lunes, 9 de agosto de 2010

LA HERENCIA - XXVIII

Mariana fue la primera en levantarse. Se vistió con la ropa que dejó el día anterior sobre un sillón y bajó a la cocina con la intención de tomar café. En la casa reinaba un silencio inusual. Enchufó la cafetera y se asomó para comprobar si Goliat necesitaba agua o alimento. Los recipientes estaban vacíos. Llenó el del agua y resolvió esperar a que Julián se levantara para que decidiera sobre la comida de su perro. La tarde arrastraba una frescura que contrastaba con el calor del mediodía. Goliat debe estar fisgoneando por los alrededores, se dijo. Se sentó sobre un escalón del pórtico y liberó los pensamientos. Llevaban cuatro días en la casa y habían transitado por más experiencias que a lo largo de todas sus vidas. Su mente quedó prendida de la que consideraba la más elocuente: haber conocido a Julián. Su abuela, que había anticipado su nacimiento, habló de un recién llegado que la protegería. No cabían dudas de que era él. Recordó la escena en la casa, cuando estuvo en sus brazos y a punto de ser besada. La hizo sentir inerme como si nunca hubiera compartido esa caricia. Pero no con él, se respondió. Buscaría la manera de facilitar el momento puesto que se había frustrado dos veces. Un movimiento de arbustos dirigió su mirada hacia el comienzo de la fronda que rodeaba el terreno despejado de la casa. Era Goliat seguramente que volvía de sus correrías. Se levantó y avanzó confiadamente hasta las primeras enramadas.

-¡Goliat! –llamó mientras se internaba entre los árboles.

Otro movimiento la hizo volverse hacia la senda que conducía a la cabaña. Parecía que el perro estaba jugando con ella. Apretó el paso hasta divisar la destartalada construcción que exhibía la puerta abierta. ¿Había olvidado cerrarla cuando estuvo con Julián? No. Lo recordaba muy bien. Pero como la dejó sin llave, tal vez el viento la abrió. La cabeza de Goliat asomó desde el interior y desapareció nuevamente anulando su reflexión.

-¡Goliat! –volvió a gritar entrando a la casucha.

Sus pies se clavaron en la entrada. El perrazo no estaba en la habitación, pero la trampa del sótano estaba levantada. Se llevó la mano al cuello y descubrió con terror que no llevaba colgado el camafeo. ¿Cuándo se lo sacó? Lo tenía al zambullirse en el estanque. Con la mente entorpecida por el miedo, no pudo discernir en qué momento se había desprendido de él. Escuchó rascar los escalones de madera como si alguien (algo) intentara trepar por ellos. ¿Se habría caído Goliat? ¿Por qué no emitía algún sonido? Avanzó unos pasos hacia el interior.

-Goliat –emitió sin gritar y a prudente distancia del sótano abierto.

Unos gruñidos le respondieron al tiempo que la puerta de la cabaña se cerraba con un golpe. Se volvió con el corazón martilleándole las sienes y aferró el picaporte que no respondió. Los crujidos, a su espalda, se estaban acercando. Corrió hacia la ventana y forcejeó para empujarla cuando, afuera, divisó a Goliat que observaba la construcción en postura de alerta. Sin mirar hacia atrás, gritó con toda su fuerza:

-¡Goliat! ¡Aquí, Goliat!

El animal tensó los músculos y se lanzó contra la ventana. Mariana se corrió hacia el costado a tiempo de que sólo unos vidrios se le clavaran en el dorso de las manos con que protegía su cara. Goliat aterrizó en medio de la estancia mientras ella insistía con la puerta que se abrió al primer tirón. Salió trastabillando y una vez afuera se atrevió a girar. El gran perro, con los pelos erizados, estaba al borde del sótano y emitía un rugido amenazador hacia el foso. Una insana curiosidad asaltó a la joven, fortalecida por la presencia del formidable guardián. Quería ver a quién o a qué le gruñía. No se arriesgó a entrar, pero se arrimó a la ventana y miró hacia el interior. El perfil de Goliat, con las fauces abiertas y los belfos recogidos, mostraba una ferocidad intimidante. La garra que intentó destrozarle el cuello volvió a las profundidades tan velozmente como emergió, rechazada por los afilados colmillos del can. Mariana se sacudió de su sopor y lo llamó con autoridad, temerosa de que sufriera algún daño. Supo que el lugar era peligroso y que debían salir de allí.

-¡Goliat, afuera! –volvió a gritar.

El perro le obedeció y sin dejar de gruñir se acomodó delante del cuerpo de la joven como intentando guarecerla. Ella le acarició la cabeza y echó a correr hacia la casa. A mitad de camino, divisó a Julián y a Luis que se acercaban a la carrera. No dudó en echarse a los brazos del joven cuando se encontraron. Julián, murmurando su nombre, la apretó hasta dejarla sin respiración. Cobijada sobre el pecho del hombre, cedió su autocontrol y prorrumpió en sollozos. Él aflojó el abrazo para acariciarle la cabeza y tomó una de sus manos para besarla. Al ver las heridas, su cuerpo se tensó.

-¡Mariana! ¿Quién te lastimó? –preguntó con aspereza.

-Nadie, Julián. Pero por favor, ¡volvamos a la casa!

-¿Estás segura de que no hay ningún agresor? –preguntó Luis a la temblorosa muchacha.

-¡Les digo que no! En casa les contaré todo –quería alejarse cuanto antes de las proximidades de la cabaña.

-Yo te llevo –dijo Julián con indudables intenciones de cargarla.

Esta oferta le pareció a la vez adorable y ridícula. Le encantaría acurrucarse contra el cuerpo del hombre, pero unos cortes en las manos no bastaban para sumirla en la debilidad. La risa la alivió y aflojó la preocupación de los varones.

-Gracias, vecino –respondió aún risueña- lo dejaremos para otro momento. Ahora puedo caminar- y tomándolo del brazo, se encaminó hacia la casa con Luis y Goliat a la retaguardia.

Julián acompañó sus pasos asediado por funestos pensamientos. Se reprochaba haberse dejado ganar por el sueño mientras Mariana se veía expuesta a un peligro que él podría haber evitado. ¿Pero cómo velar por la seguridad de la mujer sin tenerla a la vista? Sólo teniéndola a su lado todo el día, concluyó, con un estremecimiento de pura sensualidad que lo dejó sofocado. El llamado de Emilia lo volvió a la realidad.

-¡Mariana…! ¡Luis…! ¡Julián…! - voceaba.

Apuraron la marcha y poco después quedaron a la vista de la intranquila mujer quien corrió hacia el grupo que emergía del bosquecillo.

-¡Te faltó nombrar a Goliat! –chanceó Mariana para aplacar la ansiedad de su madre.

-¿Adónde se habían metido? –reclamó ignorando la broma.- Me despertaron tres golpes en la puerta. Y esta vez, en la del dormitorio.- Como nadie respondiera con presteza, agregó mirando a su hija:- ¿Acaso te pasó algo?

-No sé por qué suponés eso –dijo Mariana asombrada del presentimiento materno.

-Porque la vez anterior, fue cuando te caíste en el sótano.

Guardaron silencio hasta que Julián lo rompió:

-Mejor entramos a la casa así te podrás desinfectar esas heridas y la pondremos al tanto a tu madre.

2 comentarios:

Maricela dijo...

hola querida Carmen, estuve fueras de la ciudad y de la tecnologia, pero ya me estoy poniendo al corriente y me super encanta la trama, lo que es Julian es el sueño de toda chica y goliat ya lo quisiera de guardian de mi casa, mil felicidaddes cada capitulo es un deleite.

Carmen dijo...

Hola, amiga Maricela. Y a mí me encanta ver tus comentarios en los capítulos. Un fuerte abrazo.