domingo, 4 de abril de 2010

LA HERENCIA - V

Emilia se repuso momentos después y exhortó a su hija:

-¡Busquemos un lugar donde repararnos, Mariana!

De tácito acuerdo, caminaron hacia la esquina tratando de perder de vista el deslucido edificio. Se refugiaron en una pequeña confitería que tenía pocas mesas ocupadas y se sentaron junto a una ventana. Una jovencita se acercó a tomar el pedido y les alcanzó una toalla para que se secaran. Hasta que no tuvieron delante de ellas los humeantes pocillos de café, no cruzaron palabra.

-Le voy a avisar a Luis que ya tenemos las llaves –dijo Emilia, sacando el celular. Mientras la madre acordaba un horario con el barman, Mariana tomaba conciencia del escenario que acababan de abandonar. Un encadenamiento de sucesos fortuitos que perdían con rapidez el carácter siniestro en el amistoso ambiente de ese refugio.

-Listo –dijo Emilia.- Luis nos pasará a buscar a las cinco de la tarde- y prosiguió con tono neutro:- La oscuridad me jugó una mala pasada. No sólo me imaginé voces sino hasta la sensación de que alguien intentaba separarme de vos.

La hija recordó la tensión de los dedos de Emilia sobre sus hombros y las disonancias que la persiguieron en el interminable descenso. Alucinaciones producidas por el irracional temor a las tinieblas, se dijo con sensatez, y trató de disipar las aprensiones de su madre:

-Ma, a cualquiera en nuestra situación le hubiera pasado. En un lugar abandonado cualquier roce o movimiento producido por corrientes de aire se distorsiona al llegar a nuestros oídos...

-¿Y qué ráfaga se necesitaría para apartar mis manos de tus hombros? -la interrumpió Emilia.

-Mamita, estabas tan asustada que podrías haber visto al hombre lobo -dijo Mariana riendo.

-¿Y vos no lo estabas? -preguntó la mujer, ofendida.

La hija rodeó la mesa y la abrazó. Se alegró de la reacción materna porque la alejaba de pensamientos tenebrosos. Al fin y al cabo estaban en la era de la tecnología y los hombres lobos merodeaban por el mundo virtual. Le dio un beso sonoro que arrancó una sonrisa al agradable rostro de Emilia y volvió a la silla para abocarse al tema que la apartaba de cualquier preocupación:

-¿Alguna vez fuiste a la casa de la tía? -interrogó ansiosa.

-No. Y tu papá nunca habló de ella. En realidad, poco habló siempre de la hermana y la familia. Aunque huérfanos, supongo que tendrían una historia. Pero Edmundo era evasivo y después de las pocas visitas de Victoria para conocerte algo grave los alejó. Tu padre dejó de referirse a su hermana y ¡listo...! Si te he visto, no me acuerdo -concluyó pintorescamente.

-Pero la casa debe ser importante -dedujo la joven.- Digo... Considerando las cuentas bancarias.

-Hablando de eso... ¿Vamos al cajero automático? -propuso Emilia.

Mariana asintió y llamó a la camarera para pagar la cuenta. Antes de salir abrió el sobre pequeño y extrajo la tarjeta y la hojita con la contraseña. Afuera había parado de llover. Como estaban en plena zona comercial encontraron pronto una cabina bancaria. Entraron las dos. La muchacha ingresó la clave, y lanzaron una exclamación al unísono. El fondo para imprevistos era de veinticuatro mil pesos.

-¡Cuatro veces mi indemnización, mamá! -gritó la joven emocionada.

Emilia observaba la pantalla con reserva. ¿No eran desproporcionadas las dádivas provenientes de un pariente no querido? Una parte de ella discrepaba con la euforia de pensar que se habían acabado sus apuros económicos. Observó el rostro extasiado de la joven mientras retiraba los billetes que la máquina vomitó a pedido. La muchacha digitó cuatro veces más el importe de treinta para hacerse de billetes chicos y después se volvió con gozo hacia su madre:

-¡Un mes de sueldo y otros once más, mami! Esta noche lo invitaremos a don Luis a cenar al mejor restaurante.

Como la madre la mirara sorprendida, aclaró:

-Por llevarnos hasta la casa y para festejar la herencia.

De regreso al hogar, Mariana tendió la mesa mientras Emilia preparaba el almuerzo. Había empezado a revisar el inventario cuando estuvo lista la comida. La madre la instó a tomar un descanso hasta la hora en que pasarían a buscarlas, a lo que la muchacha no se resistió. Se levantaron a las cuatro de la tarde y, a las cinco, Luis las recogió puntualmente. Durante el trayecto Emilia le refirió a su amigo los pormenores de la visita al abogado. La hija escuchaba la charla con desasosiego, temiendo que la incursión por el edificio desanimara a Emilia para ocupar la casa. Ese lugar, sin conocerlo, la atraía como un imán. Llegaron cerca de las seis. La Calle de los Sauces, fiel al nombre, estaba bordeada por árboles cuyas largas cabelleras rozaban la calzada. La casa era la penúltima de esa arteria y estaba cercada por una valla de hierro coronada por afiladas puntas de lanza. El auto recorrió más de veinte metros desde el comienzo de la reja hasta alcanzar el pórtico, equidistante otros tantos del final de la empalizada. Una espesa vegetación ocultaba cualquier construcción de la vista de los transeúntes. Mariana se bajó del vehículo sosteniendo entre sus manos temblorosas las llaves que le franquearían el ingreso a la vivienda. El semicírculo del portón de entrada, erizado de púas, quebraba la línea recta de la verja. El centro de la arcada encerraba un nudo de serpientes cuyas lenguas hendidas sostenían, ancladas a los bordes de la curvatura, los cuerpos retorcidos. La joven desvió la vista hacia la puerta y encajó la llave en la cerradura. El tambor giró suavemente, como recién lubricado. Empujó una hoja que se abrió hacia adentro dejando suficiente espacio para que pasara el auto. Luis esperó a que Mariana cerrara la reja y subiera al vehículo antes de tomar la senda que se ondulaba entre los árboles. Ninguno hablaba mientras transitaban entre el denso follaje, esperando ver la casa en cada curva. Luis, atento al camino, sintió que un malestar lo ganaba a medida que se internaban en la espesura. Se preguntó si no era un desatino abandonar a las mujeres en esa inhóspita propiedad. Calculó que llevaban recorridas más de una cuadra, cuando en un viraje terminó abruptamente el bosque. Al fondo del amplio predio, custodiada por añosos cipreses y revestida de hiedra, se erguía una antigua casona rodeada de un descuidado jardín.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Soy el pesado otra vez, arturo. Si me dejas ire poniendo comentarios. Al final tendre que crear un usuario.
Decir que me esta gustando mucho el relato. Tiene un punto de suspense muy adictivo.

Carmen dijo...

Arturo, si no fuera por pesados como vos la mitad del placer de escribir faltaría, porque la mejor recompensa es compartir nuestra creación y saber de que manera la reciben. ¡Seguí opinando, por favor!