LAS CARTAS DE SARA - III
“Nina: Hace una hora
que acabo de cenar. Ya me bañé (prefiero quedarme un ratito más en la cama por
la mañana) y ahora paso a contarte los últimos sucesos. (¿Sabés que Freud le
escribió a su novia 1.500 cartas? Esto lo menciono porque te imagino rodeada de
papeles y desesperada por tener que leerlos todos. YO no voy a escribirte ni la
décima parte. Espero poder visitarte en poco tiempo). En primer lugar, ayer me
levanté apenas sonó el despertador (si no lo hubiera puesto creo que hubiera
dormido más tranquila, sin la horrible duda de si sonaría), me duché en el
bañito de enfrente de mi cuarto (la bata que me regalaste el año pasado le
encantó a Mercedes) y me vestí cuidadosamente antes de sentarme a desayunar. A
esa hora ya estaban levantados Antonio, el dueño de casa, Francisco, el hijo
mayor, y Analía, la hija del medio. Los chicos tienen 17 y 15 años respectivamente,
según me informé mientras tomaba el mate cocido con leche. El más pequeño,
Daniel, aún dormía (tiene 7 años y va a la escuela de tarde). Noté que la
familia me observaba con curiosidad. Seguramente se preguntaban qué
extraordinario acontecimiento habría empujado a una mujer de la ciudad a
refugiarse en un lugar tan aislado. Ningún motivo romántico, por cierto. Cuando
solicité indicaciones para llegar hasta mi lugar de trabajo, Francisco me
aclaró que lo podía hacer de dos formas: mediante un ómnibus local que pasaba
por la ruta cada media hora, o a través de una senda que nacía o moría
(conforme se iba o se venía) en los fondos de la casa. Era una vía directa, de
no más de cinco cuadras (¡de campo! según descubrí más tarde), que llegaba hasta
la Clínica. Se
ofreció para acompañarme para que aprendiera el camino y a las ocho y media
partimos. Tendría que haber renunciado a seguir cuando los primeros ripios se
guarecieron en mis zapatos. Cada tanto me paraba a devolverlos al camino, pero
las medias ya habían sufrido las consecuencias. Después de un trecho, el
pedregullo se convirtió en tierra. Debo confesar que el camino era espléndido,
entre pinos fragantes y olmos imponentes que desflecaban al sol. Ya caminaba
más confiada y apretando el paso para recuperarme de las detenciones, cuando
miré mis zapatos. ¡Estaban blancos de tierra! Francisco, ante mi exclamación de
disgusto, me aseguró que podría sacudirme el polvo apenas cruzáramos la
carretera. Así que seguí caminando sin tregua. Pronto dejamos el bosquecillo
atrás. Avisté el moderno edificio que se levantaba al otro lado de la ruta,
rodeado de árboles y cortejado por enredaderas florecidas. No se parecía en
nada a un hospital. La vereda de la entrada y el camino de acceso eran de lajas
verdes que se fusionaban con el césped. Allí me detuve a limpiar mis zapatos y
a componerme para el primer contacto. Me acerqué a la puerta de ingreso que se
abrió en forma automática y me dirigí hacia una ventanilla para identificarme y
preguntar por el doctor Moreno con el cual había tratado mi puesto. La empleada
me miró, me evaluó, y luego habló por teléfono. Me indicó que siguiera por el
pasillo y esperara a ser llamada desde el consultorio número cinco. Mientras
caminaba, me vi reflejada en un espejo. Me acomodé el traje, el pelo, (las
medias no tenían remedio), y seguí hasta el lugar indicado. Aguardé sentada en
un confortable sillón tratando de apaciguar el torbellino de ideas. ¿Cómo sería
este nuevo empleador? ¿Respetaría lo acordado verbalmente? ¿Podría desarrollar
mi trabajo en libertad y confianza? ¿Tendría buenos modales? La puerta del
consultorio se abrió y un hombre de apariencia joven me indicó que pasara. Era
el doctor Moreno. Para resumir: me dio carta blanca para organizar todos los
aspectos administrativos y contables de la clínica siempre que no le planteara
a él ningún ‘fastidioso asunto de papeles’ (sic). Tendría la colaboración de
todo el personal para orientarme en los primeros tiempos y aquí fue donde me
aclaró cuánto y cómo sería la modalidad de pago. Creo que la entrevista duró
tan poco como la paciencia del doctor. Me derivó a su secretaria y mientras la
instruía para que se pusiera a mi disposición, me dio un veloz apretón de manos
y desapareció. Espero que no haga lo mismo con sus pacientes. Carolina –la
secretaria- es una mujer joven y agraciada. Me precedió hasta una oficina
interna con vista al parque trasero. Muy luminosa, con una vista soberbia, y
absolutamente desordenada. Me dijo que hacía más de un año que no se
actualizaban los archivos, que había papelería pendiente de despacho, que sólo
se había gestionado lo imprescindible. Mientras mis ojos sobrevolaban el caos,
mi estómago se contraía invadido por una primitiva sensación de impotencia.
Aspiré con fuerza y le pedí a Carolina que me indicara las categorías de
formularios, libros y documentos que allí se manejaban. Tomé nota
cuidadosamente y apunté descongestionar el escritorio para hacer uso de la PC. Cuando hube
estrujado toda su información, le agradecí y le manifesté que podía quedarme
sola y que si la necesitara, la llamaría. Comencé a separar papeles y a
guardarlos según similares. Carolina, alrededor de las trece, me escoltó hasta
el comedor y me presentó a otros integrantes de la clínica. El almuerzo
consistió en pollo a la parrilla con guarnición de verduras crudas y cocidas,
frutas y gaseosas o agua mineral. Me aclaró que podía pedir café si lo deseaba,
o esperar hasta más tarde cuando Juanita, la empleada de limpieza, lo
distribuyera. Opté por lo último. Volví a mi oficina (apenas ordenada, ya
sentía haberle impreso mi sello) y proseguí con la tarea de higiene. A las
dieciséis, Juanita trajo el café y nos conocimos. Vos sabés cual es mi concepto
acerca del personal de maestranza. A los diez minutos me contó la historia de
su vida e hizo ingentes esfuerzos por enterarse de la mía. Yo le respondí a
todo sin decirle nada y la incorporé a mi lista de ‘buenas relaciones’. A las
dieciocho volvió para avisarme que era el horario de salida. Antes de irme y
cerrar la puerta, eché una mirada satisfecha a mi alrededor. Le había dado la
primera lección de esperanto a esa torre de babel. En el pasillo me crucé con
Carolina que me saludó cordialmente (imagino su alivio por no haber sido
molestada) y rebasé la puerta automática pensando en cómo volvería a la casa.
Afuera me esperaban dos sorpresas: Francisco y Daniel. El más chico de los
Biani es un gordito agradable y perspicaz. Diría que el más sagaz de la
familia. Regresamos caminando por la misma senda, mientras charlábamos
animadamente. Daniel quedó deslumbrado por mis conocimientos de computación, mi
cinturón negro de judo y mi pasión por los relatos de terror, que comparte.
Estos temas fueron apareciendo en ese orden. El primero y el segundo,
exhortados por la andanada de preguntas del chico, cuya locuacidad contrasta
con la moderación del hermano mayor. Y el tercero, convocado por el ocaso. El
bosque luminoso de la mañana se apaga. Los árboles se condensan con las sombras
crecientes y los sonidos se hacen inquietantes. ¿Qué mejor recurso que hablar
del miedo para ahuyentarlo? Te confieso que me confortó divisar las luces
traseras de la vivienda. Francisco me mencionó en ese momento la conveniencia
de tener una bicicleta para mis futuros traslados. Me aseguró que podía
conseguirme alguna prestada. ¿No dirías que percibió mis temores? Tanto
Mercedes como Antonio parecieron satisfechos cuando les aseguré que
efectivamente trabajaría en la clínica y seguiría hospedándome en la casa. Sólo
Analía se mostraba un tanto reticente. Estimé que estaba un poco celosa.
Resolví usar alguna estrategia para romper el hielo. A las veinte y treinta me
llamaron a cenar. Comimos pescado y verduras al vapor. No estuvo mal. Lo mejor,
el budín de pan casero. Me excusé prontamente para venir a mi cuarto, y ahora,
sin excusas, me despido con un beso de vos. ¡Llamame! Sara”.
Madre e hija se miraron.
-¡Normal! –dijeron al
unísono. Nina la colocó sobre la carpeta y tomó la siguiente. Un estruendoso
fogonazo las sobresaltó. Rosa inspeccionó el cierre de la ventana y separó las
cortinas para mirar hacia el exterior.
-Llueve torrencialmente.
¿Viajarán con esta tormenta?
-Mami, faltan dos días
hasta el lunes. Habrá un sol que rajará la tierra y echaremos de menos la
tormenta –acotó Nina pacientemente.
-Si yo soy dramática, vos
pecás de fantasiosa. Espero que tu pronóstico se cumpla mejor que el del
Servicio Meteorológico. -Volvió a sentarse en la butaca y la exhortó:- seguí
leyendo que por ahora no encuentro nada extraño.
LAS CARTAS DE SARA - IV
“Amiga mía:
Todavía no me repongo de la impresión que me causó el asalto que sufriste. El
propio doctor Moreno me llamó para que atendiera a Dante y me dijo que usara
libremente el teléfono. Me sentí más tranquila al escuchar tu voz que calmó ese
desasosiego que me obnubila cuando peligra alguien que amo. El doctor Moreno
(Maximiliano es su nombre; Max desde ahora para nosotras así no escribo tanto)
salió discretamente y no volvió a su consultorio hasta después que hube hablado
con vos. A pesar de su aire abstraído me preguntó si me sentía bien, ya que
seguramente mi rostro traslucía la preocupación por lo sucedido. Fue tan
cordial que le comenté el incidente y se alegró de que no hubiera sido más
grave. Ya pasó a engrosar mi agenda de personas confiables, y vos sabés que
salvo en cuestiones de amor, poco me equivoco en mis juicios. Aunque te
fastidie, opino lo mismo que tu mamá y Dante. La sacaste barata. Los huesos
tienen arreglo. ¿Te acordás de lo que opinamos acerca de las personas
imprescindibles? Pensá... Imaginate que vas a disfrutar más tiempo de la
compañía de tu novio, que tu mamá va a superar sus expectativas de gallina
clueca (dejate atender sin pelear), que mis cartas van a amenizar tu
recuperación, y sobre todo, que estás viva, que te queremos, que encontraste la
mejor excusa para adelantar mi visita. Después de una semana volví al centro de
Gantes y recorrí casi todo el pueblo en bicicleta. Di una vuelta por la plaza
adonde convergen todas las arterias (Azul, Rojo, Verde, Amarillo, Blanco y
Pardo), con la particularidad de que las aceras son de baldosas hexagonales con
el mismo color de su calle. ¿No es la materialización de tus deseos de
despistada? Representate una rueda de seis rayos con las gamas mencionadas y
los tonos orientándote en cada diagonal. Las casas son de distinto estilo.
Algunas de una planta, otras de dos. Todas tienen jardines muy bien cuidados y
están dispuestas sobre amplios terrenos. Hasta las más pequeñas se ven
suntuosas, y los autos estacionados fuera de las cocheras son modernos y
costosos. Antenas de radio y parabólicas en casi todas las propiedades. Infiero
que la gente de menores recursos vivirá en los suburbios, como los Biani.
Esperaba encontrar niños y perros jugando afuera, pero no vi ninguno. La plaza
está muy bien cuidada y en el centro hay una pérgola techada para espectáculos
al aire libre. Es un placer sentarse en los bancos rodeada de árboles frondosos
y arbustos florecidos. Tanta vegetación y ningún trino. La oficina de correos
está sobre la calle amarilla ascendente (AA) y la escuela sobre la amarilla
descendente (AD). La confitería sobre la roja ascendente (RA) el cine sobre la RD (¿captaste?). La iglesia
sobre la VA , la
municipalidad sobre la VD ,
el museo sobre la LA
(si no adivinás te lo aclaro en la próxima), el edificio de bomberos sobre la LD , el teatro sobre la BA , un complejo comercial sobre
la BD , un video
club y disquería en la PA
y la comisaría en la PD. Ese
día había poca gente fuera de sus casas. Cuando me cruzaba con alguien, me
miraban con cierta curiosidad y me saludaban. Supongo que recurrirán a la
telefonista en averiguación de antecedentes. Como habíamos quedado con
Francisco en encontrarnos a las 20 hs. en el video club, no tuve tiempo de
recorrer los lugares que te mencioné. Volví el fin de semana y ya te voy a contar
qué lugares y a quiénes conocí. Francisco llegó a las 19.30 hs. y eligió una
película. Curioseando, vi el último CD de los Big Boys y recordé con cuánto
fervor deseaba tenerlo Analía. Si vacilar, lo compré y lo hice envolver para
regalo. Por una senda entre AD y PD, volvimos en poco tiempo a su casa. La
bici, y conocer la geografía del pueblo, me llenaban de una sensación de
libertad. Llegamos un rato antes de la cena y yo llamé a la huraña jovencita
desde mi cuarto. Apareció con un gesto de fastidio. En ese momento recurrí a
todos mis conocimientos de logística, estrategia, sicología juvenil y
especialmente a mi instinto. Una sonrisa confiable, una mirada firme, un gesto
cómplice al tenderle el brillante envoltorio. Lo tomó con reticencia. Le hice
un gesto para que lo abriera y ¡si vieras qué lucha interior entre recibir el
obsequio y aceptarme, o rechazarlo y mantener la distancia! ¡Big Boys ídolos,
todo lo pueden! Para reforzar el ablande le dije que como a mí me ‘encantaaaba’
esa banda había imaginado que a ella le gustaría escucharlos y que si ya tenía
esos temas podía cambiarlos por otros. La propuesta la sobresaltó (yo jugaba
con ventaja porque había escuchado como ella le confiaba a Daniel su deseo de
tener esta nueva grabación) y me dijo que gracias, que estaba perfecto y que lo
tomaría como regalo de cumpleaños adelantado. Le pregunté cuándo sería y me
contestó que a fin de mes. Y ¡sorpresa! Se interesó por mi cumpleaños, me dio
un beso, y salió con una sonrisa feliz a escuchar inagotablemente el CD (los
decibeles seguramente se deben a su generosa disposición para compartirlo con
otros fans). Durante la cena me dirigió por primera vez la palabra y yo
descubrí cuánto disfrutaba por estar en armonía con los tres hermanos. Creo que
Mercedes y Antonio notaron el cambio de clima y parecían complacidos. Me vine a
mi dormitorio con la sensación de haber obtenido un logro importante. Como
tengo sueño y lo breve y bueno dos veces bueno (¿?), te deseo buenas noches,
paciencia y bienestar. Sabés cuánto te quiero. No me des más sustos. Sara”.
-Esto pasó en la
semana siguiente a la partida de Sara –dijo Rosa.- ¡Qué mal recuerdo, Nina! Si
el mocoso hubiera sacado una navaja en lugar de empujarte…
-¡Pero no hizo
más que empujarme, mamá! Yo caí con el pie doblado y sólo tuve un esguince
–contestó para restarle importancia al incidente.
-Que te tuvo
enyesada por veinticinco días. Eso de llamarme gallina clueca no me lo habías
contado… –agregó con tonito de censura.
-Es una chanza de
mi amiga, -dijo Nina riendo.- ¿Adónde se metió tu sentido del humor? Además,
para ella que careció de cuidados maternos, esa comparación es un halago.
Rosa no parecía
muy convencida, pero no siguió con el tema. En cambio, opinó:
-Se nota que Sara
quería compartir esta etapa de su vida con vos, y aunque a veces se muestre
vacilante, no parece nunca pedirte consejos.
-Ma, yo al lado
de mi amiga tuve una vida privilegiada. Cuando murió su papá, quedó
prácticamente huérfana de padre y madre. Su mamá se tiró en una cama y no
volvió a levantarse. Y su enfermedad se llevó los mejores años de Sara y los
ahorros del padre. A pesar de eso, le quedó tiempo para ser una hermana para
mí. La vi llorar pero nunca abandonarse al sufrimiento. De dónde sacaba
fuerzas, no sé…
-Vos también
fuiste una amiga leal –certificó su madre.
-Sí. Pero
entonces no me daba cuenta de su gran entereza. –Volviendo a la realidad:-
Continúo antes de que amanezca.
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