domingo, 31 de octubre de 2010

domingo, 3 de octubre de 2010

LA HERENCIA - XXXIV

-Mariana… -la hipnótica modulación de su nombre ahuyentó el recelo ante una presencia que no encajaba en su estricto mundo de cuatro.

Sus ojos se posaron sin sorpresa en la muñeca que había recuperado del ático. Estaba enmarcada en el vano de la puerta y le ofrecía el vestido blanco bordeado de piedras preciosas.

-Es hora de que acudas a la fiesta en tu honor –le dijo mientras le tendía la prenda y se apartaba para darle paso.

Caminó como magnetizada y tomó el vestido. Sabía que debía lucirlo en la recepción donde encontraría a su papá. Subió las escaleras escoltada por la muñeca de ojos inertes y procedió a desnudarse en su dormitorio para ataviarse con el blanco vestido. Le calzaba como si hubiera sido confeccionado para ella. Vaciló antes de desprenderse del camafeo, pero las piedras que orlaban el borde del escote y los breteles excluían cualquier adorno. Lo dejó sobre la mesa de luz y se miró al espejo. La imagen de su custodia se reflejó en el cristal mientras se ahuecaba el pelo. Completó el atuendo con sandalias blancas de taco alto y bajó rumbo al comedor. Los murmullos de los concurrentes aumentaban a medida que se acercaba al salón. Las arañas de cristal estaban encendidas, el atrio ocupado por un pianista y dos violinistas, y la mesa cubierta de platería y cristal. Los asistentes, repartidos en pequeños grupos, callaron cuando ella ingresó a la estancia. No se había equivocado. Los personajes que el primer día la observaban desde sus marcos estaban ahora congregados a la espera de su presencia. El mundo de Mariana estaba tan distorsionado como su aceptación del sobrenatural escenario. Una mujer de aspecto altivo salió a su encuentro. Era Victoria.

-Querida sobrina –dijo con una sonrisa cautivadora- no veíamos la hora de contar con tu presencia. Te hemos esperado por mucho tiempo, especialmente tu papá. No tardará en venir, pero antes quiero que conozcas a nuestros invitados.- La tomó por el brazo y la fue guiando entre los presentes quienes la saludaron con deferencia. Mariana estaba aturdida por confusos pensamientos que amenazaban el orden del indecible momento. Aventó las inquietantes sensaciones y se centró en la expectativa del encuentro tan deseado. Sus ojos se desenfocaron de las personas cuando avistó al hombre que caminaba hacia ella. Se veía joven como en el retrato de la habitación de su tía y lucía el esmoquin tan naturalmente como los trajes de trabajo que ella le conocía. Lo esperó aferrada a la sonrisa que tanto extrañaba y se refugió entre los brazos que se tendieron hacia ella.

-¡Papá! –dijo emocionada- Sabía que en esta casa te encontraría. Ya no te vas a ir, ¿verdad?

-Nunca, princesita –afirmó la voz querida recreando el apelativo cariñoso con que siempre la nombraba.

Mariana se sobresaltó. Una evocación pugnaba por correr el velo de su conciencia. Fijó la mirada en el rostro de su padre y buscó en sus ojos la respuesta a su aprensión. Cuando en las profundidades no encontró más que vacío, recordó y gritó. Su cerebro, clemente, la desconectó.

Emilia quiso retroceder cuando se dio cuenta de que Mariana no la seguía. Una creciente neblina ascendió del suelo y concluyó la tarea del anochecer. Creyó correr en línea recta hacia la casa cuando unas ramas azotaron su rostro. Extendió las manos y palpó un recio tronco tomando conciencia de que debía caminar con cuidado, porque esta vez había tenido la fortuna de no toparse de lleno con el árbol. Rectificó el rumbo varias veces pero parecía internarse cada vez más en el bosquecillo. Clamó por Luis y Julián pero ninguna voz le respondió. Con el pensamiento puesto en Mariana, siguió caminando infatigablemente. Un gruñido, que le trajo a la mente el relato de su hija, la aterrorizó. Cayó de rodillas aferrando el crucifijo que le había dejado Edmundo y oró invocando la misericordia de un dios del cual se había apartado cuando murió su marido. Un aliento cálido sopló sobre su rostro y un áspero lengüetazo le barrió la mejilla.

-¡Goliat! –gritó Emilia aferrándose al cuello del perro y sollozando de alegría. Sujetó el collar y le ordenó con firmeza:- ¡Goliat, buscá a Julián!

El can la arrastró entre los espesos jirones de niebla hasta que pudo escuchar las voces de los hombres.

-¡Luis, aquí estoy! –vociferó por temor a dejar de oír los sonidos masculinos.

-¡No te muevas, Emilia, que ya te ubiqué! –la orden fue acompañada por una corrida que la precipitó contra el cuerpo fornido de Luis.

Amparada entre los brazos de ese hombre que ya era indispensable en su vida, cedió su fortaleza y se licuó en lágrimas que él enjugó a besos. La boca ardorosa cubrió la suya y aspiró el último sollozo en una caricia que los aisló temporalmente de la adversidad. Los separó un grito que provenía de la casa visible ya sus luces por la súbita retirada de la neblina.

-¡Mariana! –El clamor de Julián, que corría desesperado hacia la vivienda, se sincronizó con el de la madre.

El joven ya había traspuesto la entrada cuando ingresaron Luis, Emilia y Goliat. Los primeros revisaron la sala de estar y cuando iban a subir las escaleras, vieron al can dirigirse hacia el comedor. Lo siguieron hasta la gran puerta abierta de par en par. Arrodillado y sosteniendo el cuerpo laxo de Mariana, estaba Julián suplicándole que le hablara.

-¿Qué le pasó a mi niña? –sollozó Emilia.- ¿Está bien?

Julián se incorporó cargando a la joven y la llevó hasta la sala. La extendió sobre el sofá grande y comprobó que respiraba con sosiego y no tenía ninguna herida.

-Sólo está desmayada –aseveró recuperando el dominio.

Todos miraban sorprendidos la vestimenta de la pálida muchacha. Su enamorado divagó con una princesa que aguardaba un beso para despertarse.

-¡No fue mi intención dejarla sola! Pero cuando me dí cuenta de que no me seguía, no pude volver… -se lamentó Emilia sacándolo de su ensueño. Acarició el rostro de su hija y se acusó:- No debí descuidarla.

-No te persigas con un descuido, querida –pidió Luis.- Alguien preparó el incidente para separarnos de ustedes porque es posible que le sea más fácil lidiar con dos mujeres. Tal vez –agregó sonriendo desvaídamente- debamos pasar juntos las noches que restan hasta el viernes.

-¡Es una gran idea! – reconoció Emilia reanimada.- El dormitorio que ocupamos es muy amplio y podremos acomodar las camas sin problemas.

A Julián no le entusiasmó la propuesta de Luis. Quería estar a solas con Mariana para concretar la consumación amorosa que lo devoraba y adquirir el derecho de exigirle que renunciara a la herencia. Un suave gemido de la joven preludió que volvía a la conciencia. Cuando abrió los ojos un terceto preocupado la observaba. El rostro de Julián, muy cerca del suyo, reflejaba la intensidad de sus sentimientos. Ella se dejó arrastrar hacia el torbellino de sensaciones que lo colmaban y un intenso deseo de pertenecerle nubló su mirada. El hombre rodeó el torso de Mariana y la estrechó contra su corazón descontrolado mientras le prometía que nunca más la dejaría sola. Una mano se apoyó en su hombro y anunció el fin del oasis de intimidad. Emilia reclamaba su derecho. Después de prodigarle sus caricias de madre, la interrogó:

-¿Te acordás que pasó cuando salí detrás de Luis y Julián?

Mariana suspiró y se sentó:

-No demasiado. Algo me impidió seguirte. Parece absurdo, pero me sentí impulsada a ponerme este vestido y bajar al salón. No puedo recordar más… -dijo ofuscada. Se llevó mecánicamente la mano al cuello:- ¿Y el camafeo de la abuela adónde está?

-No lo tenías cuando te encontré en el comedor –aseguró Julián.- Voy a ver si lo encuentro.

-¡No! –dijo Emilia. Por esta noche basta de separarnos. Es mejor que transportemos las camas al dormitorio y tratemos de descansar.

-¿Qué camas? –preguntó su hija.

-Es una idea peregrina de Luis –acotó Julián con sorna.- Desde esta noche dormiremos los cuatro juntos. Claro que en camas separadas.

Mariana rió de la ocurrencia lo que provocó la distensión que todos necesitaban. Luis, apelando a su sentido práctico, anunció que iba a preparar un refrigerio e invitó a Emilia a que lo secundara. Julián se acercó a Mariana y la tomó entre sus brazos. No hubo resistencia por parte de la joven que respondió a su beso con una pasión que disparó la sangre del hombre a la porción más sensible de su anatomía. Se separaron para recuperar el aliento y en sus miradas enturbiadas quedó plasmado el futuro de ese deseo inacabado. Se habían apartado antes de que Luis y Emilia regresaran con la bandeja de la vianda. Después de comer los hombres trasladaron las camas y al rato dormían los cuatro acompañados por Goliat, a quien Emilia insistió en mantener dentro del dormitorio.