Sentados a
la mesa del barcito, descubrí que deseaba compartir con él mi maravillosa
adquisición. Le conté mi periplo por los distintos negocios, el hallazgo del
local escondido, la oferta de la artesana y mi desaliento ante la falta de
efectivo.
—Hasta que
me acordé de vos —señalé.
Rió con
ganas ante mi desenfado. Me aboqué a despegar con cuidado la cinta que sujetaba
el papel de regalo y saqué la cajita tallada. Retiré la original pulsera y la
dejé colgar ante su vista. La tomó y la estudió con detenimiento. Yo lo miraba
expectante, esperando un gesto que confirmara mi entusiasmo.
—Es una
pieza de buen gusto —opinó al restituirla—. ¿Te fijaste en el detalle de la
cadena?
Observé los
delicados eslabones y descubrí que estaban entrelazados formando palabras que
antes no había identificado. Leí: Merlo, San Luis, Argentina.
—¡No había
reparado en esta originalidad, Guille! —exclamé encantada—. Es perfecta como
regalo. Falta que sea de plata y oro… —concluí con escepticismo.
—¡Lo es,
nena! ¿Por qué lo dudás? —me confortó.
—Por el
precio. Además, ¿por qué querría ella beneficiar a una extraña?
—Te lo dijo.
La conmovió tu interés por su trabajo —hizo una pausa—. Hablaste de regalo…
—¡Sí! Para
Sami. Creo que le va a gustar —dije convencida.
—¿Por qué no
quisiste que te acompañara? —preguntó extrañado.
—Porque me
avergonzaba arrastrarte por todo el centro hasta encontrar algo que estuviera
al alcance de mi presupuesto —hice una mueca—. Eso es todo.
—Oh, Marti…
—murmuró cercándome con la mirada—. ¿Tan pobre concepto tenés de mí?
Contemplé su
semblante apesadumbrado y me arrepentí de la confidencia.
—Lo siento
—balbucí abochornada—. Soy una calamidad. Lamento haberte ofendido —resistí las
ganas de llorar.
Sentí sus
cálidos dedos bajo mi barbilla forzándome a levantar la cabeza. Nuestros
rostros quedaron peligrosamente cerca. Me mantuvo suspendida de sus pupilas
antes de modular bajamente: —Marti, no acostumbro a juzgar a la gente por sus
logros materiales. Y menos a vos, que… —se interrumpió—. Cierto que te hice una
promesa…
Me eché
hacia atrás separándome de su contacto. No me reconocía en esta mujercita
temblorosa fascinada por los ojos verdes de un muchachito como ave hipnotizada
por un ofidio.
—¡Volvamos,
Guille! —Rompí el sortilegio—. Le informé a Sami que estaría de regreso al
mediodía —guardé el estuche en el bolso y me levanté.
Él me imitó
y se acercó a la caja para cancelar la consumición. Otro viaje silencioso.
Samanta estaba regando los arbustos del fondo cuando llegamos a la casa.
—¿Se puede
saber en qué andan ustedes? —fue su saludo.
—Le propuse
a Marti un desayuno en el centro —Guille acudió en mi auxilio.
—¡Ah!
Entonces no te vas a enojar porque yo le ofrezca un paseo distinto —dijo su
hermana—. Darren me dejó el auto y tengo pensado una salida a solas con Martina
—se dirigió a mí—: ¿Qué te parece?
—¡Magnífico!
—aprobé.
—¡Mujeres
desagradecidas! —Se quejó Guillermo—. ¿De modo que prescinden de mi compañía
porque consiguieron transporte propio?
—¡No seas
pesado! —Lo reprendió Sami—. ¡Marti y yo no hemos tenido la oportunidad de
hablar de mujer a mujer y tenemos que rellenar un hueco de trece años!
—¡Dios me
libre de figurar en vuestras confidencias! —Rió el gurka—. ¿Y adónde la pensás
llevar?
—A Pasos
Malos —informó Samanta.
—¿A qué se
debe ese nombre? —pregunté.
—Bueno, hay
distintas versiones —señaló Sami—. Algunos dicen que los primeros pobladores
asustaban a sus hijos para evitar que sufrieran accidentes entre las rocas,
advirtiéndoles que sus pasos estaban condenados si se acercaban al arroyo. Otros
remiten a la época colonial. Este sitio era parada obligatoria para que los
caballos de los chasquis repusieran fuerzas con las pasturas frescas; era el
fin de sus pasos cansados. Por último, que en ese lugar había una taberna
frecuentada por maleantes, hombres que andaban en malos pasos.
La aplaudí,
¡no era para menos! Ella hizo una reverencia y terminamos riéndonos a
carcajadas.
—¡Ustedes sí
que desenrollan el tiempo! —atestiguó un Guille adulto con gesto displicente.
—¡No te la
des de superado! ¿Acaso no fueron buenos tiempos? —lo fustigué.
Curvó los
labios: —Prefiero el actual.
No le iba a
discutir. Me volví hacia Sami que seguía nuestro intercambio: —Voy a llamar a
mamá y prepararme para la salida. ¿Qué debo cargar?
—La malla y
la pantalla solar. ¿Tenés algún sombrero?
—No.
—Yo te
presto —dirimió.
Al llegar al
descanso superior de la escalera me detuve a contemplar la gesticulación de los
hermanos: el gurka parecía reprochar a Sami y ella defenderse, hasta que él le
cercó los hombros con un brazo y le habló al oído. Huí al corredor, por temor a
que me sorprendieran, cuando Sami le echó los brazos al cuello. Cualquiera
hubiese sido el comienzo de la disputa, era obvio que había sido zanjada para
satisfacción de mi amiga.
Hablé con mi
madre, desistí de llamar a Noel, pensé en India y decidí comunicarme al regreso
si Guillermo no nos conectaba. Ya estaban los hermanos al lado del auto cuando
bajé. Samanta me encasquetó una gorra roja con visera blanca y me miró
complacida: —¡Te queda de diez!
Yo me enfrenté
a la mirada aprobadora del gurka y, ambas, a su interrogatorio.
—¿A qué
distancia está ese lugar? —inquirió.
—¿Por qué?
—lo desafió su hermana.
—Porque
podría ser agotador manejar varias horas —dijo con parsimonia.
—Yo la
relevaré —intervine.
—¿Vos? —formuló
incrédulo.
—Aunque no
tenga auto —acentué—, oficié de chofer para Noel durante los tres meses que le
llevó recuperarse de una fractura múltiple de tobillo.
—¡Perdón, milady! No pretendí ofenderte —se
disculpó.
Como no le
contesté, siguió con los planteos fraternales.
—¿Sabés cómo
llegar?
—Darren me
instruyó sobre el uso del GPS —respondió Sami con paciencia—. Para tu sosiego,
Pasos Malos está a solo cuatro kilómetros.
—¿Se van sin
almorzar? —perseveró.
—Darren nos
hizo una reserva en Cabeza del Indio —reiteró con igual tolerancia—. Allí
podremos dejar el auto para bajar al arroyo.
—¡Joder con
el colorado! —renegó Guillermo.
¡Se había
enojado! La reacción fue tan inesperada que Samanta y yo no pudimos contener la
risa. Ella abrazó a su enfadado hermano e intentó consolarlo: —¡Vamos, gurka!
Organizanos una excursión para mañana. Tenés toda la tarde para elegir el
destino de tu preferencia, ¿verdad, Marti?
—¡Dale,
Guille, sorprendenos! —le pedí en tono festivo.
—No tomen
ningún riesgo y manténganse en contacto —se repuso él separándose de Sami.
—Está bien,
plomo —a mi amiga se le había terminado el aguante—. No nos acosés con
llamadas. ¿Vamos, Marti?
Lo saludamos
agitando las manos y partimos. El camino sinuoso flanqueado de vegetación y
corrientes de agua desembocaba en el restaurante y mirador Cabeza del Indio.
Estacionamos el coche y antes de ingresar a la casa de comidas, una pintoresca
cabaña de troncos, nos quedamos observando el agreste paisaje que la rodeaba.
Aspiramos el aire puro que pareció cargarnos de energía y nos sacamos algunas
fotos contra ese majestuoso fondo. Nos tenían preparada una mesa al lado de un
ventanal doble con vista panorámica al mirador.
—Mi hermano
trabaja en la obra vial y me pidió que reservara la mejor ubicación a la señora
del ingeniero y su amiga —nos dijo el obsequioso camarero.
—Muchas
gracias —respondió Sami—. ¿Cuál es su nombre?
—Luis, para
servirla.
—¿Qué nos
recomienda para el almuerzo, Luis? —le sonrió.
—Chivito al
disco con un buen vino tinto si no van a bajar al arroyo.
—Vamos a
bajar, así que lo acompañaremos con agua mineral —me miró y yo asentí.
Luis nos
alcanzó un entremés para matizar la espera y nosotras nos dedicamos, al decir
de Guillermo, a desovillar el tiempo.
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