viernes, 30 de marzo de 2012

AMIGOS Y AMANTES - IV


Ivana bajó del auto y saludó a los jóvenes mientras se apresuraba a ganar la escalinata de acceso a la Facultad. Llegó al aula cuando ya había comenzado la clase. Sus ojos buscaron a sus amigas y las localizó en los asientos laterales. Alfonsina le señaló una silla ubicada a su derecha y ella se abrió paso hasta ocuparla en silencio. Tampoco concurría hoy el profesor titular. El ayudante poco aportó a la lectura de ese día por lo que las tres horas de clase se convirtieron para Ivana en un enorme bostezo. A la salida, Alfonsina propuso tomar un café.
-No puedo. Tengo que estar en Tribunales a las siete de la mañana -denegó ella.- Además, me parece que se avecina una tormenta.
-Cierto, Alfonsina -confirmó Pamela.- Dejémoslo para mañana.
-Acompañame, Marisol… -insistió la más joven.- Si llueve nos tomamos un taxi. ¡A mi cargo! -la tentó.
María Sol, a quien Alfonsina le había confiado que esperaba encontrar a Lucas en el bar, accedió con una risa. Pamela dudó y al fin se unió al dúo. Ivana las saludó y caminó hasta la parada de su colectivo. Los truenos y los relámpagos se sucedieron con más frecuencia. Cuando unas frías gotas se transformaron en copiosa lluvia, hizo señas al primer ómnibus que apareció. La dejaba a cinco cuadras, pero era mejor mojarse cerca de su casa. Bajó y se quedó en el refugio diez minutos. Decidió abandonarlo al comprobar que la borrasca cobraba más fuerza. Cegada por el aguacero, avanzó hacia su hogar. Una profunda tristeza dominaba su paso a medida que las ropas y el cuerpo se le empapaban. Se sintió la criatura más desdichada del mundo y dejó correr las lágrimas que entibiaron sus mejillas ateridas.
Jordi, sentado a la mesa, dejó caer los cubiertos sobre el plato. Los comensales -papá, mamá, Diego, Julio César y Gael- lo miraron sorprendidos.
-Tengo que ir a buscar a Ivi -explicó mientras se levantaba de la mesa.
-Un momento, jovencito -dijo Julio.- Está lloviendo a cántaros y no sabés adónde está ella.
-Se bajó en la parada de Alvear. Le voy a llevar el paraguas para que no se moje.
-¿Y cómo te enteraste? -indagó su hermano J.C.
-Porque me mandó un mensaje.
-Yo no escuché ninguna alarma -lo acosó Jotacé.
-Porque la tenía silenciada. ¡Me voy antes de que se haga sopa!
-¡Esperá! -la voz de Gael lo frenó.- Te llevo con el auto.
-Pero Gael… -intervino Lena.- Se te va a enfriar la comida y lo más probable es que sean suposiciones de Jordi.
-No me cuesta nada. Tengo el auto en la puerta -dijo el joven mientras se levantaba para seguir al muchachito bajo la mirada irónica de los otros hermanos.
-¿Por dónde? -preguntó cuando se instalaron en el coche.
-Derecho hasta Alvear -contestó Jordi con seguridad.
Tres cuadras después distinguieron a la chorreada caminante. Gael le pidió el paraguas y bajó para repararla bajo el artefacto que se obstinaba en permanecer cerrado.
-¡Ivi! -llamó mientras luchaba por abrirlo.
Ella se volvió mientras se pasaba la mano por la cara intentando ocultar los rastros de su debilidad. Ver a Gael lidiando con el paraguas que el viento se empecinaba en invertir, le provocó una carcajada que suspendió los esfuerzos de su amigo para desplegarlo. Con una mueca se acercó a Ivana y la sermoneó:
-¡Qué bonito, eh! Burlarte de una buena acción.
Como ella seguía riendo, la tomó por el brazo y franqueó la puerta del acompañante para empujarla dentro del coche. Cuando se puso al volante, se miraron y se embromaron mutuamente.
-Parecés un pato mojado -afirmó Gael.
-Y vos un ridículo paladín -rebatió Ivi.- ¿Cómo se te ocurrió que vendría en este micro?
-A mí, no. Dale las gracias a Jordi -dijo señalando hacia atrás.
La muchacha se volvió y encontró la sonrisa de su inefable hermanito.
-Sos un sol, Jordi -dijo amorosamente.- Como sea que lo hayas presentido, me ha hecho mucho bien.
-Lo sé. Se animaron tus colores.
Ella cambió una mirada con Gael quien, en silencio, puso el auto en marcha para trasladar a los hermanos a su domicilio. Los despidió en la puerta y volvió a su departamento para mudarse la ropa mojada. Todavía estaba el resto de la familia alrededor de la mesa cuando entraron los hermanos.
-¡Hija! Corré a cambiarte antes de que te pesques una neumonía -exageró mamá.
-¿Y Gael? -preguntó Diego.
-Se fue. Estaba empapado -dijo Ivi sin poder ocultar una sonrisa al recordar la batalla con el paraguas.
-Que buen amigo es el matasano, ¿no? -ironizó Jotacé.
-Mejor que un hermano constructor -replicó Ivana al flamante arquitecto.
Diego se rió ante la rápida respuesta de Ivi. No había peor cosa para Julio César que tildarlo de constructor o ingeniero; tan orgulloso estaba de su título recién adquirido.
Cuando Ivana bajó a cenar, quedaba su madre para acompañarla. Comió frugalmente y subió a su dormitorio. Antes de acostarse decidió llamarlo a Gael. Las reacciones de Jordi la inquietaban y la mirada que había cruzado con su amigo en el auto indicaba que tampoco a él le fueron indiferentes. Necesitaba de su pensamiento lógico para razonarlas. Una voz adormilada contestó el teléfono:
-Hola, nena. ¿Qué se te ofrece?
-Te desperté. Pero necesito que mañana nos encontremos -dijo acelerada.
-Imposible. Viajo a Montevideo a primera hora y estaré ausente tres semanas. Si es tan urgente, veámoslo ahora.
La joven pensó en su trabajo, en el reloj que sonaría a las seis de la mañana, en que la charla sobre Jordi era más para tranquilizarla a ella porque su hermano gozaba de buena salud, y que podría postergarse para más adelante.
-No es urgente. Nos vemos a tu regreso. Chau y buen viaje.
Gael, intrigado por la llamada, controló el arranque de devolverla. Ivana era una mujer impulsiva tanto como para llamar a horarios inusuales como para cortar la comunicación sin esperar respuesta. Como su voz no revelaba un verdadero apremio, reservaría su curiosidad hasta la vuelta. Suspiró y pensó cuán satisfactorio sería asistir al congreso en su compañía. Caminar juntos por la antigua Colonia en las horas libres, hacerle el amor por las noches… Sonrió porque, como decía Diego, era un otario. Pero ya era tiempo de iniciar un acercamiento. Cuando volviera, decidió.

miércoles, 28 de marzo de 2012

AMIGOS Y AMANTES - III


Jordi detuvo su carrera cuando dio vuelta a la esquina. Otras sensaciones sustituyeron la urgencia de llegar al kiosco para comprar los sobres que tanto anhelaba. Caminó con la cabeza gacha para no perder la línea recta de sus pasos mientras se concentraba en su hermana. Ivi estaba triste. Ivi pensaba que la vida era un desierto oscuro y vacío. Ésa era la imagen que tenía en su cabeza cuando le dio con generosidad el dinero que necesitaba. Jordi no se asombraba de las representaciones que veía en la mente de las personas porque le sucedía desde muy pequeño, pero evitaba hablar de ello para que no se burlaran o lo tomaran por loco. Algunas eran coloridas y sugerentes como las de Gael cuando miraba a su hermana, aunque él todavía no podía deducir mucho de las imágenes de los adultos. Pero sí entendía el significado del paisaje árido y apagado que agobiaba a Ivana. También podía diferenciar entre pensamientos amigables u hostiles entre ese abanico de estampas que poblaban la mente de los organismos vivos. Porque Jordi podía sintonizar las impresiones del mundo animal y vegetal que se le manifestaban, en el primer caso como líneas y el segundo como formas geométricas. Las figuras nunca eran amenazantes, pero las líneas… Las líneas rectas eran favorables; las onduladas de precaución; las dentadas de peligro. Este conocimiento innato le permitía transitar entre los animales con seguridad, alejándose cuando percibía la posibilidad de agresión. Descubrió que podía alterar el trazado de estos símbolos cuando tenía cinco años, en ocasión de pasear con Ivi y Gael por los alrededores de la casa de fin de semana que su papá había alquilado en Roldán. A instancia de su hermana se internaron entre unos árboles para observar un matorral de flores amarillas. Ivi estaba cortando una rama cuando un enorme perro surgió de la espesura gruñendo y mostrando los dientes. Gael se puso delante de los hermanos y enfrentó al animal cuyo patrón de pensamiento aterrorizó a Jordi. Supo que el joven no podría detenerlo y se adelantó al encuentro del perro. Ivana gritaba mientras Gael, que había recogido una piedra, la sujetaba y trataba de calmarla. El niño adelantó las palmas de las manos hacia el can ante la mirada alerta del joven. Poco a poco el mastín dejó de rugir, su cuerpo se aflojó y pegó la vuelta para adentrarse entre la vegetación. Jordi había aprendido a interactuar con los animales transformando su módulo de ferocidad. Ivi se desasió de Gael y corrió a guarecerlo entre sus brazos. Después, sollozando, intentó golpear a su amigo que la mantuvo trabajosamente lejos de su cuerpo.
-¡Desalmado! ¡Escudarte detrás de un niño! ¡Lo hubiera podido destrozar!
Jordi percibió el dolor del muchacho ante la injusta acusación y el silencio amargo con que recibió el reclamo.
-¡Ivi! -intervino.- No lo retes a Gael porque estaba atento para defendernos. Se puso delante de nosotros y te salvó la semana pasada.
La declaración del niño detuvo el ataque de Ivana proyectándola hacia la nefasta aventura que habían interrumpido su hermano y su amigo.
-¿Presumiste ante Jordi tu papel de héroe? -le espetó indignada.
-No merece siquiera que te conteste -dijo el muchacho con desprecio.
-Entonces anduvieron hablando con Diego y mi hermano los escuchó -insistió la joven sin reparar en su tono.
-¡Basta, Ivi! Lo sé pero nadie me lo dijo -interrumpió Jordi al borde del llanto.
-¿No ves que lo estás atormentando? No te creía capaz de este arranque de histeria -declaró Gael decepcionado. Se repuso y ordenó al dúo con firmeza:- Salgamos de este lugar.
Los hermanos lo siguieron sin discutir. Jordi porque estaba desconcertado por el arranque de su hermana y las impresiones que le transmitían ambos jóvenes al pelear, e Ivana porque sentía que había llegado demasiado lejos en su ataque a Gael. Las palabras del pequeño, aceptando que ninguno de sus protectores le hubiese contado nada, la llenaron de inquietud. Ahora que estaba calmada, revivió la escena del duelo con el perrazo. Fue como si el niño lo hubiese dominado mentalmente. Lo tomó de la mano y corrió tras Gael que caminaba a grandes pasos.
-¡Pará un momento, por favor! -le dijo cuando lo alcanzó.
El muchacho la miró con seriedad y ella se dio cuenta de que debía desplegar todo su encanto para que la disculpara.
-No me mires así, inglecito -dijo con un mohín- que me vas a romper el corazón. -Estiró la mano para acariciarle la cabeza pero el joven se apartó con brusquedad. Los ojazos de ella lo miraron con reproche y sus labios se curvaron inducidos por el llanto inminente. Las lágrimas de Ivi disolvieron como por encanto el enfado de Gael. Atinó a tartamudear una excusa y se acercó para abrazarla torpemente. Un tropel de sensaciones lo embargó mientras la chica sollozaba contra su cuerpo. Era la segunda vez que la tenía contra él, aunque de la primera ella no tenía memoria. La cargó desmayada entre sus brazos mientras Diego se ocupaba de persuadir al oportunista de que no le convenía meterse con su hermana. Gael no se cuestionaba las emociones que ella le despertaba. La quería como fuera. Ofensiva, intolerante, indiferente a los sentimientos que le provocaba. Poco a poco disminuyó el llanto y la joven se apartó de la remera húmeda de lágrimas y manchada de rimel.
-¿Me perdonás? -rogó afligida.
Él sonrió y le trabó el cuello con el brazo hasta arrimarle la cabeza a su hombro.
-Sólo si me lavás y me planchás la remera.
-¡Hecho! -dijo Ivana aliviada.
Jordi, reanimado por el vuelco que había tomado la controversia entre Ivi y Gael, corrió delante de los dos apremiado por probar la torta de manzana que había preparado su madre. Sentía un poquito de remordimiento por haberla forzado a postergar las frutillas. Pero a él le seducían las manzanas.

domingo, 25 de marzo de 2012

AMIGOS Y AMANTES - II


Ivana corrió al ómnibus que se estaba alejando de la parada sin éxito y pateó frustrada porque debía esperar veinte minutos al siguiente. Un bocinazo la hizo volverse hacia la calzada. Diego y Gael le hacían señas. Se acercó al auto, abrió la puerta trasera y se sentó detrás de los hombres.
-No sé ni me importa qué compromiso tienen, pero se me fue el bus y me tienen que llevar hasta la Facu -comunicó.
-Te decía, Gael, que mi hermana se distingue por los buenos modales, como podés comprobar.
El susodicho sonrió y enfiló el auto hacia el destino que había mencionado Ivana. La conocía desde sus once años, recién llegado de Inglaterra e inserto en la escuela secundaria que habría de compartir con Diego. El argentino lo recibió fraternalmente y fue su mentor hasta que se adaptó a la idiosincrasia de la escuela y del país. La primera familia que frecuentó fue la de Diego y quedó prendado de su hermana mayor que, a pesar de llevarle sólo dos años, lo trataba como a un chiquillo. Crecieron todos juntos; el esmirriado Gael al cumplir dieciocho años medía un metro ochenta y ostentaba un físico digno de un atleta. Pero Ivana, detenida en el tiempo de la amistad, parecía no haber reparado en la transformación del inglecito como lo llamaba cariñosamente. Cuando Jordi nació prematuramente, ella estaba preparando su fiesta de quince años a la que renunció por la frágil salud del recién nacido. En brazos del inglecito lloró la desilusión que no podía mostrar a su familia. Sin intención, lo convirtió en confidente de situaciones que no se animaba a revelar a sus padres ni a sus hermanos. Como esa relación que mantuvo a los veinte años con un sujeto que le doblaba la edad. Por primera vez desde que se conocían, Gael se opuso a que concurriera a una fiesta que el individuo daba en su domicilio. Ella desestimó su opinión, pero cuando estaba bajo los efectos de la droga que le había suministrado con la bebida, su hermano y su amigo irrumpieron en la casa y la rescataron por la fuerza. A Ivana le quedó un borroso recuerdo de la experiencia que, por vergüenza, nunca quiso reflotar con sus salvadores. Después de este incidente el vínculo que conservó con Gael fue más reservado. En la Facultad de Derecho hizo tres amigas: Pamela y María Sol -más grandes que ella- y Alfonsina, dos años menor. Con las compañeras del secundario se había distanciado por defender la virilidad de su amigo. Después de rondarlo y no conseguir más que un amable acercamiento, dieron en considerarlo gay. Indignada, recurrió a su hermano:
-Decime, ¿Gael es gay?
-¡Qué decís, trastornada! ¿Cómo se te ocurre?
Ella se encogió de hombros y dijo con indiferencia:
-Marita, Jimena y Lorena se le insinuaron y él, nada.
-Porque mi amigo escoge a las mujeres que le interesan y esas descerebradas no sirven ni para dos horas.
-¿Y ustedes de qué se las dan? -dijo picada.- Apenas tienen dieciséis años y se dan el lujo de repudiar a tres minas infartantes.
-Yo tengo diecisiete, por si te falla la memoria. Y aunque a mí no me apuntaron, las hubiera rechazado por regaladas.
-¡Sos un machista asqueroso! ¿Así que debemos esperar a que vuestras majestades nos hagan un guiño para ser respetables?
-Ni una cosa ni la otra, cabezona. Hay maneras más sutiles para acercarse a un hombre que desconocen tus amigas.
-Sutiles, ¿eh? Va a resultar que mis amigas tenían razón y se olvidaron de incluirte en la lista.
-No me provoqués, Ivi -amenazó su hermano en voz baja.
-¡Sos un estúpido, y tu amigo también! -gritó enfurecida y al dar la vuelta se topó con Gael y lo empujó por obstruir su indignada estampida.
-¿Qué le pasa a la princesa? ¿Tuvo un mal día? -dijo el joven entre risueño y sorprendido.
-No lo vas a creer… Ella y sus idiotas amigas suponen que sos marica y por efecto traslativo me lo endosan a mí -contestó con una carcajada.- ¿Por qué no te volteás de una buena vez a esas trolas así dejan de hablar?
-Ya sabés -respondió Gael.- Nadie cercano a Ivi.
-¿Todavía pensás en ella, otario? Vos la oíste. Le gustan los hombres que tengan algunos años más que ella. Y vos tenés dos menos.
-Que dentro de algunos años dejarán de ser diferencia. Y yo tendré mi oportunidad.
-A obcecado nadie te gana. En fin… Si ella te acepta, a mí no me disgustaría que fueras mi cuñado.
Con esta declaración de Diego no se habló más del asunto. Ivana no le dirigió la palabra a su hermano por un mes y se refugió en la amistad de Gael que ahora, por estar sospechada su hombría, le era tan natural como con sus iguales. Él disfrutó de su confianza y sufrió las veces que ella se creyó enamorada. Hasta la noche en que, con Diego, la arrebataron de la casa del abusador, que abrió un nuevo capítulo en su relación. Ivi nunca mencionó con él el episodio y poco a poco se fue alejando de su esfera de influencia sustituyéndolo con nuevas amigas. Gael terminó su doctorado en medicina antes de que Diego se recibiera de biólogo y esperó pacientemente el momento de acercarse a Ivana.

lunes, 19 de marzo de 2012

AMIGOS Y AMANTES - I


A Ivana, con sus veintiocho años, le pesaba la vida. No encontraba más aliciente que su carrera, por la cual sometía cinco horas diarias de su tiempo al despotismo de la dueña del estudio jurídico. Hay que pagar el derecho de piso, decía su hermano Diego. Ella pensaba que los desaires que debía tolerar le daban derecho a un edificio completo. Descargó sobre el sillón de la sala su cartera y las carpetas que debía llevar a Tribunales a primera hora del día siguiente y arrastró los pies hasta la cocina. En el freezer encontró una presa de pollo con verduras y lo calentó en el micro ondas. Comió de parada, sobre la barra, y acompañó el bocado con un vaso de agua. No veía la hora de tirarse en la cama. Su mamá la despertaría cuando volviera de la clase de gimnasia y podría darse una ducha antes de partir para la facultad.
-¡Ivi, qué suerte que te encuentro! -Jordi, su hermano menor, se acercó con un álbum de figuritas del último torneo de fútbol.- Me faltan tres jugadores para completar el cuaderno -puso cara de víctima:- y nadie me quiere prestar para comprar unos sobres…
-¿Prestar? -rió su hermana.- ¿Y cuándo lo vas a devolver?
-¡Te juro que este fin de semana! Cuando papá me dé la plata…
Ivana, que desfallecía por acostarse, buscó la cartera y le tendió un billete.
-¡Sos lo más! -dijo el chico en medio de un turbulento abrazo antes de correr hacia la calle.
Ella sonrió, porque Jordi era su debilidad. Lena, su mamá, lo había gestado alrededor de los cuarenta años (con ayuda de su papá, desde luego), y después de un embarazo complicado nació el delicado bebé que les provocó mil sobresaltos hasta que su crecimiento se estabilizó. Como única descendiente femenina fue la mano derecha de Lena para atenderlo, forjando con Jordi un lazo de características cuasi maternales. Amaba a ese hermano peculiar que transitaba entre la adultez y la inocencia. Suspiró y se impulsó hacia su dormitorio. Se volvió al escuchar que se abría la puerta de ingreso. Escuchó la voz de Diego y la de su inseparable amigo Gael. Se apuró a subir la escalera esperando no ser sorprendida por los muchachos y malogrado su merecido descanso. Cerró la puerta del cuarto con sigilo y se desvistió. Su próximo contacto con la realidad, fueron las suaves sacudidas prodigadas por su madre.
-¡Dale, Ivi, que son las seis! Preparate que te espero abajo con la merienda.
Ella sonrió y devolvió el beso de su mamá. Después de la siesta, se sentía más optimista. Se dio un baño rápido y se vistió con un jean y una remera de cuello alto. El otoño había asomado fresco y ventoso y ella salía de la facultad a las once de la noche. Eligió un abrigo liviano, levantó el cuaderno y unos apuntes del escritorio y bajó la escalera con rapidez. Tenía media hora para compartir con su progenitora antes de salir.
-¿Ya se fue Diego? -preguntó al no verlo en la cocina.
-Sí. Él y Gael estaban a cargo de una cátedra de Biología. Tu hermano preguntó por vos. Creí que no se habían visto.
-No quise verlo. Estaba cansada y me hubiera estorbado el sueño -dijo mientras untaba una tostada con manteca.
-¿Me parece o estás cada vez más retraída? -inquirió Lena.
-Estoy cansada, mamá -repitió.- Cansada de mi trabajo, cansada de asistir a clases teóricas dictadas por ayudantes inexpertos, cansada de rendir pocas materias al año, cansada de pasar encerrada los fines de semana y cansada de la gente. ¿No es para retraerse? -dijo con gesto desafiante.
-Veamos -repasó su madre sin apocarse- varias de estas cuestiones tienen solución. Podés dejar ese trabajo cuando quieras y dedicarte todo el tiempo a estudiar -detuvo la protesta de su hija con un gesto y continuó:- Podrías optar por las cátedras más adecuadas y acabar la carrera en menos tiempo, y podrías -acentuó- salir los fines de semana con tus amigas y, ¿quién sabe?, encontrar un noviecito que le ponga un poco de color a tu vida.
Ivana la dejó exponer. Ahora refutó los argumentos de Lena con paciencia:
-Sabés que yo quiero costearme el título, así que ni hablar de dejar el trabajo. Por consiguiente, tengo que renunciar al esparcimiento para poder estudiar. Y también al noviecito, como decís. Que aparte del tiempo que insumen suelen pretender dedicación absoluta.
-Ese tiempo es el del placer, el que te carga de energía para sobrellevar las contrariedades. Vos sos más evolucionada que yo y seguramente sabrás elegir al hombre adecuado. Modelos de hombres respetuosos de los derechos femeninos los tenés en tu familia. Mirá el ejemplo de papá y de tu hermano Diego. Ninguno se interpuso en los proyectos de sus parejas sino que, por el contrario, los estimularon.
-Mamita, no quiero ofenderte, pero ¿a qué proyecto tuyo se opuso papá? Si lo único que pretendías era casarte y ser madre. Por cierto que fue tu mejor aliado. En cuanto a Diego, reconozco que se banca bien la carrera de Yamila. Aunque debe ser porque la conoció cursando el último año. ¡Lo quiero ver cuando Yami deambule de un lado a otro buscando empleo!
-Cuando querés sos irritante, Ivi. Te aclaro que yo abandoné el profesorado de historia porque quise y no porque Julio me lo pidió. Y si ser esposa y madre es una aspiración insignificante, me siento realizada con mi pobre elección que me permitió disfrutar la crianza de mis hijos entre los cuales te encontrás vos -remató enfadada.
-¿Ves? Sabía que te ibas a enojar. No desmerezco tu preferencia, sólo digo que no es lo que persigo para mí y que esta decisión no les acomoda demasiado a los hombres. -Se levantó y la abrazó a pesar de su resistencia. Riendo, la besó y declaró:- Te quiero, mamá, y agradezco tu determinación. ¡Sos la mejor madre del mundo! Palabra de esta hija impertinente.
-Sólo quiero verte reír más a menudo, Ivana. -dijo Lena respondiendo a la caricia.
-Voy a estar bien, mamá. Y ahora me voy porque perderé el ómnibus.
-Te dejo la comida en el micro.
La joven asintió y le tiró un beso mientras salía. Lena quedó con la mirada fija en la puerta que la muchacha había atravesado. Intuía que no era feliz y se preguntaba por qué se obstinaba en no aceptar la ayuda ofrecida para aliviar su aprendizaje. Tampoco la convencía su soledad escogida. A pesar de su carácter rebelde Ivi era una mujer atractiva y cariñosa y, a su entender, necesitada del amor que sólo un hombre podía dispensarle. No quería interferir en la vida de su hija, pero decidió hablar con su marido cuando regresara del viaje de negocios.

sábado, 17 de marzo de 2012

LAS CARTAS DE SARA - XIX


(CAPÍTULO I publicado el 07/12/08)

-¿No conseguiste nada de comer? -dijo contrastando las manos vacías del médico y la realidad de su hambre.
-Pensé en algo mejor -contestó él sonriendo ante su apremio:- Vayamos a mi casa y te prometo una cena sustanciosa. No quiero que pasemos otra noche en este lugar.
Sara lo miró dubitativa. Una voz resonó en su cabeza:
-Váyanse -era la de don Emilio.
Asintió antes de que Max notara su vacilación, pero una oscura urgencia la llevó a contrariar su propuesta:
-No antes de pasar por el Trust. Necesito hablar con Ada.
-¿No podés esperar hasta mañana? -Ante el gesto de la chica, entre suplicante y decidido, se rindió.- ¡Está bien! Pasemos antes por el Trust.
Ella ni siquiera le agradeció, extraviada en la sensación que la había invadido. Lo siguió hasta el auto mientras una imagen se iba perfilando en su mente. Era la de Nina, escudada detrás de la pantera que desafiaba a la bestia negra. Rompió el silencio que los acompañaba en el trayecto con una exclamación:
-¡Nina está en Gantes! ¡Y puede estar en peligro, Max!
-¿Cómo podés saberlo? -dijo desviando por un momento la mirada de la ruta.
-Porque pude advertirle que usara el tapiz como escudo para defenderse -afirmó con certidumbre- pero no sé si podré continuar protegiéndola. ¡Tiene que irse de este pueblo!
-Estabas soñando -señaló el médico.- Yo fui testigo de tu sobresalto y escuché que mencionabas el tapiz.
Ella, contrariada, se hundió en el respaldo del asiento sin contestar. ¿Qué esperabas? Es normal que tome cada una de tus palabras como un desvarío. Vos también, antes de llegar a Gantes, hubieras mirado con desconfianza a quien te hablara de apariciones o precogniciones... ¿Podré convencerlo de que no deliro? ¡Por favor, no quiero cometer errores! Y no quiero tener la responsabilidad de que la Energía Negativa domine por otros cien años. ¡No soy una gladiadora! Sólo una pobre mujer que deseaba recuperar un lugar en el mundo… La invadió una sensación de desagrado ante su tono quejumbroso. No condecía con alguien que debía enfrentarse a fuerzas tenebrosas que requerían entereza y compromiso. Si le habían sido otorgado dones que excedían la humana comprensión, debía utilizarlos de acuerdo a sus convicciones de vida. Si Max la amaba, entendería. Don Emilio dijo que El Enviado desconoce su rol en esta confrontación. ¿Qué orden alteraré si le develo su cometido?
-Llegamos -la voz del médico la remitió a la realidad.
Bajó del coche con rapidez y se precipitó hacia la entrada de la galería. Empujó la puerta del bar y se quedó inmovilizada contemplando el perfil de su amiga que escuchaba con atención las palabras de Ada. Dante fue el primero en verla, y su gesto de alivio enfocó la mirada de Nina en Sara. Con un grito saltó de su silla y corrió hacia ella. Ada y Dante, al lado de la mesa, y Max, desde la entrada, asistieron al estrecho abrazo de las dos jóvenes y a las lágrimas de alegría por el postergado encuentro. Se separaron riendo, arrinconando el sentimiento de fatalidad que las embargara. Seguidas por el doctor Moreno, se acercaron a Dante y Ada a quienes Sara saludó con efusión.
-¡Ya les dije que Sara estaría bien cuidada por el doctor! -expresó Ada con satisfacción.
La joven aprovechó la introducción para presentarlo a Max. Dante estrechó una mano que le respondió con firmeza y Nina le dio un beso en la mejilla como si fueran viejos conocidos.
-Gracias por protegerla -le dijo al cabo del saludo.
Max sonrió y Nina reparó en el atractivo que el gesto imprimía al rostro austero. Sus ojos se fijaron en el brazo de su amiga:
-¿Cómo está tu herida? -preguntó afligida.
-Sanando -dijo Sara restándole importancia. Después, preocupada:- No tomen lo que voy a decir como un desaire, pero preferiría que no hubiesen venido. Temo que pase algo malo… -terminó con un hilo de voz.
-¿Qué decís? -interrumpió Nina- si por eso vinimos precisamente. Deploro no haber prestado más atención al contenido de tus cartas porque si no, hubiéramos viajado mucho antes.
-¡Ay amiga! Conociéndote, hubo cosas que no debí contarte -se lamentó Sara.
-Esperen, jovencitas -intervino Max- presumo que todavía hay muchas cosas que Sara debe contarme y además se impone que mañana estemos en la clínica a primera hora -se volvió hacia la muchacha:- No puedo dispensarte de venir al trabajo por la mañana, pero si terminamos con todos los trámites administrativos, podrás dedicarte a tus amigos a partir del mediodía.
-Me parece bien, Max. ¿Adónde se van a alojar? -se interesó.
-Ya tenemos una habitación el hotel que nos indicó Ada -participó Dante.
-Están en un buen lugar, Sara -dijo Ada.- Cosme es el encargado y un hombre confiable.
La joven asintió. Se volvió hacia el grupo y anunció:
-Necesito hablar un momento a solas con Ada. Discúlpennos -y le hizo señas a la mujer para que la siguiera cerca del mostrador.
Dante y Nina esperaron en silencio. La muchacha estudió la cara del médico que lucía hermética. Y no es para menos. La actitud de Sara era desconsiderada. ¿Acaso él no se había preocupado por ella? En realidad, es desatenta con todos. Nosotros viajamos relegando cualquier compromiso y ella se pone a cuchichear con esa mujer. ¿Habrá vuelto a tomar píldoras? Seguro que Max no lo sabe. Debo advertirle.
-Perdonen -la voz de Sara, que volvía con Ada, la sobresaltó.- Un último favor, Max. Llevemos a Ada hasta su casa.
Él asintió y se volvió a saludar a los visitantes:
-Los veré mañana. Espero que descansen.
-¿Podemos ir con ustedes? -dijo Nina.- Así podré estar un poco más con mi amiga.
-Es tarde, querida -terció Dante.- Mañana tendrán todo el tiempo para verse. Además, el auto está a varias cuadras.
-¡Por favor…! -rogó Nina al trío.
-Por mí no hay problemas -accedió Max.- Los alcanzaré al hotel cuando volvamos.
Después de dejar a la mujer en su casa, Sara le pidió al médico que pasaran por lo de Biani para darse una ducha y cambiarse de ropa.
-¿Querés conocer mi casa? -le dijo riendo a su amiga.
-Mañana. Ahora te espero en el auto.
Sara la miró con extrañeza pero no insistió. Bajó del coche prometiendo volver lo antes posible. Nina era presa del apremio por contarle a Max los antecedentes de Sara con las drogas. Debo manejarme con cautela. Que no piense que quiero censurarla. Lo hago por el bien de ambos y para que juzgue la veracidad de sus confidencias.
-Max -comenzó vacilante.- Hay algo que me tiene muy preocupada con respecto a Sara.
El médico se volvió hacia la pareja y la miró interrogante. Dante había fruncido el ceño esperando las palabras de su novia.
-Sabrás que el papá se suicidó en su casa de fin de semana -dijo con pesadumbre.- Sara encontró el cuerpo al día siguiente y por mucho tiempo se culpó de haber llegado tarde. Pensó que si lo hubiera visitado antes podría haber evitado el acto irreparable. Sobrellevó el dolor de la pérdida consumiendo gran cantidad de estupefacientes porque ni siquiera contaba con la compañía de su madre que se dejó vencer por la depresión. Yo veía como se iba deslizando al camino sin retorno de la droga y apelé a su conciencia para que iniciara un tratamiento de recuperación. Fue muy duro -recordó con voz quebrada.- Para las dos. Porque veía que mi amiga del alma sufría sicológica y físicamente al no tener la continencia de los narcóticos. Pero lo superó y recuperó poco a poco las ganas de vivir. Temí una recaída cuando murió su mamá, o cuando perdió el trabajo. Sin embargo Sara siguió luchando contra la adversidad. Hasta llegar a este lugar.
-Soy médico, Nina -interrumpió Max.- Y no me consta que Sara haya estado bajo el efecto de medicamentos.
-Si hice un repaso de esta etapa de su vida -dijo con tono lastimero- es porque sus cartas testimonian situaciones que parecen ajenas a la realidad y no condicen con las creencias de Sara. -Se acurrucó sollozando sobre el pecho de su novio:- ¡Ah, mi amor! No quiero volver a recorrer ese calvario…
-Shh… -la consoló Dante.- No pasará ni está pasando, Nina. Pertenece al pasado de Sara que no muestra indicios de estar consumiendo nada.
Ella, con el rostro oculto contra la remera de su pareja, sonrió. La semilla estaba sembrada.

domingo, 11 de marzo de 2012

LAS CARTAS DE SARA - CAPÍTULOS V y VI (reposición)


LAS CARTAS DE SARA - V

Querida Nina: Estoy desvelada. Acabo de llegar de una reunión y es demasiado tarde para saciar mi curiosidad. Todos duermen en la casa. Vos sabés que soy poco observadora, así que no te vas a extrañar que recién al finalizar el encuentro haya caído en la cuenta, por repetición y asociación, de que casi todos los presentes ostentaban el mismo símbolo, ya sea en un anillo, un colgante, un prendedor, un tatuaje o un distintivo. Está formado por dos triángulos, uno negro y otro blanco superpuestos en forma invertida sobre un anillo irisado. El triángulo negro siempre apunta hacia abajo. Esta minuciosa descripción es fruto de mi despierta conciencia al reparar en el objeto –que estaba mirando por enésima vez- colgado del cuello de Carolina. Jorge, un médico residente, me trajo a la vuelta, y no quise preguntarle nada porque se había puesto bastante pesado al encontrarnos a solas. No veía la hora de llegar para no contestar agresivamente a sus insinuaciones. ¿Será mi destino despertar sólo bajos instintos? En fin, como hace poco que estoy, enfrié su ardor con mi silencio y me bajé del auto lo más rápido que pude. Te cuento de la fiesta. Estaba convocada para festejar el cumpleaños del Dr. Fernández, el médico más veterano del hospital. Es para mí el típico médico de cabecera: amigable, pausado, siempre bien dispuesto. Y muy reconocido de mi labor. Aunque no lo creas, en este nido de profesionales soy una persona muy valorada por animarme a lidiar con una tarea que necesitan y rechazan: el orden administrativo. Para ellos es tan misterioso como para mí lo es el diagnóstico de una enfermedad. Como es una clínica mediana, no me resultó difícil sistematizar ficheros y comprobantes, y respetando esta organización, te confieso que pronto me sobrará tiempo. Estoy decidida a discutir esta posibilidad con Max, pues desearía dedicar estos momentos a cualquier actividad productiva. Espero que el premio a la eficiencia no conduzca a una rebaja de horas y sueldo (esto último corre por cuenta de Sara La Desconfiada). De cualquier forma, no andar detrás de sus papeles les deja momentos para asomarse por mi oficina entre paciente y paciente. Mientras acomodo comprobantes, charlamos de distintos temas. Con los médicos más jóvenes me tuteo, salvo con Max y el Dr. Fernández. Carolina me participó de la fiesta y me dijo que pasaría a buscarme a las nueve de la noche. Me aclaró que habría comida y bebida. Cuando llegué a mi habitación no me llevó tiempo elegir atuendo. Descolgué la solera roja (estaba impecable), busqué los zapatos y la cartera al tono, y un abrigo liviano. A continuación le avisé a Mercedes que esa noche no cenaría en la casa y me bañé. En el interín aparecieron Analía y Daniel. La primera, para averiguar adonde iría y curiosear mi guardarropas. (Estamos intimando, como verás). Insistió en que dejara mi pelo “suelto y natural”; “como salido de la ducha”. Daniel me miraba con el deslumbramiento inocente de los hombres incipientes (sé que se jacta de mi compañía ante sus amiguitos) y se fue contento porque le prometí que iríamos el domingo a ver la ‘última de terror’. Carolina llegó puntual. Estaba muy linda con su vestido blanco. Pero no hubo intercambio de elogios. Me escuchó neutramente y puso el auto en marcha. ¡Pero vayamos al festejo! Se hizo en el patio cubierto de la confitería. Espacioso, con muchas plantas. Una mesa al costado con bocaditos y sándwiches, otras dos con vasos y bebidas, sillas dispersas. Bajo una arcada con luces, Jorge (el médico que te mencioné antes) y Javier (otro médico) se ocupaban del equipo de sonido. Las miradas convergieron sobre nosotras cuando entramos. Viendo caras familiares me olvidé del pequeño desaire y saludé con un beso al Dr. Fernández. Se lo veía muy sonriente. Benito, un enfermero con el que habitualmente converso, reclamó su beso y se lo di al tiempo que le agradecía un trago de frutas. Juanita, con un llamativo vestido brilloso, agitó su mano desde lejos mientras acomodaba la mesa de comestibles. Había varios grupitos de médicos, enfermeros y secretarias, que fui recorriendo y saludando. Me sobresalté y me puse colorada (¡me vi en el espejo!) cuando me topé con Max que estaba casi a mi lado. Me salió un saludo atropellado y desvié la mirada de sus ojos tan inquisitivos como una tonta adolescente (o como temiendo que sorprendiera mi recién descubierto interés por ubicarlo entre la gente). Seguí mi camino y no recuerdo que me respondió. Este incidente me hizo reflexionar acerca del oculto deseo de ver a mi jefe en otro ámbito que no fuera el de trabajo. Te aclaro que no me quita el sueño, que no vivo pensando en él, que en la clínica me lo cruzo como a cualquier otro, que me dirige la palabra menos que a otros y que sin duda yo deseaba comprobar como reaccionaría al verme con ojos de fiesta. Creo que tenía la perversa ambición de hacerle perder la compostura. Y la que la perdió, fui yo. Pero no te desalientes, amiga mía, porque me repuse, seguí alternando, comí, bebí, y especialmente bailé toda la noche. Hasta –casi- con Max. Al final de la reunión, cuando hasta el sueño se quería ir a dormir, pusieron unos temas lentos como para ir parando la música sin estridencias. Acepté la invitación más inofensiva de entre los poco sobrios aspirantes: la del doctor Fernández. Bailábamos en un silencio amable cuando de pronto, con un giro, atajó a una pareja, me soltó y siguió bailando con la mujer. Eran Max y Carolina y, por un instante, mi mirada se atrevió a escrutar los ojos del hombre que esperaba por mí. Por un instante. Porque me provocó un extraño anhelo. Cuando nos acercamos para continuar la danza: fin de la música. Ese breve momento embarazoso me suscitó una espontánea risa que distendió también los labios de Max en una leve sonrisa. Me escoltó fuera de la pista y todos comenzamos a despedirnos. El resto ya lo sabés. Creo que el próximo fin de semana te iré a visitar. Te confirmaré la fecha. Espero encontrar adelantado el telar que mencionaste por teléfono. Un beso enorme de tu amiga, Sara
Nina no habló inmediatamente. Sostuvo la carta en la mano y la instó a su madre:
-¿Hay algo en este relato que te llame la atención?
-Bueno, fue víctima de un asedio, si te referís a eso.
-¿Otra situación que se salga de lo común…? –dijo la hija con impaciencia.
-¿Que se está enamorando del doctor…? –aventuró Rosa.
-Ma, eso forma parte de la vida cotidiana. ¿No hay un detalle inusual? –insistió la joven.
La madre hizo un esfuerzo por recordar la narración. Su rostro se iluminó:
-¡Claro! La mención al adorno que llevaban todos. ¿Te parece significativo?
-¿A vos no te llamaría la atención que todas tus amigas y amigos llevaran aros de argollas?
-¡Nena! Los hombres con aros de argollas…
-Aros, colgantes, prendedores, da lo mismo. Pero todos ostentando las mismas argollas…
-Sí –dijo Rosa.- Sería llamativo, al menos.
-Y si vos no las llevás, ¿no preguntarías el porqué de esa peculiaridad? – indagó su hija.
-Sí. Quisiera saberlo. ¿Y por qué Sara no lo aclaró?
Nina echó una ojeada a la carta. La acomodó en la carpeta y le contestó a la mujer:
-Porque su acompañante se había puesto pesado y no veía la hora de perderlo de vista –su rostro se ensombreció.- En cartas posteriores da más detalles de ese símbolo. ¿Por qué no habré puesto la misma atención en ese momento? Hubiera ido a buscarla antes.
-Dejá el famoso complejo de culpa a un lado y concentrate en el presente –Rosa miró el reloj apoyado en la mesa de luz:- ¡Son las dos de la mañana! –Luego, con afecto no exento de firmeza:- Vamos a dormir, hijita. Para interpretar lo que sigue, creo que nos conviene estar descansadas. Seré otro par de orejas y te ayudaré a preparar la valija. Pero mañana. Prometeme que te acostarás.
Nina inhaló y exhaló con hondura. La ansiedad la impulsaba a releer todas las cartas esa misma noche, pero comprendió que su madre tenía razón. Vería las cosas con más claridad en la mañana. Le contestó:
-Te lo prometo. Y alcanzame una de esas píldoras que tomás para dormir. La voy a necesitar.

LAS CARTAS DE SARA - VI

El viernes Sara llegó a la clínica pasadas las diez y media de la mañana después de esperar a Melián hasta las nueve y media. Mientras viajaba en el ómnibus, que había demorado una eternidad para su sentir, la inquietud la acometió. Melián la pasaba a buscar todos los días a las ocho y treinta y esta deserción era inexplicable. Con los teléfonos que estaban fuera de servicio, era imposible comunicarse con la clínica y aventar la preocupación que la dominaba. ¡Cómo deseaba que las palabras de don Emilio fueran proféticas y ella pudiera anticipar los acontecimientos! Entonces sabría por qué Melián no había venido y por qué el pueblo estaba incomunicado tanto tiempo. Pensó en su amiga Nina y en la necesidad que tenía de verla, de hablar con ella, porque las cartas no podían suplantar la tibieza de su presencia. Pero mejor así, se dijo. Presentía que su amiga correría peligro en ese lugar. Cuando bajó del ómnibus cruzó rápidamente la ruta desierta, atravesó las verdes lajas hasta la puerta automática y casi tropieza con Carolina en su vivaz entrada.
-Creí que ya no vendrías… -le dijo con inflexión admonitoria.
-Me demoré porque Melián no vino a buscarme –explicó sintiendo que su respuesta sonaba a una excusa.
-No sabía que el guardaespaldas era tu chofer –el tono era desdeñoso. Le aclaró:- Esta mañana salió temprano con el doctor Moreno. ¿Así que no tuvo la delicadeza de ponerte al tanto de sus movimientos?
Sara no contestó. Dio media vuelta y se refugió en su oficina. Con el paso del tiempo a Carolina le resultaba más difícil ocultar la antipatía que ella le inspiraba. A medida que avanzaba su relación con Max los desplantes y las indirectas arreciaban. En general las ignoraba, pero esa mañana se habían sumado varios acontecimientos que la debilitaban: las ausencias sorpresivas de Max y Melián y la llegada tardía a su lugar de trabajo. Buscó entre los papeles esparcidos sobre su escritorio alguna nota que esclareciera la marcha inesperada del médico. Después de revisarlos varias veces concluyó que tendría que esperar su regreso para enterarse. Un golpe en la puerta la sacó de su abstracción. Juanita entró con una bandeja que contenía un servicio completo de cafetería.
-Buen día, señorita Sara. El doctor me pidió que le sirviera el café a la hora que llegara. Completo, me recalcó. Supongo que no habrá desayunado…
La joven la miró sorprendida. ¿Cómo supo él que por esperar a Melián no había tomado siquiera un trago de cualquier infusión?
-¡Buen día, Juanita! No desayuné y mi estómago está gruñendo. ¡Gracias!
-Déselas al doctor cuando vuelva. No me animé siquiera a recordarle que el servicio cierra a las nueve. Me lo ordenó ¿sabe? La debe tener en mucha estima porque a mí siempre me pidió las cosas por favor…
Sara le prodigó una sonrisa enigmática. La mujer vaciló y, dándose cuenta de que no habría confidencias, se encogió de hombros y salió. La muchacha dio cuenta del tardío desayuno con satisfacción. Max no estaba pero con ese gesto le decía que la tenía presente. Trabajó de buen ánimo hasta que Juanita le avisó que ya estaban reunidos para el almuerzo. Se sentó en la mesa de siempre y, como al descuido, preguntó:
-¿Alguien sabe adónde está el doctor Moreno?
-¿Acaso no lo sabe usted? –Juanita parecía escandalizada.- ¡Usted es la secretaria y tendría que saberlo!
-La secretaria del doctor es Carolina –le respondió apaciblemente.- Yo soy la empleada administrativa.
-¿Por qué no le pregunta a Carolina, entonces? –volvió Juanita a la carga.
-Porque ella no lo sabe –explicó con paciencia.
-Estamos tan sorprendidos como usted –dijo Milano.- Cuando el doctor tiene una urgencia lo acompaño yo, pero hoy se llevó a Melián –concluyó disgustado.
Sara observó con atención a los comensales. Salvo Dora y Milano que rehuyeron su mirada, los demás se la devolvieron afectuosamente. Terminaron de comer en silencio y ella fue la primera en levantarse para volver a la oficina. ¿Por qué Milano estaba tan contrariado? Por lo que ella conocía, las órdenes del doctor no se discutían. Y seguramente él tendría sus razones para reemplazarlo. ¡Cuánta falta le hacía su amiga pensante para debatir estas impresiones! Una vez le había anunciado una visita frustrada, pero ahora estaba decidida a cumplirla. En cuanto volviera Max se lo diría.

martes, 6 de marzo de 2012

LAS CARTAS DE SARA - XVIII

Max miró la carita casi suplicante de la muchacha y, en silencio, hizo un gesto de asentimiento. El suspiro aliviado de Sara lo llenó de interrogantes que ahora no quería plantear por el delicado estado de la joven. Cuando Mirta lo llamó, recién entraba en su consultorio. Nada pudo decirle del accidente que había sufrido Sara porque ella nada dejó trascender. Otro enigma que se sumaba a la llamada ficticia de auxilio médico que lo tuvo alejado de la ciudad casi toda la noche. No quería ser suspicaz, pero ¿alguien intentó distanciarlo para lastimar a la joven? Él era un hombre racional, por características personales y por la profesión elegida. No podía dar espacio al sentimentalismo porque, aunque desarrollara su práctica con dedicación, algunas veces había vidas que no conseguía salvar. Hasta la llegada de la muchacha sus días en Gantes discurrían entre la atención de la clínica y las periódicas visitas al pueblo donde residían sus padres adoptivos. Julio y Marta habían sido, tal vez, los forjadores de su carácter dedicado pero poco expresivo. Se habían hecho cargo del niño abandonado en la puerta de su casa por el elevado sentido de responsabilidad que los caracterizaba, pero nunca desarrollaron una verdadera relación de padres amorosos. Su axiomática creencia de que los mimos atentaban contra la disciplina, relegaron las demostraciones afectuosas a lo imprescindible. Ninguna necesidad material lo abrumó y sus padres respetaron la elección de la carrera universitaria que cursó en Buenos Aires. Su aplicación le valió una beca integral que le permitió consagrarse al estudio tiempo completo y, después de varias residencias en hospitales y sanatorios privados, concursó para el cargo de director de la clínica de Gantes. Salvo el enfrentamiento por la contratación de los médicos auxiliares, nadie había cuestionado nunca sus decisiones. Se remontó al llamado de Sara solicitando el puesto de secretaria meses después de que varias postulantes hubieran renunciado a organizar el desbarajuste administrativo. Pensó que la candidata debía estar muy necesitada de trabajo para animarse a contestar un aviso publicado hacía tanto tiempo, así que le daría la oportunidad de salir huyendo como a las aspirantes anteriores. Su primera sorpresa fue encontrarse ante una joven de frágil aspecto y sumamente atractiva que le provocó una extraña conmoción. Tal vez por eso la atendió lacónicamente y la despidió aprisa. Después lo asombró el talento que tenía para desenvolverse con autonomía en un medio desconocido y la destreza para ordenar la maraña burocrática en la que se habían deslizado. Se encontró esperando cada almuerzo sólo para verla y comenzó a visitar su oficina con asiduidad. La cena que disfrutaron a solas culminó con un beso que nunca había compartido con otra mujer. Así como su relación con Iris estaba libre de cualquier connotación que no fuera el disfrute sexual, los sentimientos que le inspiraba Sara alteraban la prolijidad de ese mundo por el que transitaba con absoluto control de sus emociones. Se abrió a la observación de un entorno que le había sido indiferente -porque no interfería en su praxis-, ante la decidida intervención de la muchacha que auxilió a una lugareña y la llevó hasta su consultorio para que la atendiera. Después de asistirla, Sara le transmitió su preocupación de que los habitantes de los suburbios no tuvieran un dispensario cerca al que recurrir en caso de urgencia. ¡Vaya que el sutil cuestionamiento le hizo sentir que faltaba a su juramento hipocrático! Él mismo se ocupó de buscar el lugar adecuado en el centro de la villa, equiparlo e instalar un médico en forma permanente que era auxiliado por una enfermera que, hasta el momento, era la única referente entre los vecinos. No esperaba ninguna honra por cumplir con su cometido, pero la radiante mirada de la joven cuando se inauguró la enfermería lo llenó de regocijo. A medida que Sara se insertaba en la comunidad, se manifestaron situaciones y actitudes que lo sacudieron de la inercia profesional en la que trajinaba. Tomó conciencia del estricto sistema de clases que reproducía en su hospital las relaciones entre los residentes de la ciudad y los de la periferia, y de la innegable inclinación de Sara por la gente más sencilla. El trato con Carolina era cada vez más distante, especialmente desde que coincidieron en el teatro y él invitó a la muchacha a compartir el palco. Después estaban los acontecimientos que, antes de ahora, la habían puesto en peligro. Como la amenaza del can ante quien se había interpuesto para que no la atacara, o la insólita expedición al barranco de la que fue rescatada por Melián. Sí, había incógnitas para develar, pero las postergaría hasta que descansara y pudiera relatarle el origen de su herida. Estacionó el auto y abrió la puerta para que bajara la joven. La sostuvo cuando trastabilló al poner sus pies en la vereda y la condujo hasta la sala de primeros auxilios. Después de asegurarse que la herida estaba enteramente desinfectada, volvió a vendarla y le suministró una dosis de antibiótico. Instruyó a Joaquín -uno de los nuevos médicos que había contratado- para que cubriera las guardias y lo llamara en caso de urgencia. Condujo hasta Palo Verde y se detuvo en un motel de las afueras adonde rentó una habitación.
-Vas a tomar este sedante -le dijo a Sara alcanzándole un comprimido y un vaso con agua- y después te vas a acostar.


Ella obedeció pero hizo una observación:


-¿Y vos?


-Yo dormí anoche varias horas y, por lo que me contó Mirta, vos nada. -Dulcificó su voz y deslizó la mano por su cabeza:- Andá, descansá y después hablaremos.


Sara estaba al borde de su resistencia y se dirigió hacia la cama de dos plazas para tenderse vestida. Poco después dormía. Max le quitó los zapatos y la cubrió con una manta. Largo rato estuvo velando el sueño de la mujer que lo había transportado a un paraje interior adonde atesoraba emociones no expresadas. Se dejó embargar por los sentimientos que afloraban al contemplar el dulce rostro sosegado y la tentadora forma de su cuerpo velado por el cobertor. Una oleada de deseo lo golpeó imaginándola entre sus brazos. Desde que la conoció supo que anhelaba algo más que la pura satisfacción sexual que lo ligaba a Iris. Ellos eran compañeros de cama que evitaban la promiscuidad y calmaban la demanda de sus instintos. Se conocieron cuando él acudió a un llamado de asistencia médica que terminó en el dormitorio de la atractiva mujer. No mediaban promesas ni compromiso entre ambos y establecieron un grado de franqueza que disimulaba la superficialidad de su relación. Pero Sara… Hacerle el amor sería el súmmum del placer, la perfección del sexo compartido. Se inclinó hacia ella encandilado por la boca entreabierta que invitaba al beso cuando debió apartarse con rapidez para evitar que chocaran sus cráneos. Sara se había sentado súbitamente en el lecho y sus ojos abiertos miraban con fijeza una escena que él no podía ver. Pasó una mano delante de las pupilas dilatadas que no reaccionaron a la intrusión.


-El tapiz, Nina -dijo con voz clara y volvió a recostar su cabeza en la almohada para retomar el sueño interrumpido.


El médico se reclinó en la silla con gesto pensativo. Nina era la amiga de Sara que había quedado en su ciudad natal. Sus palabras sonaban a advertencia. ¿En qué mundo se habían encontrado? A las siete de la tarde la muchacha se removió en el lecho y abrió lentamente los ojos. Los enfocó en el rostro del hombre y una leve sonrisa de complacencia iluminó sus facciones. Max la contempló subyugado y por un momento olvidó las circunstancias que los tenían refugiados en ese lugar. El frustrado impulso de besarla desanduvo el tiempo para corregir la caricia malograda. Sus labios ardientes encontraron la suave boca de la joven que se rindió a la suya con un suspiro tembloroso. Quería más que explorar la boca; su cuerpo, magnetizado, se volteó sobre el de ella que pareció amoldarse con docilidad a la demanda masculina. Sara se sintió avasallada por una ola de sensualidad que la arrastraba al encuentro del placer que las caricias y las palabras de Max prometían. Un leve sonido la aisló por un momento del reclamo del hombre. Abrió los ojos y gritó al ver la amenazadora estampa del mastín dispuesto a saltar sobre la espalda del médico. Él se incorporó sobresaltado y giró hacia donde estaba clavada la mirada de la muchacha sin distinguir ninguna anomalía. El estado de pánico de Sara canceló el arrebato amoroso inminente. La tomó por los hombros y la apretó sobre su pecho intentando borrar el espanto que colmaba sus pupilas.


-¡Sara, Sara…! ¿Qué viste, querida? Aquí no estamos más que nosotros -la separó de su cuerpo y la besó en la frente. Después le exigió en tono perentorio:- Quiero que me cuentes lo que pasó anoche.


Ella se sentó en la cama sabiendo que aún no estaba preparada para presentarle una historia que fuera admisible. Intentó minimizar el episodio reciente:


-Lo haré, Max. Pero después de comer algo. Creo que hace un montón desde mi última ingesta y es lo que deforma mi percepción -dijo con una vocecita desamparada que despertó la omnipotencia varonil.


-¿Buscamos la comida juntos? -preguntó él levantándose.


-No. Te espero -y ante el gesto dubitativo del hombre insistió con una sonrisa animosa:- Andá tranquilo que voy a estar bien.


-No voy a demorar. Me llevo la llave así no tendrás que abrirle la puerta a nadie -le informó.


Lo vio salir con la certeza de que la aparición que la había aterrado tuvo el propósito de impedir la consumación amorosa entre ella y Max.


-¿Cuánto puedo contarle, don Emilio? -acudió a su mentor por ayuda.


-Lo que intuyas que comprenderá -fue la respuesta.


Los hechos vividos desfilaron por su mente y poco después, cuando entró Max, estaba dispuesta a correr el riesgo de sincerarse.