos del hombre se habían oscurecido como si se resguardaran de un fuerte resplandor. Ante la parálisis de la mujer, recuperó el raciocinio y se volvió, saliendo al pasillo y cerrando la puerta tras él.

Celina sintió que las fuerzas la abandonaban. En cámara lenta flexionó las rodillas para agacharse y alcanzar la toalla que la había cubierto. Se tapó antes de levantarse y, con agitación, se sentó en la cama para reflexionar sobre el incidente. Estaba azorada por su falta de reacción. Ella, para quien el cuerpo humano era una síntesis de músculos que cumplían funciones específicas, no podía avergonzarse por haber mostrado de manera accidental la disposición de los suyos. En una ocasión, participando de un certamen de natación, había entrado por error en el vestuario de los varones. Muchos estaban desnudos después de haberse dado una ducha. Abrió la puerta, pensando que era el baño, y se armó un alboroto entre los desprevenidos hombres. Sin perder la compostura, les hizo un ademán de saludo, y salió riéndose. Fue un episodio tomado con tanta naturalidad que no le produjo ninguna molestia al volver a verlos durante la competencia. ¿Y ahora? ¿Por qué se había sentido tan expuesta? Sus pensamientos se agitaban por salir. Tiene que haber sido el médico. Pero no se hubiera ido. Hubiera salvado la situación como cualquier médico. Un chiste, una indicación, se hubiera presentado. No tenía bata blanca. Pero ahora muchos médicos visten de jean. Se fue porque no quiso avergonzarme. Pero los doctores no se asombran de un cuerpo sin ropas. Y ese hombre me miró como si fuera la primera vez que viera a una mujer desnuda. Qué mal comienzo. Es una lástima porque me gustó. ¡Qué tarada que soy, lo que estoy pensando! Si estuviera Sofía nos reiríamos juntas.¿Qué estará haciendo? ¿Se habrá apenado por dejarme sola? No puedo guardarle rencor. Todo terminó bien. No la veo quebrándose las uñas por aferrarse a un árbol. Hubiera tenido doble trabajo teniendo que sostenerla. ¿Volveré a verlo? Seguro que era un marido visitando a su mujer de parto. Aunque no se escucha el llanto de ningún bebé. ¿Desde cuándo estoy tan desesperada por conseguir un tipo que digo que me gusta aunque lo vi un segundo? Pero que segundo largo. Se me hizo una eternidad. ¿Y esa debilidad que me atacó? Ni siquiera con Jorge cuando nos acostamos la primera vez...

Dos golpes en la puerta la arrancaron de su abstracción. Esta vez preguntó:

-¿Quién es?

-María y el doctor -dijo la conocida voz.

Se acomodó el toallón para que le cubriera las piernas y contestó:

-¡Adelante! -mirando con aprensión la puerta que se abría.

María entró secundada por un joven de bata blanca, anteojos, estetoscopio colgado al cuello y pelo de carpincho. ¡Éste era el médico! Se acercó muy sonriente a Celina y le dio un beso en la mejilla.

-Ojalá todos mis pacientes me dieran la alegría de recuperarse tan rápido –le dijo con satisfacción mientras se sentaba en el borde del lecho.

Celina le sonrió al simpático doctor. Él continuó:

-Como padre favorecido, estaré siempre en deuda con vos –se puso solemne durante esta breve declaración. Después de una pausa, se incorporó.

-Acabo de echar a una horda de padres, parientes y amigos, entre ellos mi esposa, que pensaban abrumarte con su agradecimiento –la miró buscando su aprobación. Celina lanzó un ostensible suspiro de alivio.

-No vas a poder eludirlos –le advirtió,- pero con el abuelo de Andrés pensamos que una compañía conocida te haría muy bien hoy.

La joven fijó sus ojos abiertos en el rostro del médico. Éste sonrió y caminó hacia la puerta. María, desde que había entrado, sostenía la ropa entre sus brazos. Era evidente que no quería perderse ningún detalle. El profesional abrió la puerta y Celina pudo ver el rostro expectante de Sofía. La sonrisa se le disparó con espontaneidad. Abrió los brazos para recibir a su amiga que corrió para rodearla con la fuerza de su afecto. Sofía no soltaba el abrazo como para no mostrar su cara compungida. Se desligaron y dijeron al unísono:

-¿Cómo estás? -y una carcajada las acometió como si hubieran escuchado el mejor chiste.

La mujer del conductor miraba arrobada a las dos lindas muchachas muertas de risa. El médico desde la puerta sonreía abiertamente. Gesticuló hacia María para indicarle que abandonara la escena. Ella hizo un gesto sorprendido de entendimiento y salió con las prendas todavía en sus brazos. El doctor las señaló y volvió apresurada para depositarlas sobre el sofá. Se fueron, dejando que detrás de la puerta cerrada se apretara un lazo que ninguna coyuntura habría de aflojar.

domingo, 17 de febrero de 2008

POR SIEMPRE - V

Después de despedir a Valdivia y Sofía, Julián se apostó en la recepción para ultimar los trámites con los desalojados. No podía admitir la indiferencia de esa gente ante la fatalidad de otros semejantes. Había ordenado a los responsables de la excursión que abandonaran el hotel, más por preservarlos de la furia de René Valdivia, que por castigarlos. ¡No quisieran enfrentarlo si a su nieto le hubiera pasado algo! Tampoco le había hablado a su hermana. Sólo la hubiera contagiado de su inquietud. Su esperanza se sustentaba en el conocimiento del carácter de René. Ninguna tormenta le impediría acudir en auxilio de los niños. También estaba esa única pasajera que, con su actitud, se diferenció del resto de los turistas. Y su amiga, que estaba tan contrita por no haberse quedado. Él le creía, y no sólo por lo bonita que era. Estaba dispuesta a aceptar cualquier propuesta a fin de reparar su error. En el hotel, todos velaron aguardando noticias del rescate. Cuando se dirigió a la radio que lo conectaba con la estancia de Valdivia, Jeremías -el capataz- lo atendió y le dijo que su patrón había alistado tres lanchas hacía más de una hora. Como se mantenían en contacto por radio le pidió que dejara la frecuencia libre y le prometió que le avisaría ni bien tuviera nuevas de la batida. Julián se había despedido decepcionado. La inmóvil espera estiró los minutos en horas. Había deseado con fervor formar parte de la búsqueda. La carita de Pancho, su sobrino, se le aparecía sonriente como la noche anterior cuando lo había llevado a la dulcería para que pidiera los helados de fruta que tanto le gustaban. Ahora estaría en brazos de su padre. Su mente derivó hacia la persona del estanciero, ese digno heredero de los fundadores del pueblo. A medida que la estancia crecía, aumentaba el bienestar de los trabajadores. Se preocupaba por la educación y la salud. La hermana de Julián era una de las tantas becadas que una vez terminada la carrera, había decidido devolver su aprendizaje en la escuela del lugar. Tanto volvían hombres como mujeres. No iban a buscar un lugar mejor, sino a conocer otros lugares. Y, en general, el ambiente natal aventajaba la experiencia ciudadana. Así, Alejandra formó pareja a poco de regresar al poblado. Su cuñado Esteban era médico y engrosaba el plantel del hospital comunitario. A estas horas estaría cuidando a su hijo y a los accidentados. Salir en medio de la tormenta y la inundación era una empresa arriesgada, pero eso iba con la personalidad de René. Sobre todo, cuando estaba en peligro la vida. Hacía dos años que, en la crecida anterior, Valdivia salió con el personal de la estancia a recorrer los terrenos bajos en auxilio de los inundados. Desde la lancha vio flotar a un perro que intentaba desesperadamente llegar a la orilla. Jeremías le contó que René no vaciló. Se arrojó de la embarcación y nadó con furia hacia el animal. Lo sujetó como a un cachorro y se sostuvo contra la corriente hasta que pudieron izarlos hasta el navío. A partir de ese día el can era su más fiel custodio como si reconociera que le debía la vida. Lo apodó Ronco debido a su peculiar ladrido. En la finca había perros de pura raza y otros no clasificados, pero Ronco se destacaba por su adhesión a René. Dormía delante de la casa principal y lo esperaba todas las mañanas para acompañarlo adonde fuera. Valdivia estaba asombrado de la sagacidad del animal. Parecía comprender el sentido de todos sus mandatos. Se había convertido en su sombra, pero obedecía sin vacilación cuando le ordenaba quedarse. Si él estaba presente, nadie se acercaba a su amo sin pasar por el estricto control de su olfato. Le había ahuyentado varias mujeres como si adivinara que no serían una relación adecuada. René, hasta el momento, aceptaba con humor la descalificación. Julián había sido testigo de la última censura. Fue con motivo de concurrir a la ciudad para presenciar el estreno de una obra de teatro a cargo de jóvenes de la localidad. Después de la función, fueron todos a cenar. En el exclusivo restaurante coincidieron con el intendente quien los invitó a compartir la mesa. Julián se sentó enfrente de René, que tenía a su derecha a la llamativa sobrina del funcionario. Después que su hermana le comentó la charla que había escuchado en el baño, no pudo menos que convenir con Ronco. La mencionada dama se dedicó toda la noche a desplegar su maniobra de seducción con su vecino de mesa. Luego de copiosas libaciones Valdivia, que no era insensible, estaba absolutamente decidido a responder al cortejo de la mujer. Los invitó a tomar una copa a la hacienda, invitación que el intendente declinó explicando que por la mañana tenía una reunión. Dejó librado a la decisión de su sobrina aceptar el convite. La joven accedió con franqueza dedicándole a René una sugerente mirada. Valdivia extendió el ofrecimiento a Julián quien, para su sorpresa y sin duda debido a la ingesta de alcohol, aceptó en forma automática. Cuando arribaron a la casa, se toparon con la presencia del eterno guardián. Olisqueó a Julián y movió la cola en señal de reconocimiento. Ya la muchacha parecía inquieta por su imponente presencia. Dicen que los perros presienten a quien les teme, y que esa percepción los hace desconfiar. Se le acercó, y ella retrocedió. Un sordo gruñido resonó en el silencio de la noche. René se adelantó para regañarlo, pero Ronco lo eludió y se prendió de la irregular falda de la mujer. La víctima gritaba despavorida mientras Valdivia asía con fiereza al perro del cogote. Ronco se alejó gimiendo y taimadamente giró, amagando otro ataque que provocó en la mujer otro arrebato de histeria. Esta vez René le lanzó una patada que el porfiado esquivó, desapareciendo entre las sombras. El daño estaba hecho. La sobrina del intendente aullaba que quería volver a la ciudad y no aceptó ninguna justificación. Valdivia le hizo una seña a Julián para que lo acompañara. La joven se acomodó en el asiento trasero como si René se hubiera convertido en un indeseable. Éste se encogió de hombros y condujo en silencio hasta el centro. Cuando dejó a la mujer frente a la casa de su tío, ella se bajó sin despedirse y los ignoró mientras esperaba que le abrieran la puerta. En el momento que entró, Valdivia arrancó con la mesura de quien sabe que se ha excedido en los tragos. El viaje de regreso lo hicieron en silencio, salvo por algunos ataques de risa que acometían a René sin duda pasmado por la conducta de su perro. Lo dejó en la puerta de su casa y cuando Julián se volvió para despedirse, le dijo con esa sonrisa que ponía los pelos de punta a sus contendientes: "¿Sabés, Julián? Esta noche voy a matar a un perro". Antes de que Julián reaccionara, el auto se puso en movimiento. Hasta la próxima ocasión en que lo volvió a ver en la estancia, detrás de su dueño, no estuvo seguro del destino del animal. Esa noche no dejó de pensar en el incidente con los hermanos Alderete. La hacienda de Valdivia estaba transpuesta por el arroyo Ailin, afluente del Aucan. Este cauce complementaba el servicio provisto por la central hidroeléctrica de la ciudad en lo tocante a generar energía accesoria a través de una pintoresca rueda. Abastecía a la estancia, a los bebederos de los animales y a los canales de riego. Además, en varios tramos donde no era muy profundo, se convertía en balneario estival para los residentes. Desde que la familia Valdivia se asentó en la propiedad, había suscrito con las autoridades -del pueblo, primero; de la ciudad, después- un convenio donde se le otorgaba el usufructo del arroyo Ailin a cambio de contratar mano de obra entre los residentes del pueblo. Con el tiempo, los temporarios se afincaron en forma permanente en el barrio anexo a la hacienda. Al aumentar los habitantes fijos, el contrato se otorgó a perpetuidad. Los hermanos Alderete habían llegado hacía cinco años a ocupar las tierras de Bergara que René quería comprar. El propietario, por algunas disputas que había tenido con el abuelo de Valdivia, se negó a vendérselas. En ese terreno aparecía el Ailin a flor de tierra aspirando a ver la luz después de un largo viaje subterráneo. Concebido por el deshielo de los altos picos que resguardaban la estancia hacia el sur, la cascada de agua pura se precipitaba hacia las entrañas de la tierra para volver a emerger en el suelo controvertido. Los nuevos dueños instalaron una curtiembre provista por cazadores furtivos. Ese había sido el primer punto de conflicto, pues René no aceptaba la caza indiscriminada. Lo segundo, fue la contaminación del arroyo por derramar las sustancias químicas con que trataban las pieles. Cuando algunas personas y animales enfermaron, Valdivia agotó la investigación hasta averiguar en dos días el origen de la dolencia. El técnico ambiental le había alcanzado las conclusiones de los análisis atmosféricos e hídricos mientras estaba haciendo un control de la hacienda acompañado por Julián. Sin titubear, dirigió a su caballo hacia la propiedad de los vecinos. Julián lo siguió mecánicamente y se pegó a su montura cuando varios hombres intentaron detenerlos. René fue más rápido y desmontó de un salto a la entrada de la casa. El ruido alertó a los titulares que abrieron la puerta antes que Valdivia la tocara. En forma categórica los conminó a que cesaran de usar el arroyo como vertedero, porque ponían en peligro la vida de las personas y los animales. Los hermanos se miraron entre sí como si no pudieran creer que este hombre, sólo acompañado por un muchacho, estuviera planteándoles esa exigencia. Intercambiaron miradas con los sujetos que rodeaban a los intrusos. El más robusto de los Alderete se acercó a René casi tocándolo. La altiva mirada del desafiante lo hizo retroceder unos pasos. La contestación no tuvo la virulencia que anunciaba su acción preliminar. “Está usted en casa ajena, y aquí no permitimos apremios”. “Tengo derechos sobre este arroyo y no permitiré que ustedes lo malogren”, replicó René con tono amenazador. “Les doy veinticuatro horas para que anulen los desagües hacia el arroyo. En caso contrario, yo mismo lo haré”. Dio media vuelta y se subió a la montura. Quedaron los hombres tan consternados que no se escuchó ninguna refutación. Julián lo precedió en su frenética cabalgata hacia la estancia. Presenció como convocaba al capataz y a sus hombres y les planteaba el conflicto. Les dijo que estaban en estado de emergencia y no confiaba en las autoridades para resolver en forma expeditiva la crisis. Pidió voluntarios para acompañarlo al día siguiente a fin de verificar el desarme de las instalaciones o proceder a su desmantelamiento. Hasta Julián respondió a la elocuente arenga. Seleccionó a diez hombres entre los que se contaban él y Jeremías. Al mediodía siguiente, once hombres armados partieron en dos camionetas hacia la curtiembre. Seis individuos equipados con rifles custodiaban la tranquera que daba acceso al casco de la finca. René no dudó. Lanzó la rural sobre el portal y lo derribó. El otro coche lo siguió sin vacilar ante el desconcierto de los guardianes. Julián temió que abrieran fuego, pero era evidente que sólo tenían órdenes de impedir el acceso al campo. Estacionaron los vehículos ante la vivienda adonde los hermanos los esperaban con cuatro custodios más. Valdivia bajó seguido de Jeremías. Los demás voluntarios aguardaron adentro de las camionetas atentos al mandato de su jefe. Julián tenía grabado el momento en que René constató que los drenajes estaban intactos y giró hacia el hermano corpulento exhibiéndole esa sonrisa ajena a sus ojos. Sin pronunciar una palabra hizo un gesto a Jeremías quien lo trasladó al conductor del otro vehículo. Los ayudantes se apearon al instante sosteniendo sus armas de manera inequívoca. Los Alderete y sus secuaces parecían amedrentados por la actitud resuelta del pequeño ejército. Algunos hombres del estanciero montaron guardia frente a los curtidores mientras otros seguían a Valdivia y al capataz. Ante los irresolutos propietarios retiraron maquinarias de un galpón ubicado a un costado de la finca, y avanzaron sobre los cuestionados desagües. Esta acción los hizo reaccionar, pero de inmediato los resueltos pobladores los apuntaron con sus armas. Fue evidente que los Alderete evaluaron la determinación de esos hombres, porque frenaron a sus acólitos y observaron la destrucción de las instalaciones. Terminada la faena, René les advirtió que los acusaría por la epidemia y la contaminación de las aguas. Que fueran pensando en otra actividad porque no les daría respiro. Sin esperar contestación, subió a la camioneta mientras sus hombres se ubicaban en los vehículos. No descuidaron la vigilancia hasta que abandonaron los alrededores del predio adversario. Recién allí se escucharon exclamaciones de triunfo por el operativo exitoso. Valdivia bromeaba con Julián y Jeremías y se congratulaba porque la empresa hubiera resultado sin heridos ni duras confrontaciones. Discurrieron que, hasta que intentaran reconstruir los desagües, tendrían tiempo de obtener un recurso de amparo para salvaguardar la salud de hombres y hacienda. René cumplió su palabra. Los requerimientos judiciales impidieron que los manufactureros reanudaran la explotación. La reyerta concluyó cuando los malogrados pellejeros pusieron en venta las tierras. Fue tan generosa la oferta del rival, que hasta los hermanos Alderete firmaron satisfechos la transferencia de sus tierras al que llamaban “el loco del arroyo”.

martes, 5 de febrero de 2008

POR SIEMPRE - IV

El timbre del teléfono la sobresaltó. Atendió mientras su corazón bombeaba a toda prisa. Del otro lado, la voz de Julián le comunicó escuetamente que los accidentados y su amiga habían sido rescatados con éxito y derivados a la clínica del poblado. Ella le respondió que bajaría al instante. Tomó el abrigo que había dejado sobre la otra cama, se lo puso sobre los hombros y se dirigió a los ascensores. La impaciencia la hizo buscar la escalera. A medida que se acercaba al gran hall, escuchaba el murmullo de voces. Desembocó en la estancia y vio a los integrantes del contingente discutiendo vehementemente con un individuo de aspecto autoritario. Él impuso silencio con un gesto y dijo:

-Les repito que en este hotel no son bienvenidos. Deben bajar sus pertenencias para ser trasladados a otro alojamiento.

Un hombre obeso, al que Sofía reconoció como al abogado que ocupaba el primer asiento, se le puso adelante y le gritó:

-¡Yo de aquí no me muevo! Tendrá que llamar a la policía para desalojarme.

El dueño del hotel, sin alterarse, clavó la mirada en el provocador y replicó:

-Nada me gustaría más que dar a publicidad la cobarde actitud de ustedes. No sólo llamaré a la policía sino a toda la prensa que pueda convocar -y, como al pasar, agregó-. La nieta del comisario estaba en el ómnibus volcado y calculo que le darán la mejor oportunidad para arruinarles las vacaciones.

-¡No se atreverá!...

-Póngame a prueba -desafió flemáticamente.- Yo no los quiero hospedar, pero les ofrezco un alojamiento similar para que no pierdan la excursión.

Una llorosa mujer intervino.

-¡Señor, nuestra falta de reacción se debió al desconocimiento y al miedo! ¿Puede usted asegurar qué haría en esa contingencia?

El hombre le contestó con calma:

-Sí, señora. He afrontado varias contingencias. Pero mi conducta no es el mejor ejemplo. El modelo de ustedes debiera ser la joven que se bajó del ómnibus.

Se volvió hacia los reunidos y les dijo:

-Si no quieren aceptar mis términos, demándenme. Una sola queja los hará responsables a todos.

Dicho esto se dirigió, seguido por Julián, hacia una mesa ubicada en el ángulo de dos ventanales. Muchas mujeres lagrimeaban, no se sabía si por vergüenza o por bronca. Los expulsados se quedaron deliberando en voz baja y varios coincidieron en que irse era lo más conveniente. Por grupos se fueron alejando hacia los ascensores. Era evidente que la idea de ser expuestos al juicio popular los inquietaba. Todos volverían con sus valijas y firmarían la autorización para el cambio de hotel.

Desde su ubicación, Sofía buscó la mirada de Julián, insegura de su destino. Él se acercó y le dijo que la medida no la incluía por decisión del Sr. Valdivia. La condujo hacia la mesa y la presentó como la compañera de la providencial rescatista. La mirada escrutadora del hombre la hizo sonrojar. Él le tendió la mano, le dio un apretón firme y la invitó a sentarse. Cuando estuvieron frente a frente, le dijo: “Julián me puso al tanto de su preocupación”. Ante el gesto de Sofía, que movió la cabeza como apesadumbrada, continuó:

-No se aflija. A todos nos pasa en algún momento dejarnos vencer por el miedo. Pero lo más importante es que reconoció su actitud y trató de repararla.

El tono conciliador le hizo peor. No pudo responder. El hombre siguió:

-Mi nombre es René, y estaré obligado toda la vida con su amiga -el reconocimiento era tangible-. Gracias a ella pudimos rescatar a todos los niños sanos y salvos. Y al chofer, que no hubiera podido moverse por sus propios medios. Me gustaría saber más sobre Celina. Ese es su nombre, ¿verdad?

Sofía respiró con alivio, recuperando parte de su perdida tranquilidad.

-Sí -dijo -y nos conocemos desde la escuela secundaria. Nada la pinta mejor que ese gesto espontáneo. En su mente no cabe el egoísmo -aseveró-. Cuando piensa que algo es así, no calcula las consecuencias. Era mi esperanza que pudiera resistir gracias a su entrenamiento -agregó como para sí misma.

René la miró interrogante.

-Celina es profesora de educación física y guardavidas - aclaró Sofía - y ejerce la actividad desde antes de recibirse -su voz se tornó confidencial-. Participó de muchos ejercicios de sobrevivencia y siempre con el mejor puntaje. Ha dado muestras de sentido común ante las situaciones de riesgo -dijo con llaneza, para concluir:- Pero eso, lamentablemente, no justifica mi actitud. El miedo me descerebró y no sé cómo me enfrentaré a ella cuando nos veamos.

René esbozó una leve sonrisa:

-Seguramente su amiga la comprenderá.

-Eso es lo peor. Porque en la relación que llevamos, me doy cuenta que ella siempre es la comprensiva -la culpa la ganaba-. Comprende mi haraganería, mi falta de entrenamiento, mi fútil óptica de la vida. Yo debiera padecer el mismo destino que mis compañeros de viaje- terminó, lista para el martirio.

-De eso ni hablar –y como hecho consumado agregó:- Se instalará en una habitación de la clínica para que ella encuentre un rostro familiar cuando despierte.

-¿Está inconsciente?- preguntó Sofía, alarmada.

-No. Está sedada como todos los integrantes del ómnibus, para que puedan recuperarse más rápido.

Le preguntó si quería merendar antes de partir, pero Sofía le dijo que esperaría a cenar. Julián en persona bajó los equipajes y los cargó en el auto de Valdivia. Mantuvo la puerta abierta para que se acomodara, y la despidió con una sonrisa alentadora. Sofía iba recuperando la confianza en sí misma. Recostada sobre el respaldo del asiento, miró sin disimulo el perfil del conductor. Aunque no era de noche el cielo permanecía tormentoso, tornando a la ruta en un túnel oscuro apenas iluminado por las luces laterales. Pensó que en el término de pocas horas había conocido a dos excelentes ejemplares del sexo masculino. Porque este René, de pelo corto y piel curtida, tenía un intenso atractivo que no desmerecía el de Julián, de rasgos y contextura más distinguidos. Comenzó una charla tanto como para que no se durmiera (aprensión que la asaltaba en los viajes nocturnos) como para averiguar algo más acerca de ese individuo interesante.

-¿Dijo usted que tenía un nieto, René? -preguntó con desparpajo.

Sin volverse, el hombre sonrió. -Así es. Un nieto de doce años que se llama Andrés.

Sofía estaba asombrada. Aparentaba poco más que su edad, que era al momento treinta años.

-Pero, ¿a qué edad se casó? -dijo, acentuando la pregunta.

-A los dieciocho. Y a los diecinueve ya tenía a mi hijo.

-¿Y ahora tiene...? -Se detuvo sin terminar, temiendo ser indiscreta.

-Cincuenta exactamente -dijo René riéndose.

La muchacha volvió a la carga: -¡No lo puedo creer! Pero si apenas parece un poco mayor que yo.

Él parecía divertido con su confusión:

-No lo vuelvas a repetir, porque eso no habla mucho a tu favor -dijo en tono de broma.

-¡Ojalá me vea así cuando tenga tu edad! -Y enseguida, acoplándose al tuteo:- No vayas a pensar que te considero un anciano…

El hombre se rió con ganas. Era evidente que estaba de buen humor y le agradaba la soltura de esa joven. Habló de su familia sin nombrar a ninguna mujer, evento del que Sofía tomó nota inmediatamente. También se refirió a su hacienda y a sus actividades. Le preguntó por la extensión de sus tierras y se quedó en silencio ante la respuesta.

-¿De modo que sos un terrateniente? -le dijo después.

-Bueno, se podría decir -dijo René encogiéndose de hombros.

Sofía le recomendó con seriedad: -Será mejor que Celina no lo sepa de entrada. Por lo menos hasta que te conozca un poco mejor.

Él se volvió un instante y preguntó: -¿Tiene algún problema con los terratenientes?

-¡Y qué problema! Odia la calificación. Se transforma ante la palabra.

-Entonces, será cuestión de no mencionarlo -dijo el hombre.- ¿A qué viene tanto encono?

-Es que el abuelo de Celina era un trabajador muy sacrificado -le contó.- Tenía una granja de la que vivía muy bien. Después de una gran sequía recurrió a un vecino para pedir un préstamo porque el viejo no confiaba en los bancos. -Como si cometiera una infidencia, aceleró el relato:- el individuo era un sinverguenza que deseaba apropiarse de las tierras circundantes. Le ejecutó la deuda y se quedó con el suelo y la propiedad. El abuelo enfermó al poco tiempo y murió dejando a la viuda y a la hija sin recursos.-Respiró para continuar.- La madre de Celina nunca pudo superar las pérdidas y se lo transmitió a su hija. Ese es el motivo de su hostilidad.

René, que la escuchó sin interrupciones, declaró:

-Trataremos de reemplazar su mal recuerdo con un presente satisfactorio. ¿Qué te parece?

A Sofía le pareció más que perfecto.

viernes, 1 de febrero de 2008

POR SIEMPRE - III

Sofía permaneció pegada a la puerta del ómnibus mirando como la figura de Celina se alejaba de su vista. El profundo temor que se había adueñado de ella ante la amenaza de la inundación había superado el compromiso de la amistad. Un hondo vacío se instaló en sus vísceras cuando buscó razones para justificar el abandono. Derrotada, volvió al asiento en silencio y se aisló de los comentarios de todo el pasaje. ¿Cómo explicarle a Susana, la madre de su amiga, la cobarde retirada? ¿En qué clase de persona se había convertido por defender su mísera seguridad? Con desesperación, se mesó los largos cabellos. El viento sacudía al ómnibus como un juguete en manos de un niño gigante mientras el mutismo se instalaba entre los pasajeros que parecían rumiar la vergüenza de la huída. La lluvia azotó los cristales de las ventanillas hasta transformarse en una densa cortina que los limpiaparabrisas no alcanzaban a descorrer. Lentamente se dirigían hacia la seguridad de la parada que los albergaría en un hotel de cinco estrellas. Sofía se torturó con la imagen de ella instalada en una confortable habitación mientras Celina padecía a la intemperie. Ni siquiera la consoló el anuncio de la coordinadora de que estaban a diez minutos de su objetivo. Llegaron a la estación donde un vehículo mediano los esperaba para trasbordar. Mientras los turistas se dirigían al hotel, los responsables de la excursión enfilaron el autobús hacia las cocheras del subsuelo donde descargarían el equipaje para el posterior traslado a las habitaciones. A medida que los viajeros ingresaban al alojamiento, eran recibidos con gran deferencia por el conserje. Repitió a cada uno de ellos la preocupación general ante tamaña tormenta y el alivio al comprobar que habían arribado sin inconvenientes. Como si se hubieran puesto de acuerdo, nadie mencionó el incidente de la ruta. Sofía, que iba a compartir una suite con Celina, sintió una amarga alegría al explicar la circunstancia que la privaba de su compañía. El rostro del conserje se ensombreció cuando, a su pedido, describió el vehículo accidentado. El hombre le entregó la tarjeta de la habitación e hizo un gesto a otro empleado que se acercó con rapidez. Ambos desaparecieron tras la puerta de una oficina que estaba detrás del suntuoso mostrador. Sofía se ensimismó mirando hacia esa puerta. ¿Por qué el relato había causado tal efecto en su interlocutor? Su abstracción culminó cuando los choferes y la coordinadora, ayudados por los empleados, entraron las pertenencias del contingente. Sin dirigirles la palabra, caminó hacia los ascensores para subir a la habitación. ¡Cuán miserable se sentía por no haberse aliado con Celina en ese gesto sensible tan característico de ella! Lloró sobre el cubrecama de raso hasta quedar exhausta. Después de haberse aligerado con las lágrimas, se levantó decidida a investigar el destino de su amiga. Estaba por bajar a la recepción cuando golpeó un botones que le alcanzó los equipajes. Le dio la propina y salió tras él. En el ingreso no encontró a ningún integrante de la excursión. Seguramente estarían desarmando las valijas o reposando después del agitado viaje. Pidió hablar con el encargado al que debió aguardar por varios minutos. La tormenta estaba en el apogeo. Se acercó a los espaciosos ventanales que daban a un abigarrado jardín. El viento era un maestro de ceremonias que reunía en solemnes reverencias a las distintas especies. Un escalofrío la recorrió al imaginarse a Celina empapada y golpeada por las ráfagas. Estos pensamientos fueron interrumpidos al acercarse una empleada que le anunció que el conserje la aguardaba en su despacho. La guió hacia la oficina y le abrió la puerta haciéndose a un lado para que pasara. Sofía vio al hombre que la esperaba sentado detrás de un sólido escritorio. Se sentó frente a él y, sin eufemismos, le confesó la pesadumbre por no haberse sumado a la cruzada humanitaria de su amiga y le pidió su colaboración para buscarla cuanto antes. El encargado la escuchó en silencio y, cuando ella concluyó, le manifestó que ese ómnibus volcado transportaba a la escuela a niños de la localidad entre los que se contaba un sobrino suyo. Que ya había comunicado el accidente a las autoridades del poblado, las que saldrían al rescate inmediatamente. También le reveló que le había pedido a los choferes y a la coordinadora que buscaran otro alojamiento y que pediría una sanción por abandono de personas. En cuanto a los pasajeros, la decisión correspondía al dueño del hotel. Como Sofía insistió en preguntar que podía hacer ella ahora, le dijo que fuera a descansar y que él la pondría al tanto de cualquier novedad. Conmovido ante la aflicción que trascendía del hermoso rostro, y sin dudar de su sinceridad, atemperó la voz para reiterarle que sólo les restaba esperar. La calidez del tono incitó a Sofía a contemplar su rostro. Percibió lo joven y apuesto que era. ¡Vaya que estaba mortificada para no haberlo apreciado antes! Este pensamiento frívolo la ruborizó. El conserje le dijo que se llamaba Julián y que preguntara por él ante cualquier problema. Sofía le agradeció y se apresuró a salir. Llegó a la solitaria suite y sintió las primeras señales de hambre. Se negó rotundamente a comer hasta que no tuviera noticias de Celina. Al menos, compartiría esta privación con ella. Sentada frente al balcón, evocó los momentos que trocaron la amistad en hermandad. Viajes compartidos, la permanente compañía de su amiga mientras duró la larga enfermedad de su madre, el bálsamo de una presencia ante los desengaños amorosos, el apoyo incondicional cuando intentaron expulsarla de la Universidad por una falta que no había cometido. A pesar de que el fraude se aclaró, Celina perdió el interés por las disciplinas humanísticas. Se dedicó a estudiar el profesorado de Educación Física mientras ella se recibía de Psicóloga. Tenía el título colgado en el dormitorio. Dudaba de ejercer algún día la profesión por necesidad, y gustaba demasiado de no pautar con obligaciones el tiempo libre. Su padre le había asegurado económicamente el futuro, contrariamente a su amiga, que debía sostener la casa y a la madre. El padre de Celina había muerto en un accidente poco antes de que se recibiera. Era la única entrada que sustentaba el hogar. Dedicó la vida a su esposa e hija. Había sido un marido empeñado en suprimir la nostalgia de la mujer por la granja paterna y un padre amoroso que enseñó a la hija el valor de conservar el afecto sobre las frustraciones. Muchas veces Celina le confesó el dolor que sentía ante los vanos esfuerzos del padre para contentar a su progenitora. Ella trataba de compensarlo siendo una hija cariñosa y aprovechando los esfuerzos paternos por brindarle un futuro independiente. Lloró la muerte inesperada y el inalcanzable deseo de dedicarle un título. El promedio brillante le aseguró trabajo apenas graduada. Por dedicada y responsable se permitió elegir las mejores ofertas. Apoyada en esta buena experiencia, la había azuzado para ejercer la carrera, pero la holgazanería la ganaba. Ella no necesitaba desarrollarse laboralmente para sentirse autosuficiente. Le confesaba a su amiga que la liberalidad del progenitor la preservaba de cualquier inquietud. Celina la miraba meneando la cabeza con divertida admonición. Esta dualidad de intereses unía a las jóvenes como un imán. Sofía afirmaba que Celina no debía preocuparse por la vejez, pues a ella le sobraban recursos para que pudieran vivir las dos. La amiga le contestaba, con un suspiro resignado, que si seguía derrochando el dinero, ella tendría que trabajar en su ancianidad para mantenerlas a ambas. Sofía gozaba haciéndole espléndidos regalos, especialmente de buena ropa y zapatos. Su amiga los recibía con agradecido deleite pues, aunque gustaba de ellos, no se asociaban con un racional presupuesto. Se regocijaba de compartir con ella su patrimonio con la certeza de que haría lo mismo en ese lugar. Porque Celina era una de las personas más desprendida que conocía. Tenía una filosofía de vida donde el dinero sólo tenía un valor de intercambio que no le confería al poseedor, según su criterio, ninguna cualidad personal. Apreciaba los valores morales de los semejantes y la capacidad para enfrentar la adversidad. Era inusualmente constante en los afectos así como no perdonaba la deslealtad. Por eso Sofía no entendía cómo le había costado tanto desprenderse de Jorge. Un verdadero patán a pesar del doctorado. Mientras duró la relación su amiga se acomodó a exigencias egoístas. Nada de salidas con amigas ni viajes, mientras él conservaba jornadas de caza y numerosas reuniones de trabajo. Si ella no hubiese persistido en visitarla todas las semanas, no se habrían visto en los cuatro años que duró el noviazgo. En la noche que lo sorprendió con la platinada se suponía que estaba de cacería. Aunque se moría por advertir a Celina, calculó que esa revelación sería un lastre para el futuro. Ella era fatalista. Nada se podía alterar voluntariamente. El tiempo de la verdad llegó con la indignación de la madre que se enteró de la infidelidad del novio. A su amiga le costó tiempo y lágrimas superar la separación que concluyó con el vínculo. Jorge la asedió durante meses, pero la autoestima de la mujer traicionada, afirmada sobre madre y amiga, le borró cualquier esperanza. Celina fue recuperando espacios e intereses. Cada dos años ahorraba lo suficiente para emprender un viaje conjunto. Esta vez habían renunciado al avión para agregar más días. El sur las fascinaba. Repetían la zona con un itinerario que incluía localidades menos turísticas pero no menos atractivas. No habían encontrado demasiada bibliografía de esa región, así que mucho estaba por descubrirse. Su molicie no perturbaba la exploración y reconocimiento de parajes; sólo el cansancio que la ganaba mientras Celina seguía fresca como una flor silvestre. Con tradicional deferencia, esperaba a que se repusiera para seguir adelante. Este adiestramiento de su amiga la dotaba de mejores condiciones para adecuarse a un medio hostil. Eso era lo que deseaba creer Sofía. Aferrada a esta convicción, se tendió vestida sobre la cama para estar lista ante cualquier aviso.