lunes, 16 de agosto de 2010

LA HERENCIA - XXIX

Esta vez Goliat fue autorizado a ingresar a la vivienda. Mariana se limpió cuidadosamente las manos y Julián se aseguró de que no quedaran vidrios en los cortes. Emilia trajo el botiquín y lavó con antiséptico las cortaduras dejándolas sin vendaje por no ser muy profundas. Después escuchó el relato de su hija junto a los hombres. Cuando terminó, los rostros de los oyentes denunciaban la preocupación por el incidente.

-¿No me habías prometido que no te alejarías de la casa sola? –reprochó Emilia.

-No fue mi intención, mamá. Salí para asegurarme de que a Goliat no le faltara agua y después lo oí moverse entre los árboles. Además, no aluciné. Lo vi asomarse por la puerta de la cabaña, así que entré a buscarlo porque en su compañía me sentía segura.

La mirada nerviosa de la madre osciló entre los rostros varoniles. Leyó preocupación en los semblantes y, por un momento, la ganó una sensación de desamparo. ¿Qué podrían hacer dos mujeres si sus hombres se mostraban intranquilos? Desechó estos temores cuando se le impuso su rol materno. No podía perderse en ese laberinto de inseguridad si quería proteger a Mariana. Su voz sonó firme cuando urgió al grupo:

-Sentémonos y hablemos de lo que leyó Mariana y de todas las cosas que han pasado en la casa. Por alguna razón estamos dilatando esta charla.

-Sí –asintió Luis.- Supongo que choca con nuestra racionalidad pero no podemos ignorar que las manifestaciones extrañas parecen ser cada vez más peligrosas. Creo que la presencia de Mariana ha desencadenado estos fenómenos y que cada vez se abren más a su comprensión. ¿Estoy equivocado, querida?

La nombrada se tomó un momento para contestar, conciente de la expectación del trío.

-No sé qué experiencia tendré que afrontar para tratar de concluir una historia con cuyo final estoy comprometida. Sé que podría irme y no exponerme y exponerlos –los contempló con desasosiego, pero la firmeza de las miradas devueltas le aseguraron de que no transitaría sola esa prueba- pero siento que tengo una obligación con esta abuela que no conocí y fue capaz de anticiparme antes de que naciera…- terminó con voz temblorosa.

Julián no pudo controlar el impulso de atraerla hacia su pecho. El cuerpo que se abandonó al abrazo lo colmó de una sensación de potencia capaz de desafiar al mismo infierno si así tuviera que salvaguardarla. Acarició la cabeza de la muchacha y depositó un beso en su frente. La separó con desgano

-Quedan tres días hasta el viernes. Opino que debemos movernos por la casa al menos de a dos, especialmente Mariana –dijo con calma.- ¿Están de acuerdo?

-Si quieren conocer mi opinión –acotó Emilia- y aunque contradiga a mi hija, creo que deberíamos marcharnos y deshacernos de este lugar. Lejos de acá las cosas volverían a la normalidad.

-No escuchaste bien lo que dije, mamá –intervino Mariana.- Si antes no quería irme por conocer la casa de mi padre, ahora tengo un compromiso que no quiero eludir.

-¿Y si buscamos una solución intermedia? –Dijo Luis incorporándose.- Tal vez debiéramos alejarnos temporalmente y regresar el viernes.

-¿Y adónde iríamos, si se puede saber? –Preguntó Mariana, molesta.

-A mi casa. Está disponible la habitación de mi madre y hay una de huéspedes –intervino Julián tratando de ser convincente para la muchacha.- Estamos al lado, Mariana, pero distanciados de cualquier anomalía. ¿Por qué correr riesgos innecesarios?

La joven tomó aire. El ofrecimiento le produjo una extraña zozobra. ¿Debía dejar la casa ahora? Una certeza la invadió. Debía consultarlo con su abuela.

-Tengo que ir al baño –declaró- cuando vuelva lo hablaremos.- Y salió de la estancia fuera de la vista de los reunidos.

Subió sigilosamente las escaleras y pasó por su habitación para buscar el colgante. Un impulso la obligó a volverse y tomar la llavecita rescatada del pozo. Luego entró al dormitorio de Victoria. Se paró frente al cuadro y no titubeó en proyectar su pensamiento hacia la imagen de la mujer reclinada:

-Abuela, ¿debo irme de la casa?

Esta vez no hubo modificaciones en la pintura. Sólo una voz resonando en su cabeza:

-No. Debes permanecer aquí para recobrar tu percepción. Se fortalecerá cada momento y se nutrirá con la energía de los que te quieren bien. Evita entre tanto estar a solas. Este cuarto fue el de tu padre hasta que Victoria lo ocupó. Busca los rastros de su pasado. La llave te abrirá la puerta.

-¡Mariana! –el grito y la puerta al abrirse bruscamente, truncaron la conexión con su abuela.

Emilia entró, agitada, seguida por los dos hombres. La tomó de un brazo y la obligó a volverse. La muchacha miró el rostro descompuesto de su madre y sonrió para tranquilizarla.

-Mamá, sólo quería hacerle unas preguntas a la abuela.

-Quiero que me escuches atentamente, Mariana –dijo la mujer sin soltarla.- Estamos expuestos a manifestaciones extraordinarias que se forman a tu alrededor. Leíste una advertencia sobre no estar sola, y lo primero que hacés es ignorarla. ¿Querés matarme de un susto cuando desaparecés sin decir nada?

-Tranquila, mamá. Sólo quería asegurarme si era conveniente alejarme de la casa. Y no lo es. Debo… –se corrigió- Debemos quedarnos aquí. También hay que buscar en esta habitación cosas que pertenecieron a papá.

-¿Qué cosas? –preguntó Julián.

-No sé. La comunicación desapareció cuando entró mamá.

-¿No podés retomarla? – intervino Luis.

-No. Es como si mi cabeza se hubiera vaciado. No perdamos tiempo. Hay que revisar todos los muebles y encontrar el cajón que abre con esta llave –la mostró a los presentes y se dirigió hacia la mesa de luz.

Los demás la imitaron con el resto del mobiliario. Observaron con detenimiento cada espacio hasta que la frustración los ganó. Ninguna cerradura coincidía con el tamaño de la pequeña llave. Emilia repasó el guardarropa apartando cada una de las prendas. Disimulado en el panel lateral, encontró lo que buscaban:

-¡Aquí parece haber una puertita! – señaló.

lunes, 9 de agosto de 2010

LA HERENCIA - XXVIII

Mariana fue la primera en levantarse. Se vistió con la ropa que dejó el día anterior sobre un sillón y bajó a la cocina con la intención de tomar café. En la casa reinaba un silencio inusual. Enchufó la cafetera y se asomó para comprobar si Goliat necesitaba agua o alimento. Los recipientes estaban vacíos. Llenó el del agua y resolvió esperar a que Julián se levantara para que decidiera sobre la comida de su perro. La tarde arrastraba una frescura que contrastaba con el calor del mediodía. Goliat debe estar fisgoneando por los alrededores, se dijo. Se sentó sobre un escalón del pórtico y liberó los pensamientos. Llevaban cuatro días en la casa y habían transitado por más experiencias que a lo largo de todas sus vidas. Su mente quedó prendida de la que consideraba la más elocuente: haber conocido a Julián. Su abuela, que había anticipado su nacimiento, habló de un recién llegado que la protegería. No cabían dudas de que era él. Recordó la escena en la casa, cuando estuvo en sus brazos y a punto de ser besada. La hizo sentir inerme como si nunca hubiera compartido esa caricia. Pero no con él, se respondió. Buscaría la manera de facilitar el momento puesto que se había frustrado dos veces. Un movimiento de arbustos dirigió su mirada hacia el comienzo de la fronda que rodeaba el terreno despejado de la casa. Era Goliat seguramente que volvía de sus correrías. Se levantó y avanzó confiadamente hasta las primeras enramadas.

-¡Goliat! –llamó mientras se internaba entre los árboles.

Otro movimiento la hizo volverse hacia la senda que conducía a la cabaña. Parecía que el perro estaba jugando con ella. Apretó el paso hasta divisar la destartalada construcción que exhibía la puerta abierta. ¿Había olvidado cerrarla cuando estuvo con Julián? No. Lo recordaba muy bien. Pero como la dejó sin llave, tal vez el viento la abrió. La cabeza de Goliat asomó desde el interior y desapareció nuevamente anulando su reflexión.

-¡Goliat! –volvió a gritar entrando a la casucha.

Sus pies se clavaron en la entrada. El perrazo no estaba en la habitación, pero la trampa del sótano estaba levantada. Se llevó la mano al cuello y descubrió con terror que no llevaba colgado el camafeo. ¿Cuándo se lo sacó? Lo tenía al zambullirse en el estanque. Con la mente entorpecida por el miedo, no pudo discernir en qué momento se había desprendido de él. Escuchó rascar los escalones de madera como si alguien (algo) intentara trepar por ellos. ¿Se habría caído Goliat? ¿Por qué no emitía algún sonido? Avanzó unos pasos hacia el interior.

-Goliat –emitió sin gritar y a prudente distancia del sótano abierto.

Unos gruñidos le respondieron al tiempo que la puerta de la cabaña se cerraba con un golpe. Se volvió con el corazón martilleándole las sienes y aferró el picaporte que no respondió. Los crujidos, a su espalda, se estaban acercando. Corrió hacia la ventana y forcejeó para empujarla cuando, afuera, divisó a Goliat que observaba la construcción en postura de alerta. Sin mirar hacia atrás, gritó con toda su fuerza:

-¡Goliat! ¡Aquí, Goliat!

El animal tensó los músculos y se lanzó contra la ventana. Mariana se corrió hacia el costado a tiempo de que sólo unos vidrios se le clavaran en el dorso de las manos con que protegía su cara. Goliat aterrizó en medio de la estancia mientras ella insistía con la puerta que se abrió al primer tirón. Salió trastabillando y una vez afuera se atrevió a girar. El gran perro, con los pelos erizados, estaba al borde del sótano y emitía un rugido amenazador hacia el foso. Una insana curiosidad asaltó a la joven, fortalecida por la presencia del formidable guardián. Quería ver a quién o a qué le gruñía. No se arriesgó a entrar, pero se arrimó a la ventana y miró hacia el interior. El perfil de Goliat, con las fauces abiertas y los belfos recogidos, mostraba una ferocidad intimidante. La garra que intentó destrozarle el cuello volvió a las profundidades tan velozmente como emergió, rechazada por los afilados colmillos del can. Mariana se sacudió de su sopor y lo llamó con autoridad, temerosa de que sufriera algún daño. Supo que el lugar era peligroso y que debían salir de allí.

-¡Goliat, afuera! –volvió a gritar.

El perro le obedeció y sin dejar de gruñir se acomodó delante del cuerpo de la joven como intentando guarecerla. Ella le acarició la cabeza y echó a correr hacia la casa. A mitad de camino, divisó a Julián y a Luis que se acercaban a la carrera. No dudó en echarse a los brazos del joven cuando se encontraron. Julián, murmurando su nombre, la apretó hasta dejarla sin respiración. Cobijada sobre el pecho del hombre, cedió su autocontrol y prorrumpió en sollozos. Él aflojó el abrazo para acariciarle la cabeza y tomó una de sus manos para besarla. Al ver las heridas, su cuerpo se tensó.

-¡Mariana! ¿Quién te lastimó? –preguntó con aspereza.

-Nadie, Julián. Pero por favor, ¡volvamos a la casa!

-¿Estás segura de que no hay ningún agresor? –preguntó Luis a la temblorosa muchacha.

-¡Les digo que no! En casa les contaré todo –quería alejarse cuanto antes de las proximidades de la cabaña.

-Yo te llevo –dijo Julián con indudables intenciones de cargarla.

Esta oferta le pareció a la vez adorable y ridícula. Le encantaría acurrucarse contra el cuerpo del hombre, pero unos cortes en las manos no bastaban para sumirla en la debilidad. La risa la alivió y aflojó la preocupación de los varones.

-Gracias, vecino –respondió aún risueña- lo dejaremos para otro momento. Ahora puedo caminar- y tomándolo del brazo, se encaminó hacia la casa con Luis y Goliat a la retaguardia.

Julián acompañó sus pasos asediado por funestos pensamientos. Se reprochaba haberse dejado ganar por el sueño mientras Mariana se veía expuesta a un peligro que él podría haber evitado. ¿Pero cómo velar por la seguridad de la mujer sin tenerla a la vista? Sólo teniéndola a su lado todo el día, concluyó, con un estremecimiento de pura sensualidad que lo dejó sofocado. El llamado de Emilia lo volvió a la realidad.

-¡Mariana…! ¡Luis…! ¡Julián…! - voceaba.

Apuraron la marcha y poco después quedaron a la vista de la intranquila mujer quien corrió hacia el grupo que emergía del bosquecillo.

-¡Te faltó nombrar a Goliat! –chanceó Mariana para aplacar la ansiedad de su madre.

-¿Adónde se habían metido? –reclamó ignorando la broma.- Me despertaron tres golpes en la puerta. Y esta vez, en la del dormitorio.- Como nadie respondiera con presteza, agregó mirando a su hija:- ¿Acaso te pasó algo?

-No sé por qué suponés eso –dijo Mariana asombrada del presentimiento materno.

-Porque la vez anterior, fue cuando te caíste en el sótano.

Guardaron silencio hasta que Julián lo rompió:

-Mejor entramos a la casa así te podrás desinfectar esas heridas y la pondremos al tanto a tu madre.

domingo, 1 de agosto de 2010

LA HERENCIA - XXVII

Cuando empezó a tragar agua, unos brazos la rodearon y la impulsaron hacia la superficie. Asomó la cabeza al tiempo que tosía estrepitosamente para expulsar el líquido de sus pulmones. Sin solución de continuidad, la levantaron hasta depositarla boca abajo sobre la orilla del estanque. A medida que se reponía, se hacía inteligible la voz de su madre:

-¡Mariana! ¿Qué te pasó, querida? ¡Siempre tan atropellada! ¡Podrías haberte ahogado…!

La joven se sentó y miró su pie derecho. Un cordel apelmazado le rodeaba el tobillo.

-Me asusté. Creí que esta tira era el tentáculo de un animal y me descontrolé.

Julián, agachado a su lado, le sostuvo el pie y desenroscó la singular tobillera. La extendió sobre los ladrillos del borde y desprendió la costra que la envolvía. Una pequeña llave colgaba de la cinta desvanecida por el agua.

-Espero que su propietario no se haya ahogado aquí –observó Emilia.

Mariana frunció la frente. Una imagen pugnaba por hacerse conciente. Recordó las palabras de su abuela.

-Ella me advirtió… -murmuró.

-¿Quién, Mariana? –preguntó Julián, inquieto por la expresión de la muchacha.

-¡La abuela! ¿No recuerdan lo que les leí del libro? Algo debió pasar que ella no supo –tomó la cinta que se secaba al sol y la observó con abandono. La pileta ya no le atraía, escondía secretos tan oscuros como su profundidad. Haría bien en seguir el consejo de su abuela. Como si todos pensaran lo mismo, se dirigieron hacia los asientos reparados bajo el árbol. Julián caminaba a su lado en silencio. Ella lo detuvo tomándolo del brazo y quedaron frente a frente.

-No te agradecí el que me sacaras del agua.

Esta vez no rehuyó la mirada del hombre. Advirtió que se asomaba a un abismo tan peligroso como la sima del estanque, sólo que no era su vida la que peligraba, sino su convicción de alejarse por un tiempo de las relaciones masculinas. Atrapada por los elocuentes ojos de Julián sus piernas se debilitaron y no cayó porque aún lo aferraba del brazo. Él prolongó el acoplamiento visual olvidándose del mundo y bajó la cabeza lentamente oscureciendo las pupilas claras de Mariana. Supo que iba a besarla a sabiendas de ser observados por Emilia y Luis. ¿Un primer beso público? La idea lo hizo vacilar, porque no quería malograr con ningún arrebato amoroso ese momento único. Se enderezó con templanza y antes de reanudar el camino, le susurró a su muchacha:

-Quiero tanto besarte que no soporto un momento más. Pero puedo esperar a que estemos a solas. Tu boca será mi mejor recompensa.

Mariana le soltó el brazo y recuperó el dominio. Una leve sonrisa aleteó en sus labios. Había comprendido el mensaje y coincidía unívocamente con él. Cuando alcanzaron la mesa, mostraban en sus semblantes las huellas manifiestas de la renunciación. Emilia, que no había perdido detalle, simuló no haber prestado atención a la coyuntura.

-¡A sentarse todos! -exclamó.- Que un buen refrigerio nos ayudará a tranquilizarnos.

Repartió los bocadillos en los platos mientras Luis escanciaba el vino en las copas. Comieron en silencio hasta que Goliat apareció en escena. Mariana, conmovida por la expresión suplicante del can, le ofreció un trozo de sándwich.

-¡Ah, no, jovencita! No lo malcríes –intervino Julián.

Hizo un gesto de reconvención al perrazo, que retrocedió sin tomar el bocado.

-¡Hombre insensible! ¿Qué puede hacerle un pedazo de pan y fiambre? ¿No ves cómo se le van los ojos?

-A él no le va a hacer nada, pero está disciplinado para comer alimento balanceado.

-¿Nunca le diste un gusto?

-¿Y cómo sabés que le dará gusto comer un sandwich que no conoce…?

-Porque lo veo en su mirada.

Goliat mueve la cabeza de uno a otro hasta que su amo se da por vencido. El ademán y la risa de Julián autorizaron a la joven a convidarlo. Ella, deponiendo la actitud beligerante, le volvió a ofrecer la comida. El can la retiró de su mano con delicadeza y la hizo desaparecer de un bocado. Mariana se volvió con gozo hacia Julián:

-¡Es la primera vez que puedo alimentar a un perro sin sentir miedo! ¿No es fantástico?

Él la miró con una expresión demandante que en nada se parecía a la de Goliat. Mariana dejó de jugar a la guerra porque comprendió que esta vez quería ser conquistada. Después del almuerzo volvieron a la casona. Emilia quería arreglar con los empleados y sobre todo deseaba refugiarse entre cuatro paredes. Acordó que ambos volvieran el sábado y subió al dormitorio. La necesidad de reposar postergó la charla que los enfrentaría con el misterioso deber de Mariana. La joven ya se había bañado y se acostó para quedar profundamente dormida y libre de sueños ominosos. La madre, recelosa por las pruebas a que estaba sometida su retoño, tardó en abandonarse al descanso. Los hombres, más pragmáticos, no demoraron en quedarse dormidos.