domingo, 11 de abril de 2010

LA HERENCIA - VI

Mientras Luis escudriñaba el borroso sendero que llegaba hasta la entrada, escuchó los comentarios de las mujeres:

-¡Mamá! ¡Es una verdadera mansión...! -exclamó Mariana exaltada.

Emilia tardó en responder. La breve relación que mantuvo con su cuñada estuvo oscurecida por un sofocado rechazo, sensación que revivió a la vista de la casa.

-Creo que es demasiado grande para nosotras... -insinuó y, para inquietud de Mariana, agregó:- y demasiado lejos del centro.

-¡Pero, mamá...! ¡Ahora tendré mi auto y ya no hay apuro por encontrar trabajo! -Protestó la joven, corroborando su decisión de habitar la finca.

El conductor reanudó la marcha en medio de un esquivo silencio. Apenas detuvo el motor, Mariana se apeó del vehículo. Quedó suspensa observando la tallada puerta de madera. Detrás de ella los mayores no disimulaban la inquietud que el lugar les provocaba. La mirada de la muchacha recorrió la áspera piedra que, a trechos, aparecía libre de la enredadera; los angostos ventanales de vidrios coloridos que requerían una buena limpieza; los deslucidos accesorios de bronce de las aberturas. Fascinada, introdujo la llave y la puerta se abrió tan suavemente como la verja de entrada. Los cerrados postigones impedían la entrada de los mortecinos rayos de sol. Luis se adelantó a las mujeres y, sorteando sombras, llegó hasta una ventana y la abrió. Las sombras se disgregaron en una colección de sólidos muebles que asumieron forma total cuando Emilia bajó mecánicamente la llave de luz. Una vistosa araña de cristal los deslumbró. Luis se sorprendió porque había supuesto que la casa no tenía conectado el fluido eléctrico. Recorrió todas las dependencias y encendió las luces. Les comunicó que la planta baja constaba del recibidor, un comedor, una sala de estar, un escritorio con un baño y una amplia cocina. La madre, chef por vocación, se apropió inmediatamente de ese espacio con el total consentimiento de su hija. La estancia estaba equipada con artefactos un poco antiguos pero en perfectas condiciones. En tanto Emilia admiraba los sólidos muebles de madera y se maravillaba de la increíble cantidad de utensilios, Mariana se dedicó a examinar los sectores restantes. Empujó la puerta vaivén opuesta a la mesada que se abrió sobre una barra circular al fondo del gran salón. El comedor, por supuesto -pensó. Una mesa con espacio para treinta comensales ocupaba el centro, con las correspondientes sillas tapizadas en tela estampada. Más tarde averiguaría que se trataba de un valioso juego de estilo Reina Ana cuyo valor la dejó boquiabierta. Una araña central y dos secundarias, más pequeñas, pendían a lo largo del recinto. Un hogar dominaba sobre la pared que veía a la derecha, adonde colgaban más de dos docenas de retratos. ¿Adornos o parientes desconocidos? – conjeturó su voz interior. Sobre el muro izquierdo, la tarima pulida que soportaba el piano proponía espacio para varios instrumentos más. Tapices con paisajes adornaban esta pared. Extraños panoramas –dijo para sí. Saltó sobre el mostrador para acceder al comedor y se asombró de las dimensiones mientras caminaba hacia la entrada. El espacio entre la mesa y la puerta de ingreso satisfacía las exigencias de una cómoda pista de baile. Si reuniera a los personajes de los cuadros, a la tía, a papá, a mamá y a Luis, llenaría esta mesa – caviló, estremecida por la mezcla de muertos y vivos. Deseosa de reconocer la planta baja, se prometió regresar para observar los cuadros y el mobiliario con detenimiento. Traspuso la puerta doble para acceder al pasillo ancho que vertebraba cada recinto. Frente a ella, otra entrada conducía a un estudio revestido de libreros. El amplio escritorio de aspecto sólido, el sillón de apariencia confortable, la mesita de cristal ante dos sillones mullidos que guarecían una lámpara de pie y vitrinas colmadas de objetos diversos le hicieron pensar que podría pasar el resto de su vida revisando libros y curiosidades. Otra promesa de volver antes de girar el picaporte de la puerta del baño. Se estaba acostumbrando a las dimensiones de los cuartos. El antebaño amueblado era tan grande como su dormitorio actual y, el baño propiamente dicho, otro tanto. Decidida a dar un vistazo a los alrededores antes de que oscureciera, se apresuró hacia la sala de estar. Era la única que se abría al exterior. A través de los ventanales vio decaer la tarde. Se volvió hacia la cocina y gritó:

-¡Ma, estoy afuera!

Salió sin esperar respuesta. El borde de lajas terminaba en una suave pendiente de césped que alfombraba los alrededores de la casa. Mariana pensó que se vería menos agreste cuando fuera recortado. Caminó hacia el centro del espacio abierto hasta llegar a pie de dos árboles frondosos. Aquí se podría poner una mesa para comer en verano, -se dijo con placer-. Se desvió hacia donde comenzaba a prosperar la vegetación. Escuchó los trinos de las aves rezagadas que iban a guarecerse en sus refugios y otros clamores ajenos a la ciudad. Unas rachas de viento le arremolinaron el pelo e hicieron susurrar las hojas de los árboles entre los cuales se internó con vacilación. ¿Hasta dónde vas a llegar? –inquirió su prudente alter ego. Lo ignoró y penetró por el sendero intentando divisar la verja que demarcaba el fin de la propiedad. Las sombras crecientes aglutinaban los árboles impidiéndole vislumbrar los límites del bosquecillo mientras un renovado sentimiento de soledad la invadió. La nostalgia se acrecentó en el lugar en que su padre había crecido. ¿Estoy pisando un lugar que recorriste?¿Por qué nunca hablaste de esta casa? ¿Qué pasó entre Victoria y vos? ¡Ay, papá, cuánto te extraño...! -las lágrimas se escaparon mitigando la angustia. Cuando decidió pegar la vuelta, avistó la construcción sumergida entre las enredaderas. No sigas –le advirtió una voz precavida. Esta vez acató el mandato de la razón. ¡Ya tendré tiempo mañana de investigar este lugar! –pensó convencida. La oscuridad había progresado apagando el perfil de la senda que la guiaría hasta la casa. Apretó el paso amedrentada por la intensificación de sus sentidos. En este bosque medra cualquier cosa –susurró una vocecilla asustada que reconoció como propia. Los pies se desconectaron del cerebro y aceleraron irreflexivamente hasta encontrar un escollo. Presa de pánico, estiró los brazos para frenar la oscuridad que ascendía para devorarla. La tierra vibró bajo su cabeza aturdida por el golpe. ¿Quién viene por mí? Qué digo... ¡Tengo que levantarme...! -hizo un esfuerzo por dominarse. Rompió la inercia que la mantenía pegada al suelo y se incorporó. Un siseo apagado la hizo girar hacia los árboles. ¡Las víboras! ¡Las víboras de la entrada...! -gimió su mente enardecida.

-¡Mariana…! ¿Adónde estás?

La inconfundible voz de Emilia la ancló a la razón. Corrió hacia el clamor que Luis secundaba y se precipitó literalmente en los brazos del hombre.

-¡Nena…! ¿Qué te pasó? –exclamó la mujer.

Mariana se apartó de Luis con una risa inquieta e hizo un gesto despreocupado:

-¡Nada, mami! La oscuridad me regresó a la infancia… ¡Es una tontería de mi parte! –afirmó, molesta por las evocaciones tenebrosas que, en compañía de Luis y su madre, carecían de significado.

-Será mejor que nos vayamos –declaró Emilia.- Tendremos oportunidad de seguir recorriendo más adelante. ¡Este lugar tan abandonado me pone la piel de gallina! –terminó.

Mariana no discutió. Luis encendió los faros del auto antes de apagar las luces de la casa y desandaron el camino hacia la calle de los Sauces. La arteria iluminada entraba en franco contraste con las sinuosidades que acababan de recorrer. Los tres, sin hablarlo, apreciaron el ruido y el movimiento de las calles a medida que se aproximaban al centro de la ciudad.

2 comentarios:

MONICA PARRONDO dijo...

Carmen gracias por mostrarme el blog. Herencia lo tuve que leer todo en un dia... me atrapaste! Espero el proximo con ganas, y seguiré leyendo los distintos escritos. Saludos, Parrondo Monica.

Carmen dijo...

Gracias a vos, Mónica, por leer y comentarme. Nos seguimos viendo en los próximos capítulos. Un abrazo.