—¿Ya de vuelta?
—fue la acogida de Irma—. ¡Ni siquiera comencé a preparar la cena!
—Calma, nana, que
llegó el hada madrina —sonrió Marcos, indicando a Leo con la cabeza por tener
los brazos cargados de paquetes.
—¡Trajimos hasta
el postre! —dijo la muchacha con entusiasmo.
—Ella insistió,
Irma —aclaró el hombre dejando la carga sobre la mesa de la cocina—. No está
dispuesta a que la mantenga.
—Leo… —pronunció
la mujer con afecto—. Sabés que no era necesario. Aprecio mucho tu compañía.
—Y yo. Más si
puedo colaborar.
El gesto de
Leonora terminó de completar la imagen que Irma se había hecho de la joven. La
gente agradecida no abundaba, y este rasgo poco común la distinguía de otras
mujeres que le había conocido a Marcos. Tal vez por eso se alegró de que él
hubiera subordinado su deseo de seducirla a conocerla. La relación parecía
haberse profundizado entre las horas del mediodía y la noche.
—Sentate, nana,
que Leo y yo te vamos a agasajar —ordenó Marcos indicándole una silla.
Los contempló
accionar desde su ubicación. La chica daba instrucciones que su compañero
cumplía en medio de bromas. Ella terminó de distribuir las viandas en las
fuentes bajo la cálida mirada masculina luego de lo cual, y antes de convocar a
Irma para ubicarse en la mesa, se ofrendaron una sonrisa de mutua complacencia.
No he sido la nana de Quito si estos dos no terminan en
pareja, se dijo la mujer con beneplácito.
—Irma, la mesa
está servida —anunció Leonora con un gesto ampuloso.
Fue una cena
henchida de sentimientos no expresados en palabras pero sugeridos a través de
gestos y miradas. La dueña de casa asistía a la génesis de un vínculo que
colmaba sus expectativas más ambiciosas en correlación a la felicidad de
Marcos. Se levantaron de la mesa antes de la medianoche y los jóvenes completaron
la tarea que se habían asignado: Leonora lavó la vajilla y Marcos la secó; solo
consintieron que Irma la guardara para no alterar el orden de su cocina.
—Mañana las paso
a buscar a las nueve —advirtió Silva antes de irse. Besó a su aya y señaló su
corazón, su boca y su frente para despedirse de Leo.
Cuando Irma
regresó después de cerrar la puerta, aún aleteaba la sonrisa en los labios de
Leonora.
—¿Querés que
tomemos un café antes de acostarnos? —consultó la dueña de casa.
Leo asintió y
esperó en la salita. Disfrutaba la compañía de Irma y se preguntó por qué un
acto tan simple como beber una infusión en compañía no lo había podido
compartir con su mamá. Las confidencias propias de mujeres estaban descartadas
en una existencia abocada a la exclusiva atención de las demandas varoniles.
—No hicieron
ninguna referencia a la entrevista con el doctor Ávila… —arriesgó su
anfitriona.
La joven emergió
de su abstracción: —Cuando me acerqué a la cama Camila pareció reconocerme, y
Matías me sacó a los tirones como si quisiera ocultar la reacción de ella.
—¿Delante de
Quito? —se asombró.
—Que lo puso a un
tris de perder su impecable dentadura —rió la chica—. Tu Quito es pendenciero,
¿eh?
—Cuando tiene
razón —afirmó.
—Matías nos echó,
Irma. Lamento haberlos enfrentado…
—No te apenes
porque no son más que conocidos. Marcos es un señor al lado de ese doctorcito
con aires de suficiencia.
Leo suspiró y
terminó su relato: —Para resumir, el lunes viaja un abogado desde Rosario para
intentar que Ávila me permita ver a Camila sin llegar a un litigio.
—Hacete acompañar
por Quito —recomendó la mujer.
—Irma… No puedo
tenerlo a mi disposición.
—Él lo está… Lo
está… —repitió convencida.
La joven, pasando
a otra cosa, preguntó: —¿Adónde nos llevará mañana?
—A la estancia
familiar, seguramente. Vas a conocer a don Silva, gran padre y eterno
enamorado.
Leonora la miró
interrogante.
—Después de
Amanda, no volvió a interesarse por otra mujer. Nunca llevó a nadie a la casa
—explicó Irma—. Y todavía es un hombre joven. Creo que vivió por su hijo y su
trabajo.
—No es común
tanta devoción —dijo Leo.
—Te va a gustar.
Es un hombre parco pero amable. —Observó que había terminado de tomar el café—:
Son más de las doce. ¿Te parece que nos acostemos?
—Sí, Irma. Creo
que después de esta jornada vas a tener que salpicarme con agua para
despertarme —declaró Leonora estirándose.
—Mejor te mando
un príncipe para que te despierte con un beso… —insinuó la mujer con una
sonrisa.
Leo respondió a
la indirecta con una carcajada mientras se dirigía a su dormitorio. Se despertó
a las ocho de la mañana, antes de que Irma la llamara. Se dio un baño rápido y
media hora después desayunaban juntas. Poco antes de la llegada de Marcos,
revisó su celular. Vio, con inquietud, que tenía la batería agotada. Había olvidado
incluir el cargador al rellenar el bolso. Hizo un gesto de fastidio y lo guardó
en el bolsillo del pantalón. “Es irrelevante. Solo sirve para comunicarme con
Camila”, pensó. La aparición de Marcos la recobró del intento de tristeza que
la acometió al recuerdo de su amiga.
—¿Listas para
pasar un día de campo? —preguntó el hombre no bien entrar.
Antes de
acomodarse en la camioneta, le consultó: —¿Mi auto seguirá en la estación?
—Está guardado en
la cochera de Antonio —la tranquilizó.
—Pero… Yo tengo
la llave.
—Lo movieron con
la grúa de auxilio.
Ella inclinó la
cabeza con una sonrisa y se ubicó en el asiento delantero ya que Irma se había
sentado en el de atrás. El cielo límpido presagiaba un día caluroso. El
trayecto hasta la hacienda insumió quince minutos hasta llegar a la entrada
marcada por una tranquera de madera que unía todo el espacio alambrado. Marcos
bajó del coche para abrirla y, cuando se volvía, Leo ya se había adueñado del
volante. Él, con un gesto risueño, le hizo señas para que entrara el vehículo.
Cerró la valla y detuvo el movimiento de la muchacha que volvía a su lugar.
—Seguí manejando.
El sendero te lleva hasta la casa —le dijo acomodándose a su lado.
Leo condujo la
camioneta por el acceso bordeado de árboles hasta llegar a una explanada adonde
se levantaba la construcción de estilo campestre. Con una diestra maniobra la
estacionó paralela a la entrada, en la cual aguardaba un sujeto que –ella no
dudó- era el padre de Marcos. Se dirigió hacia el vehículo y abrió la puerta
ofreciéndole la mano. La chica la aceptó con una sonrisa y se presentó: —¡Hola!
Soy Leo.
—Y yo, Arturo.
Encantado de conocerte, Leo —expresó.
Irma se acercó
seguida de Marcos y saludó a Silva padre, después de lo cual fueron invitados a
ingresar a la casona. El amplio salón de entrada estaba amoblado con confort.
Sobre una de las paredes se destacaba un hogar a leña presidido por el cuadro
de una bella mujer. Tampoco dudó Leonora de su identidad. Dejó el bolso de mano
sobre un sillón y se acercó a la pintura. El agraciado rostro trasuntaba un
aire de complacencia acorde al tranquilo abandono del cuerpo sobre el sillón
donde se reclinaba. El pintor había captado algo más que confianza en sus ojos;
en ellos brillaba un resplandor amoroso. Intuyó una presencia a su lado y se
volvió para encontrarse con la mirada conmovida del padre de Marcos.
—Vos la pintaste,
¿verdad?
Él sonrió,
desandando su recuerdo: —¿Lo adivinaste por la técnica rudimentaria?
—Lejos está de
ese calificativo —dijo con entendimiento—. No. Porque mira al artista con amor.
El hombre la miró
con aprecio antes de señalar: —Tuvo una gran paciencia ante mis veleidades
artísticas. Posó durante tres meses al comienzo del embarazo, porque solo podía
dedicarme a pintarla de noche cuando terminaba mi rutina en el campo.
—Es un trabajo
digno de ser expuesto —afirmó Leo.
—¿Estudiaste
pintura?
—Lo suficiente
para apreciar una obra bien ejecutada —garantizó.
Arturo la tomó
del brazo y la encaminó hacia donde estaban Irma y Marcos: —Te voy a devolver a
la comunidad antes de ganarme la animosidad de mi hijo.
Leonora no pudo
contener la risa ante la salida del hombre. Miró a Marcos y pensó que,
decididamente, no lo cambiaría por el padre.
—Irma, necesito
tu colaboración para agasajar a nuestra invitada —manifestó el estanciero.
—Estoy siempre a
su disposición —dijo la mujer como un soldadito.
—Ustedes están
libres hasta el mediodía —indicó Silva padre a los jóvenes—. A las doce estará
listo el asado.
—¡Magnífico!
—exclamó Marcos—. Vamos, Leo. Haremos una caminata antes de que el sol apriete.
La pareja salió
bajo la mirada de Arturo e Irma. El primero observó: —¿Estoy suponiendo, Irma,
o esta jovencita ha conmovido el corazón de mi muchacho?
—Supone bien, don
Arturo. Y me parece que es mutuo.
—Bien, bien
—aprobó el hombre—. Porque me gusta.