lunes, 29 de junio de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XII

“Querida Nina: Me aferro a este ejercicio de dialogar con mi parte civilizada y burlona, representada por vos, para mantener el equilibrio en un mundo donde los animales, las plantas y los objetos parecen trascender sus propias fronteras y acercarse a lo humano. En esta intrincada red de seres animados mis sentidos se han afinado para percibir una realidad subyacente que pone a prueba mi lógica racional. ¿Cómo explicar desde mi escepticismo -que incluye a los horóscopos, la astrología, los amuletos, la numismática, los curas sanadores, los milagros, las supersticiones- los numerosos indicios fantásticos que desorganizan mi estructura científica, civilizada y superadora? Aquí cobra significación todo lo que existe: las cosas vivas y las aparentemente inertes, los símbolos conocidos y los desconocidos, las palabras dichas y las calladas, los gestos, los sonidos, los sentimientos más contradictorios. Los sentidos sintonizan frecuencias irreconocibles para nuestra cultura. Esta cultura de seres civilizados que menosprecia a cualquiera que no comparta sus creencias. Tan enajenada de su propia esencia. Tan soberbia que destruye lo que no entiende. Tan indiferente, que ha convertido al mundo en un campo de experimentación con resultados que anuncian su fracaso. No se puede atentar contra un exquisito equilibrio sin temer las consecuencias. Aquí, diferenciada por la distancia y el desarraigo, leo, veo y escucho las alternativas de un mundo diferente. Y sólo aquí, donde es posible convivir con todas las manifestaciones materiales y mentales que pueblan nuestro universo, está la piedra roseta que nos permite decodificar el verdadero sentido de la existencia. Al fin y al cabo, el blanco es carencia y el negro plenitud cuando se descomponen. En este lugar los sentidos se desintegran para percibir lo que cotidianamente es una caja negra. Las piedras se mueven, los animales y las plantas hablan, la Naturaleza se manifiesta a través de sus integrantes. Nosotros somos un acorde más de este concierto universal y como responsables del caos, nos corresponderá reparar. Espero que no hayas tirado la carta después de aburrirte con esta larga introducción, pero es un intento de explicar un extraño suceso ocurrido en la madrugada de hoy. Ayer salí de la clínica dos horas más tarde porque quería dejar terminado un trabajo que se necesitaría a inicios de la mañana. Max, como se había hecho habitual, pasó por mi oficina y viendo la hora, me invitó a cenar. Acepté complacida, no sólo por su presencia sino porque era la primera vez que compartiríamos un momento de intimidad (léase sin secretaria y empleados de la clínica). Comimos en un parador a medio camino del pueblo, pequeño y tranquilo. Me encontré rememorando mi vida, la muerte de mi padre, la larga agonía de mi madre. No lo conté con dramatismo, pero su mirada fue tan comprensiva que no pude reprimir las lágrimas. Estiró la mano y recorrió suavemente con sus dedos mis mejillas. Fue peor. Me acometieron unos espasmódicos sollozos reprimidos por tanto tiempo. Recuerdo que se levantó, me ayudó a incorporarme y me llevó hasta afuera. Yo seguía descontrolada. Me abrazó con fuerza y estuve mojándole la camisa por un buen rato. Después, sacó su pañuelo y me limpió la cara. Tuve que sonarme la nariz porque apenas podía respirar. Él me mantuvo entre sus brazos, y cuando comprobó que había recuperado el dominio, tomó mi barbilla y me obligó a mirarlo. Yo me negaba, porque presentía que mi rostro inflamado por el llanto no tenía nada de atractivo. Sonrió con ternura y entonces… ¡Me besó! Fue el beso más dulce que recibí en mi vida. Un beso profundo, intenso, prolongado. Un beso consolador y apasionado. Le hurté la boca para apaciguar mi corazón y apoyé la cabeza sobre un pecho que retumbaba como el mío. No me soltó. Nos separamos al rato, sin palabras. Me escoltó hasta el auto y volvió al comedor para pagar la cena. Puso el coche en marcha y me llevó a mi alojamiento. Te confieso que lo hubiera seguido hasta el fin del mundo si me lo hubiera pedido, pero era más de medianoche y el hechizo había terminado. Cuando estacionó, me bajé de inmediato. Temía que la despedida desmereciera el momento anterior. Escuché su voz despidiéndose y como yo no esperaba nada más, le di las buenas noches y corrí hacia la puerta. Un sordo gruñido me detuvo y me hizo girar bruscamente. Un perrazo amenazador me cerraba el camino hacia la calle. Vos sabés que yo me jacto de las buenas relaciones que establezco con los animales. Pero en ese momento me di cuenta que iba a ser atacada. Era tal mi susto, potenciado por la imposibilidad de volver hacia el auto y la inaceptable idea de darle la espalda para abrir la puerta, que me apoyé sobre la madera y empecé a deslizarme hacia el suelo sin proferir ni un grito. Mis piernas se doblaron y concluí sentada en el piso, desvanecida de miedo. No puedo relatarte qué hizo Max para ahuyentar al animal, porque cuando recuperé el conocimiento, me cargaba en sus brazos y me llevaba hacia mi cuarto precedido por Mercedes y su marido. Mi mirada extraviada capturó la preocupación de la suya y recliné mi cabeza sobre su pecho. Me depositó sobre la cama e inmediatamente me quedé dormida. Hoy Benito vino a buscarme acompañado por Melián. Como Mercedes no quiso despertarme porque ‘el doctor me lo ordenó’, llegué tarde a la Clínica. No desayuné y me apuré a salir. Benito y Melián estaban apostados en el auto por ‘orden del doctor’. La figura de Max aparecía como la de un cacique que regula los actos de su tribu. Me sentía un poco sorprendida y halagada de tantos cuidados. Tan pronto llegamos me dirigí a mi oficina dada la hora y media de demora. Tenía mucho que hacer y que pensar. A medida que me iba compenetrando de las situaciones, más admisibles se me hacían. Recién a la hora del almuerzo vi a Max. No quise transformar el episodio de la noche anterior en un enigma, pero estaba dispuesta a mencionárselo tan pronto lo encontrara a solas. No se dio la oportunidad porque una emergencia requirió su atención. Terminé mi turno sin poder verlo y me fui hasta la biblioteca del pueblo. Estaba decidida a visitarla para ponerme al corriente de la historia local y sus habitantes. Me resistía a consultar a los conocidos porque sospechaba que cualquier enunciado vendría coloreado por la pertenencia del informante. Como era habitual, se sentía la transición desde los alrededores hasta el centro. Lo que el primer día me pareció bello, ahora tenía la cualidad de una escenografía. ¿Te acordás de las flores y los pájaros? ¿De los animales y los niños? Pregunta tramposa. No. No podés acordarte porque entre el verde no había flores ni pájaros, ni en las calles niños ni perros. Ahora me percato de esa extraña ausencia de candores que atribuí a la hora de escolaridad, a un planificado desarrollo forestal y a la absoluta pulcritud de la Plaza. Las veces que intenté preguntar recibí lacónicas explicaciones y después dejé de hacerlo, como si presintiera que la respuesta desarticularía una conveniente inercia. Hoy esperaba revelar los interrogantes que la prudencia aconsejaba ignorar. Camila estaba como todos los días hábiles ocupando el escritorio a la derecha de la puerta de ingreso. Me conocía porque ya había llevado algunas novelas para leer. No le pregunté directamente por el tema que me había llevado a la biblioteca, sino que le pedí acceso a la computadora. Busqué Historia; busqué Gantes. Busqué Geografía; busqué Gantes. Literatura, Antropología, Agronomía, ¡Comercio, Industria, Economía! y Gantes. Hice todas las combinaciones posibles, pero Gantes no existía. Absolutamente frustrada, abandoné el ordenador y fui a morir en el escritorio de Camila. Como si me estuviera esperando, me alargó un volumen encuadernado en cuero repujado que yo tomé con complicidad. Me fui a una de las mesas ubicada bajo un ventiluz de vitraux que garabateaba pájaros de sol y comencé a revisar el libro. Camila, cuyo horario terminaba a las veinte y treinta horas, no me apremió hasta las veintitrés y treinta. Tan absorta estaba yo explorando el volumen que no me di cuenta del paso del tiempo. Camila me dijo que la medianoche en la biblioteca no era segura. Aunque acepté su información me resistía a dejar inconclusa la lectura. Intuía que era mi única oportunidad de contemplar ese libro. El resto del tomo lo repasé rápidamente tratando de extraer de esa maraña de datos, la llave que me permitiera desentrañar los acontecimientos del lugar. A las veintitrés y cincuenta Camila estaba tan alterada que casi me arrancó el libro de las manos y me urgió a abandonar el lugar. Salimos apresuradamente y cuando poníamos llave a la puerta, me pareció escuchar un ruido. Corrimos hacia la BD e irrumpimos en la cafetería que ya estaba cerrando. El espejo del costado de la entrada me devolvió la imagen de dos mujeres de aspecto alterado. Nos dirigimos a la barra, y Ada, sin preguntar, nos sirvió café con un chorro de licor. Calenté mis manos con el pocillo y le agradecí silenciosamente. Ella comprendió. Como si fuera premeditado, esperamos a Ada que luego nos acompañó a cada una. Una siniestra impresión se instaló en mi calenturienta mente, a pesar de que todavía no me había detenido a meditar sobre el contenido de la obra. Creo que el centro de Gantes es el ojo del huracán donde se juega una partida perpetua que tiende a restablecer el orden. Amiga mía, el sueño me vence. ¡Cómo necesito tus oportunas reflexiones para aclara mi ofuscación! Te mando un beso y un abrazo muy fuertes. ¡Ansío hablar con vos!

Sara.”

Nina calló y quedó en suspenso mirando la carta. En su rostro se plasmaban la pena y el desconcierto. Rosa y Dante se movieron al unísono hacia ella. Su madre la abrazó y Dante se hizo cargo de las palabras:

-Escuchame, querida. Mañana vas a poder abrazar a tu amiga y hablar todo lo que quieras con ella. Estoy seguro de que está bien y que cuando se vean se aclararán todos los enigmas.

La joven se apartó de Rosa y buscó en los ojos de su novio la confianza que le hacía falta. El hombre le devolvió una mirada tan segura que, por el momento, calmó su ansiedad.

-Quiero creerte, Dante, porque sería imperdonable que haya dejado pasar tanto tiempo sin acudir a su lado.

-¿Por qué no traés tus cosas así mañana se van directamente desde aquí? –propuso Rosa, ansiosa de tener a su hija hasta último momento ante su vista.

Dante supo interpretar el ruego encubierto de la madre. Se inclinó sobre Nina, la besó, y le dijo a Rosa con una sonrisa divertida:

-Me parece perfecto, mamacita. Iré a traer mi equipaje y espero que esta noche nos despidas con un buen menú.

-¡Te prometo que será inolvidable! –respondió la mujer agradecida.