miércoles, 28 de abril de 2010

LA HERENCIA - X

-¿Por dónde querés empezar? -preguntó Luis.

-Por la casa que vi en mi primera recorrida. Está siguiendo ese sendero -indicó.

Caminaron en silencio. Mariana agradecía la presencia del hombre que sosegaba los corceles desbocados de su imaginación. El sol restituía la inocencia al paisaje enturbiado por las sombras. La construcción apareció al final de la senda. La enredadera cubría las paredes de piedra y parte de las aberturas de madera adonde se apreciaba el paso del tiempo y el abandono. Luis giró el antiguo picaporte y descubrió que la puerta estaba asegurada.

-No vas a poder calmar tu curiosidad... Está cerrada con llave.

-¡Ay, ay, ay...! -profirió Mariana.- ¡Y no traje el llavero! ¿Cómo iba a imaginar que esta casucha estaba clausurada?

El hombre la invitó a tener paciencia con una sonrisa y un gesto. Después de varios intentos de espionaje entre las hendijas, reanudaron la caminata. Esta vez llegaron hasta la verja que circundaba la finca. Contra ella se apoyaba una barrera de árboles y matorrales. Mariana, empeñada en avistar la calle, se ganó varios raspones.

-¡Es peliagudo meterse entre los árboles! Esta casa está más protegida que el pentágono -compuso un gesto tortuoso.- Nadie puede entrar... O salir.

Luis dejó escapar una carcajada. Las ocurrencias de Mariana lo divertían, la tarde era espléndida y la ilusión de compartir algunos días con la mujer querida, tangible. Revolvió el pelo de la joven y la tomó de la mano para continuar la caminata. Un poderoso gruñido los detuvo.

-¿Qué fue eso? –dijo Mariana, apretando el brazo de su compañero.

Luis intentó descubrir el origen del sonido. Recorrió la valla con la mirada mientras registraba la presión de los dedos de la muchacha. Recordó la fobia de Mariana por los perros desde que fuera atacada. Con cinco años debió sobrellevar un largo tratamiento.

-Quedate tranquila, querida. El ruido viene desde afuera y como dijiste, nadie puede entrar.

Un silbido agudo alejó el bramido amenazante. La muchacha aflojó el apretón con expresión avergonzada.

-Perdóneme, Luis. De sólo pensar en el tamaño que acompaña a ese rugido, me volví loca. No lo puedo superar... -confesó con desánimo.

-No te apures. Ya va a pasar... -dijo su compañero y le rodeó los hombros afectuosamente. Después miró el reloj:- ¡Son las cinco! ¿Vamos a sorprender a tu madre con unos mates?

-¡Despertemos a la dormilona! -voceó Mariana.

Se despegaron del muro vegetal que aislaba la casa, buscando el sendero que los guiara entre los árboles. Descubrieron un claro en cuyo centro se abría un ojo de agua lo bastante extenso como para semejar una piscina mediana. Un tosco borde de piedras lo rodeaba, quebrado por una plataforma doble de ladrillos asentados sobre la tierra.

-¡Una pileta de natación! -exclamó la muchacha excitada.

-Habría que sondear la profundidad -discurrió Luis plantado sobre los ladrillos.

-¡Pero si es un estanque! ¿No ves la calma de la superficie? -insistió la chica olvidando formalismos.

-Antes de ser recatada por un par de buzos, ¿me dejarás hacer algunas verificaciones?

Mariana se rió del tono circunspecto de Luis. Podía aceptar que obrara como un padre porque le agradaba la figura sólida y afectuosa de ese hombre en el devenir de su historia.

-¡Hecho! Prometo darme la primera zambullida en tu presencia.

Avanzaron como buenos camaradas hacia la senda que se colaba entre los árboles. Era el camino indudable hacia la casa y, a juzgar por la ausencia de hierbajos, asiduamente transitado. Después de la larga caminata, les pareció llegar en un santiamén a la casona. Mariana subió a llamar a su madre y Luis organizó la merienda. La joven se acercó al lecho de Emilia. Un repentino sentimiento de culpa la hostigó al recordar su desacuerdo con la mudanza. ¿Y si tenía razón y no debiéramos estar aquí? ¿Y si le pasa algo y no llega el auxilio a tiempo? Yo seré responsable. ¡Ay, mami! Te ves tan inerme... Pero, ¿qué podría pasar? Las dos gozamos de perfecta salud y seremos cuidadosas. Además, estamos a veinte minutos de la zona comercial. Contuvo la angustia y acomodó una sonrisa alegre. Acarició con suavidad el cabello de Emilia.

-Mami... Mami... -llamó en voz queda.

La mujer abrió lánguidamente los ojos y le sonrió.

-¿Descansaste, ma?

-¡Como un oso en invierno!

-Ponete linda que Luis nos espera con un mate.

-¿Y cómo les fue en la recorrida?

-En general, bien. No pudimos entrar a la cabaña porque estaba cerrada con llave y un perrazo de la calle me pegó un susto de novela. ¡Pero es una gloria caminar entre los árboles! Y, al final, ¡descubrimos una piscina natural!

Emilia estaba feliz de verla tan entusiasmada. Tal vez -pensó- no haya sido un error acceder a sus deseos. Se vistió y bajaron a la cocina para reunirse con Luis. La merienda se extendió hasta las siete. Después pasaron al estar donde Emilia y el hombre, sentados en los cómodos sillones, desmenuzaron los sucesos desde la llegada del abogado. Mariana investigó los detalles de la estancia. Reparó en el antiguo televisor apoyado sobre una mesa con rueditas que desentonaba con el resto del mobiliario. Lo enchufó, apretó el botón de encendido, esperó algún destello que certificara el funcionamiento. Ajustó la ficha al tomacorriente, inspeccionó los botones y movió la antena. Desalentada, pidió auxilio:

-Luis, ¿entendés algo de televisores?

-Nada más que manejar el control remoto –contestó con gesto de disculpa.

La joven se resignó y lo desenchufó. Mañana lo hará revisar. ¿Revisar? Compraré uno nuevo. ¡Ahora puedo! Se acercó a una vitrina de cristales enmarcados en madera finamente tallada, cuyos estantes estaban repletos de gráciles figuras de porcelana. Sabía de su valor por el inventario. Enfrente había un mueble mellizo con figuras de cristal que destellaban a la luz de la araña.

-¡Son las ocho y media! –Descubrió Emilia.- Organicemos la cena.

Los tres volvieron a la cocina. Las mujeres prepararon una comida liviana mientras Luis disponía la mesa. Después de comer pasaron a tomar un café a la sala de estar adonde Mariana insistió, infructuosamente, con hacer funcionar el televisor.

-¡Mejor! –dijo la madre.- Así nos iremos a acostar más temprano. –Se volvió hacia Luis:- ¿Por qué no te quedás esta noche? Ya es tarde y hay una habitación extra.

El hombre sonrió aliviado.

-En realidad, voy a abusar de tu hospitalidad. Como hace tiempo que no me tomo un descanso, pensé en hacerles compañía el fin de semana. Eso –dijo mirándolas- si están de acuerdo.

-¡Fantástico! -aprobó Mariana.- Así mañana mismo podré bañarme en el estanque.

Luis esperaba la respuesta que más le interesaba. Descubrió un resplandor de alivio en los ojos de Emilia, corroborado por sus palabras:

-Sé bienvenido. Dormiremos más tranquilas con un hombre en la casa.

La confianza de la mujer lo exaltó hasta el heroísmo. Moriría por vos, Emi. Y si la advertencia de Edmundo fue producto de mi preocupación o fue real, me quedaré hasta saber que no corrés ningún peligro. La voz de Mariana lo apartó de su ensimismamiento.

-Si no hay tevé, hagamos como las gallinas. Además -ahogó un bostezo- estoy reventada.

-Voy a cerrar -dijo Luis.

Cuando volvió, Mariana apagó la luz de la sala y cerró la puerta al salir. Arriba, fisgoneó el dormitorio de Luis, lo ayudó a preparar la cama y, antes de acostarse, pasó por el dormitorio de su mamá comentando lo bueno que era tener todos dormitorios en suite. La besó y se despidió hasta el día siguiente. Se acostó al instante para sumirse en un sueño profundo y sin imágenes.

Voces, ruidos y música acercándose, la volvieron lentamente a la conciencia. Le costó ubicarse espacialmente hasta reconocer la habitación ajena. Prestó atención al ruido que perturbaba su descanso. Venía de la planta baja, como si se estuviera celebrando una fiesta. Se sentó en la cama tratando de hacer funcionar el cerebro. Al no encontrar una explicación lógica, se calzó las chinelas, se echó la bata sobre los hombros y bajó. Un lechoso y movedizo resplandor se derramaba por la puerta semiabierta del estar que ella cerrara antes de subir. Desde allí también provenían las voces y la música. A medida que bajaba, la familiaridad de los ruidos se hacía patente. Mamá se desveló y le encontró la vuelta al televisor. Abandonó toda cautela y entró a la sala. El aparato, efectivamente, estaba encendido. Pero nadie estaba mirando. Iluminó el salón y rastrilló con la mirada toda la superficie, cada rincón. Mami se cansó y subió sin apagarlo. O acaso fue Luis... Se encogió de hombros y giró el botón de encendido a la posición de off. La pantalla se oscureció y los ruidos desaparecieron. Apagó la luz, cerró la puerta y volvió al dormitorio. Antes de entrar, abrió silenciosamente el cuarto de Emilia. Dormía con tanto abandono que postergó las explicaciones hasta la mañana.

domingo, 25 de abril de 2010

LA HERENCIA - IX

El sol del mediodía presagiaba una jornada calurosa. Mariana, ansiosa por llegar, tomó la delantera y aceleró. El recorrido se le hacía familiar, como si lo hubiera hecho muchas veces. Paró el auto frente a la verja, la abrió y enfiló el auto sin detenerse a esperar que Luis cerrara el portón. Transitó el sendero con una aguda sensación de pertenencia sólo interferida por los pájaros y el viento. Aquí creció papá. Aquí hay cosas que le pertenecieron y me esperan -presentía. Avistó la casa al doblar el recodo; avanzó por el sendero de ripio, estacionó y la abarcó con mirada posesiva. Tengo derecho a estar acá, tía -afirmó desafiante. El ruido del motor del auto de Luis la puso en movimiento. Franqueó la puerta, encendió las luces y abrió los postigones para que el sol, ataviado de colores, entibiara la habitación. Asistió a la transformación maravillada, relegando al olvido las sensaciones siniestras que la acometieron en la primera visita.

-¿Hay alguien aquí? -voceó Luis risueño.

Mariana se apresuró a descargar varios bultos que traía su madre. Los tres dejaron los paquetes sobre la mesada de la cocina y los clasificaron, acomodándolos en estantes o en la heladera.

-Voy a encender el fuego -anunció Luis acarreando la parrilla y una bolsa de carbón hacia el exterior.

-¿Vamos a elegir un lugar para poner la mesa? -invitó Emilia.

La hija se plegó sonriendo. Afuera, el hombre estaba despejando un hueco para prender el carbón. Las mujeres optaron por un lugar sombreado cerca de la improvisada parrilla.

-Traigamos una mesa, nena -indicó la madre dirigiéndose hacia la casa.

-¡Esperá, mami! Allí hay un cobertizo. Echemos una mirada.

Se acercaron a la deslucida puerta de madera que costó desatrancar de puro destartalada. Una polvorienta lamparita se esforzó por iluminar el caos. Las herramientas de jardín estaban mezcladas con bolsas de tierra, maceteros, muebles amputados, una cortadora de césped, trastos de limpieza y cajas de ignoto contenido. En un rincón había una mesa de hierro labrado y varios sillones del mismo metal pintados de blanco, a los que rescataron de la red de telarañas. Los acomodaron, después de una cuidadosa limpieza, en el espacio seleccionado. Completaron el conjunto con un mantel blanco bordado, vajilla de porcelana, copas de cristal y cubiertos de plata. Luis se acercó para admirar la obra de las mujeres.

-Tendré que lucirme con el asado para no desentonar -dijo aprobadoramente.- El fuego está listo. Voy a buscar la carne.

-Y yo a preparar las ensaladas -manifestó Emilia siguiéndolo.

-Y yo... -agregó Mariana -¡a buscar los almohadones para no borrarnos el trasero!

Entró al galpón acompañada por las risas alegres de sus oyentes. Buscó los cojines sorteando distintos objetos. Estaba convencida de su existencia porque sentarse sobre el hierro era demasiado penoso. A punto de renunciar vio, a centímetros de la esquina que ocuparan la mesa y los sillones, un envoltorio rectangular rodeado por una cuerda. Si yo miré aquí en primer lugar... En el paquete había seis almohadones protegidos por una cubierta de plástico. Los levantó al tiempo que una voz apagada pero nítida pronunció su nombre: -Mariana...

-¿Mamá? -giró hacia la puerta.

La madre estaba visible, pero al lado del asador y sosteniendo una copa de vino en la mano. La joven miró la escena inexpresivamente. Controló las ganas de salir corriendo del cobertizo. No es mamá. ¿Cómo pude confundirla? Porque era una voz de mujer... y me llamó por mi nombre. Como tía Victoria. Sí. Era la voz de ella. La tengo grabada a pesar de haberla visto tan poco. No me jugués una mala pasada, conciencia... Yo no decidí la separación. Después de todo, esta casa es tanto de papá como de la tía. Era. Ahora quedamos mamá y yo. ¿Por qué habrías de reprocharnos, Victoria? Fijó la vista en Emilia y se aferró al nexo para abandonar el galpón sin traslucir su inquietud.

-¡Voilá! -exclamó sacudiendo el paquete ante la pareja.

Desató el cordel y acomodó los cojines sobre los asientos. Lucían confortables y pulcros. Mariana se dejó impregnar por la escena bucólica. Se sentó, levantó el cáliz de cristal y observó el resplandor escarlata que la luz le arrancaba al vino. El almuerzo campestre fue un éxito. La charla, placentera, y sincero el aplauso para el asador. A las tres de la tarde la mesa y los sillones despojados de los almohadones eran los únicos vestigios de la inauguración.

-¡Aprovechemos la tarde para explorar los alrededores...! -pidió Mariana al guardar el último plato en la alacena.

-Yo me voy a descansar -respondió la madre.- Veamos primero las habitaciones.

Luis, al ver la mirada desencantada de Mariana, ofreció:

-Escojan los dormitorios y después te acompaño al safari.

-¡Sí! -acentuó la joven, y salió de la cocina brincando como una criatura.

Se compuso al pie de la escalera para remontar los peldaños hasta el rellano. Hizo un alto y esperó a que subieran Luis y su madre. Caminaron por el corredor y fueron abriendo las puertas. La primera daba al dormitorio de Victoria, de indudable estilo Luis XIV. Decidieron no ocuparla y eligieron las dos contiguas. Al final del pasillo había una cuarta. Todas estaban amuebladas con el mismo estilo y en excelente estado de mantenimiento. En los cajones de la cómoda había ropa blanca limpia y, a instancias de la madre, acondicionaron las camas para el descanso nocturno. Luis no creyó oportuno anunciar en ese momento que se quedaría. Ya encontraría una buena excusa hasta la noche. Dejaron a Emilia reposando y emprendieron la caminata.

jueves, 22 de abril de 2010

LA HERENCIA - VIII

Mariana disfrutaba de la sensación de libertad que sentía al volante de su auto. Las ruedas la llevaban hacia la casa codiciada. El día era diáfano y cálido. Miró por el espejo retrovisor el rodado de escolta, ocupado por Luis y su madre. El cantinero había insistido en acompañarlas a pesar de su decisión de mudarse en pleno día. Sólo cargaron ropa y pertenencias personales. Adonde iban no necesitaban nada más. Antes de que se desvaneciera la zona comercial, descubrió el amplio supermercado. Aminoró la marcha y puso la luz de giro para ingresar a la playa de estacionamiento. Luis la imitó y se ubicó junto a ella.

-¿Y ahora qué decís, ma? –preguntó socarronamente, recordando las protestas maternas de “que en ese lugar no debe haber un miserable almacén”.

Emilia se encogió de hombros. La evidencia de la civilización no la subyugaba. Aún pensaba que habitar esa casa suponía arrinconar las decisiones espontáneas fomentadas por la residencia en el centro de la ciudad. No más salidas imprevistas con las amigas, olvidarse del práctico quiosco de la esquina, depender de Mariana para cualquier traslado. Voy a aprender a manejar y me voy a comprar un auto. ¿Qué digo? Yo no quiero quedarme en ese lugar. Es sólo por dos meses. ¡Dos meses, dije! La propuesta de Luis la sacó de la abstracción.

-¿Entramos para abastecernos?

Los tres caminaron hacia la entrada. Hicieron un rápido recorrido por la planta alta atiborrada de locales ofertando desde un par de zapatos hasta los últimos adelantos digitales.

-No te entusiasmés, Mariana, porque ahora vamos a comprar comida. No quiero llegar de noche a la casa -dijo Emilia.

-¡Qué exagerada, mamá! Recién son las diez de la mañana...

-¿Y si bajamos al súper? -terció Luis.

Las mujeres lo siguieron sin agregar comentarios. Mariana se apoderó de un carrito y se adelantó por el pasillo central. Cuando iban de compras, ella era la encargada de los artículos superfluos. Hacía tiempo que los escasos recursos la privaban de ese rol. Seleccionó los mejores vinos y licores, latas de mariscos, caviar y confituras importadas. En lo alto de una góndola exhibían frascos de higos y castañas en almíbar que despertaron inmediatamente su glotonería. Intentó agarrarlos izándose sobre la punta de los pies. ¿Por qué no me habré puesto tacos? Una seductora voz masculina ofreció:

-¿Te lo alcanzo?

Mariana apoyó los talones, giró la cabeza y quedó a la sombra de un hombre sumamente atractivo. La agradable sonrisa se reflejaba en los ojos oscuros. Varias traumáticas experiencias con el sexo opuesto la persuadieron de que no se dejara embaucar.

-No, gracias -respondió fríamente y empujó el carro hacia delante.

El desconocido disimuló una mueca risueña y bajó el frasco hasta el estante inferior. ¡Vaya con la niña! Ni que le hubiese hecho una propuesta indecorosa -pensó divertido.- ¿Estará de paso? Me gustaría volver a verla. Se asombró de la súbita pretensión inspirada por la joven esquiva que desaparecía a la vuelta del corredor. Volvió la atención hacia las compras con las que agasajaría a sus amigos y ni la recordaba al pasar por la caja. Mariana dio varias vueltas y retornó al sector de los dulces artesanales. No me voy a ir sin los higos, y si el tipo está, no le doy bola y listo. El envase había descendido a una altura razonable. Lo agarró y echó un rápido vistazo alrededor. La acción del hombre le provocó un agradable cosquilleo. ¿Por qué pensar que fue él? Seguro que alguien lo curioseó y decidió no comprarlo. ¿Habré dado con un masculino desinteresado? Emilia interrumpió la especulación.

-¿Ya terminaste, nena?

La joven asintió y le traspasó el contenido del carrito. Luis llegaba con dos bolsas de carbón y se dirigieron hacia una cola. En tanto esperaban, Mariana miró hacia las otras filas con la expectativa de encontrar al extraño. Se sintió vagamente desilusionada al no verlo. ¿Esperabas algo, ridícula, cuando fuiste tan antipática? Luis y su madre ya estaban vaciando el carro sobre la cinta de la caja. Se absorbió en esta tarea y esperó la cuenta mientras los mayores acomodaban las bolsas para llevarlas al auto.

viernes, 16 de abril de 2010

LA HERENCIA - VII

Emilia modificó los planes de Mariana antes de llegar al departamento:

-Luis, quedate a cenar, por favor. Necesitamos un oyente imparcial.

-Será un placer –respondió el hombre.

Entre los tres improvisaron la cena y comieron en un clima relajado. Después de levantar la mesa, y ante las correspondientes tazas de café, Luis mencionó los sucesos del día:

-A Mariana no le voy a preguntar. Basta mirarle la cara para saber cómo le cayó la herencia. Pero vos sos un enigma, Emilia. ¿Hay algo que te incomoda?

La hermosa mujer le dirigió una mirada apreciativa. Estaba descubriendo a un hombre intuitivo detrás del amigo de tantos años. Habló esperando no molestar a Mariana con sus recelos:

-No me voy a quejar de una fortuna en bienes materiales que nunca hubiera soñado, pero siento que toda esta dádiva no es gratuita. Como… -Hizo una pausa- si tuviéramos que devolver de alguna forma este legado.

-¿Qué decís, mamá? –interrumpió la hija- ¡Son todas suposiciones tuyas! ¿Por qué estaríamos en deuda con la tía? Si nosotras no nos interesamos por ella, tampoco ella por nosotras. En todo caso, la decisión fue de papá.

-Tenés razón, Mariana. Pero presiento que sería mejor desprendernos de la casa. ¡Aún vendiéndola a mitad de precio podríamos comprar el mejor departamento de Barrio Martin! –dijo sugerente.

El gesto porfiado de la muchacha le reveló que la moción no tendría apoyo. Miró esperanzada hacia Luis, esperando alguna reflexión que disuadiera a su hija.

-Tal vez no un departamento –aportó el hombre - sino una quinta en Fisherton, con parque y pileta como te gusta. Por lo que ví, vale tanto la casa como el contenido. Les sobraría plata para mantenerse sin apremios. Pensalo. Tendrías la vivienda de tus sueños y una mamá agradecida –remató con una sonrisa.

Mariana controló el disgusto. Después de todo, la culpa es de mamá que lo autorizó a opinar – reconoció. Propuso una solución intermedia:

-No quiero contrariar a mi madre –le habló a Luis- pero no voy a desprenderme de esa casa sin haberla examinado a conciencia –ahora la miró a Emilia:- Ocupémosla un mes y te prometo considerar la posibilidad de venderla –estaba persuadida de que una vez instaladas olvidaría cualquier reparo.

Durante unos minutos nadie habló. La mujer meditó seriamente la oferta filial. ¿Cómo transmitirle esta sensación de rechazo si está deslumbrada por la casa? ¿Por qué Victoria beneficiaría a un hermano que la abandonó? No sé... Tal vez en el que fue su hogar encontremos las explicaciones que nos faltan. Pero un mes, Mariana... ¡Sólo un mes! -decidió.

-Nos instalaremos un mes, hija, y después la venderemos para buscar un lugar más conveniente. ¿Estás de acuerdo?

Mariana la miró sorprendida por el tono autoritario. Después, le contestó en medio de una carcajada:

-¿Quién podría oponerse a ese pedido, mamita querida? Dos meses... ¡Y hecho! -le tendió la mano con cara de pascua.

-Con mudanzas incluidas... -regateó Emilia antes de imitar el gesto.

Mariana asintió con una mueca y después de estrecharse formalmente las diestras la abrazó cariñosamente. Luis asistió al arreglo entre las mujeres lamentando la escasa resistencia que Emilia opuso al planteo de su hija. Tendré que buscarme un reemplazo en el bar para poder estar más tiempo con ellas -resolvió. No quería respaldar los recelos de Emilia para no intranquilizarla más, pero estaba dispuesto a colaborar para acelerar el examen de la propiedad. Confortado por esta decisión, no juzgó arriesgado proponerles la revisión del inventario.

-Ahora que se han puesto de acuerdo, las invito a mi boliche para completar la cena con postre y brindis. ¿Y qué tal echarle una ojeada al inventario? Si tenemos alguna duda, la investigaremos por Internet.

-¡Ay, don Luis...! -se lamentó Mariana:-la idea era agasajarlo por todas sus atenciones y ahora termina invitándonos como siempre.

-¿Si le decís Luis....? -opinó repentinamente Emilia.- Don Luis suena tan arcaico...

La joven y el hombre cruzaron una mirada interrogante.

-Luis... Bueno -concedió, mirando el benévolo rostro masculino. Giró hacia el dormitorio:- ¡Voy a buscar el listado del mobiliario y partimos!

Los adultos la esperaron en confortable silencio. Mariana volvió con la carpeta y se dirigieron hacia el bar.

-¿Qué prefieren? ¿Lemon pie o tarta de ricota?

-Yo, lemon pie. Mami, tarta -contestó la muchacha y lo acompañó para cargar las cosas.

Volvieron con las tortas, las copas y una botella de champaña. Luis la destapó premeditando que el corcho alcanzara a Mariana pero, arbitrariamente, cayó en la falda de Emilia. Entre risas, la madre se lo arrojó a la hija, quien lo sostuvo burlescamente contra el pecho antes de soltarlo sobre la mesa.

-¡Por el comienzo de una nueva vida! -deseó Luis acercándoles su copa.

El brindis fue recibido con sonrisas. Amplia la de Mariana, contenida la de Emilia. El hombre bebió en silencio sin apartar los ojos de la mujer querida. Le inquietaba la reticencia de Emilia cuyo significado se le escapaba. No estaba preocupada por el aislamiento de la casa porque contaban con el auto de Mariana. Si ella se había adaptado a la prosperidad en vida de Edmundo y a la restricción después de su muerte, ¿por qué en esta circunstancia abiertamente favorable se mostraba renuente? Mariana, ajena al pensamiento de Luis, abrió la carpeta.

-¡Presten atención! -dijo con aires de maestrita, recorriendo el documento con la vista- ...Blablabla... ¡Cuánto parloteo jurídico...! ¡Ah! Aquí está lo que nos interesa -y se adentró en la descripción del mobiliario y el contenido de la casa.

Muebles de estilo, porcelanas, tapices, cuadros, cristales y platería, libros de ediciones agotadas, orfebrería, requirieron varias consultas por Internet. Al cabo de dos horas coincidieron con la tasación estimada por los curadores: un millón de dólares que, según el apremio por vender, eran fácilmente transformables en medio millón. Los tres procuraron asimilar la información. Hubo un silencio laborioso al terminar la lectura del inventario y Luis fue el primero en romperlo:

-Como suponía, el mobiliario es más valioso que la casa. Si no lo quieren conservar por razones sentimentales, me atrevo a decir que de ahora en más serán verdaderas potentadas.

-Me bastará con estudiarlos y admirarlos mientras estemos en la vivienda -concedió Emilia- pero para una casa moderna resultan un tanto sombríos.

Mariana no opinó. No eran los muebles lo que ella quería conservar sino su recipiente. Notó que algo faltaba entre los espacios inventariados:

-¿Por qué no detallan el contenido del ático?

La madre la miró sorprendida.

-¿A qué ático te referís?

-Al que domina la planta alta, por supuesto.

Luis intentó recuperar la imagen de la casa que se le borraba a la distancia. Se asombró del escueto recuerdo cuando él, por exigencia de su negocio, había hecho un ejercicio de la observación.

-No lo tengo presente... -dijo dudoso- pero es posible que esté lleno de cosas viejas y por eso no las enumeraron.

-Tiene razón -coincidió la joven- para eso están los áticos. ¡Son los mejores lugares para encontrar cosas raras!

Emilia sonrió con indulgencia y se levantó:

-Bueno, inquisidora, será mejor que nos vayamos para que este hombre pueda descansar.

-Las acompaño -ofreció Luis con presteza.

Ambas se negaron simultáneamente. Adujeron que estaban a una cuadra y que eran dos. El barman se quedó en la puerta del negocio hasta que la curva de la esquina las tragó. Apagó las luces y subió a su vivienda agradeciendo tenerla tan cerca. Un cansancio poco común lo invadió. Demoró bajo la ducha mientras relajaba los músculos. Se secó el cuerpo y lo examinó en el espejo como si fuera ajeno. A los cincuenta y ocho años conservaba el pelo y la complexión atlética de la juventud. ¿Si Edmundo no hubiera sido tan atrayente Emilia lo hubiera preferido a él? Sacudió la cabeza apartando esa idea frívola. El recuerdo del rival lo golpeó. Evocó al esposo enamorado, al padre cariñoso y al amigo enigmático que nunca pudo trasponer la sutil frontera entre la confianza y la reserva. Todos tenemos cosas que ocultar, viejo -concedió mientras pensaba en su encubierto amor por Emilia. Cayó sobre la cama y el sueño lo ganó antes de que pudiera ponerse el pijama. Se despertó con la perentoria necesidad de vaciar la vejiga. La luminosa esfera del reloj indicaba las dos y media como en la madrugada que Emilia le comunicó el accidente de su marido. Caminó tambaleante hacia el baño y cuando alivió la tirantez del bajo vientre, reparó en la turbadora sensación de ser observado. Permaneció de espaldas a la puerta impedido de volverse por la creciente seguridad de ser acechado por detrás. Recurrió a un poderoso esfuerzo voluntario y giró para encontrarse frente a frente con Edmundo. Los erizados vellos de su nuca refutaban el pensamiento racional: No es real. Está muerto. La aparición avanzó hacia él, que apartó la mirada de los ojos oscuros donde prosperaban otras sombras cuyo significado se negaba a interpretar. La boca pronunció palabras que sólo capturó el cerebro: No las dejes solas. Recordá. No las dejes solas. Extendió la mano y apoyó el índice sobre el pecho de Luis. Un grito de terror lo rescató de la parálisis y lo devolvió a la conciencia de estar sentado en la cama y con el corazón acelerado por el pánico.

-¡Mierda! -exclamó cuando notó la humedad de las sábanas.

Saltó del lecho consternado por haberse orinado encima. Estos son los famosos restos diurnos de Freud -conjeturó- tanto pensar en Edmundo y acostarme desnudo. Retrocedí a la infancia y di por hecho que estaba en el baño. La conclusión lógica lo tranquilizó y buscó una toalla grande para secar el colchón. Después de darlo vuelta, puso sábanas limpias y tomó otra ducha. Al abrocharse el saco del pijama, notó un hematoma bajo las tetillas. Me debo haber golpeado sin darme cuenta -se dijo. No obstante, murmuró: Lo prometo, Edmundo. Apenas eran las dos cuando volvió a dormirse.

domingo, 11 de abril de 2010

LA HERENCIA - VI

Mientras Luis escudriñaba el borroso sendero que llegaba hasta la entrada, escuchó los comentarios de las mujeres:

-¡Mamá! ¡Es una verdadera mansión...! -exclamó Mariana exaltada.

Emilia tardó en responder. La breve relación que mantuvo con su cuñada estuvo oscurecida por un sofocado rechazo, sensación que revivió a la vista de la casa.

-Creo que es demasiado grande para nosotras... -insinuó y, para inquietud de Mariana, agregó:- y demasiado lejos del centro.

-¡Pero, mamá...! ¡Ahora tendré mi auto y ya no hay apuro por encontrar trabajo! -Protestó la joven, corroborando su decisión de habitar la finca.

El conductor reanudó la marcha en medio de un esquivo silencio. Apenas detuvo el motor, Mariana se apeó del vehículo. Quedó suspensa observando la tallada puerta de madera. Detrás de ella los mayores no disimulaban la inquietud que el lugar les provocaba. La mirada de la muchacha recorrió la áspera piedra que, a trechos, aparecía libre de la enredadera; los angostos ventanales de vidrios coloridos que requerían una buena limpieza; los deslucidos accesorios de bronce de las aberturas. Fascinada, introdujo la llave y la puerta se abrió tan suavemente como la verja de entrada. Los cerrados postigones impedían la entrada de los mortecinos rayos de sol. Luis se adelantó a las mujeres y, sorteando sombras, llegó hasta una ventana y la abrió. Las sombras se disgregaron en una colección de sólidos muebles que asumieron forma total cuando Emilia bajó mecánicamente la llave de luz. Una vistosa araña de cristal los deslumbró. Luis se sorprendió porque había supuesto que la casa no tenía conectado el fluido eléctrico. Recorrió todas las dependencias y encendió las luces. Les comunicó que la planta baja constaba del recibidor, un comedor, una sala de estar, un escritorio con un baño y una amplia cocina. La madre, chef por vocación, se apropió inmediatamente de ese espacio con el total consentimiento de su hija. La estancia estaba equipada con artefactos un poco antiguos pero en perfectas condiciones. En tanto Emilia admiraba los sólidos muebles de madera y se maravillaba de la increíble cantidad de utensilios, Mariana se dedicó a examinar los sectores restantes. Empujó la puerta vaivén opuesta a la mesada que se abrió sobre una barra circular al fondo del gran salón. El comedor, por supuesto -pensó. Una mesa con espacio para treinta comensales ocupaba el centro, con las correspondientes sillas tapizadas en tela estampada. Más tarde averiguaría que se trataba de un valioso juego de estilo Reina Ana cuyo valor la dejó boquiabierta. Una araña central y dos secundarias, más pequeñas, pendían a lo largo del recinto. Un hogar dominaba sobre la pared que veía a la derecha, adonde colgaban más de dos docenas de retratos. ¿Adornos o parientes desconocidos? – conjeturó su voz interior. Sobre el muro izquierdo, la tarima pulida que soportaba el piano proponía espacio para varios instrumentos más. Tapices con paisajes adornaban esta pared. Extraños panoramas –dijo para sí. Saltó sobre el mostrador para acceder al comedor y se asombró de las dimensiones mientras caminaba hacia la entrada. El espacio entre la mesa y la puerta de ingreso satisfacía las exigencias de una cómoda pista de baile. Si reuniera a los personajes de los cuadros, a la tía, a papá, a mamá y a Luis, llenaría esta mesa – caviló, estremecida por la mezcla de muertos y vivos. Deseosa de reconocer la planta baja, se prometió regresar para observar los cuadros y el mobiliario con detenimiento. Traspuso la puerta doble para acceder al pasillo ancho que vertebraba cada recinto. Frente a ella, otra entrada conducía a un estudio revestido de libreros. El amplio escritorio de aspecto sólido, el sillón de apariencia confortable, la mesita de cristal ante dos sillones mullidos que guarecían una lámpara de pie y vitrinas colmadas de objetos diversos le hicieron pensar que podría pasar el resto de su vida revisando libros y curiosidades. Otra promesa de volver antes de girar el picaporte de la puerta del baño. Se estaba acostumbrando a las dimensiones de los cuartos. El antebaño amueblado era tan grande como su dormitorio actual y, el baño propiamente dicho, otro tanto. Decidida a dar un vistazo a los alrededores antes de que oscureciera, se apresuró hacia la sala de estar. Era la única que se abría al exterior. A través de los ventanales vio decaer la tarde. Se volvió hacia la cocina y gritó:

-¡Ma, estoy afuera!

Salió sin esperar respuesta. El borde de lajas terminaba en una suave pendiente de césped que alfombraba los alrededores de la casa. Mariana pensó que se vería menos agreste cuando fuera recortado. Caminó hacia el centro del espacio abierto hasta llegar a pie de dos árboles frondosos. Aquí se podría poner una mesa para comer en verano, -se dijo con placer-. Se desvió hacia donde comenzaba a prosperar la vegetación. Escuchó los trinos de las aves rezagadas que iban a guarecerse en sus refugios y otros clamores ajenos a la ciudad. Unas rachas de viento le arremolinaron el pelo e hicieron susurrar las hojas de los árboles entre los cuales se internó con vacilación. ¿Hasta dónde vas a llegar? –inquirió su prudente alter ego. Lo ignoró y penetró por el sendero intentando divisar la verja que demarcaba el fin de la propiedad. Las sombras crecientes aglutinaban los árboles impidiéndole vislumbrar los límites del bosquecillo mientras un renovado sentimiento de soledad la invadió. La nostalgia se acrecentó en el lugar en que su padre había crecido. ¿Estoy pisando un lugar que recorriste?¿Por qué nunca hablaste de esta casa? ¿Qué pasó entre Victoria y vos? ¡Ay, papá, cuánto te extraño...! -las lágrimas se escaparon mitigando la angustia. Cuando decidió pegar la vuelta, avistó la construcción sumergida entre las enredaderas. No sigas –le advirtió una voz precavida. Esta vez acató el mandato de la razón. ¡Ya tendré tiempo mañana de investigar este lugar! –pensó convencida. La oscuridad había progresado apagando el perfil de la senda que la guiaría hasta la casa. Apretó el paso amedrentada por la intensificación de sus sentidos. En este bosque medra cualquier cosa –susurró una vocecilla asustada que reconoció como propia. Los pies se desconectaron del cerebro y aceleraron irreflexivamente hasta encontrar un escollo. Presa de pánico, estiró los brazos para frenar la oscuridad que ascendía para devorarla. La tierra vibró bajo su cabeza aturdida por el golpe. ¿Quién viene por mí? Qué digo... ¡Tengo que levantarme...! -hizo un esfuerzo por dominarse. Rompió la inercia que la mantenía pegada al suelo y se incorporó. Un siseo apagado la hizo girar hacia los árboles. ¡Las víboras! ¡Las víboras de la entrada...! -gimió su mente enardecida.

-¡Mariana…! ¿Adónde estás?

La inconfundible voz de Emilia la ancló a la razón. Corrió hacia el clamor que Luis secundaba y se precipitó literalmente en los brazos del hombre.

-¡Nena…! ¿Qué te pasó? –exclamó la mujer.

Mariana se apartó de Luis con una risa inquieta e hizo un gesto despreocupado:

-¡Nada, mami! La oscuridad me regresó a la infancia… ¡Es una tontería de mi parte! –afirmó, molesta por las evocaciones tenebrosas que, en compañía de Luis y su madre, carecían de significado.

-Será mejor que nos vayamos –declaró Emilia.- Tendremos oportunidad de seguir recorriendo más adelante. ¡Este lugar tan abandonado me pone la piel de gallina! –terminó.

Mariana no discutió. Luis encendió los faros del auto antes de apagar las luces de la casa y desandaron el camino hacia la calle de los Sauces. La arteria iluminada entraba en franco contraste con las sinuosidades que acababan de recorrer. Los tres, sin hablarlo, apreciaron el ruido y el movimiento de las calles a medida que se aproximaban al centro de la ciudad.

domingo, 4 de abril de 2010

LA HERENCIA - V

Emilia se repuso momentos después y exhortó a su hija:

-¡Busquemos un lugar donde repararnos, Mariana!

De tácito acuerdo, caminaron hacia la esquina tratando de perder de vista el deslucido edificio. Se refugiaron en una pequeña confitería que tenía pocas mesas ocupadas y se sentaron junto a una ventana. Una jovencita se acercó a tomar el pedido y les alcanzó una toalla para que se secaran. Hasta que no tuvieron delante de ellas los humeantes pocillos de café, no cruzaron palabra.

-Le voy a avisar a Luis que ya tenemos las llaves –dijo Emilia, sacando el celular. Mientras la madre acordaba un horario con el barman, Mariana tomaba conciencia del escenario que acababan de abandonar. Un encadenamiento de sucesos fortuitos que perdían con rapidez el carácter siniestro en el amistoso ambiente de ese refugio.

-Listo –dijo Emilia.- Luis nos pasará a buscar a las cinco de la tarde- y prosiguió con tono neutro:- La oscuridad me jugó una mala pasada. No sólo me imaginé voces sino hasta la sensación de que alguien intentaba separarme de vos.

La hija recordó la tensión de los dedos de Emilia sobre sus hombros y las disonancias que la persiguieron en el interminable descenso. Alucinaciones producidas por el irracional temor a las tinieblas, se dijo con sensatez, y trató de disipar las aprensiones de su madre:

-Ma, a cualquiera en nuestra situación le hubiera pasado. En un lugar abandonado cualquier roce o movimiento producido por corrientes de aire se distorsiona al llegar a nuestros oídos...

-¿Y qué ráfaga se necesitaría para apartar mis manos de tus hombros? -la interrumpió Emilia.

-Mamita, estabas tan asustada que podrías haber visto al hombre lobo -dijo Mariana riendo.

-¿Y vos no lo estabas? -preguntó la mujer, ofendida.

La hija rodeó la mesa y la abrazó. Se alegró de la reacción materna porque la alejaba de pensamientos tenebrosos. Al fin y al cabo estaban en la era de la tecnología y los hombres lobos merodeaban por el mundo virtual. Le dio un beso sonoro que arrancó una sonrisa al agradable rostro de Emilia y volvió a la silla para abocarse al tema que la apartaba de cualquier preocupación:

-¿Alguna vez fuiste a la casa de la tía? -interrogó ansiosa.

-No. Y tu papá nunca habló de ella. En realidad, poco habló siempre de la hermana y la familia. Aunque huérfanos, supongo que tendrían una historia. Pero Edmundo era evasivo y después de las pocas visitas de Victoria para conocerte algo grave los alejó. Tu padre dejó de referirse a su hermana y ¡listo...! Si te he visto, no me acuerdo -concluyó pintorescamente.

-Pero la casa debe ser importante -dedujo la joven.- Digo... Considerando las cuentas bancarias.

-Hablando de eso... ¿Vamos al cajero automático? -propuso Emilia.

Mariana asintió y llamó a la camarera para pagar la cuenta. Antes de salir abrió el sobre pequeño y extrajo la tarjeta y la hojita con la contraseña. Afuera había parado de llover. Como estaban en plena zona comercial encontraron pronto una cabina bancaria. Entraron las dos. La muchacha ingresó la clave, y lanzaron una exclamación al unísono. El fondo para imprevistos era de veinticuatro mil pesos.

-¡Cuatro veces mi indemnización, mamá! -gritó la joven emocionada.

Emilia observaba la pantalla con reserva. ¿No eran desproporcionadas las dádivas provenientes de un pariente no querido? Una parte de ella discrepaba con la euforia de pensar que se habían acabado sus apuros económicos. Observó el rostro extasiado de la joven mientras retiraba los billetes que la máquina vomitó a pedido. La muchacha digitó cuatro veces más el importe de treinta para hacerse de billetes chicos y después se volvió con gozo hacia su madre:

-¡Un mes de sueldo y otros once más, mami! Esta noche lo invitaremos a don Luis a cenar al mejor restaurante.

Como la madre la mirara sorprendida, aclaró:

-Por llevarnos hasta la casa y para festejar la herencia.

De regreso al hogar, Mariana tendió la mesa mientras Emilia preparaba el almuerzo. Había empezado a revisar el inventario cuando estuvo lista la comida. La madre la instó a tomar un descanso hasta la hora en que pasarían a buscarlas, a lo que la muchacha no se resistió. Se levantaron a las cuatro de la tarde y, a las cinco, Luis las recogió puntualmente. Durante el trayecto Emilia le refirió a su amigo los pormenores de la visita al abogado. La hija escuchaba la charla con desasosiego, temiendo que la incursión por el edificio desanimara a Emilia para ocupar la casa. Ese lugar, sin conocerlo, la atraía como un imán. Llegaron cerca de las seis. La Calle de los Sauces, fiel al nombre, estaba bordeada por árboles cuyas largas cabelleras rozaban la calzada. La casa era la penúltima de esa arteria y estaba cercada por una valla de hierro coronada por afiladas puntas de lanza. El auto recorrió más de veinte metros desde el comienzo de la reja hasta alcanzar el pórtico, equidistante otros tantos del final de la empalizada. Una espesa vegetación ocultaba cualquier construcción de la vista de los transeúntes. Mariana se bajó del vehículo sosteniendo entre sus manos temblorosas las llaves que le franquearían el ingreso a la vivienda. El semicírculo del portón de entrada, erizado de púas, quebraba la línea recta de la verja. El centro de la arcada encerraba un nudo de serpientes cuyas lenguas hendidas sostenían, ancladas a los bordes de la curvatura, los cuerpos retorcidos. La joven desvió la vista hacia la puerta y encajó la llave en la cerradura. El tambor giró suavemente, como recién lubricado. Empujó una hoja que se abrió hacia adentro dejando suficiente espacio para que pasara el auto. Luis esperó a que Mariana cerrara la reja y subiera al vehículo antes de tomar la senda que se ondulaba entre los árboles. Ninguno hablaba mientras transitaban entre el denso follaje, esperando ver la casa en cada curva. Luis, atento al camino, sintió que un malestar lo ganaba a medida que se internaban en la espesura. Se preguntó si no era un desatino abandonar a las mujeres en esa inhóspita propiedad. Calculó que llevaban recorridas más de una cuadra, cuando en un viraje terminó abruptamente el bosque. Al fondo del amplio predio, custodiada por añosos cipreses y revestida de hiedra, se erguía una antigua casona rodeada de un descuidado jardín.