miércoles, 3 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - II



Leonora se levantó a las siete de la mañana después de una noche de insomnio, cada vez más preocupada por el silencio de Camila. Presentía que algo grave le impedía comunicarse con ella estando en la víspera del viaje. Desayunó con rapidez y consultó un mapa de carreteras para ubicar Vado Seco. A las ocho estaba en camino con el único dato que poseía: el nombre y apellido de la tía de Cami.
El pueblo al que arribó era típico de las comunidades rurales. Un centro exiguo rodeado de chacras y estancias dedicadas al cultivo y a la cría de ganado. Se detuvo en la estación de servicios para preguntar por la familia Ávila. No conocían el teléfono pero la instruyeron para llegar a la hacienda de su propiedad. A medida que se acercaba a su destino, la angustia le estrechaba las vías respiratorias. Frenó el auto delante de la tranquera y se apeó.
—¡Buen día! —saludó al sujeto que se acercaba.
—Buen día, señorita. ¿Qué se le ofrece?
—Ver a la señora Teresa Ávila.
—¿Quién la busca le digo?
—Una amiga de Camila.
El hombre se volvió hacia la cabina de entrada y Leo lo vio manipular un aparato. Poco después salió y, sin palabras, le franqueó el portón de ingreso. La joven subió al coche y siguió por el camino mejorado que accedía al casco de la propiedad. Estacionó frente a la entrada adonde esperaba una mujer con uniforme. La hizo pasar a una sala y le pidió que aguardara. Leonora paseó la vista por el recinto decorado con muebles modernos en franco contraste con la tradicional arquitectura. Una mujer se hizo presente en la sala y la sacó de la contemplación. Vestía con elegancia y tenía un porte señorial. Se le acercó con la mano extendida.
—Buenos días —dijo estrechándole la diestra—. Soy Teresa y me han informado que es amiga de Camila.
—Gusto en conocerla. Mi nombre es Leonora y comparto un departamento con su sobrina.
—No tenía conocimiento de ello —expresó Teresa—, porque de saberlo me hubiera comunicado con usted. Sabrá que Camila heredó el mal que padecían su abuela y su madre, que en paz descansen… —hubo un silencio de recogimiento por parte  de la mujer y de estupor por parte de Leonora.
—¿A qué se refiere? —preguntó al recuperar la facultad de hablar.
—A que mi hermana Dora y mi ahijada Alicia sufrían episodios esquizoides. En el caso de Dora fueron bien controlados, no así los de Alicia cuyo delirio persecutorio, -estamos seguros-, fue la causa del accidente que terminó con su vida y la de su esposo.
—Pero… —balbuceó Leo, aturdida—, Camila es una persona normal. Nunca dio muestras de padecer ningún desorden de la personalidad.
—Es posible que hasta ahora no. ¿Cuánto hace que se conocen?
—Tres años. Y casi dos que vivimos juntas. ¿No cree que me hubiera dado cuenta si sufriera algún trastorno?
—Señorita, yo no soy médico pero mi hijo sí. Y él la está tratando desde que se descompensó. Considera que la muerte de Nicanor pueda haber sido el desencadenante de su delirio.
—Señora, con todo el respeto que me merece su pérdida, Camila lo tomó con serenidad.
La mujer la miró sin alterarse. Después dijo: —También Alicia era una experta en disimular sus síntomas, hasta que un suceso traumático puso de manifiesto su desequilibrio mental. No se engañe, joven.
Leonora no pudo evitar un gesto de rechazo. Hasta que no comprobara personalmente el estado de su amiga, toda insinuación sobraba. Declaró con determinación: —He venido para verla, así que le agradeceré me diga dónde está.
—El único que puede autorizarla es Matías, mi hijo.
—¿Qué debo hacer, entonces?
—Déjeme un teléfono para que pueda ubicarla y se lo pasaré esta noche cuando vuelva de la clínica —tomó un anotador y un bolígrafo que estaban sobre una mesita y se los tendió.
Leonora apuntó su celular y se lo regresó: —¿Camila está internada en la clínica? —quiso saber.
—No sé decirle. Ahora, si me disculpa, seguiré ordenando los papeles de mi difunto hermano. Jacinta la acompañará hasta la salida —inclinó levemente la cabeza para despedirla y se marchó del salón.
La muchacha estaba presa de la confusión. La explicación de la tía no le cerraba y le urgía ver a Camila. Vio a la empleada que la esperaba para escoltarla fuera de la sala y caminó hacia la puerta. En su mente las preguntas sin respuesta reemplazaban a la inquietud. Manejó hasta el centro de Vado Seco y dejó el vehículo frente a la estación de servicios. Ingresó al mini bar, pidió un café y se sentó a ordenar sus prioridades. En primer lugar, se dijo, no esperaría a que el médico se comunicara con ella a la noche. Tenía que ubicar la clínica. Terminó de beber la infusión y se acercó a la caja. El dependiente la evaluó apreciativamente.
—¿Podrías indicarme adónde queda la clínica del doctor Ávila? —preguntó con su mejor sonrisa.
El muchacho se quedó un momento en suspenso, como si estuviera tratando de hacer memoria: —¿Ves la calle que está al final de la estación? —señaló finalmente—. Hacé diez cuadras para arriba y te encontrarás con la clínica.
Leo le agradeció calurosamente. Giró buscando la puerta y se dio de bruces contra un sujeto que esperaba ser atendido. Él la sostuvo al trastabillar. Tuvo que levantar la vista para mirarlo y se encontró con un rostro agradable en cuyos ojos brillaba una sonrisa.
—Perdón —murmuró al apartarse y retomar la retirada.
Marcos Silva la observó salir y abordar el auto con premura. No arrancó de inmediato, sino que quedó con la vista perdida a través del parabrisas. Movió la cabeza como desechando algún pensamiento, encendió el motor y partió. Él se volvió hacia el cajero para pagar el combustible.
—Lástima que esté de paso —le comentó al joven.
—No tanto —dijo el muchacho—. Acaba de pedirme la dirección de la clínica. Es linda, ¿eh? —agregó en tono de complicidad.
El hombre asintió con gesto afable. Abonó el ticket y se despidió: —Chau, Mario. Dale mis saludos a Antonio.
—Gracias, señor Silva.
Como siempre el estanciero, a pesar de ser dueño de medio pueblo, se comportaba como un señor. Mario reemplazaba a su padre durante el día y Marcos nunca se olvidaba de mandarle saludos. Pensó en cómo se había quedado absorto en la chica y en la confidencia posterior, lo que no era propio de Silva. En general, se mostraba atento pero reservado. “Bueno, la joven es muy bonita”, concluyó.

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