Alen esperó a que ella pasara
los brazos alrededor de su cintura para empezar a caminar. Afuera del
utilitario el viento parecía tener vida. Avanzó con energía ya que el peso de
ambos contrarrestaba la fuerza de la ventisca, pero cada vez que un escombro lo
golpeaba, temía el daño que pudiera infligirle a la joven. Las luces de
emergencia del interior de la residencia señalaban la ruta de regreso. A medio
camino, la lluvia los encegueció y los pies de Alen resbalaron sobre el suelo
pastoso, arrastrando a Julia en la caída. Ella gritó y se aferró a él con más
fuerza. Alen se sujetó a la soga y se incorporó con esfuerzo luchando por
mantener la estabilidad.
—¿Estás bien? —le gritó a la
muchacha.
—¡Sí! —y se afianzó aún más a
su espalda.
El hombre adelantó sus
extremidades en una suerte de deslizamiento y comprobó que a Julia le era más
fácil seguirlo. Cerca de la vivienda, Rolo y su padre impulsaron el cabo hacia
la casa. Apenas alcanzó el primer escalón izó a la muchacha hasta Rolando quien
la depositó en brazos de Alejo. Él, a su vez, la confió al cuidado de las dos
ansiosas mujeres que habían asistido al rescate. Rolo sostuvo a su colega hasta
que se encontró fuera de la masa de barro. Por un momento, ambos observaron
como hipnotizados la ciénaga que se había configurado alrededor de la vivienda.
—Tu padre es un constructor innato
—reconoció Rolando—. ¿De dónde proviene tanta agua?
—Algún arroyo que se ha
desbordado —arriesgó Alen. Se volvió hacia la casa—. Vayamos a ver cómo está
Julia —invitó a Rolo.
—Sana y salva gracias a vos.
Alen desestimó el
reconocimiento con un gesto, e ingresó al interior. La joven estaba cubierta
con una manta que le había alcanzado Etel y se acercó a él apenas lo vio
ingresar. Quedaron frente a frente, los ojos amarrados entre la gratitud de
ella y el arrobamiento de él. Las manos de Alen buscaron las de Julia que se
acomodaron confiadas en el refugio varonil.
—Alen… —musitó la joven—,
lamento…
—No digas más, Julia —la
interrumpió con voz contenida, desgarrado por el ansia de tomarla entre sus
brazos—. Estás aquí y a salvo, ¿qué otra cosa pudiera querer?
Las pupilas aceradas brillaban
con vedada elocuencia y le transmitieron un mensaje perturbador. El deseo
masculino la sacudió con la certeza de que, a solas, hubiera sucumbido a su
reclamo. Advirtió que se habían erigido en el centro de una escena de la cual
parecían todos pendientes, e hizo un esfuerzo por liberarse. Desasió sus manos
y Alen, como recobrado de un sortilegio, reparó en que seguía con las prendas
mojadas.
—¡Te vas a enfermar! —dijo
preocupado—. Tomá un baño caliente y acostate. Aún faltan horas para que
amanezca.
—Y vos hacé otro tanto… —le
indicó ella con suavidad.
La vio encaminarse hacia la
escalera y ambicionó la momentánea desaparición de espectadores que lo privaban
del acercamiento intuido en la mirada de Julia. Suspiró y les propuso a sus
padres y a Rolando: —Vayamos a descansar. Si compone, en la mañana revisaremos
los daños que produjo la tormenta.
Los primeros en levantarse
fueron padre e hijo. El viento había calmado pero persistía una espesa
llovizna. Alejo activó el generador que alimentaba las luces de la casa y
prepararon el desayuno mientras escuchaban las noticias: la energía eléctrica
sería repuesta después del mediodía y, tal como Alen había supuesto, el río
Chico de Nono se había salido de cauce aunque sin causar demasiados daños.
Julia despertó a las once de la mañana. En la sala solo estaba Etel.
—¡Buen día! —la saludó y se
acercó a darle un beso.
—¡Buen día, querida!
¿Descansaste? —le preguntó la mujer.
—Demasiado, parece —sonrió—.
¿Y los demás?
—Chapoteando afuera. Ya te
alcanzo un café —le dijo.
Julia salió a la galería con
la taza en la mano. Observó a los hombres calzados con botas de pesca,
trabajando alrededor del motorhome a cuyo volante estaba Marisa. No se había
equivocado anoche. El viento lo había desplazado hacia la zona arbolada. El
vehículo pareció encabritarse y Rolo se acercó a darle instrucciones a su
novia. Julia movió la cabeza con gesto divertido. Le anunció a Etel: —Voy a ir
a ayudar. Marisa se pone nerviosa al volante y va a terminar discutiendo con
Rolando.
—Esperá a que te alcance unas
ojotas —la detuvo la madre de Alen viendo que se despojaba de las zapatillas—.
No es conveniente pisar esos charcos con los pies desnudos.
Después de calzarse bajó los
escalones y se adentró en el terreno fangoso cuidando de no resbalar. Mari fue
la primera en verla y agitó los brazos alborozada. Alen la alcanzó a mitad de
camino y la sujetó al momento que patinaba.
—Permítame cargarla, mademoiselle, estoy pertrechado para
deslizarme en el lodo—le anticipó con una sonrisa.
Sin esperar su consentimiento,
la alzó con desenvoltura y caminó hacia el utilitario. Ella, con una risa de
sorpresa, le enlazó los brazos al cuello y se dejó llevar. La bajó sobre el
estribo del vehículo demorando el momento de separar sus manos de la cintura
femenina.
—Gracias, caballero. Ya puedo
valerme por mí misma —dijo Julia para sustraerlo de su inmovilidad.
Alen se apartó con una risa
alegre y, después de que ella ingresó al motorhome, se reunió con el dúo
masculino que lo esperaba para reanudar la tarea de empujar la casa rodante.
—¡Julia…! —exclamó Marisa—.
¡Llegaste a tiempo de evitar que Rolo me enloqueciera con sus indicaciones! —La
miró con sorna—: Y de lo otro ya vamos a charlar…
—Correte, ¿querés? —indicó su
amiga plantándose al lado del asiento del conductor e ignorando la acotación.
—¡Con todo gusto! —rió Mari
sin ofenderse.
Una vez que estuvo acomodada,
esperó las órdenes de su hermano. Con la colaboración de los hombres para
desempantanarlo y su habilidad para conducir, el vehículo pronto quedó asentado
cerca de la finca, en terreno firme y elevado.
—Chicas —proclamó Rolando
cuando salieron del utilitario—, si están de acuerdo nos quedaremos unos días
más en la casa de Alejo hasta hacer una revisión completa del motorhome.
—Yo estaría más tranquila
—apoyó Mari—. ¿No te parece? —le preguntó a Julia.
—Sí —dijo con una leve
sonrisa—. La seguridad antes que nada.
Ella no creía que la casa
rodante necesitara ningún control. El motor respondía bien y los daños, tanto
en la carrocería como en el interior, eran irrelevantes. Pero descubrió que no
deseaba apartarse de Alen por el momento. Y cualquier excusa, pensó, venía
bien.
—¡Voto porque nos pongamos a
reparo! —exclamó Alejo—. ¡El vehículo está a salvo!
—Vayan ustedes —propuso
Marisa—. Julia y yo juntaremos algo de ropa para llevarla a la casa.
Los varones se alejaron y
ellas armaron los bolsos con las cosas más necesarias.
—Julia —consideró Mari—, si el
riesgo que afrontó Alen para ir a buscarte en medio de un tornado no te
conmueve, voy a concluir que tenés sangre de horchata.
La carcajada de Julia arrastró
la risa de su cuñada, que agregó con histrionismo: —Y si traerte en sus brazos
no te hizo cosquillas, pienso que estás perdida, alma mía.
—Para tu conocimiento, no
tengo sangre de horchata ni estoy perdida. Tal vez por eso mi resistencia a
intimar con este hombre que me resulta tan cautivador. Me asusta volver a
enamorarme, Mari, y no ser correspondida.
—¿Vos creés? —la rebatió con
autoridad—. Dale la mínima oportunidad y te demostrará cuánto te corresponde.
Julia, estoy segura —dijo con
énfasis— de que Alen te ama.
—¿Y si solo me desea?
—argumentó ella en tono plañidero.
—Mi mejor consejo, sacate la
duda. No me vas a decir que no te atrae…
—Como el abismo —confesó.
Marisa la abrazó. Al
separarse, le dijo: —Me parece que tendré que darte algunas clases de
seducción. ¿Te olvidaste de que yo fui tras tu hermano apenas quedó libre?
—No se me escapó tu interés,
descocada. ¡Y él cayó como un chorlito! —rió Julia.
Mari se limitó a observarla
con una sonrisa interrogante.
—De acuerdo, cuñadita, voy a
seguir tu propuesta —correspondió la muda pregunta—. Si me rompe el corazón,
esta vez no les alcanzará con llevarme de vacaciones a Córdoba. Tendrán que ir
pensando en Europa —la previno burlona.