domingo, 7 de octubre de 2012

LAS CARTAS DE SARA — XX



Sara salió de la casa acompañada por los integrantes de la familia Biani que deseaban conocer a sus amigos. Después de los saludos, le aclaró a Mercedes que no se quedaría a dormir. La mujer no le hizo ninguna pregunta, pero Daniel se mostró inquieto:
—¿No vas a vivir más aquí, Sara?
—Claro que sí. Será por esta noche nomás —le contestó con dulzura.
—¿Y adónde te vas?
—¡Daniel, no seas descortés! —regañó su madre.
La muchacha observó que a pesar del reto la familia estaba pendiente de su respuesta.
—Me voy con el doctor Moreno —dijo con llaneza.
—Entonces —dijo Francisco actualizando un antiguo pedido de Max— cuídela mucho —y le estiró su puño cerrado.
Max asintió y chocó sus nudillos contra los del adolescente. Se despidió de los demás y poco después dejaba a Nina y Dante delante de su hotel.
Sara entró al departamento del médico que lucía impecable y ordenado.
—¡Cielos, Max! Ni yo podría mantener una casa tan resplandeciente como ésta —dijo sonriente.
—No es mérito mío, querida —deslizó el apelativo cariñoso con naturalidad— sino de nuestra inefable Juanita que limpia sobre lo limpio. Pero lo más encomiable es su preocupación por dejarme el freezer repleto —la tomó de la mano y la llevó hasta la cocina.
Sara, apoyada contra la barra, lo vio abrir la heladera, observar su contenido y decidirse por una bandeja con costeletitas de cerdo y un paquete de vegetales variados. Los procesó en el microondas y los acomodó en una fuente que llevó al horno. Ella postergó las explicaciones y Max no la apremió. Disfrutaban de ese pequeño módulo de convivencia que mantenía a raya los espectros que atormentaban a Sara. Lo ayudó a tender la mesa y saborearon el plato que Max había preparado en su honor. Moreno se deleitaba con la presencia de la joven en su casa aunque por momentos los interrogantes empañaran ese bienestar. ¿Qué imágenes perturbaban el ánimo de la muchacha? La confidencia de Nina regresó sin anuncio a su conciencia. No, se dijo. Él hubiera notado que Sara estaba bajo los efectos de estupefacientes. ¿Y qué clase de amiga era Nina? No estaba seguro de las intenciones de su revelación, como si bajo esa aparente preocupación se escondiera un intento de menoscabar la integridad de Sara. Había demasiadas incógnitas que develar antes de rendirse al anhelo creciente de tenerla entre sus brazos. Terminaron de cenar en una atmósfera de comodidad que prolongaron tomando café en la sala de estar. Max acarició con la vista las delicadas facciones de la chica que, reclinada sobre el sillón, parecía estar contemplando algún paisaje interior al cual él no tenía acceso. Los pensamientos de Sara eran turbulentos y lamentó no poder penetrar en la mente del médico para conocer qué ocultaba tras el serio semblante. Sabía que Max estaba esperando que aclarara las circunstancias de su accidente y el inexplicado pedido de alojarse en las afueras del pueblo. Emergió de su abstracción para encontrar los ojos del hombre pleno de interrogantes.
—No sé por donde comenzar, Max —dijo esperando un interrogatorio que la guiara en el laberinto de las posibles confidencias.
—Para empezar, ¿quién te provocó esas heridas?
—El perro —manifestó escuetamente.
—¿Pero cómo? —se alteró él—. ¿Estabas sola; cómo te lo sacaste de encima?
—Con un rastrillo filoso —aclaró.
Él la miró perplejo. No concebía que la frágil mujercita, aún enarbolando la herramienta, fuera rival para el animal.
—¡Logré herirlo y ahuyentarlo! —exclamó leyendo la duda en los ojos masculinos.
—Bien —aceptó al cabo de un momento—. Lo que no me explico es la falta de hemorragia ante una laceración tan profunda. Anoche mismo empezó a cicatrizar. Me dijiste que el primero que te atendió fue don Emilio. ¿Te colocó alguna sustancia en la herida?
—Unas hierbas —la mentira surgió instintiva, prorrogando la realidad que no se atrevía a revelar.
—Hay varias cosas más —enumeró Max—: el anciano insistió en que abandonáramos el pueblo y vos tuviste una certera intuición acerca de la presencia de tu amiga —no preguntó, pero ambas afirmaciones la comprometían a despejarlas.
—Don Emilio temía que el perro quisiera rastrearme —dijo poco convencida de la explicación—. Y con respecto a Nina, vos lo dijiste: soñé con ella y es posible que haya coincidido su llegada con mi alucinación. Deseaba tanto verla, Max…
La expresión de Sara sonó como un lamento que estremeció los sentidos del hombre. Sin titubear, la atrajo hacia él y rodeó el cuerpo tembloroso como intentando resguardarla de cualquier calamidad que la amenazara. El deseo lo dominó con la ferocidad del instinto de preservar a la mujer que amaba y la tomó en sus brazos para conducirla al dormitorio. Un inapelable reclamo de poseerla lo sacudió con la certeza de que era la única forma de protegerla y se tumbó sobre el cuerpo lánguido de Sara. Sus manos buscaron la tibia piel de su cadera y acariciaron la firme suavidad de los muslos y el vientre. La muchacha, con los ojos cerrados, no hizo ningún gesto de rechazo o participación. Max se detuvo con la respiración agitada por la violencia de su pasión y se volcó al costado de la joven con la sensación de estar forzándola. Él no quería eso. Aspiraba a que Sara correspondiera a su demanda amorosa y no que se entregara como la víctima de un sacrificio.
—Lo siento, Sara —murmuró con voz ronca—. No era mi intención atropellarte. Dormiré en el sofá y espero que descanses tranquila.
Atravesó la puerta del dormitorio sin distinguir el gesto débil de la muchacha para retenerlo. Ella sollozó laxamente cuando él desapareció de la recámara y se sumió en una pesadilla atravesada por los fantasmas de sus padres y figuras monstruosas que se oponían a que se acercara a Max. En la cima de su desvarío, se infiltró la voz de Don Emilio exigiéndole calma. Un sopor sin imágenes la contuvo hasta que el docto Moreno la despertó a las ocho de la mañana.
—Sara… —llamó con dulzura y cuando ella lo ancló a sus pupilas aturdidas—: Son las ocho. ¿Estás en condiciones de ir a la clínica?
La joven se incorporó con presteza y miró su ropa desarreglada que le trajo una reminiscencia de la noche anterior.
—El desayuno está listo —anunció Max saliendo del dormitorio.
Sara entró a la cocina quince minutos después. Su rostro sin maquillaje se veía pálido e indefenso según apreciación del hombre. Se acercó a la barra y él le alcanzó un pocillo con café con leche. Ella lo aceptó con una sonrisa tenue y tomó unos sorbos.
—Comé algo —dijo Max señalándole las tostadas.
—No tengo apetito —negó con un gesto.
—Hacé un esfuerzo. Estás perdiendo peso últimamente.
La chica mordisqueó una rodaja para no desairarlo y la abandonó sobre la mesada sin terminarla. El médico meneó la cabeza y no insistió.
—¿Vamos? —le preguntó.
Sara asintió y poco antes de las nueve caminaban hacia la clínica. El departamento de Max estaba en las proximidades y en el trayecto se les unió Juanita que bajó del ómnibus unas cuadras antes.
—¡Buen día, doctor! ¡Sara…! ¿De dónde vienen? —inquirió entrometida.
—Buen día, Juanita —contestó él por los dos—: de mi casa —y tomó del brazo a Sara para no interrumpir la marcha.
La muchacha, asombrada de su respuesta explícita, lo vio sonreír. No acostumbraba el médico a rendir cuenta de sus movimientos a los subalternos.
—Te apuesto a que Juanita está todavía parada y abriendo la boca —dijo jocoso.
Sara festejó la salida con una risa alegre que le valió una mirada complacida del hombre y el envión de su brazo para apretarla contra el costado. Tampoco la desasió cuando entraron al hospital como si quisiera alardear del progreso de su relación. Saludó sonriente a enfermeros, mucamas y médicos colaboradores y Sara tuvo una culposa alegría cuando observó el rostro desencajado de Carolina. Max entró al despacho de la joven y cerró la puerta tras ellos. Parecía un crío travieso dispuesto a divertirse de las reacciones de un plantel acostumbrado a su reserva.
—Hoy estás provocador… —le reprochó la muchacha con una entonación que desmentía el regaño.
El médico se acercó y le levantó el rostro para besarla suavemente.
—Es mérito tuyo haberme humanizado —le dijo con voz entrañable.
Esta declaración viniendo de un hombre común la hubiese deleitado, pero a Sara la estremeció la connotación a la que aludía quien estaba señalado como El Enviado. Él se apartó y le indicó cuáles eran las tareas más importantes que la liberarían para estar con sus amigos y se despidió con una sonrisa y soplándole un beso. Se acercó a su escritorio y comenzó a seleccionar los comprobantes y planillas que Max necesitaba y en medio de esa tarea apareció Juanita con la bandeja del desayuno.
—Buen día, Sara —volvió a saludar dejando el pocillo y un plato con dos medialunas sobre la mesita rinconera—. Se lo alcanzo porque ya no queda nadie en el comedor.
—Gracias, Juanita —dijo volviendo a su faena para dar por concluido el intercambio.
—Hoy se la ve muy bien a pesar de no estar arreglada —siguió la mujer sin apocarse.
—Gracias, Juanita —repitió sin levantar la cabeza.
—¿El doctor hizo una broma o venían los dos de su casa?
—Tengo que completar este trabajo antes del mediodía. Si algo no le queda claro, pregúntele al doctor Moreno —dijo en forma concluyente.
¿Pero quién te creés que sos?
La afrenta verbal la sobresaltó. Juanita, con gesto adusto, apoyó la bandeja contra su generoso pecho y salió sin proferir palabra. Sara bloqueó su mente para no recepcionar ningún pensamiento que la distrajera de su tarea porque estaba ansiosa de encontrarse con Nina y asegurarse de que no corría peligro.