No le
contesté. Miré sin fingimientos su figura acomodada en postura de yoga, el
semblante esperanzado por ese silencio que no otorgaba pero tampoco negaba. Me
pregunté por qué no le había dado una respuesta contundente que le extinguiera
la ilusión… Supongo que exigía una refutación comprometedora y por el momento
no estaba en condiciones de asumirla, de modo que me incorporé e inquirí:
—¿Podemos volver, Guille?
Estuvo de
pie al instante.
—¿Estás
bien? —se interesó.
—Sí. Nada
más que un poco cansada —disimulé mi ambigüedad.
Me contempló
con inquietud. Su mano apretó mi brazo con delicadeza: —Martina… —murmuró— No
quiero que te sientas presionada ni perseguida, querida. Prometo no perturbar
tus vacaciones con ninguna alusión que pueda molestarte, ¿vale? —formuló con
ansiedad.
—Te tomo la
palabra —dije con una sonrisa apagada.
Antes de
soltarme, sus ojos me interrogaron. ¡Ah,
no, gurka!, pensé. Ni yo sé lo que
quiero, ¿cómo decírtelo a vos? Me separé con suavidad y fui a llamar a
Sami.
Guille se
había vestido cuando llegamos a la camioneta y esperó afuera hasta que
estuvimos listas. Fuimos nula compañía para el conductor, adormecidas por el
tibio interior del vehículo y la sorda vibración del motor. Entre la bruma del
sueño advertí que Guillermo había detenido la camioneta delante de la casa. Se
volvió hacia mí y me observó con una expresión que excedía lo puramente
amistoso. Presumo que ese fue el comienzo de mi capitulación y no, como supuse
en ese momento, por estar debilitada por el letargo sino por lo que leí en su
mirada trascendente. El deseo de ser besada me avasalló y él debió leerlo en mi
rostro sofocado porque se inclinó para alcanzar mis labios entreabiertos.
Cubrió mi boca con la suya como si quisiera devorarme y deslizó su lengua en
una caricia que me estremeció como un torbellino. Estaba conmocionada, jamás
nadie me había besado con ese poderío que oscurecía mi raciocinio. Reaccioné
cuando me encuadró la cara entre las manos apremiado por la pasión.
—¡No!
—impugné apartándolo. Y acusé con un mohín de reproche—: Aprovechaste que
estaba dormida…
Del estupor
pasó a la hilaridad. Apoyó la espalda contra la portezuela y declaró aún
risueño: —Sos deliciosa, milady. ¡En
todos los aspectos…! —enfatizó.
No quise
averiguar a qué otros aspectos se refería porque era obvio que “deliciosa”
estaba relacionado con el sentido del gusto; aún así estaba por echarle en cara
que esa aclaración podía considerarse una indirecta, cuando irrumpió la voz de
Samanta: —¿Llegamos? —preguntó aturdida.
Respingué y
sentí que estaba colorada hasta las orejas. ¡Me había olvidado de que ocupaba
el asiento de atrás! Rogué porque no nos hubiese escuchado… ¡Ni visto!
—Así es,
marmota —confirmó su hermano con celeridad—. Ya pueden bajar y darse una ducha
refrescante.
Salí del
auto y le abrí la puerta a Sami. Una ojeada me bastó para comprobar que seguía
teniendo el sueño pesado. La tironeé de la mano para ayudarla a bajar.
—¡Gracias,
amiga! —Rió— ¿Qué te parece despabilarnos con una buena ducha?
—¡Fantástico!
—aprobé.
Me desnudé
antes de entrar al cuarto de baño y me miré en el espejo grande. Mi piel estaba
perdiendo el tono rojo de la insolación y mutando a un saludable cobrizo.
Recorrí mi cuerpo minuciosamente, con la atención que pocas veces le prestaba y
sentí que bien podía ser deseable para cualquier hombre. Pero yo era algo más
que un cuerpo bonito. Tenía inquietudes y deseaba realizarme en alguna
actividad que me significara, así como la habían encontrado Noel y Guillermo.
Bueno, Martina. Dejá de recostarte en la relación
cómoda con Noel y abandoná tu papel de víctima del destino. Esforzate para terminar
en tres años la licenciatura que abandonaste y podrás concursar para un cargo en la Facultad de Lenguas
Modernas.
Evoqué a mi
profesora de francés que me auguraba una carrera exitosa dada la facilidad que
tenía para los idiomas y decidí, frente a mi imagen tan desnuda como la
admisión de mi apatía, que se habían agotado las excusas. La demanda de
docentes, intérpretes y traductores justificaba cualquier sacrificio. Premié mi
entusiasmo con una amplia sonrisa y tomé un largo y reparador baño.
Provocaste una reacción en cadena, gurka, pensé
mientras me secaba. Pasé crema por toda mi epidermis, me perfumé y elegí un
conjunto blanco que resaltaba el color bronceado. Acomodé mi pelo humedecido
sobre los hombros, me iluminé los labios y bajé, una hora después, esperando no
encontrarme a solas con Guille. Estaba tan satisfecha con mi determinación que
no quería que mi alegría fuese malinterpretada.
—¡Estás
bella, Marti! —Se entusiasmó Samanta al verme— ¿No es cierto, Guille?
—involucró a su hermano.
Él me echó
una mirada intensa antes de responder: —Absolutamente.
Le pregunté
para interrumpir esa contemplación suspendida: —¿Nos vas a comunicar con India?
Sonrió como
si hubiera descifrado mi pensamiento y se levantó para buscar la computadora.
—¡Lo tenés a
tu merced! —rió Samanta.
—No lo creas
—le resté importancia—. El gurka es un virtuoso de la actuación.
Ella me miró
de hito en hito con una mueca irreverente que daba cuenta de no acordar con mi
hipótesis. Yo no quería alimentar la polémica porque no sabía en dónde podía
terminar, coyuntura de la cual me libró Guillermo al reaparecer con su máquina.
La instaló sobre la mesa, se conectó y, después de saludar a India, se eclipsó.
—¡Hola, chicas!
—Dijo mi amiga del otro lado de la pantalla—. ¿Qué cuentan?
—¡Qué contás
vos, simuladora! —le espeté.
Se rió con
desparpajo. Era buen síntoma.
—Si te
referís a mi salida —contestó—, se repite esta noche.
—¡Ay, India!
—Exclamó Sami—, ¡No nos tengas sobre ascuas!
Yo la miré
sin insistir. Ella nos contaría lo que le viniera en gana.
—Por ahora
—manifestó— he pasado un momento muy agradable con un hombre fascinante. No
quiero hacer predicciones porque suelo decepcionarme a menudo.
Esta
declaración, en franco contraste con el carácter entusiasta de India, le
concedía al tal Román varios puntos a favor. Entreví que una charla
confidencial le vendría tan bien como a mí explayarme con ella, ya que con
Samanta no podía hacerlo. El resto de la conversación fue trivial y acordamos
en vernos al día siguiente. Antes de la cena me comuniqué con mamá y, en un
arranque, lo llamé a Noel. Tanto su teléfono fijo como el móvil se acoplaban al
contestador automático. Me encogí de hombros: había hecho el intento.
Comimos
trucha confitada con champiñones en un restaurante que propuso Sami y
regresamos a las once de la noche. Darren nos esperó levantado y soportó con
estoicismo las filmaciones de nuestra incursión por la tirolesa. Al finalizar
la proyección, sentí que el cansancio me ganaba. Demasiadas emociones para un
día.
—Me retiro
—anuncié.
—Antes de
que te vayas —me detuvo Guillermo— resolvamos lo de la invitación —se dirigió a
su hermana—: Sami, un seguidor de mi trabajo me invitó a la inauguración de
unas cabañas turísticas. Es el sábado. ¿No querrías tener un cumpleaños
diferente?
A Samanta le
brillaron los ojos. Lo miró a Darren. Él hizo un gesto risueño: —Es tu
cumpleaños, querida, y tu elección.
—¿Qué decís,
Marti? —buscando mi aprobación.
—Lo mismo
que Darren —avalé.
—Te invitó a
vos —le dijo al gurka—. ¿Qué dirá si te aparecés con un ejército?
—Para
deshacerme de él le aclaré que estaba con mi familia y mi novia —me miró y redundó—:
Para sacármelo de encima… Me contestó que todos serían bienvenidos y me estiró
la tarjeta.
—¡A ver… A
ver! —pidió Sami.
Guille se la
tendió y ella la leyó cuidadosamente. Nos miró después con una sonrisa: —Aquí
dice de rigurosa etiqueta. ¿Todavía se estila?
—Supongo —le
respondí—. Aunque yo voy a desentonar. No tengo traje de fiesta.
Samanta se
quedó pensativa. No podía ofrecerme ninguna prenda porque era más alta y
corpulenta. Esperé que no me propusiera comprarla porque tendría que confesar
públicamente mi insolvencia. El gurka se mantuvo callado, seguramente
recordando mis planteos previos al viaje.
—Bueno —dijo
al cabo mi amiga—. Si Guillermo viste informal, a nadie le va a extrañar tu
estilo casual.
—¿Te
atreverías? —lo provoqué.
—Por ti, milady, desnudo si me lo pides —aseguró
con una reverencia cortés.
Habló en
inglés, para que Darren no quedara al margen de la charla. El colorado largó
una carcajada contagiosa ante la sonrisa bonachona de Guille. Yo sacudí la
cabeza y le dije en tono condescendiente: —¿Sabés? Esta salida es tan propia de
un gurka…
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