domingo, 1 de junio de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XVIII



Sentados a la mesa del barcito, descubrí que deseaba compartir con él mi maravillosa adquisición. Le conté mi periplo por los distintos negocios, el hallazgo del local escondido, la oferta de la artesana y mi desaliento ante la falta de efectivo.

—Hasta que me acordé de vos —señalé.

Rió con ganas ante mi desenfado. Me aboqué a despegar con cuidado la cinta que sujetaba el papel de regalo y saqué la cajita tallada. Retiré la original pulsera y la dejé colgar ante su vista. La tomó y la estudió con detenimiento. Yo lo miraba expectante, esperando un gesto que confirmara mi entusiasmo.

—Es una pieza de buen gusto —opinó al restituirla—. ¿Te fijaste en el detalle de la cadena?

Observé los delicados eslabones y descubrí que estaban entrelazados formando palabras que antes no había identificado. Leí: Merlo, San Luis, Argentina.

—¡No había reparado en esta originalidad, Guille! —exclamé encantada—. Es perfecta como regalo. Falta que sea de plata y oro… —concluí con escepticismo.

—¡Lo es, nena! ¿Por qué lo dudás? —me confortó.

—Por el precio. Además, ¿por qué querría ella beneficiar a una extraña?

—Te lo dijo. La conmovió tu interés por su trabajo —hizo una pausa—. Hablaste de regalo…

—¡Sí! Para Sami. Creo que le va a gustar —dije convencida.

—¿Por qué no quisiste que te acompañara? —preguntó extrañado.

—Porque me avergonzaba arrastrarte por todo el centro hasta encontrar algo que estuviera al alcance de mi presupuesto —hice una mueca—. Eso es todo.

—Oh, Marti… —murmuró cercándome con la mirada—. ¿Tan pobre concepto tenés de mí? 

Contemplé su semblante apesadumbrado y me arrepentí de la confidencia.

—Lo siento —balbucí abochornada—. Soy una calamidad. Lamento haberte ofendido —resistí las ganas de llorar.

Sentí sus cálidos dedos bajo mi barbilla forzándome a levantar la cabeza. Nuestros rostros quedaron peligrosamente cerca. Me mantuvo suspendida de sus pupilas antes de modular bajamente: —Marti, no acostumbro a juzgar a la gente por sus logros materiales. Y menos a vos, que… —se interrumpió—. Cierto que te hice una promesa…

Me eché hacia atrás separándome de su contacto. No me reconocía en esta mujercita temblorosa fascinada por los ojos verdes de un muchachito como ave hipnotizada por un ofidio.

—¡Volvamos, Guille! —Rompí el sortilegio—. Le informé a Sami que estaría de regreso al mediodía —guardé el estuche en el bolso y me levanté.

Él me imitó y se acercó a la caja para cancelar la consumición. Otro viaje silencioso. Samanta estaba regando los arbustos del fondo cuando llegamos a la casa.

—¿Se puede saber en qué andan ustedes? —fue su saludo.

—Le propuse a Marti un desayuno en el centro —Guille acudió en mi auxilio.

—¡Ah! Entonces no te vas a enojar porque yo le ofrezca un paseo distinto —dijo su hermana—. Darren me dejó el auto y tengo pensado una salida a solas con Martina —se dirigió a mí—: ¿Qué te parece?

—¡Magnífico! —aprobé.

—¡Mujeres desagradecidas! —Se quejó Guillermo—. ¿De modo que prescinden de mi compañía porque consiguieron transporte propio?

—¡No seas pesado! —Lo reprendió Sami—. ¡Marti y yo no hemos tenido la oportunidad de hablar de mujer a mujer y tenemos que rellenar un hueco de trece años!

—¡Dios me libre de figurar en vuestras confidencias! —Rió el gurka—. ¿Y adónde la pensás llevar?

—A Pasos Malos —informó Samanta.

—¿A qué se debe ese nombre? —pregunté.

—Bueno, hay distintas versiones —señaló Sami—. Algunos dicen que los primeros pobladores asustaban a sus hijos para evitar que sufrieran accidentes entre las rocas, advirtiéndoles que sus pasos estaban condenados si se acercaban al arroyo. Otros remiten a la época colonial. Este sitio era parada obligatoria para que los caballos de los chasquis repusieran fuerzas con las pasturas frescas; era el fin de sus pasos cansados. Por último, que en ese lugar había una taberna frecuentada por maleantes, hombres que andaban en malos pasos.

La aplaudí, ¡no era para menos! Ella hizo una reverencia y terminamos riéndonos a carcajadas.

—¡Ustedes sí que desenrollan el tiempo! —atestiguó un Guille adulto con gesto displicente.

—¡No te la des de superado! ¿Acaso no fueron buenos tiempos? —lo fustigué.

Curvó los labios: —Prefiero el actual.

No le iba a discutir. Me volví hacia Sami que seguía nuestro intercambio: —Voy a llamar a mamá y prepararme para la salida. ¿Qué debo cargar?

—La malla y la pantalla solar. ¿Tenés algún sombrero?

—No.

—Yo te presto —dirimió.

Al llegar al descanso superior de la escalera me detuve a contemplar la gesticulación de los hermanos: el gurka parecía reprochar a Sami y ella defenderse, hasta que él le cercó los hombros con un brazo y le habló al oído. Huí al corredor, por temor a que me sorprendieran, cuando Sami le echó los brazos al cuello. Cualquiera hubiese sido el comienzo de la disputa, era obvio que había sido zanjada para satisfacción de mi amiga.

Hablé con mi madre, desistí de llamar a Noel, pensé en India y decidí comunicarme al regreso si Guillermo no nos conectaba. Ya estaban los hermanos al lado del auto cuando bajé. Samanta me encasquetó una gorra roja con visera blanca y me miró complacida: —¡Te queda de diez!

Yo me enfrenté a la mirada aprobadora del gurka y, ambas, a su interrogatorio.

—¿A qué distancia está ese lugar? —inquirió.

—¿Por qué? —lo desafió su hermana.

—Porque podría ser agotador manejar varias horas —dijo con parsimonia.

—Yo la relevaré —intervine.

—¿Vos? —formuló incrédulo.

—Aunque no tenga auto —acentué—, oficié de chofer para Noel durante los tres meses que le llevó recuperarse de una fractura múltiple de tobillo.

—¡Perdón, milady! No pretendí ofenderte —se disculpó.

Como no le contesté, siguió con los planteos fraternales.

—¿Sabés cómo llegar?

—Darren me instruyó sobre el uso del GPS —respondió Sami con paciencia—. Para tu sosiego, Pasos Malos está a solo cuatro kilómetros.

—¿Se van sin almorzar? —perseveró.

—Darren nos hizo una reserva en Cabeza del Indio —reiteró con igual tolerancia—. Allí podremos dejar el auto para bajar al arroyo.

—¡Joder con el colorado! —renegó Guillermo.

¡Se había enojado! La reacción fue tan inesperada que Samanta y yo no pudimos contener la risa. Ella abrazó a su enfadado hermano e intentó consolarlo: —¡Vamos, gurka! Organizanos una excursión para mañana. Tenés toda la tarde para elegir el destino de tu preferencia, ¿verdad, Marti?

—¡Dale, Guille, sorprendenos! —le pedí en tono festivo.

—No tomen ningún riesgo y manténganse en contacto —se repuso él separándose de Sami.

—Está bien, plomo —a mi amiga se le había terminado el aguante—. No nos acosés con llamadas. ¿Vamos, Marti?

Lo saludamos agitando las manos y partimos. El camino sinuoso flanqueado de vegetación y corrientes de agua desembocaba en el restaurante y mirador Cabeza del Indio. Estacionamos el coche y antes de ingresar a la casa de comidas, una pintoresca cabaña de troncos, nos quedamos observando el agreste paisaje que la rodeaba. Aspiramos el aire puro que pareció cargarnos de energía y nos sacamos algunas fotos contra ese majestuoso fondo. Nos tenían preparada una mesa al lado de un ventanal doble con vista panorámica al mirador.

—Mi hermano trabaja en la obra vial y me pidió que reservara la mejor ubicación a la señora del ingeniero y su amiga —nos dijo el obsequioso camarero.

—Muchas gracias —respondió Sami—. ¿Cuál es su nombre?

—Luis, para servirla.

—¿Qué nos recomienda para el almuerzo, Luis? —le sonrió.

—Chivito al disco con un buen vino tinto si no van a bajar al arroyo.

—Vamos a bajar, así que lo acompañaremos con agua mineral —me miró y yo asentí.

Luis nos alcanzó un entremés para matizar la espera y nosotras nos dedicamos, al decir de Guillermo, a desovillar el tiempo.


No hay comentarios: