miércoles, 28 de abril de 2010

LA HERENCIA - X

-¿Por dónde querés empezar? -preguntó Luis.

-Por la casa que vi en mi primera recorrida. Está siguiendo ese sendero -indicó.

Caminaron en silencio. Mariana agradecía la presencia del hombre que sosegaba los corceles desbocados de su imaginación. El sol restituía la inocencia al paisaje enturbiado por las sombras. La construcción apareció al final de la senda. La enredadera cubría las paredes de piedra y parte de las aberturas de madera adonde se apreciaba el paso del tiempo y el abandono. Luis giró el antiguo picaporte y descubrió que la puerta estaba asegurada.

-No vas a poder calmar tu curiosidad... Está cerrada con llave.

-¡Ay, ay, ay...! -profirió Mariana.- ¡Y no traje el llavero! ¿Cómo iba a imaginar que esta casucha estaba clausurada?

El hombre la invitó a tener paciencia con una sonrisa y un gesto. Después de varios intentos de espionaje entre las hendijas, reanudaron la caminata. Esta vez llegaron hasta la verja que circundaba la finca. Contra ella se apoyaba una barrera de árboles y matorrales. Mariana, empeñada en avistar la calle, se ganó varios raspones.

-¡Es peliagudo meterse entre los árboles! Esta casa está más protegida que el pentágono -compuso un gesto tortuoso.- Nadie puede entrar... O salir.

Luis dejó escapar una carcajada. Las ocurrencias de Mariana lo divertían, la tarde era espléndida y la ilusión de compartir algunos días con la mujer querida, tangible. Revolvió el pelo de la joven y la tomó de la mano para continuar la caminata. Un poderoso gruñido los detuvo.

-¿Qué fue eso? –dijo Mariana, apretando el brazo de su compañero.

Luis intentó descubrir el origen del sonido. Recorrió la valla con la mirada mientras registraba la presión de los dedos de la muchacha. Recordó la fobia de Mariana por los perros desde que fuera atacada. Con cinco años debió sobrellevar un largo tratamiento.

-Quedate tranquila, querida. El ruido viene desde afuera y como dijiste, nadie puede entrar.

Un silbido agudo alejó el bramido amenazante. La muchacha aflojó el apretón con expresión avergonzada.

-Perdóneme, Luis. De sólo pensar en el tamaño que acompaña a ese rugido, me volví loca. No lo puedo superar... -confesó con desánimo.

-No te apures. Ya va a pasar... -dijo su compañero y le rodeó los hombros afectuosamente. Después miró el reloj:- ¡Son las cinco! ¿Vamos a sorprender a tu madre con unos mates?

-¡Despertemos a la dormilona! -voceó Mariana.

Se despegaron del muro vegetal que aislaba la casa, buscando el sendero que los guiara entre los árboles. Descubrieron un claro en cuyo centro se abría un ojo de agua lo bastante extenso como para semejar una piscina mediana. Un tosco borde de piedras lo rodeaba, quebrado por una plataforma doble de ladrillos asentados sobre la tierra.

-¡Una pileta de natación! -exclamó la muchacha excitada.

-Habría que sondear la profundidad -discurrió Luis plantado sobre los ladrillos.

-¡Pero si es un estanque! ¿No ves la calma de la superficie? -insistió la chica olvidando formalismos.

-Antes de ser recatada por un par de buzos, ¿me dejarás hacer algunas verificaciones?

Mariana se rió del tono circunspecto de Luis. Podía aceptar que obrara como un padre porque le agradaba la figura sólida y afectuosa de ese hombre en el devenir de su historia.

-¡Hecho! Prometo darme la primera zambullida en tu presencia.

Avanzaron como buenos camaradas hacia la senda que se colaba entre los árboles. Era el camino indudable hacia la casa y, a juzgar por la ausencia de hierbajos, asiduamente transitado. Después de la larga caminata, les pareció llegar en un santiamén a la casona. Mariana subió a llamar a su madre y Luis organizó la merienda. La joven se acercó al lecho de Emilia. Un repentino sentimiento de culpa la hostigó al recordar su desacuerdo con la mudanza. ¿Y si tenía razón y no debiéramos estar aquí? ¿Y si le pasa algo y no llega el auxilio a tiempo? Yo seré responsable. ¡Ay, mami! Te ves tan inerme... Pero, ¿qué podría pasar? Las dos gozamos de perfecta salud y seremos cuidadosas. Además, estamos a veinte minutos de la zona comercial. Contuvo la angustia y acomodó una sonrisa alegre. Acarició con suavidad el cabello de Emilia.

-Mami... Mami... -llamó en voz queda.

La mujer abrió lánguidamente los ojos y le sonrió.

-¿Descansaste, ma?

-¡Como un oso en invierno!

-Ponete linda que Luis nos espera con un mate.

-¿Y cómo les fue en la recorrida?

-En general, bien. No pudimos entrar a la cabaña porque estaba cerrada con llave y un perrazo de la calle me pegó un susto de novela. ¡Pero es una gloria caminar entre los árboles! Y, al final, ¡descubrimos una piscina natural!

Emilia estaba feliz de verla tan entusiasmada. Tal vez -pensó- no haya sido un error acceder a sus deseos. Se vistió y bajaron a la cocina para reunirse con Luis. La merienda se extendió hasta las siete. Después pasaron al estar donde Emilia y el hombre, sentados en los cómodos sillones, desmenuzaron los sucesos desde la llegada del abogado. Mariana investigó los detalles de la estancia. Reparó en el antiguo televisor apoyado sobre una mesa con rueditas que desentonaba con el resto del mobiliario. Lo enchufó, apretó el botón de encendido, esperó algún destello que certificara el funcionamiento. Ajustó la ficha al tomacorriente, inspeccionó los botones y movió la antena. Desalentada, pidió auxilio:

-Luis, ¿entendés algo de televisores?

-Nada más que manejar el control remoto –contestó con gesto de disculpa.

La joven se resignó y lo desenchufó. Mañana lo hará revisar. ¿Revisar? Compraré uno nuevo. ¡Ahora puedo! Se acercó a una vitrina de cristales enmarcados en madera finamente tallada, cuyos estantes estaban repletos de gráciles figuras de porcelana. Sabía de su valor por el inventario. Enfrente había un mueble mellizo con figuras de cristal que destellaban a la luz de la araña.

-¡Son las ocho y media! –Descubrió Emilia.- Organicemos la cena.

Los tres volvieron a la cocina. Las mujeres prepararon una comida liviana mientras Luis disponía la mesa. Después de comer pasaron a tomar un café a la sala de estar adonde Mariana insistió, infructuosamente, con hacer funcionar el televisor.

-¡Mejor! –dijo la madre.- Así nos iremos a acostar más temprano. –Se volvió hacia Luis:- ¿Por qué no te quedás esta noche? Ya es tarde y hay una habitación extra.

El hombre sonrió aliviado.

-En realidad, voy a abusar de tu hospitalidad. Como hace tiempo que no me tomo un descanso, pensé en hacerles compañía el fin de semana. Eso –dijo mirándolas- si están de acuerdo.

-¡Fantástico! -aprobó Mariana.- Así mañana mismo podré bañarme en el estanque.

Luis esperaba la respuesta que más le interesaba. Descubrió un resplandor de alivio en los ojos de Emilia, corroborado por sus palabras:

-Sé bienvenido. Dormiremos más tranquilas con un hombre en la casa.

La confianza de la mujer lo exaltó hasta el heroísmo. Moriría por vos, Emi. Y si la advertencia de Edmundo fue producto de mi preocupación o fue real, me quedaré hasta saber que no corrés ningún peligro. La voz de Mariana lo apartó de su ensimismamiento.

-Si no hay tevé, hagamos como las gallinas. Además -ahogó un bostezo- estoy reventada.

-Voy a cerrar -dijo Luis.

Cuando volvió, Mariana apagó la luz de la sala y cerró la puerta al salir. Arriba, fisgoneó el dormitorio de Luis, lo ayudó a preparar la cama y, antes de acostarse, pasó por el dormitorio de su mamá comentando lo bueno que era tener todos dormitorios en suite. La besó y se despidió hasta el día siguiente. Se acostó al instante para sumirse en un sueño profundo y sin imágenes.

Voces, ruidos y música acercándose, la volvieron lentamente a la conciencia. Le costó ubicarse espacialmente hasta reconocer la habitación ajena. Prestó atención al ruido que perturbaba su descanso. Venía de la planta baja, como si se estuviera celebrando una fiesta. Se sentó en la cama tratando de hacer funcionar el cerebro. Al no encontrar una explicación lógica, se calzó las chinelas, se echó la bata sobre los hombros y bajó. Un lechoso y movedizo resplandor se derramaba por la puerta semiabierta del estar que ella cerrara antes de subir. Desde allí también provenían las voces y la música. A medida que bajaba, la familiaridad de los ruidos se hacía patente. Mamá se desveló y le encontró la vuelta al televisor. Abandonó toda cautela y entró a la sala. El aparato, efectivamente, estaba encendido. Pero nadie estaba mirando. Iluminó el salón y rastrilló con la mirada toda la superficie, cada rincón. Mami se cansó y subió sin apagarlo. O acaso fue Luis... Se encogió de hombros y giró el botón de encendido a la posición de off. La pantalla se oscureció y los ruidos desaparecieron. Apagó la luz, cerró la puerta y volvió al dormitorio. Antes de entrar, abrió silenciosamente el cuarto de Emilia. Dormía con tanto abandono que postergó las explicaciones hasta la mañana.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

y aca le ando amiga siguiendote los pasoso a tal maravillosa escritora espero estes bien me gusto leerte besososo

Carmen dijo...

Querida Moni, el gusto de que sigas por acá es mío. Estoy bien y espero que vos también. Un beso.