domingo, 25 de abril de 2010

LA HERENCIA - IX

El sol del mediodía presagiaba una jornada calurosa. Mariana, ansiosa por llegar, tomó la delantera y aceleró. El recorrido se le hacía familiar, como si lo hubiera hecho muchas veces. Paró el auto frente a la verja, la abrió y enfiló el auto sin detenerse a esperar que Luis cerrara el portón. Transitó el sendero con una aguda sensación de pertenencia sólo interferida por los pájaros y el viento. Aquí creció papá. Aquí hay cosas que le pertenecieron y me esperan -presentía. Avistó la casa al doblar el recodo; avanzó por el sendero de ripio, estacionó y la abarcó con mirada posesiva. Tengo derecho a estar acá, tía -afirmó desafiante. El ruido del motor del auto de Luis la puso en movimiento. Franqueó la puerta, encendió las luces y abrió los postigones para que el sol, ataviado de colores, entibiara la habitación. Asistió a la transformación maravillada, relegando al olvido las sensaciones siniestras que la acometieron en la primera visita.

-¿Hay alguien aquí? -voceó Luis risueño.

Mariana se apresuró a descargar varios bultos que traía su madre. Los tres dejaron los paquetes sobre la mesada de la cocina y los clasificaron, acomodándolos en estantes o en la heladera.

-Voy a encender el fuego -anunció Luis acarreando la parrilla y una bolsa de carbón hacia el exterior.

-¿Vamos a elegir un lugar para poner la mesa? -invitó Emilia.

La hija se plegó sonriendo. Afuera, el hombre estaba despejando un hueco para prender el carbón. Las mujeres optaron por un lugar sombreado cerca de la improvisada parrilla.

-Traigamos una mesa, nena -indicó la madre dirigiéndose hacia la casa.

-¡Esperá, mami! Allí hay un cobertizo. Echemos una mirada.

Se acercaron a la deslucida puerta de madera que costó desatrancar de puro destartalada. Una polvorienta lamparita se esforzó por iluminar el caos. Las herramientas de jardín estaban mezcladas con bolsas de tierra, maceteros, muebles amputados, una cortadora de césped, trastos de limpieza y cajas de ignoto contenido. En un rincón había una mesa de hierro labrado y varios sillones del mismo metal pintados de blanco, a los que rescataron de la red de telarañas. Los acomodaron, después de una cuidadosa limpieza, en el espacio seleccionado. Completaron el conjunto con un mantel blanco bordado, vajilla de porcelana, copas de cristal y cubiertos de plata. Luis se acercó para admirar la obra de las mujeres.

-Tendré que lucirme con el asado para no desentonar -dijo aprobadoramente.- El fuego está listo. Voy a buscar la carne.

-Y yo a preparar las ensaladas -manifestó Emilia siguiéndolo.

-Y yo... -agregó Mariana -¡a buscar los almohadones para no borrarnos el trasero!

Entró al galpón acompañada por las risas alegres de sus oyentes. Buscó los cojines sorteando distintos objetos. Estaba convencida de su existencia porque sentarse sobre el hierro era demasiado penoso. A punto de renunciar vio, a centímetros de la esquina que ocuparan la mesa y los sillones, un envoltorio rectangular rodeado por una cuerda. Si yo miré aquí en primer lugar... En el paquete había seis almohadones protegidos por una cubierta de plástico. Los levantó al tiempo que una voz apagada pero nítida pronunció su nombre: -Mariana...

-¿Mamá? -giró hacia la puerta.

La madre estaba visible, pero al lado del asador y sosteniendo una copa de vino en la mano. La joven miró la escena inexpresivamente. Controló las ganas de salir corriendo del cobertizo. No es mamá. ¿Cómo pude confundirla? Porque era una voz de mujer... y me llamó por mi nombre. Como tía Victoria. Sí. Era la voz de ella. La tengo grabada a pesar de haberla visto tan poco. No me jugués una mala pasada, conciencia... Yo no decidí la separación. Después de todo, esta casa es tanto de papá como de la tía. Era. Ahora quedamos mamá y yo. ¿Por qué habrías de reprocharnos, Victoria? Fijó la vista en Emilia y se aferró al nexo para abandonar el galpón sin traslucir su inquietud.

-¡Voilá! -exclamó sacudiendo el paquete ante la pareja.

Desató el cordel y acomodó los cojines sobre los asientos. Lucían confortables y pulcros. Mariana se dejó impregnar por la escena bucólica. Se sentó, levantó el cáliz de cristal y observó el resplandor escarlata que la luz le arrancaba al vino. El almuerzo campestre fue un éxito. La charla, placentera, y sincero el aplauso para el asador. A las tres de la tarde la mesa y los sillones despojados de los almohadones eran los únicos vestigios de la inauguración.

-¡Aprovechemos la tarde para explorar los alrededores...! -pidió Mariana al guardar el último plato en la alacena.

-Yo me voy a descansar -respondió la madre.- Veamos primero las habitaciones.

Luis, al ver la mirada desencantada de Mariana, ofreció:

-Escojan los dormitorios y después te acompaño al safari.

-¡Sí! -acentuó la joven, y salió de la cocina brincando como una criatura.

Se compuso al pie de la escalera para remontar los peldaños hasta el rellano. Hizo un alto y esperó a que subieran Luis y su madre. Caminaron por el corredor y fueron abriendo las puertas. La primera daba al dormitorio de Victoria, de indudable estilo Luis XIV. Decidieron no ocuparla y eligieron las dos contiguas. Al final del pasillo había una cuarta. Todas estaban amuebladas con el mismo estilo y en excelente estado de mantenimiento. En los cajones de la cómoda había ropa blanca limpia y, a instancias de la madre, acondicionaron las camas para el descanso nocturno. Luis no creyó oportuno anunciar en ese momento que se quedaría. Ya encontraría una buena excusa hasta la noche. Dejaron a Emilia reposando y emprendieron la caminata.

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