LAS CARTAS DE SARA - V
“Querida Nina: Estoy desvelada. Acabo de llegar de
una reunión y es demasiado tarde para saciar mi curiosidad. Todos duermen en la
casa. Vos sabés que soy poco observadora, así que no te vas a extrañar que
recién al finalizar el encuentro haya caído en la cuenta, por repetición y
asociación, de que casi todos los presentes ostentaban el mismo símbolo, ya sea
en un anillo, un colgante, un prendedor, un tatuaje o un distintivo. Está
formado por dos triángulos, uno negro y otro blanco superpuestos en forma
invertida sobre un anillo irisado. El triángulo negro siempre apunta hacia
abajo. Esta minuciosa descripción es fruto de mi despierta conciencia al
reparar en el objeto –que estaba mirando por enésima vez- colgado del cuello de
Carolina. Jorge, un médico residente, me trajo a la vuelta, y no quise
preguntarle nada porque se había puesto bastante pesado al encontrarnos a
solas. No veía la hora de llegar para no contestar agresivamente a sus
insinuaciones. ¿Será mi destino despertar sólo bajos instintos? En fin, como
hace poco que estoy, enfrié su ardor con mi silencio y me bajé del auto lo más
rápido que pude. Te cuento de la fiesta. Estaba convocada para festejar el
cumpleaños del Dr. Fernández, el médico más veterano del hospital. Es para mí
el típico médico de cabecera: amigable, pausado, siempre bien dispuesto. Y muy
reconocido de mi labor. Aunque no lo creas, en este nido de profesionales soy
una persona muy valorada por animarme a lidiar con una tarea que necesitan y
rechazan: el orden administrativo. Para ellos es tan misterioso como para mí lo
es el diagnóstico de una enfermedad. Como es una clínica mediana, no me resultó
difícil sistematizar ficheros y comprobantes, y respetando esta organización,
te confieso que pronto me sobrará tiempo. Estoy decidida a discutir esta
posibilidad con Max, pues desearía dedicar estos momentos a cualquier actividad
productiva. Espero que el premio a la eficiencia no conduzca a una rebaja de
horas y sueldo (esto último corre por cuenta de Sara La Desconfiada ). De
cualquier forma, no andar detrás de sus papeles les deja momentos para asomarse
por mi oficina entre paciente y paciente. Mientras acomodo comprobantes,
charlamos de distintos temas. Con los médicos más jóvenes me tuteo, salvo con
Max y el Dr. Fernández. Carolina me participó de la fiesta y me dijo que
pasaría a buscarme a las nueve de la noche. Me aclaró que habría comida y
bebida. Cuando llegué a mi habitación no me llevó tiempo elegir atuendo.
Descolgué la solera roja (estaba impecable), busqué los zapatos y la cartera al
tono, y un abrigo liviano. A continuación le avisé a Mercedes que esa noche no
cenaría en la casa y me bañé. En el interín aparecieron Analía y Daniel. La
primera, para averiguar adonde iría y curiosear mi guardarropas. (Estamos
intimando, como verás). Insistió en que dejara mi pelo “suelto y natural”;
“como salido de la ducha”. Daniel me miraba con el deslumbramiento inocente de
los hombres incipientes (sé que se jacta de mi compañía ante sus amiguitos) y
se fue contento porque le prometí que iríamos el domingo a ver la ‘última de
terror’. Carolina llegó puntual. Estaba muy linda con su vestido blanco. Pero
no hubo intercambio de elogios. Me escuchó neutramente y puso el auto en
marcha. ¡Pero vayamos al festejo! Se hizo en el patio cubierto de la
confitería. Espacioso, con muchas plantas. Una mesa al costado con bocaditos y
sándwiches, otras dos con vasos y bebidas, sillas dispersas. Bajo una arcada
con luces, Jorge (el médico que te mencioné antes) y Javier (otro médico) se
ocupaban del equipo de sonido. Las miradas convergieron sobre nosotras cuando
entramos. Viendo caras familiares me olvidé del pequeño desaire y saludé con un
beso al Dr. Fernández. Se lo veía muy sonriente. Benito, un enfermero con el
que habitualmente converso, reclamó su beso y se lo di al tiempo que le
agradecía un trago de frutas. Juanita, con un llamativo vestido brilloso, agitó
su mano desde lejos mientras acomodaba la mesa de comestibles. Había varios
grupitos de médicos, enfermeros y secretarias, que fui recorriendo y saludando.
Me sobresalté y me puse colorada (¡me vi en el espejo!) cuando me
topé con Max que estaba casi a mi lado. Me salió un saludo atropellado y desvié
la mirada de sus ojos tan inquisitivos como una tonta adolescente (o como
temiendo que sorprendiera mi recién descubierto interés por ubicarlo entre la
gente). Seguí mi camino y no recuerdo que me respondió. Este incidente me hizo
reflexionar acerca del oculto deseo de ver a mi jefe en otro ámbito que no
fuera el de trabajo. Te aclaro que no me quita el sueño, que no vivo pensando
en él, que en la clínica me lo cruzo como a cualquier otro, que me dirige la
palabra menos que a otros y que sin duda yo deseaba comprobar como
reaccionaría al verme con ojos de fiesta. Creo que tenía la perversa ambición
de hacerle perder la compostura. Y la que la perdió, fui yo. Pero no te
desalientes, amiga mía, porque me repuse, seguí alternando, comí, bebí, y
especialmente bailé toda la noche. Hasta –casi- con Max. Al final de la
reunión, cuando hasta el sueño se quería ir a dormir, pusieron unos temas
lentos como para ir parando la música sin estridencias. Acepté la invitación
más inofensiva de entre los poco sobrios aspirantes: la del doctor Fernández.
Bailábamos en un silencio amable cuando de pronto, con un giro, atajó a una
pareja, me soltó y siguió bailando con la mujer. Eran Max y Carolina y, por un
instante, mi mirada se atrevió a escrutar los ojos del hombre que esperaba por
mí. Por un instante. Porque me provocó un extraño anhelo. Cuando nos acercamos
para continuar la danza: fin de la música. Ese breve momento embarazoso me
suscitó una espontánea risa que distendió también los labios de Max en una leve
sonrisa. Me escoltó fuera de la pista y todos comenzamos a despedirnos. El
resto ya lo sabés. Creo que el próximo fin de semana te iré a visitar. Te
confirmaré la fecha. Espero encontrar adelantado el telar que mencionaste por
teléfono. Un beso enorme de tu amiga, Sara”
Nina no habló inmediatamente. Sostuvo la carta en la
mano y la instó a su madre:
-¿Hay algo en este relato que te llame la atención?
-Bueno, fue víctima de un asedio, si te referís a
eso.
-¿Otra situación que se salga de lo común…? –dijo la
hija con impaciencia.
-¿Que se está enamorando del doctor…? –aventuró Rosa.
-Ma, eso forma parte de la vida cotidiana. ¿No hay un
detalle inusual? –insistió la joven.
La madre hizo un esfuerzo por recordar la narración.
Su rostro se iluminó:
-¡Claro! La mención al adorno que llevaban todos. ¿Te
parece significativo?
-¿A vos no te llamaría la atención que todas tus
amigas y amigos llevaran aros de argollas?
-¡Nena! Los hombres con aros de argollas…
-Aros, colgantes, prendedores, da lo mismo. Pero
todos ostentando las mismas argollas…
-Sí –dijo Rosa.- Sería llamativo, al menos.
-Y si vos no las llevás, ¿no preguntarías el porqué
de esa peculiaridad? – indagó su hija.
-Sí. Quisiera saberlo. ¿Y por qué Sara no lo aclaró?
Nina echó una ojeada a la carta. La acomodó en la
carpeta y le contestó a la mujer:
-Porque su acompañante se había puesto pesado y no
veía la hora de perderlo de vista –su rostro se ensombreció.- En cartas
posteriores da más detalles de ese símbolo. ¿Por qué no habré puesto la misma
atención en ese momento? Hubiera ido a buscarla antes.
-Dejá el famoso complejo de culpa a un lado y
concentrate en el presente –Rosa miró el reloj apoyado en la mesa de luz:- ¡Son
las dos de la mañana! –Luego, con afecto no exento de firmeza:- Vamos a dormir,
hijita. Para interpretar lo que sigue, creo que nos conviene estar descansadas.
Seré otro par de orejas y te ayudaré a preparar la valija. Pero mañana.
Prometeme que te acostarás.
Nina inhaló y exhaló con hondura. La ansiedad la
impulsaba a releer todas las cartas esa misma noche, pero comprendió que su
madre tenía razón. Vería las cosas con más claridad en la mañana. Le contestó:
-Te lo prometo. Y
alcanzame una de esas píldoras que tomás para dormir. La voy a necesitar.
LAS CARTAS DE SARA - VI
El viernes Sara llegó a la
clínica pasadas las diez y media de la mañana después de esperar a Melián hasta
las nueve y media. Mientras viajaba en el ómnibus, que había demorado una
eternidad para su sentir, la inquietud la acometió. Melián la pasaba a buscar
todos los días a las ocho y treinta y esta deserción era inexplicable. Con los
teléfonos que estaban fuera de servicio, era imposible comunicarse
con la clínica y aventar la preocupación que la dominaba. ¡Cómo deseaba que las
palabras de don Emilio fueran proféticas y ella pudiera anticipar los
acontecimientos! Entonces sabría por qué Melián no había venido y por qué el
pueblo estaba incomunicado tanto tiempo. Pensó en su amiga Nina y en la
necesidad que tenía de verla, de hablar con ella, porque las cartas no podían
suplantar la tibieza de su presencia. Pero mejor así, se dijo. Presentía que su
amiga correría peligro en ese lugar. Cuando bajó del ómnibus cruzó rápidamente
la ruta desierta, atravesó las verdes lajas hasta la puerta automática y casi
tropieza con Carolina en su vivaz entrada.
-Creí que ya no vendrías…
-le dijo con inflexión admonitoria.
-Me demoré porque Melián
no vino a buscarme –explicó sintiendo que su respuesta sonaba a una excusa.
-No sabía que el
guardaespaldas era tu chofer –el tono era desdeñoso. Le aclaró:- Esta mañana
salió temprano con el doctor Moreno. ¿Así que no tuvo la delicadeza de ponerte
al tanto de sus movimientos?
Sara no contestó. Dio
media vuelta y se refugió en su oficina. Con el paso del tiempo a Carolina le
resultaba más difícil ocultar la antipatía que ella le inspiraba. A medida que
avanzaba su relación con Max los desplantes y las indirectas arreciaban. En
general las ignoraba, pero esa mañana se habían sumado varios acontecimientos
que la debilitaban: las ausencias sorpresivas de Max y Melián y la llegada
tardía a su lugar de trabajo. Buscó entre los papeles esparcidos sobre su
escritorio alguna nota que esclareciera la marcha inesperada del médico.
Después de revisarlos varias veces concluyó que tendría que esperar su regreso
para enterarse. Un golpe en la puerta la sacó de su abstracción. Juanita entró
con una bandeja que contenía un servicio completo de cafetería.
-Buen día, señorita Sara.
El doctor me pidió que le sirviera el café a la hora que llegara. Completo, me
recalcó. Supongo que no habrá desayunado…
La joven la miró
sorprendida. ¿Cómo supo él que por esperar a Melián no había tomado siquiera un
trago de cualquier infusión?
-¡Buen día, Juanita! No
desayuné y mi estómago está gruñendo. ¡Gracias!
-Déselas al doctor cuando
vuelva. No me animé siquiera a recordarle que el servicio cierra a las nueve.
Me lo ordenó ¿sabe? La debe tener en mucha estima porque a mí siempre me pidió
las cosas por favor…
Sara le prodigó una
sonrisa enigmática. La mujer vaciló y, dándose cuenta de que no habría
confidencias, se encogió de hombros y salió. La muchacha dio cuenta del tardío
desayuno con satisfacción. Max no estaba pero con ese gesto le decía que la
tenía presente. Trabajó de buen ánimo hasta que Juanita le avisó que ya estaban
reunidos para el almuerzo. Se sentó en la mesa de siempre y, como al descuido,
preguntó:
-¿Alguien sabe adónde está
el doctor Moreno?
-¿Acaso no lo sabe usted?
–Juanita parecía escandalizada.- ¡Usted es la secretaria y tendría que saberlo!
-La secretaria del doctor
es Carolina –le respondió apaciblemente.- Yo soy la empleada administrativa.
-¿Por qué no le pregunta a
Carolina, entonces? –volvió Juanita a la carga.
-Porque ella no lo sabe
–explicó con paciencia.
-Estamos tan sorprendidos
como usted –dijo Milano.- Cuando el doctor tiene una urgencia lo acompaño yo,
pero hoy se llevó a Melián –concluyó disgustado.
Sara observó con atención
a los comensales. Salvo Dora y Milano que rehuyeron su mirada, los demás se la
devolvieron afectuosamente. Terminaron de comer en silencio y ella fue la
primera en levantarse para volver a la oficina. ¿Por qué Milano estaba tan
contrariado? Por lo que ella conocía, las órdenes del doctor no se discutían. Y
seguramente él tendría sus razones para reemplazarlo. ¡Cuánta falta le hacía su
amiga pensante para debatir estas impresiones! Una vez le había anunciado una
visita frustrada, pero ahora estaba decidida a cumplirla. En cuanto volviera
Max se lo diría.
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