Como cada domingo
a la noche en que Leonora regresaba de la casa paterna, evitaba hablar con
Camila la siguiente hora. Su amiga conocía la catarsis que su compañera hacía
en silencio y la respetaba a rajatabla. Se limitó a servirle una taza de café
cuando apareció en el comedor después de dejar el bolso en el dormitorio, y
volvió a arrellanarse en el sillón para continuar leyendo.
—Si papá sigue
tan agresivo como siempre, mamá en su eterno escapismo y Toni perfeccionando su
malicia, me pregunto por qué insisto en visitarlos los fines de semana —se
planteó, al cabo, Leonora—. Como la molicie no le permite a mi hermanito
obtener recursos propios para mantenerse, ahora que no estoy debe hacerse cargo
de las demandas de los viejos. Antes de venirme me dijo a modo de despedida:
—“Mis amigos se preguntan por qué te fuiste a vivir con una mujer y no con un
hombre…”
Camila largó una
carcajada antes de preguntar: —Y vos, ¿qué le contestaste?
—“Porque todos
los hombres que conozco son como vos y tus amigos”.
—¡Qué cruel!
—exclamó Cami—. Pero se lo merece por malintencionado—. La miró con afecto—:
¿Queda algo por decir o te cuento las novedades del viaje?
Leonora meneó la
cabeza con una sonrisa: —te prometo que no vas a escuchar más quejas. ¿Pudiste
arreglar lo del avión?
—Sí, hasta
Rawson. A partir de allí, nos subimos al ómnibus con el resto de los
excursionistas. ¡Te imaginás, Leo, contemplar en vivo y en directo el Perito
Moreno, la Cueva
de las manos, el Faro del fin del mundo…! —dijo Camila soñadora.
—¡Y las ballenas,
y el Bosque petrificado…! —aportó Leonora.
—¿Sabés que en el
charter viaja un grupo de profesores yanquis que vinieron a participar de unas
jornadas en la universidad de Rosario? —mencionó Cami, sugerente.
—¿Y eso qué te
dice? —rió su amiga.
—Que a lo mejor,
el viaje de placer nos tiene reservado el encuentro que se nos niega hasta
ahora.
—¡Oh, sí!
—declamó Leo—. ¡Con un extranjero! ¿Y por qué no con algún compatriota que
forme parte del contingente?
—Porque a las dos
nos vendría bien abandonar esta tierra que hasta ahora no nos ofrece más que
desalientos.
Ninguna rompió el
silencio introspectivo que siguió a la declaración de Camila. Leonora, a los
veintiséis años, luchaba por abrirse camino en su profesión de abogada,
esperando ser ascendida en el estudio adonde trabajaba. Había recibido poco
aliciente de su entorno familiar, ya que su padre esperaba que cursara la
carrera de contadora y se hiciera cargo del estudio. Pretensión que, por otro
lado, no tenía con su hermano Antonio, quien hasta el momento no se definía por
ninguna especialidad. Ella tuvo que pagarse los estudios trabajando y, al año
de haber ingresado al bufete, había intimado con Camila que se desempeñaba como
recepcionista en el mismo lugar. Las jóvenes simpatizaron de inmediato, lo que derivó
en la propuesta de Cami de alquilar un departamento a medias adonde Leo pudiera
independizarse y ella abandonar la pensión. Camila era oriunda de un pueblo
rural, Vado Seco, y fue criada por sus parientes al morir sus progenitores. Al
cumplir dieciocho años se instaló en Rosario esperando proseguir una carrera
universitaria. Rechazó la ayuda económica de su tío abuelo Nicanor, con el que
tenía una relación imprecisa, sin haber discernido aún si el parco hombre
guardaba algo de afecto hacia ella. Buscó alojamiento acorde a sus escasas
finanzas y una semana después era seleccionada como telefonista en el estudio
jurídico. Había progresado hasta recepcionista y renunciado a estudiar
medicina, cuando Leonora ingresó como auxiliar letrada. La empatía fue instantánea
y, su resultado un año después, la instalación conjunta en el departamento.
Salvo las visitas de fines de semana que Leo porfiaba en hacer a su familia y
que le nublaban el buen humor, la convivencia entre las amigas era de una
armonía total. Su proyecto más reciente era el viaje por la Patagonia que comenzaría
ese fin de semana. Trabajarían hasta el miércoles y tendrían dos días para
alistarse.
Leonora estiró
los brazos y bostezó con exuberancia. Se levantó del sillón y le anunció a su
compañera: —Me voy a dormir. Estas visitas me desgastan y mañana quiero
madrugar. ¡Qué descanses!
—¡Chau, Leo!
Hasta mañana.
Camila leyó un
rato más y después imitó a su amiga. Su mente inquieta atrapaba pensamientos
caóticos impidiéndole conciliar el sueño. Leonora había bromeado con su expectativa, mas ella no la veía del
todo imposible. Las dos eran jóvenes, atractivas y tenaces. Creía que la vida
las compensaría por todos los conflictos que se obstinaba en cruzar en sus
caminos. ¿Y por qué no con un compañero de ruta que las amara y ampliara el
significado de la existencia?
∞ ∞
Leonora se
levantó no bien sonó el despertador. Se dio una ducha y ya estaba vestida
cuando Cami hizo su aparición. Desayunaron juntas y bajaron a la cochera para
buscar el auto de Leo y trasladarse al trabajo. Aprovecharon las tardes para
hacer compras y completar el equipo que llevarían en el viaje. El miércoles por
la mañana, Camila recibió un llamado de su tía Teresa para comunicarle el
fallecimiento de Nicanor y requerir su asistencia al funeral.
—¡En siete años
no me llamaron más que por obligación, y ahora me comprometen para asistir al
sepelio! —se quejó la joven.
—Te acompaño
—ofreció Leo.
—No. Lo entierran
mañana al mediodía y yo iré y regresaré en el día. Vos ocupate de retirar el voucher en la empresa de turismo para
asegurarnos de que todo esté en orden.
—Como prefieras,
pero también lo podría hacer el viernes a la mañana si necesitás compañía.
—No, Leo. Para mí
Nicanor no significa una pérdida sensible, así que estar presente en el
entierro es una cuestión de urbanidad.
Por la tarde se
despidieron de los integrantes del estudio jurídico al que regresarían después
de las tres semanas de vacaciones. Esa noche cenaron con dos amigas en una
parrilla y en la mañana del jueves Leonora llevó a su compañera hasta la
terminal de ómnibus.
—Llamame cuando
estés por llegar a Rosario para que venga a buscarte —le recomendó.
—De acuerdo. Y ya
que estamos por los alrededores, podríamos comer en el restaurante nuevo de la
estación —sugirió Cami.
—¡Apoyo tu
moción! —dijo Leo riendo—. Ya sabés que la cocina no es mi debilidad.
Cuando perdió de
vista el ómnibus, deambuló por la terminal hasta las nueve, y media hora
después dejaba el auto en un estacionamiento céntrico. Recogió los cupones de
viaje, compró el almuerzo en una rotisería y a las once y media estaba de
regreso en el departamento. A la una recibió el mensaje de Camila avisándole
que había llegado bien y que estaban por trasladar el féretro a la bóveda
familiar. Se acostó después de comer y a las cinco de la tarde comenzó a
inquietarse por la falta de noticias de su amiga. Una hora después la llamó al
celular sin poder comunicarse. Los intentos posteriores siempre terminaban en
la casilla de voz adonde se cansó de dejar mensajes. Revisó las pertenencias de
Camila procurando encontrar el teléfono de sus parientes, pero ninguna
anotación le proporcionó el dato que buscaba. Intentó llamar a la comuna de
Vado Seco sin éxito y, totalmente desmoralizada, se acostó decidida a viajar
por la mañana en busca de su amiga.