domingo, 17 de febrero de 2008

POR SIEMPRE - V

Después de despedir a Valdivia y Sofía, Julián se apostó en la recepción para ultimar los trámites con los desalojados. No podía admitir la indiferencia de esa gente ante la fatalidad de otros semejantes. Había ordenado a los responsables de la excursión que abandonaran el hotel, más por preservarlos de la furia de René Valdivia, que por castigarlos. ¡No quisieran enfrentarlo si a su nieto le hubiera pasado algo! Tampoco le había hablado a su hermana. Sólo la hubiera contagiado de su inquietud. Su esperanza se sustentaba en el conocimiento del carácter de René. Ninguna tormenta le impediría acudir en auxilio de los niños. También estaba esa única pasajera que, con su actitud, se diferenció del resto de los turistas. Y su amiga, que estaba tan contrita por no haberse quedado. Él le creía, y no sólo por lo bonita que era. Estaba dispuesta a aceptar cualquier propuesta a fin de reparar su error. En el hotel, todos velaron aguardando noticias del rescate. Cuando se dirigió a la radio que lo conectaba con la estancia de Valdivia, Jeremías -el capataz- lo atendió y le dijo que su patrón había alistado tres lanchas hacía más de una hora. Como se mantenían en contacto por radio le pidió que dejara la frecuencia libre y le prometió que le avisaría ni bien tuviera nuevas de la batida. Julián se había despedido decepcionado. La inmóvil espera estiró los minutos en horas. Había deseado con fervor formar parte de la búsqueda. La carita de Pancho, su sobrino, se le aparecía sonriente como la noche anterior cuando lo había llevado a la dulcería para que pidiera los helados de fruta que tanto le gustaban. Ahora estaría en brazos de su padre. Su mente derivó hacia la persona del estanciero, ese digno heredero de los fundadores del pueblo. A medida que la estancia crecía, aumentaba el bienestar de los trabajadores. Se preocupaba por la educación y la salud. La hermana de Julián era una de las tantas becadas que una vez terminada la carrera, había decidido devolver su aprendizaje en la escuela del lugar. Tanto volvían hombres como mujeres. No iban a buscar un lugar mejor, sino a conocer otros lugares. Y, en general, el ambiente natal aventajaba la experiencia ciudadana. Así, Alejandra formó pareja a poco de regresar al poblado. Su cuñado Esteban era médico y engrosaba el plantel del hospital comunitario. A estas horas estaría cuidando a su hijo y a los accidentados. Salir en medio de la tormenta y la inundación era una empresa arriesgada, pero eso iba con la personalidad de René. Sobre todo, cuando estaba en peligro la vida. Hacía dos años que, en la crecida anterior, Valdivia salió con el personal de la estancia a recorrer los terrenos bajos en auxilio de los inundados. Desde la lancha vio flotar a un perro que intentaba desesperadamente llegar a la orilla. Jeremías le contó que René no vaciló. Se arrojó de la embarcación y nadó con furia hacia el animal. Lo sujetó como a un cachorro y se sostuvo contra la corriente hasta que pudieron izarlos hasta el navío. A partir de ese día el can era su más fiel custodio como si reconociera que le debía la vida. Lo apodó Ronco debido a su peculiar ladrido. En la finca había perros de pura raza y otros no clasificados, pero Ronco se destacaba por su adhesión a René. Dormía delante de la casa principal y lo esperaba todas las mañanas para acompañarlo adonde fuera. Valdivia estaba asombrado de la sagacidad del animal. Parecía comprender el sentido de todos sus mandatos. Se había convertido en su sombra, pero obedecía sin vacilación cuando le ordenaba quedarse. Si él estaba presente, nadie se acercaba a su amo sin pasar por el estricto control de su olfato. Le había ahuyentado varias mujeres como si adivinara que no serían una relación adecuada. René, hasta el momento, aceptaba con humor la descalificación. Julián había sido testigo de la última censura. Fue con motivo de concurrir a la ciudad para presenciar el estreno de una obra de teatro a cargo de jóvenes de la localidad. Después de la función, fueron todos a cenar. En el exclusivo restaurante coincidieron con el intendente quien los invitó a compartir la mesa. Julián se sentó enfrente de René, que tenía a su derecha a la llamativa sobrina del funcionario. Después que su hermana le comentó la charla que había escuchado en el baño, no pudo menos que convenir con Ronco. La mencionada dama se dedicó toda la noche a desplegar su maniobra de seducción con su vecino de mesa. Luego de copiosas libaciones Valdivia, que no era insensible, estaba absolutamente decidido a responder al cortejo de la mujer. Los invitó a tomar una copa a la hacienda, invitación que el intendente declinó explicando que por la mañana tenía una reunión. Dejó librado a la decisión de su sobrina aceptar el convite. La joven accedió con franqueza dedicándole a René una sugerente mirada. Valdivia extendió el ofrecimiento a Julián quien, para su sorpresa y sin duda debido a la ingesta de alcohol, aceptó en forma automática. Cuando arribaron a la casa, se toparon con la presencia del eterno guardián. Olisqueó a Julián y movió la cola en señal de reconocimiento. Ya la muchacha parecía inquieta por su imponente presencia. Dicen que los perros presienten a quien les teme, y que esa percepción los hace desconfiar. Se le acercó, y ella retrocedió. Un sordo gruñido resonó en el silencio de la noche. René se adelantó para regañarlo, pero Ronco lo eludió y se prendió de la irregular falda de la mujer. La víctima gritaba despavorida mientras Valdivia asía con fiereza al perro del cogote. Ronco se alejó gimiendo y taimadamente giró, amagando otro ataque que provocó en la mujer otro arrebato de histeria. Esta vez René le lanzó una patada que el porfiado esquivó, desapareciendo entre las sombras. El daño estaba hecho. La sobrina del intendente aullaba que quería volver a la ciudad y no aceptó ninguna justificación. Valdivia le hizo una seña a Julián para que lo acompañara. La joven se acomodó en el asiento trasero como si René se hubiera convertido en un indeseable. Éste se encogió de hombros y condujo en silencio hasta el centro. Cuando dejó a la mujer frente a la casa de su tío, ella se bajó sin despedirse y los ignoró mientras esperaba que le abrieran la puerta. En el momento que entró, Valdivia arrancó con la mesura de quien sabe que se ha excedido en los tragos. El viaje de regreso lo hicieron en silencio, salvo por algunos ataques de risa que acometían a René sin duda pasmado por la conducta de su perro. Lo dejó en la puerta de su casa y cuando Julián se volvió para despedirse, le dijo con esa sonrisa que ponía los pelos de punta a sus contendientes: "¿Sabés, Julián? Esta noche voy a matar a un perro". Antes de que Julián reaccionara, el auto se puso en movimiento. Hasta la próxima ocasión en que lo volvió a ver en la estancia, detrás de su dueño, no estuvo seguro del destino del animal. Esa noche no dejó de pensar en el incidente con los hermanos Alderete. La hacienda de Valdivia estaba transpuesta por el arroyo Ailin, afluente del Aucan. Este cauce complementaba el servicio provisto por la central hidroeléctrica de la ciudad en lo tocante a generar energía accesoria a través de una pintoresca rueda. Abastecía a la estancia, a los bebederos de los animales y a los canales de riego. Además, en varios tramos donde no era muy profundo, se convertía en balneario estival para los residentes. Desde que la familia Valdivia se asentó en la propiedad, había suscrito con las autoridades -del pueblo, primero; de la ciudad, después- un convenio donde se le otorgaba el usufructo del arroyo Ailin a cambio de contratar mano de obra entre los residentes del pueblo. Con el tiempo, los temporarios se afincaron en forma permanente en el barrio anexo a la hacienda. Al aumentar los habitantes fijos, el contrato se otorgó a perpetuidad. Los hermanos Alderete habían llegado hacía cinco años a ocupar las tierras de Bergara que René quería comprar. El propietario, por algunas disputas que había tenido con el abuelo de Valdivia, se negó a vendérselas. En ese terreno aparecía el Ailin a flor de tierra aspirando a ver la luz después de un largo viaje subterráneo. Concebido por el deshielo de los altos picos que resguardaban la estancia hacia el sur, la cascada de agua pura se precipitaba hacia las entrañas de la tierra para volver a emerger en el suelo controvertido. Los nuevos dueños instalaron una curtiembre provista por cazadores furtivos. Ese había sido el primer punto de conflicto, pues René no aceptaba la caza indiscriminada. Lo segundo, fue la contaminación del arroyo por derramar las sustancias químicas con que trataban las pieles. Cuando algunas personas y animales enfermaron, Valdivia agotó la investigación hasta averiguar en dos días el origen de la dolencia. El técnico ambiental le había alcanzado las conclusiones de los análisis atmosféricos e hídricos mientras estaba haciendo un control de la hacienda acompañado por Julián. Sin titubear, dirigió a su caballo hacia la propiedad de los vecinos. Julián lo siguió mecánicamente y se pegó a su montura cuando varios hombres intentaron detenerlos. René fue más rápido y desmontó de un salto a la entrada de la casa. El ruido alertó a los titulares que abrieron la puerta antes que Valdivia la tocara. En forma categórica los conminó a que cesaran de usar el arroyo como vertedero, porque ponían en peligro la vida de las personas y los animales. Los hermanos se miraron entre sí como si no pudieran creer que este hombre, sólo acompañado por un muchacho, estuviera planteándoles esa exigencia. Intercambiaron miradas con los sujetos que rodeaban a los intrusos. El más robusto de los Alderete se acercó a René casi tocándolo. La altiva mirada del desafiante lo hizo retroceder unos pasos. La contestación no tuvo la virulencia que anunciaba su acción preliminar. “Está usted en casa ajena, y aquí no permitimos apremios”. “Tengo derechos sobre este arroyo y no permitiré que ustedes lo malogren”, replicó René con tono amenazador. “Les doy veinticuatro horas para que anulen los desagües hacia el arroyo. En caso contrario, yo mismo lo haré”. Dio media vuelta y se subió a la montura. Quedaron los hombres tan consternados que no se escuchó ninguna refutación. Julián lo precedió en su frenética cabalgata hacia la estancia. Presenció como convocaba al capataz y a sus hombres y les planteaba el conflicto. Les dijo que estaban en estado de emergencia y no confiaba en las autoridades para resolver en forma expeditiva la crisis. Pidió voluntarios para acompañarlo al día siguiente a fin de verificar el desarme de las instalaciones o proceder a su desmantelamiento. Hasta Julián respondió a la elocuente arenga. Seleccionó a diez hombres entre los que se contaban él y Jeremías. Al mediodía siguiente, once hombres armados partieron en dos camionetas hacia la curtiembre. Seis individuos equipados con rifles custodiaban la tranquera que daba acceso al casco de la finca. René no dudó. Lanzó la rural sobre el portal y lo derribó. El otro coche lo siguió sin vacilar ante el desconcierto de los guardianes. Julián temió que abrieran fuego, pero era evidente que sólo tenían órdenes de impedir el acceso al campo. Estacionaron los vehículos ante la vivienda adonde los hermanos los esperaban con cuatro custodios más. Valdivia bajó seguido de Jeremías. Los demás voluntarios aguardaron adentro de las camionetas atentos al mandato de su jefe. Julián tenía grabado el momento en que René constató que los drenajes estaban intactos y giró hacia el hermano corpulento exhibiéndole esa sonrisa ajena a sus ojos. Sin pronunciar una palabra hizo un gesto a Jeremías quien lo trasladó al conductor del otro vehículo. Los ayudantes se apearon al instante sosteniendo sus armas de manera inequívoca. Los Alderete y sus secuaces parecían amedrentados por la actitud resuelta del pequeño ejército. Algunos hombres del estanciero montaron guardia frente a los curtidores mientras otros seguían a Valdivia y al capataz. Ante los irresolutos propietarios retiraron maquinarias de un galpón ubicado a un costado de la finca, y avanzaron sobre los cuestionados desagües. Esta acción los hizo reaccionar, pero de inmediato los resueltos pobladores los apuntaron con sus armas. Fue evidente que los Alderete evaluaron la determinación de esos hombres, porque frenaron a sus acólitos y observaron la destrucción de las instalaciones. Terminada la faena, René les advirtió que los acusaría por la epidemia y la contaminación de las aguas. Que fueran pensando en otra actividad porque no les daría respiro. Sin esperar contestación, subió a la camioneta mientras sus hombres se ubicaban en los vehículos. No descuidaron la vigilancia hasta que abandonaron los alrededores del predio adversario. Recién allí se escucharon exclamaciones de triunfo por el operativo exitoso. Valdivia bromeaba con Julián y Jeremías y se congratulaba porque la empresa hubiera resultado sin heridos ni duras confrontaciones. Discurrieron que, hasta que intentaran reconstruir los desagües, tendrían tiempo de obtener un recurso de amparo para salvaguardar la salud de hombres y hacienda. René cumplió su palabra. Los requerimientos judiciales impidieron que los manufactureros reanudaran la explotación. La reyerta concluyó cuando los malogrados pellejeros pusieron en venta las tierras. Fue tan generosa la oferta del rival, que hasta los hermanos Alderete firmaron satisfechos la transferencia de sus tierras al que llamaban “el loco del arroyo”.

No hay comentarios: