Leonora se
levantó a las siete de la mañana después de una noche de insomnio, cada vez más
preocupada por el silencio de Camila. Presentía que algo grave le impedía
comunicarse con ella estando en la víspera del viaje. Desayunó con rapidez y
consultó un mapa de carreteras para ubicar Vado Seco. A las ocho estaba en
camino con el único dato que poseía: el nombre y apellido de la tía de Cami.
El pueblo al que
arribó era típico de las comunidades rurales. Un centro exiguo rodeado de
chacras y estancias dedicadas al cultivo y a la cría de ganado. Se detuvo en la
estación de servicios para preguntar por la familia Ávila. No conocían el
teléfono pero la instruyeron para llegar a la hacienda de su propiedad. A
medida que se acercaba a su destino, la angustia le estrechaba las vías
respiratorias. Frenó el auto delante de la tranquera y se apeó.
—¡Buen día!
—saludó al sujeto que se acercaba.
—Buen día,
señorita. ¿Qué se le ofrece?
—Ver a la señora
Teresa Ávila.
—¿Quién la busca
le digo?
—Una amiga de
Camila.
El hombre se
volvió hacia la cabina de entrada y Leo lo vio manipular un aparato. Poco
después salió y, sin palabras, le franqueó el portón de ingreso. La joven subió
al coche y siguió por el camino mejorado que accedía al casco de la propiedad.
Estacionó frente a la entrada adonde esperaba una mujer con uniforme. La hizo
pasar a una sala y le pidió que aguardara. Leonora paseó la vista por el
recinto decorado con muebles modernos en franco contraste con la tradicional
arquitectura. Una mujer se hizo presente en la sala y la sacó de la
contemplación. Vestía con elegancia y tenía un porte señorial. Se le acercó con
la mano extendida.
—Buenos días
—dijo estrechándole la diestra—. Soy Teresa y me han informado que es amiga de
Camila.
—Gusto en
conocerla. Mi nombre es Leonora y comparto un departamento con su sobrina.
—No tenía
conocimiento de ello —expresó Teresa—, porque de saberlo me hubiera comunicado
con usted. Sabrá que Camila heredó el mal que padecían su abuela y su madre,
que en paz descansen… —hubo un silencio de recogimiento por parte de la mujer y de estupor por parte de
Leonora.
—¿A qué se
refiere? —preguntó al recuperar la facultad de hablar.
—A que mi hermana
Dora y mi ahijada Alicia sufrían episodios esquizoides. En el caso de Dora
fueron bien controlados, no así los de Alicia cuyo delirio persecutorio,
-estamos seguros-, fue la causa del accidente que terminó con su vida y la de
su esposo.
—Pero… —balbuceó
Leo, aturdida—, Camila es una persona normal. Nunca dio muestras de padecer
ningún desorden de la personalidad.
—Es posible que
hasta ahora no. ¿Cuánto hace que se conocen?
—Tres años. Y
casi dos que vivimos juntas. ¿No cree que me hubiera dado cuenta si sufriera
algún trastorno?
—Señorita, yo no
soy médico pero mi hijo sí. Y él la está tratando desde que se descompensó.
Considera que la muerte de Nicanor pueda haber sido el desencadenante de su
delirio.
—Señora, con todo
el respeto que me merece su pérdida, Camila lo tomó con serenidad.
La mujer la miró
sin alterarse. Después dijo: —También Alicia era una experta en disimular sus
síntomas, hasta que un suceso traumático puso de manifiesto su desequilibrio
mental. No se engañe, joven.
Leonora no pudo
evitar un gesto de rechazo. Hasta que no comprobara personalmente el estado de
su amiga, toda insinuación sobraba. Declaró con determinación: —He venido para
verla, así que le agradeceré me diga dónde está.
—El único que
puede autorizarla es Matías, mi hijo.
—¿Qué debo hacer,
entonces?
—Déjeme un
teléfono para que pueda ubicarla y se lo pasaré esta noche cuando vuelva de la
clínica —tomó un anotador y un bolígrafo que estaban sobre una mesita y se los
tendió.
Leonora apuntó su
celular y se lo regresó: —¿Camila está internada en la clínica? —quiso saber.
—No sé decirle.
Ahora, si me disculpa, seguiré ordenando los papeles de mi difunto hermano.
Jacinta la acompañará hasta la salida —inclinó levemente la cabeza para
despedirla y se marchó del salón.
La muchacha
estaba presa de la confusión. La explicación de la tía no le cerraba y le urgía
ver a Camila. Vio a la empleada que la esperaba para escoltarla fuera de la
sala y caminó hacia la puerta. En su mente las preguntas sin respuesta
reemplazaban a la inquietud. Manejó hasta el centro de Vado Seco y dejó el
vehículo frente a la estación de servicios. Ingresó al mini bar, pidió un café
y se sentó a ordenar sus prioridades. En primer lugar, se dijo, no esperaría a
que el médico se comunicara con ella a la noche. Tenía que ubicar la clínica.
Terminó de beber la infusión y se acercó a la caja. El dependiente la evaluó apreciativamente.
—¿Podrías
indicarme adónde queda la clínica del doctor Ávila? —preguntó con su mejor
sonrisa.
El muchacho se
quedó un momento en suspenso, como si estuviera tratando de hacer memoria:
—¿Ves la calle que está al final de la estación? —señaló finalmente—. Hacé diez
cuadras para arriba y te encontrarás con la clínica.
Leo le agradeció
calurosamente. Giró buscando la puerta y se dio de bruces contra un sujeto que
esperaba ser atendido. Él la sostuvo al trastabillar. Tuvo que levantar la
vista para mirarlo y se encontró con un rostro agradable en cuyos ojos brillaba
una sonrisa.
—Perdón —murmuró
al apartarse y retomar la retirada.
Marcos Silva la
observó salir y abordar el auto con premura. No arrancó de inmediato, sino que
quedó con la vista perdida a través del parabrisas. Movió la cabeza como
desechando algún pensamiento, encendió el motor y partió. Él se volvió hacia el
cajero para pagar el combustible.
—Lástima que esté
de paso —le comentó al joven.
—No tanto —dijo
el muchacho—. Acaba de pedirme la dirección de la clínica. Es linda, ¿eh?
—agregó en tono de complicidad.
El hombre asintió
con gesto afable. Abonó el ticket y se despidió: —Chau, Mario. Dale mis saludos
a Antonio.
—Gracias, señor
Silva.
Como siempre el
estanciero, a pesar de ser dueño de medio pueblo, se comportaba como un señor.
Mario reemplazaba a su padre durante el día y Marcos nunca se olvidaba de
mandarle saludos. Pensó en cómo se había quedado absorto en la chica y en la
confidencia posterior, lo que no era propio de Silva. En general, se mostraba
atento pero reservado. “Bueno, la joven es muy bonita”, concluyó.
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