martes, 6 de marzo de 2012

LAS CARTAS DE SARA - XVIII

Max miró la carita casi suplicante de la muchacha y, en silencio, hizo un gesto de asentimiento. El suspiro aliviado de Sara lo llenó de interrogantes que ahora no quería plantear por el delicado estado de la joven. Cuando Mirta lo llamó, recién entraba en su consultorio. Nada pudo decirle del accidente que había sufrido Sara porque ella nada dejó trascender. Otro enigma que se sumaba a la llamada ficticia de auxilio médico que lo tuvo alejado de la ciudad casi toda la noche. No quería ser suspicaz, pero ¿alguien intentó distanciarlo para lastimar a la joven? Él era un hombre racional, por características personales y por la profesión elegida. No podía dar espacio al sentimentalismo porque, aunque desarrollara su práctica con dedicación, algunas veces había vidas que no conseguía salvar. Hasta la llegada de la muchacha sus días en Gantes discurrían entre la atención de la clínica y las periódicas visitas al pueblo donde residían sus padres adoptivos. Julio y Marta habían sido, tal vez, los forjadores de su carácter dedicado pero poco expresivo. Se habían hecho cargo del niño abandonado en la puerta de su casa por el elevado sentido de responsabilidad que los caracterizaba, pero nunca desarrollaron una verdadera relación de padres amorosos. Su axiomática creencia de que los mimos atentaban contra la disciplina, relegaron las demostraciones afectuosas a lo imprescindible. Ninguna necesidad material lo abrumó y sus padres respetaron la elección de la carrera universitaria que cursó en Buenos Aires. Su aplicación le valió una beca integral que le permitió consagrarse al estudio tiempo completo y, después de varias residencias en hospitales y sanatorios privados, concursó para el cargo de director de la clínica de Gantes. Salvo el enfrentamiento por la contratación de los médicos auxiliares, nadie había cuestionado nunca sus decisiones. Se remontó al llamado de Sara solicitando el puesto de secretaria meses después de que varias postulantes hubieran renunciado a organizar el desbarajuste administrativo. Pensó que la candidata debía estar muy necesitada de trabajo para animarse a contestar un aviso publicado hacía tanto tiempo, así que le daría la oportunidad de salir huyendo como a las aspirantes anteriores. Su primera sorpresa fue encontrarse ante una joven de frágil aspecto y sumamente atractiva que le provocó una extraña conmoción. Tal vez por eso la atendió lacónicamente y la despidió aprisa. Después lo asombró el talento que tenía para desenvolverse con autonomía en un medio desconocido y la destreza para ordenar la maraña burocrática en la que se habían deslizado. Se encontró esperando cada almuerzo sólo para verla y comenzó a visitar su oficina con asiduidad. La cena que disfrutaron a solas culminó con un beso que nunca había compartido con otra mujer. Así como su relación con Iris estaba libre de cualquier connotación que no fuera el disfrute sexual, los sentimientos que le inspiraba Sara alteraban la prolijidad de ese mundo por el que transitaba con absoluto control de sus emociones. Se abrió a la observación de un entorno que le había sido indiferente -porque no interfería en su praxis-, ante la decidida intervención de la muchacha que auxilió a una lugareña y la llevó hasta su consultorio para que la atendiera. Después de asistirla, Sara le transmitió su preocupación de que los habitantes de los suburbios no tuvieran un dispensario cerca al que recurrir en caso de urgencia. ¡Vaya que el sutil cuestionamiento le hizo sentir que faltaba a su juramento hipocrático! Él mismo se ocupó de buscar el lugar adecuado en el centro de la villa, equiparlo e instalar un médico en forma permanente que era auxiliado por una enfermera que, hasta el momento, era la única referente entre los vecinos. No esperaba ninguna honra por cumplir con su cometido, pero la radiante mirada de la joven cuando se inauguró la enfermería lo llenó de regocijo. A medida que Sara se insertaba en la comunidad, se manifestaron situaciones y actitudes que lo sacudieron de la inercia profesional en la que trajinaba. Tomó conciencia del estricto sistema de clases que reproducía en su hospital las relaciones entre los residentes de la ciudad y los de la periferia, y de la innegable inclinación de Sara por la gente más sencilla. El trato con Carolina era cada vez más distante, especialmente desde que coincidieron en el teatro y él invitó a la muchacha a compartir el palco. Después estaban los acontecimientos que, antes de ahora, la habían puesto en peligro. Como la amenaza del can ante quien se había interpuesto para que no la atacara, o la insólita expedición al barranco de la que fue rescatada por Melián. Sí, había incógnitas para develar, pero las postergaría hasta que descansara y pudiera relatarle el origen de su herida. Estacionó el auto y abrió la puerta para que bajara la joven. La sostuvo cuando trastabilló al poner sus pies en la vereda y la condujo hasta la sala de primeros auxilios. Después de asegurarse que la herida estaba enteramente desinfectada, volvió a vendarla y le suministró una dosis de antibiótico. Instruyó a Joaquín -uno de los nuevos médicos que había contratado- para que cubriera las guardias y lo llamara en caso de urgencia. Condujo hasta Palo Verde y se detuvo en un motel de las afueras adonde rentó una habitación.
-Vas a tomar este sedante -le dijo a Sara alcanzándole un comprimido y un vaso con agua- y después te vas a acostar.


Ella obedeció pero hizo una observación:


-¿Y vos?


-Yo dormí anoche varias horas y, por lo que me contó Mirta, vos nada. -Dulcificó su voz y deslizó la mano por su cabeza:- Andá, descansá y después hablaremos.


Sara estaba al borde de su resistencia y se dirigió hacia la cama de dos plazas para tenderse vestida. Poco después dormía. Max le quitó los zapatos y la cubrió con una manta. Largo rato estuvo velando el sueño de la mujer que lo había transportado a un paraje interior adonde atesoraba emociones no expresadas. Se dejó embargar por los sentimientos que afloraban al contemplar el dulce rostro sosegado y la tentadora forma de su cuerpo velado por el cobertor. Una oleada de deseo lo golpeó imaginándola entre sus brazos. Desde que la conoció supo que anhelaba algo más que la pura satisfacción sexual que lo ligaba a Iris. Ellos eran compañeros de cama que evitaban la promiscuidad y calmaban la demanda de sus instintos. Se conocieron cuando él acudió a un llamado de asistencia médica que terminó en el dormitorio de la atractiva mujer. No mediaban promesas ni compromiso entre ambos y establecieron un grado de franqueza que disimulaba la superficialidad de su relación. Pero Sara… Hacerle el amor sería el súmmum del placer, la perfección del sexo compartido. Se inclinó hacia ella encandilado por la boca entreabierta que invitaba al beso cuando debió apartarse con rapidez para evitar que chocaran sus cráneos. Sara se había sentado súbitamente en el lecho y sus ojos abiertos miraban con fijeza una escena que él no podía ver. Pasó una mano delante de las pupilas dilatadas que no reaccionaron a la intrusión.


-El tapiz, Nina -dijo con voz clara y volvió a recostar su cabeza en la almohada para retomar el sueño interrumpido.


El médico se reclinó en la silla con gesto pensativo. Nina era la amiga de Sara que había quedado en su ciudad natal. Sus palabras sonaban a advertencia. ¿En qué mundo se habían encontrado? A las siete de la tarde la muchacha se removió en el lecho y abrió lentamente los ojos. Los enfocó en el rostro del hombre y una leve sonrisa de complacencia iluminó sus facciones. Max la contempló subyugado y por un momento olvidó las circunstancias que los tenían refugiados en ese lugar. El frustrado impulso de besarla desanduvo el tiempo para corregir la caricia malograda. Sus labios ardientes encontraron la suave boca de la joven que se rindió a la suya con un suspiro tembloroso. Quería más que explorar la boca; su cuerpo, magnetizado, se volteó sobre el de ella que pareció amoldarse con docilidad a la demanda masculina. Sara se sintió avasallada por una ola de sensualidad que la arrastraba al encuentro del placer que las caricias y las palabras de Max prometían. Un leve sonido la aisló por un momento del reclamo del hombre. Abrió los ojos y gritó al ver la amenazadora estampa del mastín dispuesto a saltar sobre la espalda del médico. Él se incorporó sobresaltado y giró hacia donde estaba clavada la mirada de la muchacha sin distinguir ninguna anomalía. El estado de pánico de Sara canceló el arrebato amoroso inminente. La tomó por los hombros y la apretó sobre su pecho intentando borrar el espanto que colmaba sus pupilas.


-¡Sara, Sara…! ¿Qué viste, querida? Aquí no estamos más que nosotros -la separó de su cuerpo y la besó en la frente. Después le exigió en tono perentorio:- Quiero que me cuentes lo que pasó anoche.


Ella se sentó en la cama sabiendo que aún no estaba preparada para presentarle una historia que fuera admisible. Intentó minimizar el episodio reciente:


-Lo haré, Max. Pero después de comer algo. Creo que hace un montón desde mi última ingesta y es lo que deforma mi percepción -dijo con una vocecita desamparada que despertó la omnipotencia varonil.


-¿Buscamos la comida juntos? -preguntó él levantándose.


-No. Te espero -y ante el gesto dubitativo del hombre insistió con una sonrisa animosa:- Andá tranquilo que voy a estar bien.


-No voy a demorar. Me llevo la llave así no tendrás que abrirle la puerta a nadie -le informó.


Lo vio salir con la certeza de que la aparición que la había aterrado tuvo el propósito de impedir la consumación amorosa entre ella y Max.


-¿Cuánto puedo contarle, don Emilio? -acudió a su mentor por ayuda.


-Lo que intuyas que comprenderá -fue la respuesta.


Los hechos vividos desfilaron por su mente y poco después, cuando entró Max, estaba dispuesta a correr el riesgo de sincerarse.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola!!


publica mas capitulos pls!!

Carmen dijo...

Paciencia. Pronto.