—Chicos…
Voy hasta el parador. Necesito un baño —anunció Samanta.
—Tengo
que confirmar el horario de la excursión —se recobró Guille—. ¿Venís conmigo? —me
preguntó.
—No
te enojes… —dije en tono consentido—, pero ahora quiero conectarme con India.
—Milady, ya sabés que tus deseos son
órdenes para mí —aceptó con gesto resignado.
Configuró
la pantalla y me dejó a solas. Hablé primero con mamá a través de la opción
telefónica y después me contacté con India por video llamada.
—¡Te
estaba esperando, Martina! —me recibió con entusiasmo. Abrió la boca y los
ojos—: ¿Estás en un Mercedes?
—Sí
—reí por el gesto y la pregunta frívola—. Es del gurka.
—No
me dirás que se lo trajo… —arriesgó después de una pausa.
—Sí.
En avión de carga.
—¡Chapó…!
Ni mi padre se hubiera dado el lujo —se admiró.
—Pasemos
a lo importante que no tendremos mucho tiempo de privacidad—apremié—. ¿En qué
estadio se encuentran Román y vos?
—Al
borde del diez, amiga —confesó con expresión soñadora.
En
esa tabla de nuestra propia confección el diez era la etapa a la cual ninguna
había llegado: la del enamoramiento incondicional.
—¡Oh,
India, creí que nunca me lo ibas a decir! —declaré efusivamente.
Rió
con alborozo antes de indagarme: —Y vos… ¿a cuál llegaste?
—Volví
a foja cero —revelé.
—¿Estamos
hablando de Noel? —articuló cuidadosamente.
—Me
dejó.
—¿Dejó?
—repitió pasmada.
—Plantó,
abandonó, rompió, se largó… Lo que más te guste —redundé tranquila.
Me
observó con gesto pensativo. Luego: —Ya decía yo que no todo estaba perdido con
ese hombre. Tuvo la entereza de liberarte para que se cumpla tu destino.
—Querida
pitonisa, preferiría que me digas qué número saldrá en la quiniela y yo te
develaré cuál será mi futuro —me reí.
—No
lo tomes a la chacota —se ofendió—. Quiero que me contestes dos preguntas que
te hago como hermana: —¿La decisión de Noel te dolió?
Me
encogí de hombros: —En mi amor propio. Ni siquiera me sorprendió, no fue más
que una determinación que veníamos postergando.
—Bien.
Ahora la otra: ¿Algo varió con respecto a Guillermo? ¡Y no quiero evasivas…!
—me advirtió.
—Algo
—dije lacónica.
—¿En
cuál estadio estás?
—¡Ni
lo pensé! —exploté.
—Pensalo
ahora. ¿En cuál? —siguió implacable.
—En
el primero —dije al fin. Era el de reconocimiento.
—¡Pucha
que estás atrasada, hermana! ¿Una semana empantanada en el uno? Yo, en menos
días, arribando al diez.
—No
me confundas más de lo que estoy, India. Nada de esto entraba en mis cálculos.
—Tampoco
Román en los míos. Pero no me empeciné en impugnar mis sentimientos —señaló
reprobadora.
—Estás
evolucionando… de adivina a sicóloga —la ataqué.
—Marti…
—rogó con afecto—, date una oportunidad. Nadie dice que estás obligada a
compartir sus sentimientos, pero ¿cómo saberlo si te metés en el bunker de la
negación? Y no me vengas con la perorata de la diferencia de edad porque podría
nombrarte cientos de parejas exitosas, como…
No
la dejé terminar: —Pará, India. No me interesan las experiencias ajenas.
Aprenderé de las mías —declaré con firmeza.
—¡Qué
bien! ¡Eso quiere decir que estás a punto de asumir el riesgo! —apostó.
La
escaramuza no continuó porque se acercaban Samanta y Guillermo. Me bajé del
auto y les hice señas: —¡India quiere saludarlos! —pregoné.
Los
hermanos ocuparon el asiento delantero y charlaron un rato con mi amiga.
Estábamos cerca del mediodía y las nubes seguían ocultando buena parte del sol.
Guille, que ya quería almorzar, se avino al deseo de Sami y al mío que
deseábamos recorrer el pueblo y visitar el Museo de la Poesía. La villa minera
de callejuelas y casas empedradas nos transportó a la época de la colonia.
—¿Saben
cuál es el nombre completo del museo? —preguntó Samanta que se había ilustrado
con los catálogos.
—¡No!
—le respondimos a coro el gurka y yo.
—Museo
de la Poesía
Manuscrita —dijo con aire de sabihonda—. En Sudamérica es el
único museo estatal orientado a preservar textos manuscritos. Los hay de
Borges, Sábato, Ibarbourou, Mujica Lainez, del mismo Lafinur y de muchos otros
escritores del mundo. El camino de ingreso está bordeado de bustos de bronce de
hombres y mujeres de las letras sostenidos sobre pedestales de mármol. Y
también hay una réplica del laberinto borgiano.
Nos
llevó más de dos horas recorrer el museo, conocer la sala de audiovisuales, el
café literario y la biblioteca. Guillermo amenazó con irse a comer solo si seguíamos
intentando leer cada uno de los textos exhibidos.
—¡Sos
insufrible, gurka! ¡Tan tranquilas que la pasamos ayer! —regañó Sami.
Él
la miró con tolerancia y enumeró: —Almuerzo, mina de oro y cueva. Nos queda un
largo camino, muchacha.
—Tiene
razón, Sami —intervine—. Llegamos hasta acá y no nos vamos a perder lo que
falta… —mi tono era conciliador.
—¡Ja!
¡Nada ha cambiado! Siempre lo defendés a él —dijo enfurruñada.
No
pude evitar una carcajada que reprodujo mi amiga y nos valieron diversos
chistidos de los que revisaban los manuscritos. Guille nos tomó del brazo y nos
arrastró hacia la salida. Acabamos el jolgorio en la puerta, ante su mirada condescendiente.
—Si
terminaron de divertirse —aventuró—, volvamos al restaurante.
A
las cuatro de la tarde, bajo un sol que intentaba asomar entre las nubes,
emprendimos la corta caminata hacia la mina. Un guía joven equipado con mochila
y acompañado por un perro estaba a cargo de la excursión. Nos proveyó de botas
y cascos con luces e hicimos un recorrido por los alrededores antes de ingresar
al interior del cerro. La explotación tenía una antigüedad de doscientos años y
había sido comenzada por los españoles y continuada por los ingleses
contratando mano de obra local y de países limítrofes. Al agotarse el oro, el yacimiento
y el pueblo fueron abandonados; hoy no lo habitaban más de doscientas personas.
Sobre
el terreno perduraban las pircas, muros de piedra encastradas que delimitaban
propiedades o servían de corrales. Me quedé fascinada por un grupo de llamas
que pacían mansamente en las cercanías y con las ganas de arrimarme para
acariciarlas porque al intentarlo, Guille -que interpretó mi intención- me tomó
del brazo y me alertó: —Con ese equipo no vas a poder salir corriendo si no son
tan dóciles como parecen.
Miré
las pesadas botas inadecuadas para el tamaño de mis pies y tuve que darle la
razón. Delante nuestro caminaba un matrimonio joven custodiando y reprendiendo
a un niño de unos seis años. Me sonreí al recordar la canción de Serrat: “niño…
que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”. Al llegar a la
entrada de la mina, el baqueano nos encareció que usáramos los cascos y
evitáramos salpicar al caminar por el suelo encharcado. Tampoco debíamos tocar
las paredes de la bóveda ni el techo para evitar roturas que dieran lugar a
deslizamientos. Tardamos en iniciar el recorrido hasta que el cicerone zanjó la
discusión de la pareja acerca de quien se quedaría cuidando al pequeño barrabás
para recorrer primero la excavación. Tiró una moneda al aire y salió favorecido
el padre. Entramos en fila de dos detrás del guía y su perro dejando a nuestras
espaldas los gritos de protesta de la criatura. Nos enteramos de que el túnel
principal tenía seis cuadras y había sido excavado con herramientas manuales en
forma de bóveda de tal manera que no hubo necesidad de apuntalarlo. La
procesión de visitantes escuchaba con atención las explicaciones del lugareño y
solo se oían apagados murmullos en la densa oscuridad cribada por las luces de
los cascos. Yo tenía plena percepción de la presencia del gurka rozando mi
perfil por el aroma de su inconfundible colonia (Chanel, había identificado
India). Algunas veces, al detenernos para apreciar detalles que nos señalaba el
baqueano, sentí que su aliento rozaba mi pelo como si se volviera para
contemplarme. Imaginé que si volteaba la cabeza hacia el costado sus labios
rozarían mi frente. Peligroso, pensé, porque las sombras me hacían vulnerable. Así avanzamos, yo siempre mirando al frente y perdiéndome, cada
tanto, algunos pormenores ubicados a mi diestra. En esas oportunidades,
escuchaba la indicación burlona de Guille a quien no le pasaba desapercibida mi
actitud: “A la derecha, milady”, sin
que yo me diera por aludida. Lo que sí pude apreciar, a la izquierda, fue la
galería cavada en un cruce para seguir la veta de cuarzo que suponían acompañaba
una de oro. El ingreso estaba cerrado al paso por una reja. Cerca de la salida,
anunciada por el resplandor exterior, escuché a mis espaldas los alaridos de
una mujer: —¡Pedrito! ¡Volvé! ¡Mi hijo! ¡Agarren a mi hijo!
Atrás
se mezclaban los gritos de sorpresa con las puteadas a madre e hijo. Distinguí
ruidos de caídas y yo misma grité cuando un bulto se estrelló contra mis
piernas haciéndome perder el equilibrio. Un brazo vigoroso me sujetó de la cintura
a la par que me proyectaba sobre un cuerpo que olía a Chanel.
—¡Quieto,
fiera! —rugió el gurka atrapando a Pedrito.