Max miró la
carita casi suplicante de la muchacha y, en silencio, hizo un gesto de
asentimiento. El suspiro aliviado de Sara lo llenó de interrogantes que ahora
no quería plantear por el delicado estado de la joven. Cuando Mirta lo llamó,
recién entraba en su consultorio. Nada pudo decirle del accidente que había
sufrido Sara porque ella nada dejó trascender. Otro enigma que se sumaba a la
llamada ficticia de auxilio médico que lo tuvo alejado de la ciudad casi toda
la noche. No quería ser suspicaz, pero ¿alguien intentó distanciarlo para
lastimar a la joven? Él era un hombre racional, por características personales
y por la profesión elegida. No podía dar espacio al sentimentalismo porque,
aunque desarrollara su práctica con dedicación, algunas veces había vidas que
no conseguía salvar. Hasta la llegada de la muchacha sus días en Gantes
discurrían entre la atención de la clínica y las periódicas visitas al pueblo
donde residían sus padres adoptivos. Julio y Marta habían sido, tal vez, los
forjadores de su carácter dedicado pero poco expresivo. Se habían hecho cargo
del niño abandonado en la puerta de su casa por el elevado sentido de
responsabilidad que los caracterizaba, pero nunca desarrollaron una verdadera
relación de padres amorosos. Su axiomática creencia de que los mimos atentaban
contra la disciplina, relegaron las demostraciones afectuosas a lo
imprescindible. Ninguna necesidad material lo abrumó y sus padres respetaron la
elección de la carrera universitaria que cursó en Buenos Aires. Su aplicación
le valió una beca integral que le permitió consagrarse al estudio tiempo
completo y, después de varias residencias en hospitales y sanatorios privados,
concursó para el cargo de director de la clínica de Gantes. Salvo el enfrentamiento
por la contratación de los médicos auxiliares, nadie había cuestionado nunca
sus decisiones. Se remontó al llamado de Sara solicitando el puesto de
secretaria meses después de que varias postulantes hubieran renunciado a
organizar el desbarajuste administrativo. Pensó que la candidata debía estar
muy necesitada de trabajo para animarse a contestar un aviso publicado hacía
tanto tiempo, así que le daría la oportunidad de salir huyendo como a las
aspirantes anteriores. Su primera sorpresa fue encontrarse ante una joven de
frágil aspecto y sumamente atractiva que le provocó una extraña conmoción. Tal
vez por eso la atendió lacónicamente y la despidió aprisa. Después lo asombró
el talento que tenía para desenvolverse con autonomía en un medio desconocido y
la destreza para ordenar la maraña burocrática en la que se habían deslizado.
Se encontró esperando cada almuerzo sólo para verla y comenzó a visitar su
oficina con asiduidad. La cena que disfrutaron a solas culminó con un beso que
nunca había compartido con otra mujer. Así como su relación con Iris estaba
libre de cualquier connotación que no fuera el disfrute sexual, los
sentimientos que le inspiraba Sara alteraban la prolijidad de ese mundo por el
que transitaba con absoluto control de sus emociones. Se abrió a la observación
de un entorno que le había sido indiferente -porque no interfería en su
praxis-, ante la decidida intervención de la muchacha que auxilió a una
lugareña y la llevó hasta su consultorio para que la atendiera. Después de
asistirla, Sara le transmitió su preocupación de que los habitantes de los
suburbios no tuvieran un dispensario cerca al que recurrir en caso de urgencia.
¡Vaya que el sutil cuestionamiento le hizo sentir que faltaba a su juramento
hipocrático! Él mismo se ocupó de buscar el lugar adecuado en el centro de la
villa, equiparlo e instalar un médico en forma permanente que era auxiliado por
una enfermera que, hasta el momento, era la única referente entre los vecinos.
No esperaba ninguna honra por cumplir con su cometido, pero la radiante mirada
de la joven cuando se inauguró la enfermería lo llenó de regocijo. A medida que
Sara se insertaba en la comunidad, se manifestaron situaciones y actitudes que
lo sacudieron de la inercia profesional en la que trajinaba. Tomó conciencia
del estricto sistema de clases que reproducía en su hospital las relaciones
entre los residentes de la ciudad y los de la periferia, y de la innegable
inclinación de Sara por la gente más sencilla. El trato con Carolina era cada
vez más distante, especialmente desde que coincidieron en el teatro y él invitó
a la muchacha a compartir el palco. Después estaban los acontecimientos que,
antes de ahora, la habían puesto en peligro. Como la amenaza del can ante quien
se había interpuesto para que no la atacara, o la insólita expedición al
barranco de la que fue rescatada por Melián. Sí, había incógnitas para develar,
pero las postergaría hasta que descansara y pudiera relatarle el origen de su
herida. Estacionó el auto y abrió la puerta para que bajara la joven. La
sostuvo cuando trastabilló al poner sus pies en la vereda y la condujo hasta la
sala de primeros auxilios. Después de asegurarse que la herida estaba
enteramente desinfectada, volvió a vendarla y le suministró una dosis de
antibiótico. Instruyó a Joaquín -uno de los nuevos médicos que había
contratado- para que cubriera las guardias y lo llamara en caso de urgencia.
Condujo hasta Palo Verde y se detuvo en un motel de las afueras adonde rentó
una habitación.
-Vas a tomar este
sedante -le dijo a Sara alcanzándole un comprimido y un vaso con agua- y
después te vas a acostar.
Ella obedeció
pero hizo una observación:
-¿Y vos?
-Yo dormí anoche
varias horas y, por lo que me contó Mirta, vos nada. -Dulcificó su voz y
deslizó la mano por su cabeza:- Andá, descansá y después hablaremos.
Sara estaba al
borde de su resistencia y se dirigió hacia la cama de dos plazas para tenderse
vestida. Poco después dormía. Max le quitó los zapatos y la cubrió con una
manta. Largo rato estuvo velando el sueño de la mujer que lo había transportado
a un paraje interior adonde atesoraba emociones no expresadas. Se dejó embargar
por los sentimientos que afloraban al contemplar el dulce rostro sosegado y la
tentadora forma de su cuerpo velado por el cobertor. Una oleada de deseo lo golpeó
imaginándola entre sus brazos. Desde que la conoció supo que anhelaba algo más
que la pura satisfacción sexual que lo ligaba a Iris. Ellos eran compañeros de
cama que evitaban la promiscuidad y calmaban la demanda de sus instintos. Se
conocieron cuando él acudió a un llamado de asistencia médica que terminó en el
dormitorio de la atractiva mujer. No mediaban promesas ni compromiso entre
ambos y establecieron un grado de franqueza que disimulaba la superficialidad
de su relación. Pero Sara… Hacerle el amor sería el súmmum del placer, la
perfección del sexo compartido. Se inclinó hacia ella encandilado por la boca
entreabierta que invitaba al beso cuando debió apartarse con rapidez para
evitar que chocaran sus cráneos. Sara se había sentado súbitamente en el lecho
y sus ojos abiertos miraban con fijeza una escena que él no podía ver. Pasó una
mano delante de las pupilas dilatadas que no reaccionaron a la intrusión.
-El tapiz, Nina
-dijo con voz clara y volvió a recostar su cabeza en la almohada para retomar
el sueño interrumpido.
El médico se
reclinó en la silla con gesto pensativo. Nina era la amiga de Sara que había
quedado en su ciudad natal. Sus palabras sonaban a advertencia. ¿En qué mundo
se habían encontrado? A las siete de la tarde la muchacha se removió en el
lecho y abrió lentamente los ojos. Los enfocó en el rostro del hombre y una
leve sonrisa de complacencia iluminó sus facciones. Max la contempló subyugado
y por un momento olvidó las circunstancias que los tenían refugiados en ese
lugar. El frustrado impulso de besarla desanduvo el tiempo para corregir la
caricia malograda. Sus labios ardientes encontraron la suave boca de la joven
que se rindió a la suya con un suspiro tembloroso. Quería más que explorar la
boca; su cuerpo, magnetizado, se volteó sobre el de ella que pareció amoldarse
con docilidad a la demanda masculina. Sara se sintió avasallada por una ola de
sensualidad que la arrastraba al encuentro del placer que las caricias y las
palabras de Max prometían. Un leve sonido la aisló por un momento del reclamo
del hombre. Abrió los ojos y gritó al ver la amenazadora estampa del mastín
dispuesto a saltar sobre la espalda del médico. Él se incorporó sobresaltado y
giró hacia donde estaba clavada la mirada de la muchacha sin distinguir ninguna
anomalía. El estado de pánico de Sara canceló el arrebato amoroso inminente. La
tomó por los hombros y la apretó sobre su pecho intentando borrar el espanto
que colmaba sus pupilas.
-¡Sara, Sara…!
¿Qué viste, querida? Aquí no estamos más que nosotros -la separó de su cuerpo y
la besó en la frente. Después le exigió en tono perentorio:- Quiero que me
cuentes lo que pasó anoche.
Ella se sentó en
la cama sabiendo que aún no estaba preparada para presentarle una historia que
fuera admisible. Intentó minimizar el episodio reciente:
-Lo haré, Max.
Pero después de comer algo. Creo que hace un montón desde mi última ingesta y
es lo que deforma mi percepción -dijo con una vocecita desamparada que despertó
la omnipotencia varonil.
-¿Buscamos la
comida juntos? -preguntó él levantándose.
-No. Te espero -y
ante el gesto dubitativo del hombre insistió con una sonrisa animosa:- Andá
tranquilo que voy a estar bien.
-No voy a
demorar. Me llevo la llave así no tendrás que abrirle la puerta a nadie -le
informó.
Lo vio salir con la
certeza de que la aparición que la había aterrado tuvo el propósito de impedir
la consumación amorosa entre ella y Max.
-¿Cuánto puedo contarle, don Emilio? -acudió a su
mentor por ayuda.
-Lo que intuyas que comprenderá -fue la
respuesta.
Los hechos vividos
desfilaron por su mente y poco después, cuando entró Max, estaba dispuesta a
correr el riesgo de sincerarse.
2 comentarios:
Hola!!
publica mas capitulos pls!!
Paciencia. Pronto.
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