jueves, 19 de junio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXI



Samanta y Darren estaban sentados a la mesa instalada en la galería. Las pupilas del colorado tenía un dejo de leve compasión, indicio de que Sami no había resistido la tentación de referirle mi crisis. Por efecto transitivo, supuse que Guille también estaría enterado. Sus ojos inquisitivos me lo confirmaron. Tal vez la mirada de los hombres me confortó o, posiblemente, me resistí a interpretar el rol de víctima, por lo que probé y elogié cada una de las porciones que el gurka me ofreció de la fuente. Entretuvimos a los muchachos con el relato de nuestro día en Pasos Malos y Sami le pidió a Darren que bajara las fotos en su computadora, pedido que satisfizo al término de la comida. Nos reunimos alrededor de su escritorio para apreciarlas; los paisajes captados en las instantáneas eran bellos pero no transmitían el encanto que nos había colmado al descubrirlos en el sinuoso recorrido. Después estaban las fotografías que Sami y yo nos sacamos mutuamente y aquellas que nos tomaron los chicos. Ante una se detuvieron los varones, un retrato de nuestros rostros salpicados por el rocío de la cascada e iluminados por el espectro del arco iris. El embeleso resplandecía en nuestros ojos y bocas dotando de vida a la imagen congelada en la pantalla. ¡Bien por Rolfi o Pedro cualquiera haya sido! aplaudí.
—¡Están preciosas! —declaró Darren atrayendo a Sami sobre sus rodillas. Después, murmuró—: Y nosotros tenemos la suerte de contar con los originales…
¿Nosotros? Desvié la vista hacia Guillermo acechando su reacción ante el comentario que lo involucraba, pero estaba absorto en la contemplación de la foto. Mientras Samanta reía abrazada al colorado, él examinaba el retrato con grave concentración. Me pregunté qué estaría pensando ahora que yo era una mujer disponible. Este interrogante me inquietó, pues contenía la posibilidad de una eventual aceptación. ¡Es el hermanito menor de mi amiga! gritó mi superego horrorizado. Revisté la silueta del gurka a la pálida luz del estudio y admití que coincidía poco con la definición de hermanito menor.
—Si no se enojan, los abandono —dije—. Estoy cansada.
Guille pareció resucitar al sonido de mi voz. Se acercó y tomó una de mis manos entre las suyas: —¿Podrás madrugar mañana? —inquirió con gentileza.
—Sí —asentí turbada—. ¿Adónde iremos? —indagué, liberando mi extremidad.
—A visitar una mina abandonada y una gruta milenaria —sonrió—. ¿Querés más detalles?
—Mañana —especifiqué—, ahora me voy a dormir. ¿A qué hora saldremos?
—A las ocho, y desayunaremos por el camino así no tienen que levantarse tan temprano. ¿Querés que te despierte? —preguntó solícito.
Miré con recelo su rostro impasible: —No hace falta. Pondré un recordatorio —me volví hacia los dueños de casa que seguían mirando las fotografías y le di un beso a Sami. Me abrazó y me dijo en voz baja: —No se te ocurra llorar a solas, ¿eh?
Me largué a reír. Por cierto que ya había pasado mi momento de debilidad: —Tengo pensado dormir hasta que suene la alarma del celu —aseguré.
∞ ∞
Me desperté a las siete y preparé el bolso para la excursión. Dudé en ponerme la malla porque nubes oscuras cubrían la mayor parte del firmamento. Finalmente me arriesgué porque, ¿acaso no tenía Merlo un microclima especial? Antes de las ocho estaba abajo y la única persona a la vista era Samanta.
—¡Buen día, Marti! ¿Dormiste bien?
—Como un lirón. ¿Darren se fue?
—Sí. Tiene pensado avanzar en el trabajo para tomarse el día mañana. ¡Será el primer día entero que me dedique desde que estamos aquí! —dijo radiante. Después, recordando mi infortunio—: ¿Cómo anda tu ánimo?
—Mejor que ayer —reconocí—. No todos los días la abandonan a una.
—¡Estate segura de que será para mejor! —pronosticó en medio de un abrazo.
Así hermanadas nos sorprendió Guille.
—Lindo cuadro mañanero —alabó—. ¿Están listas para salir?
Nos separamos riendo y lo seguimos acarreando nuestros bolsos. Sami se acomodó en el asiento trasero y yo al lado del conductor sin que mediara orden del gurka. Antes de partir le pregunté: —¿Llevás tu notebook?
—Sí. Pero si querés conectarte con tu mamá y con India podés hacerlo desde la pantalla de comando del auto.
Lo miré agradecida porque a ese efecto iba dirigido mi interés. Antes de volverse hacia el frente, manifestó: —Ahora prestá atención a mis instrucciones porque después del desayuno vas a conducir vos.
—¿Me dejarás manejar? —me sorprendí.
—Si querés —sonrió.
¡Claro que quería! Escuché sus indicaciones con absoluta concentración; no estaba dispuesta a desmentir mis dotes de piloto. El parador, adonde Guillermo nos anticipó los pormenores de la excursión, quedaba a quince minutos del centro.
—Vamos a conocer el pueblo minero de La Carolina hoy escasamente poblado. Haremos una excursión por la mina de oro abandonada, conoceremos la casa natal de Lafinur, tío bisabuelo de Borges y, por último, la gruta de Inti Huasi.
—¿Cuán lejos están? —preguntó Sami.
—Cerca de doscientos kilómetros —respondió su hermano—. Viajaremos por el camino asfaltado. Primera parada: La Carolina.
A las nueve me puse al volante del Mercedes. Después de ajustarme el cinturón, le eché un vistazo a su dueño. Me guiñó el ojo con una sonrisa confiada y entonces arranqué. Puse todos mis sentidos en el manejo de la estupenda camioneta que se deslizaba sobre el pavimento como si flotara. Estar sentada en el asiento del conductor, delante del tablero iluminado y el completo GPS me hacía sentir como el comandante de una aeronave. Aceleré de más cuando adquirí confianza y aprecié la templanza de Guille que se abstuvo de intervenir para que retomara una velocidad prudente. Hice mi entrada triunfal en el casco de la antigua ciudad minera y estacioné en las cercanías del restaurante que me indicó. Me liberé del cinturón y miré primero hacia el asiento trasero. Sami hizo la pantomima de estar al borde de la histeria. Riendo, me volví hacia Guillermo: —Creí que te verías pálido como un espectro —observé.
—No sé por qué. Confiaba en vos.
—Mmm… No es lo que dicen los hombres cuando le ceden su auto a una mujer —afirmé.
—Es la primera vez que me reconocés como hombre, ¿te diste cuenta? —dijo sugerente.
No caí en la trampa. Evadí la respuesta e insistí: —Nunca me habías visto manejar.
—No. Pero aparte de vos, confiaba en mi auto —expuso con suficiencia.
—¡Ah…! ¿Tan fantástico es?
—Está programado para detectar la inminencia de un choque. En tal caso, se accionan las bolsas de aire y se posicionan los asientos a modo de aviso para el conductor temerario —curvó los labios en una sonrisa guasona.
Remedé su gesto y le sostuve la mirada hasta advertir que sus ojos adquirían esa profundidad de mar turbulento que me aturdía.


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