martes, 27 de mayo de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XVII



Madrugué puesto que deseaba llegar hasta el centro para comprar el regalo de Samanta. Le dejé una nota al lado de la cafetera avisándole que volvería al mediodía y sabiendo que tendría que buscar un buen pretexto para justificar la ausencia. Ya se me ocurrirá algo, me dije. Salí y cerré la puerta en silencio. A dos cuadras corría una avenida adonde podría conseguir algún transporte.

—¡Buen día, desvelada! ¿Adónde vas tan temprano?

Giré ciento ochenta grados para encontrar al gurka a mis espaldas. Estaba sentado en un sillón de la galería con su predecible computadora apoyada sobre la mesa.

—Al centro —mi voz sonó disgustada por el encuentro inoportuno.

Cerró la notebook y se levantó sin acusar recibo de mi contrariedad: —Son las siete y media de la mañana. Los negocios abren a las nueve. ¿Desayunaste?

—No —dije en igual tono.

—Te llevo y desayunamos juntos —propuso con deferencia.

¡Yo no quería que me escoltara! No necesitaba que fuera testigo de mi cuidadosa selección del obsequio porque, si bien no comprometería mis finanzas por un vestido de fiesta, haciendo cuentas podría encontrar un presente decoroso para mi amiga. Claro que bajo la óptica del triunfador Moore lo decoroso se vería deslucido.

—Te agradezco, Guille —articulé con cuidado—. Pero prefiero ir sola.

—¡Ni hablar cuando te puedo llevar! —dijo amable pero firmemente—. Vamos —y caminó hacia el auto confiado en que lo seguiría.

Lo hice. Lo primero era llegar al centro. Después me desprendería de él.

—Éste parece un buen lugar para desayunar —indicó minutos después.

Estacionó el auto, abrió mi puerta mientras desabrochaba el cinturón de seguridad y nos acomodamos en una mesa al aire libre. Guille encargó medialunas, tostadas y café con leche.

—¿Te parece bien? —me consultó antes de que se fuera la camarera.

Asentí con un movimiento de cabeza. El firmamento diáfano sugería una jornada soleada y cálida. Me recosté sobre el sillón disfrutando del sosiego del día que comenzaba. Mis pensamientos flotaban al resguardo de mis párpados entrecerrados. Hasta el domingo a la tarde fui la dueña de mis circunstancias. Luego: un encuentro fortuito, una pareja obsesionada con la tecnología, una amiga agitadora, un viaje insospechado, el recuerdo de un niño impertinente que se actualizaba en un hombre provocativo. Me sentía como una marioneta manejada por un titiritero perturbado. El ruido de la vajilla depositada en la mesa interrumpió mi disquisición. Abrí los ojos para naufragar en la verde profundidad de las pupilas del gurka. Con esfuerzo, me liberé de la contemplación.

—¿Qué mirás? —me arrebaté.

—A vos —contestó.

¿Me quería fastidiar? Lo miré desafiante. Sostuvo mi obstinado escrutinio con una elocuencia visual que aniquiló mi provocación: era el inequívoco mensaje que el día anterior me había dejado a su merced. Abandoné el duelo para no ser cómplice de su esperanza y, fijando los ojos en el pocillo que estaba levantando, manifesté: —Quiero hacer mi diligencia sin compañía, Guille, así que podés dejarme acá si te molesta mi propósito.

—No dejás de asombrarme con tus ocurrencias, Marti —dijo risueño—. Te voy a llevar hasta el centro, harás tus diligencias sin estorbos y acordaremos un lugar para encontrarnos cuando concluyas. ¿Estás de acuerdo?

Me encogí de hombros sintiéndome muy tonta. ¿Quién aparecía como inmadura en esta relación asimétrica? Terminé de tomar mi café y Guillermo llamó a la camarera para pagar la consumición. Volvimos al auto en silencio y así llegamos a destino. Estacionó en los alrededores de la plaza Sobremonte. Antes de abandonar el vehículo se volvió hacia mí: —¿Convenimos alguna hora?

—Alrededor de las once —respondí consultando mi reloj—. Si termino antes te llamo al celu.

—¿Y a qué número pensás llamar? —preguntó con gesto cándido.

Me mordí los labios. ¡Señor! ¡Tener que soportar sus pullas! Estaba visto que me había levantado con el pie izquierdo.

—Decime —exigí con altivez rescatando mi teléfono del fondo del bolso.

No se animó a sonreír dada mi cara de pocos amigos aunque la diversión chispeara en sus ojos. Me dictó el número para que lo registrara y yo, después de anotarlo, me bajé del auto y me despedí con un gesto. Caminé con paso decidido tratando de librarme de esa sensación de revés ante mis planes frustrados y mi conducta infantil. Me concentré en el posible regalo. Sami tenía de todo, como se dice vulgarmente, por lo cual debía buscar algo original y al alcance de mi tarjeta. Recorrí varios locales de artesanías esperando encontrar esa pieza que la distinguiera de todas; escudriñé cada estantería, cada rincón, cada mesa. Salí deprimida del último. Se me estaban acabando el tiempo y la ilusión cuando entré, por pura corazonada, a un negocito casi olvidado entre dos entradas. Una mujer joven sonrió al verme ingresar.

—Buen día —saludé, y mis ojos exploraron sin fe la heterogénea colección de chucherías exhibidas sin orden.

—¿En qué puedo ayudarla? —la pregunta detuvo mi inspección.

Suspiré desencantada. Nada había que respondiera a mi pretensión. No obstante, le respondí con cortesía: —Busco un regalo para una amiga —y aclaré con una risa partícipe—, algo bueno, bonito y barato.

La chica asintió sin perder la sonrisa. Se agachó y sacó de atrás del mostrador una cajita de madera labrada. En su interior, sostenida sobre un fondo de pana verde, una pulsera de escamas plateadas unida a dos anillos por una cadena larga. La sacó del estuche y me la estiró.

—Es de plata intercalada con algunos eslabones de oro.

La sostuve entre las manos y admiré el refinamiento del trabajo sabiendo que excedía mi presupuesto. Por curiosidad, me la probé. La cadena recorría con gracia el dorso de la mano uniendo la pulsera con los anillos. Era una joya delicada que devolví sin averiguar el precio.

—¿No es de su gusto? —preguntó la muchacha.

—¡Oh, sí! —aclaré—. Es que buscaba algo más económico…

—Se la puedo dejar en trescientos pesos —me dijo—. Es casi el costo del material.

La miré sorprendida. Si era de plata y oro estaría valuada sobre los mil pesos en una joyería.

—Disculpame la franqueza —fundamenté—. ¿Por qué habrías de regalarme tu trabajo? No me conocés.

—Porque lo valoró, precisamente. Observó con atención cada uno de los componentes, se la probó y admiró como lucía —volvió a sonreír y solicitó—: ¿Le parece razonable?

—No dispongo de efectivo… —balbucí sofocada—. ¿Trabajás con tarjetas de crédito?

Nos miramos. Su expresión era de desencanto. Pensé y saqué el teléfono: —¿Guille?

—Hola, milady, ¿terminaste con tu diligencia?

—No. Necesito que vengas. ¿Tenés trecientos pesos? —me atropellé.

—Sí.

—¿Me los prestarías? —formulé, conciente de que era una pregunta retórica.

—¿Adónde te los llevo?

Le solicité la dirección a la chica y se la comuniqué al gurka.

—Voy para allá —declaró y cortó la comunicación.

—Ya me lo traen —le anticipé.

—¿Es su novio? —se interesó.

—¡No! —Más suavemente—: Un amigo… —Y abundé como si ella me pidiera cuentas—: Después se lo devuelvo.

Salí a la calle para vigilar la llegada de Guillermo. Le hice señas cuando estaba a mitad de camino. Me tomó del brazo cuando estuvo a mi lado.

—¡Hola! —dijo con una sonrisa—. Es un honor acudir al rescate de mi dama…

—Es un préstamo que te devolveré apenas pueda ir al banco —aseguré— porque no reciben tarjetas.

Entramos al negocio para completar la compra. La joven evaluó apreciativamente a mi acompañante y nos saludó con deferencia al marcharnos. Yo estaba radiante y apretaba mi cajita contra el pecho.

—Recién son las diez y media. ¿Tomamos algo y me contás en qué me involucraste? —arguyó Guille con humor.

—Te lo merecés —acepté contenta—. Después de que busquemos un cajero para retirar lo que te debo.


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